Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (34 page)

BOOK: El tambor de hojalata
11.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Érase una vez un negociante en ultramarinos que un día de noviembre cerró su tienda, porque en la ciudad ocurría algo, tomó de la mano a su hijo Óscar y se fue con él, en el tranvía de la línea número 5, hasta la Puerta de la calle Mayor, porque allí, lo mismo que en Zoppot y en Langfuhr, ardía la sinagoga. Había acabado ya casi de arder, y los bomberos vigilaban que el incendio no se extendiera a las otras casas. Frente a los escombros, gente de uniforme y de paisano iba amontonando libros, objetos del culto y telas raras. Se prendió fuego al montón, y el negociante en ultramarinos aprovechó la oportunidad para calentarse los dedos y los sentimientos al calor del fuego público. Pero su hijo Óscar, viendo a su padre tan ocupado y enardecido, se deslizó disimuladamente y corrió hacia el pasaje del Arsenal, intranquilo por sus tambores de hojalata esmaltados en rojo y blanco.

Érase una vez un vendedor de juguetes que se llamaba Segismundo Markus y vendía, entre otros, tambores de hojalata esmaltados en rojo y blanco. Óscar, al que acabamos de mencionar, era el principal comprador de dichos tambores, porque era tambor de profesión y no podía ni quería vivir sin tambor. Eso explica que se fuera corriendo de la sinagoga en llamas hacia el pasaje del Arsenal, porque allí vivía el guardián de sus tambores; pero lo encontró en un estado que en lo sucesivo o al menos en este mundo le había de imposibilitar seguir vendiendo tambores.

Ellos, los mismos artífices del fuego, que Óscar creía haber dejado atrás, ya se le habían adelantado y visitado a Markus, habían mojado en color el pincel y, en escritura Sütterlin, habían escrito a través del escaparate las palabras «puerco judío», y luego, descontentos tal vez de su propia caligrafía, habían roto con los tacones de sus botas el vidrio del escaparate, de modo que el título que le habían colgado a Markus ya sólo se dejaba adivinar. Despreciando la puerta, se habían metido en la tienda por el escaparate desfondado y jugaban, sin el menor disimulo, con los juguetes para niños.

Todavía los encontré jugando cuando yo mismo entré por el escaparate. Algunos se habían bajado los pantalones y habían depositado unos salchichones pardos, en los que podían distinguirse todavía guisantes a medio digerir, sobre los barquitos de vela, los monos violinistas, sobre mis tambores. Todos se parecían al músico Meyn y llevaban uniformes de SA como Meyn, pero Meyn no estaba, así como los que estaban allí tampoco estaban en otra parte. Uno de ellos había sacado su puñal. Abría con él el vientre de las muñecas, y parecía sorprenderse cada vez de que de los cuerpos y miembros repletos sólo salieran virutas de aserrín.

Yo estaba inquieto por mis tambores. Pero mis tambores no parecían gustarles. Mi instrumento no se atrevió a enfrentarse a su cólera: hubo de permanecer mudo y doblar la rodilla. Pero Markus sí se había sustraído a su cólera. Cuando se proponían hablarle en su despacho, no se les ocurrió llamar con los nudillos, sino que hundieron la puerta, a pesar de que no estaba cerrada.

El vendedor de juguetes estaba sentado detrás de su escritorio. Sobre la tela gris oscura de su traje de diario llevaba puestos, como de costumbre, los mitones. Una poca caspa sobre sus hombros revelaba la enfermedad de su pelo. Un SA, que llevaba en las manos unos títeres, le dio un maderazo con la reja del guiñol; pero a Markus ya no se le podía hablar, ni se le podía ofender. Sobre el escritorio veíase un vaso, que la sed le hubo de hacer vaciar en el preciso instante en que el chillido del vidrio del escaparate, al saltar en astillas, vino a secarle la garganta.

Érase una vez un tambor llamado Óscar. Cuando le quitaron al vendedor de juguetes y saquearon la tienda del vendedor de juguetes, tuvo el presentimiento de que para los tambores enanos de su especie se anunciaban tiempos calamitosos. Así, pues, al salir echó mano a un tambor sano y a otros dos casi indemnes y, colgándoselos al hombro, dejó el pasaje del Arsenal y se fue al Mercado del Carbón a buscar a su padre, que tal vez lo estuviera buscando a él. Afuera caía la tarde de un día de noviembre. Junto al Teatro Municipal, cerca de la parada del tranvía, había unas religiosas y unas muchachas feas que tiritaban de frío y repartían unos cuadernos piadosos, recogían dinero en alcancías de lata y llevaban entre los palos una pancarta de tela cuya inscripción citaba la primera epístola a los Corintios, capítulo trece: «Fe — Esperanza — Amor», leyó Óscar, y podía jugar con las tres palabritas lo mismo que un malabarista con sus botellas: crédulo, gotas de Esperanza, píldoras de Amor, fábrica de Buena Esperanza, leche de la Virgen del Amor, asamblea de creyentes o de acreedores. ¿Crees que lloverá mañana? Todo un pueblo crédulo creía en San Nicolás. Pero San Nicolás era en realidad el hombre que encendía los faroles de gas. Creo que huele a nueces y almendras. Pero olía a gas. Creo que estaremos pronto en el primer Adviento, oíase. Y el primero, segundo, tercero y cuarto Advientos se abrían como se abren las espitas del gas, para que oliera verosímilmente a nueces y almendras, para que todos los cascanueces pudieran creer confiadamente:

¡Ya viene! ¡Ya viene! ¿Quién viene? ¿El Niño Jesús, el Salvador? ¿O era el celestial hombre del gas con el gasómetro, que hace siempre tic tac, bajo el brazo? Y dijo: Yo soy el Salvador de este mundo, sin mí no podéis cocinar. Y aceptó el diálogo, ofreció una tarifa favorable, abrió las llavecitas recién pulidas del gas y dejó salir al Espíritu Santo, para que pudiera asarse la paloma. Y distribuyó nueces y almendras mollares, que al partirse allí mismo desprendían también emanaciones: espíritu y gas, a fin de que los crédulos pudiesen ver sin dificultad, entre el aire espeso y azulado, en todos los empleados de la compañía y a la puerta de los grandes almacenes, Santos Nicolases y Niños Jesuses de todos los precios y tamaños. Y así creyeron en la compañía de gas, sin la cual no hay salvación posible, y la cual, con la subida y la caída de los gasómetros, simbolizaba el Destino y organizaba a precios de competencia un Adviento que hacía creer a muchos crédulos en la posible Navidad. Pero no habrían de sobrevivir a la fatiga de las fiestas sino aquellos que no alcanzaron una provisión de almendras y de nueces suficiente, aunque todos hubieran creído que había de sobra.

Pero luego que la fe en San Nicolás se reveló cual fe en el hombre del gas, recurrieron, sin respetar el orden de secuencia de la epístola a los Corintios, al Amor. Está escrito: te amo, oh, sí, te amo. ¿Te amas tú también? Y dime, ¿me amas tú también, me amas verdaderamente? Yo también me amo. Y de puro amor llamábanse rabanitos los unos a los otros, amaban a los rabanitos, se mordisqueaban y, de puro amor, un rabanito le arrancaba de un mordisco el rabanito a otro. Y unos a otros se contaban ejemplos de maravillosos amores celestiales, aunque también terrenos, entre rabanitos, y poco antes de morder susurrábanse mutuamente, alegre, famélica y categóricamente: Dime, rabanito, ¿me quieres? Yo también me quiero.

Pero luego que por puro amor se hubieron arrancado a mordiscos los rabanitos y que la creencia en el hombre del gas se hubo convertido en religión del Estado, ya no quedaba en almacén, después de la fe y del amor anticipado, sino el tercer artículo invencible de la epístola a los Corintios: la Esperanza. Y mientras seguían royendo todavía los rabanitos, las nueces y las almendras, esperaban ya que aquello terminara pronto, para poder empezar de nuevo a esperar o para seguir esperando, después de la música final o aun durante la música final, que pronto se acabara de acabar. Y seguían todavía sin saber qué era lo que había de acabar. Esperando sólo que pronto acabaría, que mañana acabaría y que ojalá hoy no acabara todavía, porque, ¿qué sería de ellos si aquello acabara de repente? Y cuando luego aquello se acabó de verdad, empezaron en seguida a hacer del final un nuevo principio lleno de esperanza, porque, entre nosotros, el final es siempre un principio, y hay esperanza en todo final, aun en el más defintivo de los finales. Y así está también escrito. Mientras el hombre espere, volverá siempre a empezar a esperar el final lleno de esperanza.

Yo, sin embargo, no lo sé. No sé, por ejemplo, quién se esconde hoy en día bajo las barbas de San Nicolás, no sé lo que el Diablo lleva en su alforja, no sé cómo se abren y cierran las llaves del gas; porque vuelve a difundirse un aire de Adviento, o sigue difundiéndose todavía, no lo sé, tal vez a título de ensayo, no sé para quién estarán ensayando, no sé si puedo creer, ojalá sí, que limpien con amor las llaves crestadas del gas para que canten no sé cuál mañana, no sé cuál tarde, ni sé si las horas del día tienen algo que ver con ello; porque el Amor no tiene horas, y la Esperanza no tiene fin, y la Fe no tiene límites; sólo la ciencia y la ignorancia están ligadas al espacio y al tiempo, y terminan ya las más de las veces prematuramente en las barbas, las alforjas y las almendras mollares, de modo que he de volver a repetir: Yo no sé, oh, no sé, por ejemplo, con qué llenan las tripas, cuáles tripas se necesitan para llenarlas, no sé con qué, por más legibles que sean los precios del relleno, fino o grosero; no sé lo que está comprendido en el precio, no sé de qué diccionario sacan los nombres de los rellenos, no sé con qué llenan los diccionarios, lo mismo que las tripas; no sé de quién sea la carne ni de quién el lenguaje: las palabras significan, los carniceros callan, yo corto vidrios, tú abres los libros, yo leo lo que me gusta, tú no sabes lo que te gusta: cortes de embutido y citas de tripas y de libros —y nunca llegaremos a saber quién hubo de callar, quién hubo de enmudecer para que las tripas pudieran llenarse y los libros pudieran hablar, libros embutidos, apretados, de letra menuda, no sé, pero sospecho: son los mismos carniceros los que llenan los diccionarios y las tripas con lenguaje y con embutido; no hay ningún Pablo, el hombre se llamaba Saulo, y Saulo habló a los de Corintio de unos embutidos prodigiosos, que llamó Fe, Esperanza y Amor, y los alabó como de fácil digestión, y todavía hoy, bajo algunas de las formas siempre cambiantes de Saulo, trata de colocarlos.

A mí, sin embargo, me quitaron al vendedor de juguetes y, con él, querían eliminar del mundo los juguetes.

Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y tocaba maravillosamente la trompeta.

Érase una vez un vendedor de juguetes que se llamaba Markus y vendía unos tambores de hojalata esmaltados en rojo y blanco.

Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y tenía cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck.

Érase una vez un tambor que se llamaba Óscar y dependía del vendedor de juguetes.

Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y mató a sus cuatro gatos con el atizador.

Érase una vez un relojero que se llamaba Laubschad y era miembro de la Sociedad Protectora de Animales.

Érase una vez un tambor que se llamaba Óscar y le quitaron a su vendedor de juguetes.

Érase una vez un vendedor de juguetes que se llamaba Markus y se llevó consigo todos los juguetes de este mundo.

Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y, si no ha muerto ha de seguir viviendo todavía tocando de nuevo maravillosamente la trompeta.

LIBRO SEGUNDO
Chatarra

Día de visita: María me trajo un tambor nuevo. Cuando junto con el instrumento quiso entregarme por encima de los barrotes de mi cama el recibo de la tienda de juguetes, decliné con la mano y apreté el timbre de la cabecera de la cama hasta que vino Bruno, mi enfermero, lo que hace siempre que María me trae un nuevo tambor envuelto en papel azul. Deshizo el cordel del paquete y dejó desplegarse el papel para luego, después de la exhibición casi solemne del tambor, volver a pegarlo cuidadosamente. Sólo entonces se fue Bruno andando hacia el lavabo —¡y qué manera de andar!— con el tambor nuevo, dejó correr agua caliente y quitó con precaución, sin rayar el esmalte rojo y blanco, la etiqueta con el precio del borde del instrumento.

Cuando María, después de una breve visita no demasiado fatigosa, se disponía a irse, tomó el tambor viejo que yo había estropeado durante la descripción de la espalda de Heriberto Truczinski, del mascarón de proa y de la interpretación acaso demasiado personal de la primera epístola a los Corintios, para llevárselo y depositarlo en nuestra bodega junto a los demás tambores usados, que me habían servido para fines en parte profesionales y en parte privados.

Antes de irse, María dijo: —Bueno, ya no hay mucho sitio en la bodega. Si hasta me pregunto dónde voy a guardar las patatas de invierno.

Sonriendo me hice el sordo a este reproche del ama de casa que hablaba por boca de María y le rogué que, con tinta negra, pusiera su correspondiente número al tambor que cesaba en el servicio, y que trasladara los breves datos anotados por mí en un papelito y relativos a la vida del instrumento al diario que cuelga desde hace años en la parte trasera de la puerta de la bodega y contiene información sobre todos mis tambores desde el año cuarenta y nueve.

María dijo resignadamente que sí con la cabeza y se despidió con un beso de mi parte. Sigue sin comprender mi sentido del orden y aun se le antoja algo inquietante. Óscar comprende perfectamente las reservas mentales de María, como que ni él mismo sabe qué clase de pedantería lo convierte en coleccionista de tambores de hojalata destrozados. Y al propio tiempo sigue deseando, igual que antes, no volver a ver jamás todo ese montón de chatarra que se acumula en la bodega para patatas de la casa de Bilk. Pues sabe por experiencia que los niños desprecian las colecciones de sus padres y que, por consiguiente, su hijo Kurt, al heredar un día los míseros tambores, en el mejor de los casos se reirá de ellos.

¿Qué es, pues, lo que cada tres semanas me lleva a expresar a María unos deseos que, de cumplirse regularmente, acabarán por atiborrar nuestra bodega y no dejarán lugar para las patatas?

La rara idea fija, que cada vez me viene ya más raramente, de que un museo podría algún día interesarse por mis instrumentos inválidos, se me ocurrió por vez primera cuando yacían ya en la bodega varias docenas de tambores estropeados. Por lo tanto no puede estar ahí el origen de mi pasión coleccionista. Antes bien, cuanto más lo pienso tanto más probable me parece que el motivo de esta acumulación ha de tener por fundamento el simple complejo siguiente: algún día podrían escasear los tambores, hacerse raros o ser objeto de una prohibición o de total aniquilamiento. Algún día podría verse Óscar obligado a dar algunos tambores no demasiado maltrechos a un hojalatero para que los reparara y me ayudara así, con los veteranos reconstruidos, a superar una época horrorosa sin tambores.

BOOK: El tambor de hojalata
11.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deadly Gift by Heather Graham
Love Isn't Blind 2 by Sweet and Special Books
Hope Breaks: A New Adult Romantic Comedy by Alice Bello, Stephanie T. Lott
Identity Crisis by Melissa Schorr
QED by Ellery Queen
The Road to Her by KE Payne


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024