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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (37 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Esto se escribe muy fácilmente: ametralladoras, torrecillas dobles. ¿No hubiera podido ser también un aguacero, una granizada o el preludio de una tormenta de fines de verano, parecida a la que tuvo lugar en ocasión de mi nacimiento? Estaba yo demasiado soñoliento para entregarme a semejantes especulaciones y, con los ruidos todavía en la oreja, deduje cuál era la situación y, como todos los que están dormidos todavía, la designé por su nombre: ¡Están tirando!

Apenas desencaramado del cesto de ropa, vacilante aún sobre sus sandalias, Óscar se preocupó por el bienestar de su delicado tambor. Con ambas manos excavó en aquel cesto que había albergado su sueño un hueco entre las cartas, sueltas, desde luego, pero que hacían una especie de masa, sin brutalidad, sin romper ni chafar ni desvalorizar nada, claro está: separé con precaución las cartas imbricadas unas en otras, traté con cuidado a cada una de ellas y aun a las tarjetas postales provistas del sello «Poczta Polska», y puse atención a que ninguno de los sobres se abriera, porque, aun en presencia de acontecimientos ineludibles y susceptibles de cambiarlo todo, había que preservar siempre la inviolabilidad de la correspondencia.

En la misma medida en que el tableteo de las ametralladoras aumentaba, iba agrandándose el embudo en aquel cesto de ropa lleno de cartas. Finalmente estimé que ya era suficiente, coloqué mi tambor herido de muerte en el lecho recién excavado y lo recubrí tupidamente, no con tres, con diez, con veinte capas de sobres imbricados unos con otros, a la manera como los albañiles colocan los ladrillos cuando se trata de erigir un muro sólido.

Apenas había terminado con estas medidas precautorias, de las que podía esperar alguna protección para mi tambor contra las balas y los cascos de metralla, cuando estalló en la fachada del edificio del Correo que daba a la Plaza Hevelius, aproximadamente a la altura de la sala de taquillas, la primera granada antitanque.

El Correo polaco, edificio macizo de ladrillo, podía recibir tranquilamente cierto número de aquellos impactos sin temor de que a la gente de la milicia territorial le resultara fácil terminar la cosa rápidamente y abrir una brecha lo suficientemente grande para un ataque frontal como los que con tanta frecuencia habían practicado a título de ejercicio.

Abandoné mi segundo depósito de cartas sin ventanas, protegido por tres despachos y el corredor del primer piso, para buscar a Jan Bronski. Si yo buscaba a mi presunto padre, es obvio que buscaba al propio tiempo y con mayor afán todavía al conserje inválido Kobyella. Como que la víspera había tomado el tranvía, renunciando a mi cena, para venir a la ciudad, hasta la Plaza Hevelius y aquel edificio postal, que por lo demás me era indiferente, con el propósito de hacer componer mi tambor. Por consiguiente, si no lograba dar con el conserje a tiempo, o sea antes del asalto final que cabía esperar con seguridad, mal podría pensar en la restauración adecuada de mi hojalata.

Así que Óscar buscaba a Jan, pero pensando en Kobyella. Varias veces recorrió, con los brazos cruzados sobre el pecho, el largo corredor embaldosado, pero no encontró más que el ruido de sus pasos. Cierto que podía distinguir algunos tiros aislados, disparados sin duda desde el edificio del Correo, entre el derroche continuo de municiones de la gente de la milicia territorial, lo que le daba a entender que, en sus despachos, los parcos tiradores debían de haber cambiado sus matasellos por instrumentos que igualmente servían para matar. En el corredor no había nadie, ni de pie, ni tendido, ni listo para un posible contraataque. El único que lo patrullaba era Óscar, indefenso y sin tambor, expuesto al introito grávido de historia de una hora excesivamente matutina que sin embargo no llevaba nada de oro en la boca, sino plomo a lo sumo.

Tampoco en los despachos que daban al patio encontré alma viviente. Incuria, me dije. Hubiera debido cubrirse la defensa también del lado de la calle de los Afiladores. La delegación de policía allí existente, separada del patio y del andén de bultos postales por una simple cerca de tablas, constituía una posición de ataque tan ventajosa como difícilmente podría encontrarse en un libro de estampas. Hice resonar mis pasos por los despachos, la oficina de envíos certificados, la de los giros postales, la de la caja para el pago de salarios y la de recepción de telegramas: allí estaban, tendidos detrás de planchas blindadas, de sacos de arena y de muebles de oficina volcados, tirando a intervalos, casi con avaricia.

En la mayoría de las oficinas algunos cristales de las ventanas exhibían ya los efectos de las ametralladoras de la milicia territorial. Aprecié superficialmente los daños y establecí comparaciones con aquellos cristales de ventanas que, en tiempos de profunda paz, habían cedido bajo el impacto de mi voz diamantina. Pues bien, si se me pedía a mí una contribución a la defensa de Polonia, si aquel pequeño director Michon se me presentaba, no como director postal sino militar, para tomarme bajo juramento al servicio de Polonia, lo que es mi voz no les iba a fallar: en beneficio de Polonia y de la economía polaca, anárquica pero siempre dispuesta a un nuevo florecer, de buena gana hubiera convertido en brechas negras, abiertas a las corrientes de aire, todos los cristales de las casas de enfrente, de la Plaza Hevelius, las vidrieras del barrio del Ráhm, la serie continua de vidrios de la calle de los Afiladores, comprendidos los de la delegación de policía, y, con efecto a mayor distancia que nunca anteriormente, los vidrios pulidos del Paseo del barrio viejo y de la calle de los Caballeros, todo ello en cuestión de minutos. Esto habría provocado confusión entre la gente de la milicia territorial y también entre los simples mirones. Esto habría reemplazado el efecto de varias ametralladoras pesadas y habría hecho creer, desde el principio mismo de la guerra, en armas milagrosas, aunque no habría salvado al Correo polaco.

Pero no se recurrió a Óscar. Aquel doctor Michon del casco de acero polaco sobre su cabeza de director no me tomó juramento alguno, sino que, al bajar yo corriendo la escalera que conducía a la sala de taquillas y metérmele impensadamente entre las piernas, me dio un bofetón doloroso, para volver a dedicarse inmediatamente después del golpe, jurando en voz alta y en polaco, a sus tareas defensivas. No me quedó más remedio que encajar el golpe. La gente, incluido el doctor Michon, que después de todo era el que tenía la responsabilidad, estaba excitada y temerosa, y por consiguiente se la podía disculpar.

El reloj de la sala de taquillas me dijo que eran las cuatro y veinte. Cuando marcó las cuatro y veintiuno, hube de admitir que las primeras operaciones bélicas no le habían causado al mecanismo daño alguno. Andaba, y no supe si debía interpretar aquella indiferencia del tiempo cual signo propicio o desfavorable.

Sea como fuere, quédeme de momento en la sala de taquillas, busqué a Jan y a Kobyella, no encontré ni al tío ni al conserje, comprobé daños en los vidrios de la sala y unos feos agujeros en la pared al lado de la puerta principal, y fui testigo cuando llevaron a los dos primeros heridos. Uno de ellos, un señor de cierta edad con la raya cuidadosamente marcada todavía en su pelo gris, hablaba continua y excitadamente mientras le vendaban el rasguño del brazo derecho. Apenas le hubieron envuelto de blanco la ligera herida, quiso levantarse, tomar su fusil y echarse nuevamente detrás de aquellos sacos de arena que por lo visto no eran a prueba de balas. ¡Menos mal que un ligero vahído provocado por la pérdida de sangre lo obligara nuevamente a tumbarse sobre el suelo y le impusiera ese reposo sin el cual un señor de cierta edad no recupera sus fuerzas, después de una herida! Pero, además, el pequeño quincuagenario nervudo que llevaba un casco de acero pero dejaba ver el triángulo de un pañuelo de caballero que le salía del bolsillo pectoral civil, aquel señor que tenía los nobles gestos de un caballero funcionario, que era doctor y se llamaba Michon, que la víspera había sometido a Jan a un interrogatorio riguroso, conminó ahora al señor herido de cierta edad a que guardara reposo en nombre de Polonia.

El segundo herido yacía, respirando difícilmente, sobre un saco de paja y no mostraba el menor deseo de sacos de arena. A intervalos regulares gritaba fuerte y sin afectado pudor, porque tenía un tiro en el vientre.

Óscar se disponía precisamente a inspeccionar una vez más a los hombres que estaban detrás de los sacos de arena para encontrar por fin a su gente, cuando casi simultáneamente dos impactos de granada, arriba y al lado de la entrada principal, hicieron retemblar la sala. Los armarios que se habían corrido para tapar la puerta se abrieron soltando paquetes de documentos engrapados que emprendieron literalmente el vuelo, se desprendieron unos de otros y, aterrizando y deslizándose sobre las baldosas, fueron a tocar y cubrir papeles que, conforme a los principios de una contabilidad regular, nunca hubieran debido encontrar. Inútil decir que el resto de los cristales de las ventanas se hizo añicos y que cayeron de las paredes y del techo unas placas más o menos grandes de estuco. A través de nubes de yeso y cal arrastraron a otro herido hasta la mitad de la sala, pero luego, por orden del casco de acero doctor Michon, lo llevaron por la escalera al primer piso.

Óscar siguió a los hombres que llevaban al funcionario postal lanzando gemidos a cada peldaño, sin que nadie le mandara volver atrás, le pidiera cuentas o, como lo acababa de hacer poco antes el doctor Michon con su grosera mano masculina, le diera un bofetón. Hay que añadir, sin embargo, que se esforzó por no meterse entre las piernas defensoras del Correo de ningún adulto.

Al llegar detrás de los hombres que iban subiendo lentamente la escalera al primer piso vi confirmarse mi presentimiento: llevaban al herido a aquel local sin ventanas y por consiguiente seguro que servía de depósito para las cartas y que, en realidad, yo me había reservado para mí. Creyeron también, ya que escaseaban los colchones, haber encontrado en aquellos cestos unas yacijas, cortas, sin duda, pero en todo caso blandas, para los heridos. Dolíame ya haber enterrado mi tambor en uno de aquellos cestos de ropa con ruedas. ¿No permearía tal vez la sangre de aquellos carteros y empleados de taquilla, abiertos y horadados, las veinte capas de papel, confiriendo a mi tambor un color que hasta allí sólo había conocido en forma de esmalte? ¿Qué tenía ya mi tambor de común con la sangre de Polonia? ¡Que colorearan con aquel jugo, en buena hora, sus documentos y su papel secante! ¡Que vaciaran, si era preciso, el azul de sus tinteros y los volvieran a llenar de rojo! ¡Que tiñeran sus pañuelos y la mitad de sus camisas blancas almidonadas, si no había más remedio, a la manera polaca! ¡Al fin y al cabo, de lo que se trataba era de Polonia y no de mi tambor! Pero, si lo que se proponían era que, caso de perderse Polonia, ésta se perdiera en blanquirrojo, ¿era indispensable que se perdiera también mi tambor, haciéndolo sospechoso mediante una capa de color fresco?

Poco a poco se fue apoderando de mí esta idea: no se trata en absoluto de Polonia, sino de mi maltrecho tambor. Jan me había atraído al Correo para proporcionar a los funcionarios, a los que Polonia no bastaba como fanal, una insignia que los inflamara. Durante la noche, mientras yo dormía en el cesto de cartas con ruedas, pero sin rodar ni soñar, los empleados postales de guardia se habían susurrado unos a otros, a manera de consigna: Un tambor moribundo de niño se ha refugiado entre nosotros. Somos polacos y tenemos que defenderlo, sobre todo porque Inglaterra y Francia han cerrado con nosotros un pacto de garantía.

Mientras ante la puerta entreabierta del depósito de cartas me entregaba a semejantes inútiles consideraciones abstractas que cohibían mi libertad de acción, oyóse por primera vez en el patio del Correo el tableteo de las ametralladoras. Tal como yo lo había predicho, la milicia territorial intentaba su primer asalto desde la delegación de policía de la calle de los Afiladores. Poco después, los pies se nos despegaron a todos del suelo: los de la milicia habían conseguido volar la puerta del depósito de bultos sobre el andén de los camiones postales. Acto seguido penetraron en el depósito y luego en el local de admisión de paquetes; la puerta del corredor que conducía a la sala de taquillas estaba ya abierta.

Los hombres que habían subido al herido y lo habían depositado en aquel cesto de cartas que ocultaba mi tambor, huyeron precipitadamente; otros los siguieron. Guiándome por el ruido llegué a la conclusión de que se estaba luchando en el corredor de la planta baja, y luego en la recepción de paquetes. La milicia territorial tuvo que retirarse.

Vacilando primero, pero luego deliberadamente, Óscar penetró en el depósito de las cartas. El herido mostraba una cara gris amarillenta, enseñaba los dientes y los globos de los ojos se le movían de un lado para otro tras sus párpados cerrados. Escupía hilillos de sangre. Pero, comoquiera que la cabeza le sobresalía del borde del cesto, había poco peligro de que ensuciara la correspondencia. Óscar tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar el interior del cesto. Las asentaderas del hombre descansaban exactamente en el lugar donde se hallaba enterrado mi tambor. Procediendo primero con precaución, por respeto al hombre y a las cartas, pero tirando luego con más fuerza y, finalmente, arrancándolos y desgarrándolos, logré sacar de debajo del tipo, que seguía gimiendo, varias docenas de sobres.

Hoy podría decir que tocaba ya el borde de mi tambor, cuando unos hombres se precipitaron escaleras arriba y a lo largo del corredor. Volvían; habían rechazado a la milicia del depósito de paquetes, habían conseguido una victoria momentánea; les oía reír.

Escondido detrás de uno de los cestos, esperé cerca de la puerta a que los hombres llegaran junto al herido. Hablando primero en voz alta y luego jurando entre dientes, se pusieron a vendarlo.

A la altura de la sala de taquillas explotaron dos granadas antitanque, luego otras dos, y luego, silencio. Las salvas de los navíos de guerra fondeados en el Puerto Libre, frente a la Westerplatte, retumbaban a lo lejos, con un gruñido regular y bonachón al que uno acababa por acostumbrarse.

Sin ser visto por los hombres que estaban junto al herido, me escabullí del depósito de cartas, dejé mi tambor en la estacada y me eché otra vez en busca de Jan, mi tío y presunto padre, y también del conserje Kobyella.

En el segundo piso hallábase la vivienda del primer secretario del Correo, Naczalnik, que oportunamente hubo de mandar a su familia a Bromberg o a Varsovia. Primero inspeccioné unas habitaciones que servían de almacén y daban al patio, y por fin encontré a Jan y a Kobyella en el cuarto de los niños.

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