Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (39 page)

BOOK: El tambor de hojalata
10.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A la larga, semejante posición de la pierna habíale de resultar pesada. De vez en cuando se veía precisado a abandonarla. No fue hasta que se hubo tendido sobre la espalda cuando, sosteniéndose la pierna con ambas manos en la corva de la rodilla, halló la fuerza suficiente para exponer la pantorrilla y el talón, en forma más sostenida y con mayor probabilidad de éxito, a las balas perdidas o apuntadas.

Por mucha comprensión que tuviera yo entonces para Jan Bronski y se la tenga hoy todavía, no puedo menos que comprender también la cólera de Kobyella al ver éste a su superior jerárquico, el secretario del Correo Bronski, en aquella posición lamentable y desesperada. De un brinco se puso en pie el conserje, con el segundo estaba ya junto a nosotros, no, sobre nosotros, y ya estaba agarrando, agarraba la ropa de Jan y con la ropa al propio Jan, y levantó el paquete, lo arrojó al piso con violencia, lo agarró otra vez, hizo crujir la ropa, pegó con la izquierda aguantando con la derecha, tomó impulso con la derecha, dejó caer la izquierda, agarróle todavía al vuelo con la derecha y se disponía ya a rematar con la izquierda y la derecha a la vez y a fulminar a Jan Bronski, tío y presunto padre de Óscar, cuando, de repente, se oyó un tintineo, pienso que como el de los ángeles cuando cantan en honor de Dios, y zumbó, como zumba el éter en la radio, y no le dio a Bronski, sino a Kobyella. ¡Mayúscula broma la que se había permitido esa granada! Los ladrillos volaron en astillas y los vidrios se hicieron polvo, el revoque se volvió harina, la madera encontró su hacha, y el cuarto de los niños en conjunto brincaba cómicamente sobre una sola pierna; y ahí las muñecas a la Käthe-Kruse reventaron, ahí el caballo mecedor se desbocó, lamentando no tener un jinete a quien arrojar de la silla, ahí se pusieron de manifiesto los defectos de construcción del juego de arquitecto Märklin y los ulanos polacos ocuparon en un solo movimiento los cuatro ángulos del cuarto, y ahí, por fin, se volcó el estante con los juguetes: y el carrillón anunciaba la Pascua con sus campanas, el acordeón chillaba desesperado, la trompeta le sopló tal vez algo a alguien, todo dio el tono al mismo tiempo, como una orquesta preparándose a empezar: ahí se oyó chillar, explotar, relinchar, campanear, estrellarse, reventar, crujir, chirriar, cantar, todo muy alto, lo que no impedía que por debajo se minaran los fundamentos. A mí, sin embargo, a mí, que al explotar el obús me hallaba como corresponde a un nene de tres años en el rincón del ángel de la guarda del cuarto de los niños, a mí me vino a las manos la hojalata, me vino a las manos el tambor —y el nuevo tambor de Óscar no tenía más que unas pocas grietas en el esmalte pero no presentaba, en cambio, el menor agujero.

Al levantar los ojos del objeto de mi reciente adquisición que, como quien dice, había venido rodando directamente hasta mis pies como por arte de encantamiento, me vi en la obligación de ayudar a Jan Bronski. Éste no lograba sacarse de encima el pesado cuerpo del conserje. Al principio supuse que también Jan estaba herido, porque gemía en forma por demás natural. Pero finalmente, cuando logramos hacer rodar a un lado a Kobyella, que gemía con la misma naturalidad, exactamente, resultó que los daños en el cuerpo de Jan eran insignificantes. Tenía simplemente unos rasguños en la mejilla y en el dorso de una de las manos, que le habían hecho unas astillas de vidrio. Un vistazo rápido me permitió cerciorarme de que mi presunto padre tenía la sangre más clara que el conserje, al que le coloreaba la pierna del pantalón, a la altura de los muslos, en forma jugosa y oscura.

En cuanto a saber quién le había desgarrado y vuelto a Jan la elegante chaqueta del revés, no había ya manera de aclararlo. ¿Había que achacárselo a Kobyella o a la granada? Colgábale hecha jirones, tenía el forro desprendido, los botones sueltos, las costuras partidas y los bolsillos hacia afuera.

Pido indulgencia para mi pobre Jan Bronski, quien, antes de arrastrar conmigo a Kobyella fuera del cuarto de los niños, empezó a recoger todo lo que un feo temporal le había sacudido de los bolsillos. Encontró su peine, las fotos de sus seres queridos —entre ellas había una de busto de mi pobre mamá—, y su monedero que ni siquiera se había abierto. Con grandes fatigas, y no sin peligro, ya que el temporal había barrido en parte la protección de los sacos de arena, se puso a recoger los naipes del skat esparcidos por el cuarto; quería reunir los treinta y dos y, al no hallar el trigésimo segundo, sentíase desgraciado, pero cuando Óscar lo halló entre dos desvencijadas casas de muñecas y se lo tendió, lo cogió con una sonrisa, a pesar de que era el siete de espadas.

Cuando hubimos arrastrado a Kobyella fuera del cuarto de los niños y lo teníamos ya en el corredor, halló el conserje energía suficiente para decir unas palabras inteligibles para Jan: —¿Lo tengo todo todavía? —preguntó preocupado el inválido. Jan metió la mano en el pantalón, entre las piernas del viejo, comprobó que todo estaba en su lugar y, con la cabeza, le hizo un signo afirmativo.

Todos éramos felices: Kobyella había logrado conservar su orgullo, Jan Bronski tenía los treinta y dos naipes del skat, inclusive el siete de espadas, y Óscar llevaba un nuevo tambor de hojalata que a cada paso le pegaba en la rodilla, en tanto que el conserje, debilitado por la pérdida de sangre, era transportado por Jan y uno al que éste llamaba Víctor un piso más abajo, al depósito de las cartas.

El castillo de naipes

Víctor Weluhn nos ayudó a transportar al conserje, el cual, a pesar de la hemorragia creciente, iba resultando cada vez más pesado. En dicho momento, Víctor, que era muy miope, llevaba todavía sus anteojos y no tropezó en los peldaños de la escalera. De oficio, lo que tratándose de un miope puede parecer inverosímil, Víctor era cartero de giros postales. Hoy, siempre que se habla de él, llamo a Víctor el pobre Víctor. Lo mismo que mi mamá se convirtió por virtud de un paseo familiar a la escollera del puerto en mi pobre mamá, así también convirtióse el cartero de giros postales Víctor, por la pérdida de sus anteojos —en la que sin embargo intervinieron otras circunstancias—, en el pobre Víctor.

—¿Has vuelto a ver al pobre Víctor? —pregunto a mi amigo Vitlar los días de visita. Pero, desde aquel viaje en tranvía de Flingern a Gerresheim —del que habremos de hablar todavía—, Víctor Weluhn se nos ha perdido. Cabe sólo esperar que también sus esbirros lo busquen en vano, que haya encontrado sus anteojos o unos anteojos adecuados y que eventualmente, aunque no ya al servicio del Correo polaco, siga de todos modos haciendo felices a las gentes con billetes de colores y monedas sonoras en calidad de cartero de giros postales del Correo federal alemán, miope, sin duda, pero con anteojos.

—¡Qué desastre! —decía Jan, que había agarrado a Kobyella del lado izquierdo, jadeante.

—¿Y cómo acabará esto, si los ingleses y los franceses no vienen? —preguntaba preocupado Víctor, que cargaba con el conserje por el lado derecho.

—Pero, ¡vendrán! Rydz-Smigly dijo ayer todavía por la radio: Tenemos la garantía: ¡si nos atacan, Francia se levantará como un solo hombre! —costóle trabajo a Jan conservar su aplomo hasta el final de la frase, porque la vista de su propia sangre en el rasguño del dorso de la mano no ponía en duda el tratado de garantía franco-polaco, evidentemente, pero permitía temer que Jan pudiera desangrarse antes de que Francia se levantara como un solo hombre y, conforme a la garantía prestada, asaltara la línea Siegfried.

—Seguramente están ya en camino. ¡Y a estas horas la flota inglesa debe estar ya surcando el Báltico! —a Víctor Weluhn le gustaban las expresiones fuertes, retumbantes. Se paró en la escalera, cargado del lado derecho con el cuerpo del conserje herido, y levantando a la izquierda, como en el teatro, una mano que confería elocuencia a sus cinco dedos—: ¡Venid, bravos británicos!

Mientras los dos iban transfiriendo lentamente y sin dejar de considerar las relaciones polaco-franco-británicas a Kobyella hacia el lazareto de emergencia, Óscar hojeaba mentalmente los libros de Greta Scheffler en busca de pasajes adecuados a la situación.
Historia de la ciudad de Danzig
, de Keyser: «Durante la guerra franco-alemana del año setenta y uno, cuatro navíos de guerra franceses penetraron la tarde del veintiuno de agosto de mil ochocientos setenta en la bahía de Danzig, cruzaron frente a la rada y apuntaban ya sus cañones hacia el puerto y la ciudad, cuando, al anochecer, la corbeta de motor
Nymphe
bajo el mando del capitán de corbeta Weickhmann logró obligar a la flota anclada en el Putziger Wieck a replegarse.»

Poco antes de llegar al depósito de las cartas, llegué a la siguiente conclusión, que los hechos habían luego de confirmar: mientras el Correo polaco y toda la llanura de Polonia sufrían el asalto, la Home Fleet hallábase estacionada más o menos al abrigo, en alguna ría del norte de Escocia; el Gran Ejército francés prolongaba su comida de mediodía y creía haber cumplido el tratado de garantía franco-polaco mandando algunas patrullas de reconocimiento adelante de la línea Maginot.

Frente al depósito-ambulancia nos alcanzó el doctor Michon, que seguía llevando su casco y exhibiendo en el bolsillo del pecho su pañuelito de caballero, juntamente con el delegado de Varsovia, un tal Konrad. Instantáneamente se puso en juego, con mil variaciones y simulando toda clase de heridas graves, el miedo de Jan Bronski. En tanto que Víctor Weluhn, que no estaba herido y, provisto de sus anteojos, podía proporcionar un tirador aceptable, fue mandado a la sala de taquillas de la planta baja, nosotros pudimos permanecer en el local sin ventanas, que se hallaba precariamente iluminado por unas velas, porque la Compañía de Electricidad de la ciudad de Danzig ya no estaba dispuesta a suministrar corriente al Correo polaco.

El doctor Michon, que no acababa de creer en las heridas de Jan pero que de todos modos tampoco parecía apreciarlo sobremanera cual elemento activo para la defensa del edificio del Correo, dio a su secretario postal la orden de que, en calidad en cierto modo de enfermero, cuidara de los heridos y me vigilara a mí, al que acarició superficial y, según me pareció, desesperadamente, para que el niño no se viera mezclado en las operaciones bélicas.

Impacto del obús de campaña a la altura de la sala de taquillas. Nos hizo tambalear. El casco de acero Michon, el delegado de Varsovia Konrad y el cartero de giros postales Weluhn se precipitaron todos hacia sus puestos de combate. En cuanto a Jan y a mí, nos encontramos en compañía de siete u ocho heridos en un local cerrado que amortiguaba todo el ruido de la lucha. Ni siquiera las velas oscilaban especialmente cuando afuera el cañón de campaña Se ponía serio. Reinaba allí el silencio, pese a los gemidos de los heridos o tal vez a causa de ellos. Jan vendó rápida y torpemente el muslo de Kobyella con tiras cortadas de una sábana, y disponíase ya a curarse a sí mismo; pero la mejilla y el dorso de la mano de mi tío ya no sangraban. Los rasguños, cubiertos de costra, callaban, pero podían seguir doliendo y alimentando el miedo de Jan, que en aquel local bajo y asfixiante no hallaba salida. Registróse rápidamente los bolsillos y encontró el juego completo: ¡skat! Jugamos al skat hasta que se derrumbó la defensa.

Bajáronse, cortáronse, distribuyéronse y jugáronse treinta y dos naipes. Comoquiera que todos los cestos de cartas estaban ya ocupados por heridos, pusimos a Kobyella contra uno de ellos y, como a cada momento amenazaba con caerse de boca, lo atamos finalmente con los tirantes de otro herido, le ordenamos mantenerse firme y le prohibimos que dejara caer sus naipes, pues lo necesitábamos. ¿Qué hubiéramos podido hacer sin el tercer hombre indispensable para el skat? En cuanto a los de los cestos, difícilmente hubieran alcanzado a distinguir el color y ya no tenían ganas de jugar al skat. En realidad, tampoco tenía deseo alguno de jugar al skat. Lo que deseaba era tenderse. El conserje deseaba no preocuparse y dejar correr el carro. Con sus manos de conserje inactivas por una vez y sus ojos sin pestañas cerrados, deseaba contemplar los últimos trabajos de demolición. Pero nosotros no podíamos permitir semejante fatalismo, sino que lo atamos y lo forzamos a hacer de tercer hombre, en tanto que Óscar jugaba de segundo —y se extrañaba de que el chiquitín supiera jugar al skat.

Es más, cuando por vez primera solté mi voz para adultos y dije «¡Dieciocho!», miróme Jan, levantando la vista de los naipes, en forma breve y maravillosamente azul, pero me hizo que sí con la cabeza, y yo, a continuación: «¡Veinte!», y Jan, sin vacilar: «Sigo», y yo «¿Dos? ¿y tres? ¡veinticuatro!», y Jan, sintiéndolo. «Paso.» ¿Y Kobyella? Pese a los tirantes, estaba ya otra vez a punto de caerse. Pero lo volvimos a enderezar y esperamos a que se apagara el ruido de un impacto de granada en algún lugar lejos de nuestro cuarto, para cuchichearle Jan, al restablecerse el silencio: —¡Dicen veinticuatro, Kobyella! ¿No oyes lo que dice el niño?

No sé de dónde, de cuáles abismos emergió el conserje. Parecía que hubiera necesitado de unas palancas para levantarse los párpados. Finalmente, dejó errar su mirada acuosa por los diez naipes que Jan, discretamente y sin tratar de hacer trampa, le había puesto previamente en la mano.

—Paso —dijo Kobyella o, mejor dicho, lo leímos en sus labios, demasiado resecos, sin duda, para poder hablar.

Jugué un trébol sencillo. Para poder hacer las primeras bazas, Jan, que contró, hubo de gritarle al conserje y de darle bonachona pero rudamente en las costillas, a fin de que se concentrara y no dejara de asistir, porque empecé por destriunfar, sacrifiqué luego el rey de tréboles que Jan tomó con la sota de espadas, pero volví a tomar la mano, puesto que tenía fallo de diamantes, cortándole a Jan el as de dicho palo, le quité luego con la sota el diez de corazones —Kobyella jugó el nueve de diamantes— y me quedé dueño absoluto con mis corazones firmes: con un juego a uno son dos, contrado, tres, y uno cuatro, cuatro y dos seis, por ocho de los tréboles, son cuarenta y ocho, o sea doce pfennigs. Pero no fue sino en el juego siguiente —arriesgaba yo un contrato más que peligroso sin dos sotas— cuando la cosa se animó, al cortarme Kobyella, que tenía las otras dos pero había pasado a treinta y ocho, la sota de diamantes con la de tréboles. El conserje, al que la jugada había en cierto modo reanimado, salió del as de diamantes y yo tuve que asistir, Jan se deshizo del diez, Kobyella ganó la baza y jugó el rey, que yo hubiera debido cortar pero no lo hice, sino que puse el ocho de tréboles, en tanto quejan hacía lo que podía, tomó inclusive la mano con el diez de espadas, yo corté pero ¡rayos! Kobyella mató con la sota de espadas, de la que yo me había olvidado o creía que la tendría Jan, pero la tenía Kobyella, el cual mató y, naturalmente, jugó espadas, yo hube de descartarme, Jan hizo lo que pudo, hasta que finalmente entraron los corazones, pero ya no había nada que hacer: cincuenta y dos había yo contado a un lado y a otro: juego sin sotas por tres veces del contrato pleno son sesenta o sea ciento veinte, es decir, treinta pfennigs. Jan me prestó dos florines en moneda chica y pagué, pero, a pesar de haber ganado, Kobyella ya se había vuelto a desplomar, y no quería cobrar, y ni siquiera la granada antitanque que ahora explotó por primera vez en la caja de la escalera le hizo efecto alguno, no obstante tratarse de su escalera, la que él había lavado y aseado por espacio de varios años ininterrumpidamente.

BOOK: El tambor de hojalata
10.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Need You Now by S. L. Carpenter
Red Templar by Paul Christopher
Queen Sophie Hartley by Stephanie Greene
The Scourge by Henley, A.G.
The Kashmir Trap by Mario Bolduc
Footprints Under the Window by Franklin W. Dixon


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024