Y, sin embargo, la aduana brindaba salario y pan. Brindaba uniformes verdes y una frontera verde, digna de ser vigilada. Heriberto no ingresó en la aduana, ni quería trabajar más de camarero: sólo quería quedarse tumbado sobre el sofá y seguir cavilando.
Pero el hombre tiene que trabajar. Y no era mamá Truczinski la única que pensara así. Pues, aunque se negara a convencer a su hijo Heriberto, a instancias del tabernero Starbusch, de que volviera a servir de camarero en Fahrwasser, no por ello dejaba de querer alejarlo del sofá. También él se aburrió pronto del piso de dos habitaciones y sus cavilaciones fueron perdiendo fondo, hasta que un día empezó a escrutar las ofertas de empleo de las
Últimas Noticias
y, aunque de mala gana, también del
Centinela
, en busca de algún trabajo.
De buena gana lo habría yo ayudado. ¿Necesitaba un hombre como Heriberto procurarse, además de su ocupación adecuada en el suburbio portuario, ganancias suplementarias? ¿Descarga, trabajos ocasionales, enterrar arenques podridos? No podía imaginarme a Heriberto sobre los puentes del Mottlau, escupiendo a las gaviotas y entregado al tabaco de mascar. Me vino la idea de que, con Heriberto, podría crear una sociedad: dos horas de trabajo concentrado a la semana, o aun al mes, y nos haríamos ricos. Ayudado por su larga experiencia en este dominio, Óscar habría abierto con su voz, que seguía siendo diamantina, los escaparates bien provistos, sin dejar de echar un ojo al propio tiempo, y Heriberto, como suele decirse, no habría tenido más que meter mano. No necesitábamos sopletes, ganzúas ni otros utensilios. Podíamos arreglárnoslas sin llave americana y sin tiros. Los «verdes» y nosotros constituíamos dos mundos que no necesitaban entrar en contacto. Y Mercurio, el dios de los ladrones y de los comerciantes, nos bendecía, porque yo, nacido bajo el signo de la Virgen, poseía su sello y lo imprimía ocasionalmente sobre objetos sólidos.
Voy pues a relatarlo brevemente, aunque no deba verse en ello una confesión formal. Durante el tiempo en que estuvo sin trabajo, Heriberto y yo nos ofrecimos dos efracciones medianas en sendas tiendas de comestibles finos y otra, más jugosa, en una peletería. Tres zorros plateados, una foca, un manguito de astracán y un abrigo de piel de potro, no muy valioso, pero que mi pobre mamá hubiera llevado seguramente de buena gana: ése fue el botín. No tenía sentido alguno prescindir de este episodio.
Lo que nos decidió a abandonar el robo fue no tanto el sentimiento desplazado, aunque pesado a veces, de culpabilidad como las dificultades crecientes en dar salida a la mercancía. Para colocarlos ventajosamente, Heriberto había de llevar los objetos de Neufahrwasser, ya que sólo en el suburbio portuario había dos intermediarios adecuados. Pero, comoquiera que el lugar volvía siempre a recordarle al dichoso capitán letón, raquítico y gastrálgico, trataba de deshacerse de los géneros a lo largo de la Schichaugasse, del Hakelwerk o en la Bürgerwiese, en cualquier parte, con tal que no fuera en Fahrwasser, en donde sin embargo las pieles se habrían vendido como pan caliente. En esta forma, pues, la salida del botín se iba alargando hasta el punto que, finalmente, los géneros de las tiendas de comestibles finos acabaron por seguir el camino de la cocina de mamá Truczinski, a la que Heriberto regaló también o, mejor dicho, trató de regalarle el manguito de astracán.
Al ver mamá Truczinski el manguito, se puso seria. Los comestibles los había aceptado tácitamente, pensando tal vez que se trataba de un robo alimenticio tolerado por la ley; pero el manguito significaba un lujo, y el lujo frivolidad, y la frivolidad cárcel. Tal era la manera sencilla y correcta de razonar de mamá Truczinski, la cual, poniendo ojos de ratón y desenvainando de su moño la aguja de hacer punto, dijo, apuntando con ella: —¡Acabarás algún día igual que tu padre! —y le puso a Heriberto en las manos las
Últimas Noticias
o el
Centinela
, como diciéndole: Ahora te buscas un empleo decente, y no uno de esos intríngulis, o te quedas sin cocinera.
Todavía permaneció Heriberto una semana más tumbado sobre el sofá de sus cavilaciones, de un humor insoportable y sin que se le pudiera hablar ni de las cicatrices ni de los escaparates. Yo me mostré bastante comprensivo hacia el amigo, le dejé apurar hasta las heces el resto de su tormento y me entretuve por unos días en el piso del relojero Laubschad, con sus relojes devoradores de tiempo. También volví a probar fortuna con el músico Meyn, pero éste ya no se ofrecía ni una copa, no hacía más que recorrer con su trompeta las notas de la banda de caballería de la SA y adoptaba un aire correcto y bizarro, en tanto que sus cuatro gatos, reliquias de un tiempo alcohólico, sin duda, pero altamente musical, iban enflaqueciendo lentamente por falta de nutrición. En cambio, no era raro que, bien entrada la noche, me encontrara a Matzerath, que en los tiempos de mamá sólo bebía en compañía, con mirada vidriosa detrás de la copita. Hojeaba el álbum de fotos y trataba, como yo lo hago ahora, de hacer revivir a mi pobre mamá en los pequeños rectángulos más o menos bien iluminados, para luego, hacia media noche, hallar en las lágrimas el estado de ánimo adecuado para encararse con Hitler o Beethoven, que seguían sombríamente frente a frente, sirviéndose para ello del «tú» familiar. Y aún parece que el Genio, no obstante que era sordo, le respondía, en tanto que el abstemio del Führer callaba, porque Matzerath, el borrachín jefe de célula, era indigno de la Providencia.
Un martes —tal es la precisión a que mi tambor me permite llegar—, la situación estaba ya en su climax: Heriberto se puso de veintiún botones, lo que significa que se hizo cepillar por mamá Truczinski con café frío el pantalón azul, estrecho arriba y ancho por abajo, metió los pies en sus zapatos flexibles, se ajustó la chaqueta de botones con ancla, rocióse el pañuelo de seda blanca, obtenido del Puerto Libre, con agua de Colonia, procedente también del estercolero exento de derechos del Puerto Libre, y se plantó, cuadrado y rígido, bajo su gorra azul de plato con visera de charol.
—Voy a darme una vuelta, a ver qué sale —dijo Heriberto. Imprimió a su gorra a la príncipe Enrique una inclinación a la izquierda, para darse ánimos, y mamá Truczinski arrió el periódico.
Al día siguiente tenía Heriberto el empleo y el uniforme. Vestía gris oscuro, y no verde aduana: era conserje del Museo de la Marina.
Como todas las cosas dignas de conservación de esta ciudad, tan digna de conservación ella misma en su conjunto, los tesoros del Museo de la Marina llenaban una vieja casa patricia, museable ella también, que conservaba al exterior el andén de piedra y una ornamentación juguetona aunque desbordante de la fachada, y estaba tallada, al interior, en roble oscuro, con escaleras de caracol. Exhibíanse allí la historia cuidadosamente catalogada de la ciudad portuaria, cuya gloria había sido siempre la de hacerse y mantenerse indecentemente rica entre vecinos poderosos pero, por lo regular, pobres. ¡Aquellos privilegios comprados a los Caballeros de la Orden y a los reyes de Polonia y consignados en detalle! ¡Aquellos grabados en colores de los diversos sitios padecidos por la ciudadela marítima de la desembocadura del Vístula! Aquí se acoge a la protección de la ciudad, huyendo del antirrey sajón, el malhadado Estanislao Leszczinski. En el cuadro al óleo puede percibirse claramente su temor. Lo mismo que el del primado Potocki y el embajador francés de Monti, porque los rusos al mando del general Lascy tienen sitiada la ciudad. Todo está inscrito con precisión, y del mismo modo, pueden leerse los nombres de los barcos franceses anclados en la rada bajo el estandarte de la flor de lis. Una flecha indica: en este barco huyó el rey Estanislao Leszczinski a Lorena, cuando la ciudad hubo de entregarse el tres de agosto. Sin embargo, la mayor parte de las curiosidades expuestas la constituían las piezas del botín de las guerras ganadas, ya que las guerras perdidas nunca o sólo raramente suelen proporcionar a los museos pieza de botín.
Así, por ejemplo, el orgullo de la colección consistía en el mascarón de proa de una gran galera florentina, la cual, aunque llevara matrícula de Brujas, pertenecía a los mercaderes Portinari y Tani, oriundos de Florencia. Los piratas y capitanes municipales Paul Beneke y Martin Bardewiek, cruzando frente a la costa de Zelandia a la altura del puerto de Sluys, lograron capturarla en abril de 1473. Inmediatamente después de la captura, mandaron pasar a cuchillo a la numerosa tripulación amén de los oficiales y el capitán. El barco y su contenido fueron llevados a Danzig. Un Juicio Final en dos batientes, obra del pintor Memling, y una pila bautismal de oro —ejecutados ambos por cuenta del florentino Tani para una iglesia de Florencia— fueron expuestos en la iglesia de Nuestra Señora; hasta donde llegan mis noticias, el Juicio Final alegra hoy todavía los ojos católicos de Polonia. En cuanto a lo que fuera del mascarón de proa de la galera después de la guerra, no se sabe. En mi tiempo se conservaba en el Museo de la Marina.
Representaba una opulenta mujer de madera, desnuda y pintada de verde, que, por debajo de unos brazos lánguidamente levantados, con todos los dedos cruzados, y por encima de unos senos provocadores, miraba derecho con sus ojos de ámbar engastados en la madera. Esta mujer, el mascarón de proa, traía desgracia. El comerciante Portinari encargó la figura, retrato de una muchacha flamenca en la que estaba interesado, a un escultor de imágenes que gozaba de fama en la talla de mascarones de proa. Apenas fijada la figura verde bajo el bauprés, iniciáronle a la muchacha en cuestión, conforme a los usos de la época, un proceso por brujería. Antes de arder en la hoguera, acusó en el curso de un interrogatorio minucioso a su protector, el mercader de Florencia, y al escultor que tan bien le tomara las medidas. Se dice que, temiendo el fuego, Portinari se ahorcó. Al escultor le cortaron ambas manos, para que en adelante no volviera a convertir a brujas en mascarones de proa. Y aún seguía en curso el proceso, que por ser Portinari hombre rico causaba en Brujas sensación, cuando cayó el barco con el mascarón de proa en las manos piratas de Paul Beneke. El signor Tani, el segundo mercader, sucumbió bajo el hacha de abordaje, tocándole luego el turno al propio Beneke: pocos años después, en efecto, cayó en desgracia ante los patricios de su ciudad. Unos barcos a los que, después de la muerte de Beneke, se ajustó el mascarón, ardieron ya en el puerto, a poco de haberles sido adaptada la figura, incendiando otros barcos, con excepción, por supuesto, del mascarón mismo, que era a prueba de fuego y, en gracia a sus formas armoniosas, volvía siempre a hallar nuevos pretendientes entre los propietarios de barcos. Pero apenas la mujer pasaba a ocupar su lugar tradicional, las tripulaciones que antes fueran pacíficas empezaban a diezmarse a su espalda, amotinándose abiertamente. La expedición fallida de la flota de Danzig contra Dinamarca, en 1522, bajo la dirección del muy experto Eberhard Ferber, condujo a la caída de éste y a motines sangrientos en la ciudad. Cierto que la historia habla de luchas religiosas —en el veintitrés el pastor protestante Hegge llevó a la multitud a la destrucción de las imágenes de las siete iglesias parroquiales de la ciudad—, pero a nosotros se nos antoja atribuir la culpa de esta calamidad, cuyos efectos habían de hacerse sentir por mucho tiempo todavía, al mascarón de proa: éste adornaba, en efecto, la del barco de Ferber.
Cuando cincuenta años más tarde Esteban Bathory sitió en vano la ciudad, Gaspar Jeschke, abad del convento de Oliva, atribuyó la culpa de ello, desde el púlpito, a la mujer pecadora. El rey de Polonia la había recibido en calidad de regalo de la ciudad y se la llevó a su campamento, donde prestó oídos a sus malos consejos. Hasta qué punto la dama lígnea influyera en las campañas suecas contra la ciudad y en el prolongado encarcelamiento del fanático religioso doctor Egidio Strauch, que conspiraba con los suecos y pedía que se quemara a la mujer verde que había hallado nuevamente el camino de la villa, no lo sabemos. Una noticia algo oscura pretende que un poeta llamado Opitz, fugitivo de Silesia, obtuvo acogida en la ciudad durante algunos años, pero murió prematuramente, porque había hallado aquella talla funesta en un depósito y había intentado cantarla en verso.
No fue hasta fines del siglo XVIII, al tiempo de las particiones de Polonia, cuando los prusianos, que hubieron de apoderarse de la ciudad por la fuerza, decretaron contra la «figura lígnea Níobe» una prohibición real prusiana. Por vez primera se la nombra aquí oficialmente por su nombre y al propio tiempo se la evacua o, mejor dicho, se la encarcela en aquella Torre de la Ciudad, en cuyo patio había sido ahogado Paul Beneke y desde cuya galería yo había probado con éxito por vez primera mi canto a distancia, a fin de que, a la vista de los productos más refinados de la fantasía humana y frente a los instrumentos de tortura, se mantuviera quieta por todo el siglo XIX.
Cuando el año treinta y dos subí a la Torre de la Ciudad y devasté con mi voz las ventanas del foyer del Teatro Municipal, Níobe —conocida vulgarmente por «la Marieta verde»— había sido ya sacada hacía años de la cámara de tortura de la Torre, afortunadamente, porque quién sabe si de no haber sido así mi atentado contra el clásico edificio habría tenido éxito.
Hubo de ser un director de museos ignorante e improvisado el que, poco después de la fundación del Estado Libre, sacara a Níobe de la cámara de tortura donde se la mantenía a buen recaudo y la instalara en el Museo de la Marina de creación reciente. Murió poco después de un envenenamiento de la sangre que, por exceso de celo, el hombre había contraído al fijar un letrerito en el que se leía que, arriba de la inscripción, se exponía un mascarón de proa que respondía al nombre de Níobe. Su sucesor, conocedor prudente de la historia de la ciudad, quería alejarla de nuevo. Pensaba regalar la peligrosa doncella de madera a la ciudad de Lübeck, y no es sino porque sus habitantes no aceptaron el regalo por lo que la pequeña ciudad del Trave salió relativamente indemne, con excepción de sus iglesias de ladrillo, de los bombardeos de la guerra.
Níobe, pues, o la «Marieta verde», permaneció en el Museo de la Marina, y en el transcurso de catorce años mal contados ocasionó la muerte de dos directores —no del prudente, que en seguida había pedido su traslado—, la defunción a sus pies de un cura anciano, el deceso violento de un estudiante del Politécnico y de dos alumnos de primer curso de la Universidad de San Pedro que acababan de revalidar con éxito el bachillerato, y el fin de cuatro honrados conserjes, casados los más de ellos.