La tarde se arrastraba por la fachada descolorida del Museo. Alzábase de rosquilla en rosquilla, cabalgaba sobre ninfas y cuernos de la abundancia, tragábase ángeles regordetes que iban en pos de flores, daba a uvas de color maduro un color pasado, denotaba en medio de una fiesta campestre, jugaba a la gallina ciega, izábase a un columpio de rosas, ennoblecía a burgueses traficantes en pantalones bombachos, apoderábase de un ciervo al que perseguían unos perros, para alcanzar finalmente aquella ventana del segundo piso que le permitía al sol iluminar brevemente, y sin embargo para siempre, un ojo de ámbar.
Me fui dejando resbalar lentamente de mi bola de granito. El tambor pegó violentamente contra la piedra caudada. Algo del esmalte del cilindro blanco y unas partículas de las llamas esmaltadas saltaron y yacían, rojas y blancas, al pie de la escalera de la entrada.
No sé si dije alguna cosa, si recé algo o conté algo: el caso es que, unos instantes después, la ambulancia estaba frente al Museo. Los transeúntes flanqueaban la entrada. Óscar logró introducirse con los de la ambulancia en el interior del edificio. Y aunque los accidentes anteriores hubieran debido hacerles conocer la disposición de las salas, gané antes que ellos el alto de la escalera.
No me dio risa ver a Heriberto. Estaba prendido de Níobe por delante: había querido asaltar la madera. Su cabeza tapaba la de ella. Sus brazos abrazaban los brazos levantados de ella. No llevaba camisa. Se la encontró más tarde, limpia y plegada, sobre la silla de cuero al lado de la puerta. Su espalda exhibía todas las cicatrices. Conté bien las letras. No faltaba ninguna. Pero tampoco podía percibirse ni siquiera el intento de un nuevo trazo.
A los hombres de la ambulancia, que poco después de mí entraron precipitadamente en la sala, no les fue fácil separar a Heriberto de Níobe. En su furor erótico había arrancado de la cadena de seguridad un hacha doble de abordaje, le había clavado a Níobe uno de los filos en la madera, clavándose el otro, al asaltar a la mujer, en su propia carne. Si por arriba había logrado por completo el abrazo, en cambio, donde el pantalón seguía desabrochado y dejaba asomar todavía algo rígido y sin sentido, no había hallado fondo alguno para su ancla.
Cuando hubieron tapado a Heriberto con el lienzo sobre el que se leía «Servicio Municipal de Accidentes», Óscar, como siempre que perdía algo, volvió a hallar el camino de su tambor. Y seguía golpeándolo con los puños cuando unos hombres del Museo lo sacaron del «salón de Marieta», se lo llevaron escaleras abajo y lo condujeron finalmente a su casa en un coche de la policía.
Y aún ahora, al recordar en la clínica este intento de un amor entre la madera y la carne, Óscar ha de hacer trabajar sus puños para recorrer una vez más el laberinto de cicatrices, de bulto y en color, de la espalda de Heriberto Truczinski, aquel laberinto duro y sensible, que lo presagiaba todo, que era tan superior, en dureza y sensibilidad, a todo. Igual que un ciego lee lo que decía aquella espalda.
Y sólo ahora que han desprendido a Heriberto de la escultura que no lo quiso viene mi enfermero Bruno con su cabeza en forma de pera. Con precaución aparta mis puños del tambor, cuelga el instrumento del lado izquierdo del pie de mi cama metálica y me alisa la colcha.
—Por favor, señor Matzerath —me exhorta—, si sigue usted tocando así de fuerte, por ahí oirán que toca usted demasiado fuerte. ¿Por qué no descansa usted un poco, o toca más bajito?
Sí, Bruno, voy a tratar de dictar a la hojalata un próximo capítulo en voz más baja, aunque precisamente el tema pida a gritos una orquesta voraz y atronadora.
Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y tocaba maravillosamente la trompeta. Vivía en el cuarto piso, bajo el tejado de un inmueble de pisos de alquiler, mantenía cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, y bebía de la mañana a la noche una botella de ginebra. Esto lo siguió haciendo hasta que la calamidad vino a hacerlo sobrio.
Hoy todavía, Óscar se resiste a creer por completo en los presagios. Y sin embargo, se dieron entonces bastantes signos precursores de una calamidad que calzaba botas cada vez más grandes, daba con botas cada vez más grandes pasos cada vez más grandes y se proponía extender por todas partes la calamidad. Murió entonces de una herida en el pecho, que le había causado una mujer de madera, mi amigo Heriberto Truczinski. La mujer no murió. Quedó sellada y, so pretexto de reparaciones, fue a parar a la bodega del Museo. Pero la calamidad no se deja guardar en bodega alguna. Halla paso con las aguas residuales hacia la cloaca, se comunica a las tuberías del gas, penetra en todos los interiores, y nadie de los que ponen su puchero a calentar sobre las azuladas llamitas sospecha que sea la calamidad la que cuece su bazofia.
Cuando Heriberto fue enterrado en el cementerio de Langfuhr, vi por segunda vez a Leo Schugger, a quien ya había conocido en el cementerio de Brenntau. Todos nosotros, mamá Truczinski, Gusta, Fritz y María Truczinski, la gorda señora Kater, el viejo Heilandt, que en los días de fiesta mataba para mamá Truczinski los conejos de Fritz, mi presunto padre Matzerath, que dándoselas de espléndido sufragó una buena mitad de los gastos del entierro, inclusive Jan Bronski, que apenas conocía a Heriberto y solamente había venido para ver a Matzerath y posiblemente a mí en el terreno neutral de un cementerio, todos recibimos de Leo Schugger babeante y tembloroso y tendiéndonos sus raídos guantes blancos, un confuso pésame en el que placer y dolor no alcanzaban bien a distinguirse uno de otro.
Al aletear los guantes de Leo Schugger hacia el músico Meyn, que había venido mitad de paisano y mitad con el uniforme de los SA, se produjo un nuevo signo de calamidad inminente.
Asustado, el pálido tejido de los guantes de Leo cobró altura, se fue volando, y arrastró con él sobre las tumbas al propio Leo. Siguió gritando, pero los jirones de palabras que quedaban colgando de la vegetación del cementerio nada tenían de pésame.
Nadie se apartó del músico Meyn y, sin embargo, éste permanecía aislado en medio del duelo, reconocido y marcado por Leo Schugger y manoseando torpemente su trompeta, que había llevado expresamente y con la que poco antes, sobre la tumba de Heriberto, había tocado maravillosamente. Maravillosamente, porque Meyn, lo que no hacía ya quién sabe desde cuando, había bebido ginebra, porque la muerte de Heriberto, que era de su misma edad, lo afectaba directamente, en tanto que a mí y a mi tambor dicha muerte nos hacía enmudecer.
Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y tocaba maravillosamente la trompeta. Vivía en el cuarto piso, bajo el tejado de un inmueble de pisos de alquiler, mantenía cuatro gatos, uno de los cuales se llamaban Bismarck, y bebía de la mañana a la noche de una botella de ginebra, hasta que a fines del treinta y seis o a principios del treinta y siete, si no me equivoco, ingresó en la SA montada y, en calidad de trompeta de su banda, empezó a tocar con menos faltas, sin duda, pero ya no tan maravillosamente, porque al encajarse los calzones de montar reforzados con cuero abandonó la botella de ginebra y ya sólo soplaba en su instrumento sobrio y fuerte.
Al morírsele al SA Meyn su amigo de la infancia Heriberto Truczinski, con el que allá por los años veinte había pertenecido primero a un grupo de la Juventud Comunista y cotizado luego para los Halcones Rojos; cuando llegó la hora del entierro, Meyn tomó su trompeta y una botella de ginebra. Porque quería tocar maravillosamente y no en ayunas, y como, a pesar de su caballo bayo, conservaba su oído musical, todavía en el cementerio se echó otro trago y se dejó puesto para tocar el abrigo de paisano sobre el uniforme, pese a que se había propuesto hacerlo allí vestido de pardo, aunque con la cabeza descubierta.
Érase una vez un SA que, al tocar maravillosamente una trompeta iluminada por la ginebra junto a la tumba de su amigo de infancia, se dejó puesto el abrigo sobre su uniforme de SA montado. Y cuando aquel Leo Schugger que está en todos los cementerios quiso dar su pésame a la comitiva fúnebre, todos recibieron el pésame de Leo Schugger. Sólo el SA dejó de estrechar el guante blanco de Leo, porque Leo reconoció al SA, le tuvo miedo y, gritando le retiró el guante juntamente con el pésame. Y el SA hubo de irse sin pésame y con la trompeta fría a su casa, donde en su piso bajo el tejado halló a sus cuatro gatos.
Érase una vez un SA que se llamaba Meyn. De los tiempos en que bebiera diariamente ginebra y tocara maravillosamente la trompeta, Meyn guardaba en su piso cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck. Cuando un día el SA Meyn volvió del entierro de su amigo de la infancia y se sintió triste y sobrio otra vez, porque alguien le había rehusado el pésame, hallóse completamente solo en el piso con sus cuatro gatos. Los gatos se frotaban contra sus botas de montar, y Meyn les dio un papel de periódico lleno de cabezas de arenque, lo que los apartó de sus botas. Aquel día olía particularmente fuerte a gato en el piso, porque los cuatro gatos eran machos, y uno de ellos se llamaba Bismarck y era negro con patas blancas. Meyn no tenía ginebra en el piso. De ahí que oliera cada vez más fuerte a gato macho. Tal vez hubiera comprado alguna en nuestra tienda de ultramarinos, si no hubiera vivido en el cuarto piso bajo el tejado. Pero temía la escalera y temía también a los vecinos, ante los cuales se había cansado de jurar que ni una gota más de ginebra había de pasar por sus labios de músico, que ahora empezaba una nueva vida de estricta sobriedad y que en adelante se entregaría en cuerpo y alma al orden y no más a las borracheras de una juventud malograda y disoluta.
Érase una vez un hombre que se llamaba Meyn. Al encontrarse un día solo con sus cuatros gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, en su piso bajo el tejado, disgustóle particularmente el olor de los gatos machos, porque por la mañana le había sucedido algo desagradable, y también porque no había ginebra en casa. Y comoquiera que el desagrado y la sed fueran en aumento, lo mismo que el olor a gato macho, Meyn, que era músico de profesión y miembro de la banda de SA montada, echó mano al atizador que estaba junto a la estufa fría de fuego continuo y atizó con él a los gatos, sin detenerse hasta que pensó que los cuatro, comprendido el gato llamado Bismarck, estaban definitivamente muertos, aunque el olor a gato no hubiera perdido en el piso nada de su virulencia.
Érase una vez un relojero que se llamaba Laubschad y vivía en el primer piso de nuestro inmueble de pisos de alquiler, en una habitación de dos cuartos cuyas ventanas daban al patio. El relojero Laubschad era solterón, miembro del Socorro Popular Nacional Socialista y de la Sociedad Protectora de Animales. Un hombre de buen corazón, Laubschad, que ayudaba a reponerse a los hombres fatigados, a los animales enfermos y a los relojes descompuestos. Una tarde en que el relojero se hallaba sentado y pensativo junto a la ventana meditando en el entierro de un vecino que había tenido lugar esa mañana, vio que el músico Meyn, que vivía en el cuarto piso del mismo inmueble, llegaba al patio y metía en uno de los dos botes de basura un saco de patatas a medio llenar que parecía estar húmedo por el fondo y goteaba. Y comoquiera que el bote de basura estuviera lleno de sus tres cuartas partes, con dificultad pudo el músico cerrar la tapa.
Érase una vez cuatro gatos machos, uno de los cuales se llamaba Bismarck. Estos gatos pertenecían a un músico llamado Meyn. Como los gatos no estaban castrados y esparcían un olor fuerte y predominante, un día en que por razones particulares el olor le resultaba particularmente molesto, el músico los mató con el atizador, metió los cadáveres en un saco de patatas, cargó con el saco los cuatro tramos de escalera y se apresuró a meterlos en el cubo de la basura al lado de la barra de sacudir las alfombras, porque el tejido del saco era permeable y, a partir del segundo piso, había empezado a gotear. Pero como el bote de la basura estaba ya bastante lleno, el músico hubo de apretar la basura con el saco para poder cerrar la tapa. Apenas habría acabado de salir del edificio por la puerta de la calle —porque no quiso volver al piso con olor a gato pero sin gatos—, cuando he aquí que la basura apretada empezó a distenderse otra vez.
Érase una vez un músico que mató sus cuatro gatos, los enterró en el bote de la basura y dejó la casa para buscar a sus amigos.
Érase una vez un relojero que estaba sentado y pensativo junto a la ventana y vio que el músico Meyn apretujaba un saco a medio llenar en el bote de la basura y se marchaba, y que también a los pocos momentos de la salida de Meyn la tapa del bote de la basura empezaba a levantarse y se iba levantando cada vez un poco más.
Érase una vez cuatro gatos, los cuales, porque un día determinado olieron particularmente fuerte, fueron muertos, metidos en un saco y enterrados en el bote de la basura. Pero los gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, no estaban completamente muertos, sino que, como suelen serlo los gatos, eran muy resistentes. Así que empezaron a moverse dentro del saco, hicieron moverse la tapa del bote de la basura y plantearon al relojero Laubschad, que seguía sentado y pensativo junto a la ventana, esta pregunta: ¿a que no adivinas lo que hay en el saco que el músico Meyn ha metido en el bote de la basura?
Érase una vez un relojero que no podía ver con tranquilidad que algo se moviera en el bote de la basura. Salió pues de su habitación del primer piso del inmueble de pisos de alquiler, bajó al patio del edificio, abrió el bote de la basura y el saco y se llevó los cuatro gatos destrozados pero aún vivos, con el propósito de curarlos. Pero se le murieron aquella misma noche entre sus dedos de relojero, y no le quedó más remedio que denunciar el caso a la Sociedad Protectora de Animales, de la que era miembro, e informar a la Jefatura local del Partido de aquel acto de crueldad con los animales, que perjudicaba el prestigio del Partido.
Érase una vez un SA que mató cuatro gatos, pero fue traicionado por éstos, que no estaban muertos todavía, y denunciado por un relojero. Se le siguió proceso judicial, y el SA hubo de pagar una multa. Pero también en la SA se discutió el caso, y el SA fue expulsado de la SA por causa de su comportamiento indigno. Y aunque en la noche del ocho al nueve de noviembre del treinta y ocho, que habían de llamar más tarde la Noche de Cristal, el SA se distinguiera por su valor, prendiera fuego junto con otros a la sinagoga de Langfuhr de la calle de San Miguel y colaborara también activamente, la mañana siguiente, en la evacuación de algunas tiendas certeramente señaladas de antemano, todo su celo no logró sin embargo, evitar que el SA fuera expulsado de la SA montada. Se le degradó por crueldad inhumana con los animales y se le borró de la lista de los miembros. Sólo un año más tarde consiguió ingresar en la Milicia Territorial, absorbida posteriormente por la SS.