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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (35 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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En forma parecida se pronuncian también los médicos del sanatorio a propósito de la causa de mi afán coleccionista. La doctora señorita Hornstetter quiso inclusive saber el día en que había nacido mi complejo. Con toda precisión pude indicarle el nueve de noviembre del treinta y ocho, aquel día en que perdí a Segismundo Markus, administrador de mi almacén de tambores. Si ya después de la muerte de mi pobre mamá se había hecho difícil que yo entrara puntualmente en posesión de un tambor nuevo, porque las visitas de los jueves al pasaje del Arsenal cesaron por necesidad, y porque Matzerath sólo se preocupaba en forma negligente por mis instrumentos y Jan Bronski venía cada vez más raramente por casa, cuánto más desesperada no hubo de presentárseme la situación cuando el saqueo de la tienda del vendedor de juguetes y la vista de Markus sentado detrás de su escritorio me hicieron comprender claramente: Markus ya no te va a regalar más tambores, Markus ya no vende más juguetes, Markus ha interrumpido para siempre sus relaciones comerciales con la casa que hasta ahora fabricaba y le suministraba los tambores bellamente esmaltados en rojo y blanco.

Y sin embargo, todavía entonces me resistí a creer que con el fin del vendedor de juguetes hubiera llegado también a su término aquella época temprana de juego relativamente feliz; antes bien, saqué de la tienda de Markus convertida en un montón de ruinas un tambor indemne y otros dos con ligeras abolladuras en los bordes, me llevé el botín a casa y creí haber sido previsor.

Manejaba mis palillos con prudencia, tocaba raramente, sólo en caso de necesidad, me privaba de tardes enteras de tambor y, muy a mi pesar, de aquellos desayunos de tambor que me hacían el día soportable. Óscar practicaba el ascetismo, enflaquecía y hubo de ser llevado al doctor Hollatz y a su ayudante, la señorita Inge, que cada vez se iba volviendo más huesuda. Me dieron medicinas dulces, ácidas, amargas o insípidas, atribuyeron la culpa a mis glándulas, las cuales, según la opinión del doctor Hollatz, afectarían alternativamente mi bienestar por exceso o por defecto de función.

Para librarse del tal Hollatz, Óscar practicó su ascetismo con más moderación, volvió a engordar y, en el verano del treinta y nueve, volvió a ser casi el viejo Óscar de tres años, con los buenos mofletes recuperados gracias al desgaste definitivo del último de los tambores procedentes todavía de la tienda de Markus. La hojalata estaba rajada, crujía al menor movimiento, desprendía esmalte rojo y blanco, se iba enrobinando y me colgaba disonante sobre la barriga.

Hubiera sido inútil pedir auxilio a Matzerath, aunque éste fuera naturalmente socorrido y hasta bondadoso. Desde la muerte de mi pobre mamá, el hombre ya no pensaba más que en las cosas del Partido, se distraía con las conferencias entre jefes de célula o se pasaba la noche conversando familiarmente y a gritos, muy tomado de alcohol, con las efigies de Hitler y de Beethoven de nuestro salón, dejándose explicar por el Genio el Destino y la Providencia por el Führer, en tanto que, en estado sobrio, veía en las colectas en favor del Socorro de Invierno su destino providencial.

Me disgusta recordar aquellos domingos de colecta. Como que fue en uno de ellos cuando efectué el vano intento de procurarme un nuevo tambor. Matzerath, que durante la mañana había estado colectando en la calle principal delante de los cines, así como delante de los grandes almacenes Sternfeld, vino a mediodía a casa y puso a calentar, para él y para mí, unas albóndigas a la Königsberg. Después de la comida, sabrosa según la recuerdo hoy todavía —aun de viudo cocinaba Matzerath con entusiasmo y excelentemente—, tendióse el colector sobre el sofá para una siestecita. Apenas empezó a respirar como durmiendo, tomé del piano la alcancía medio llena, desaparecí con ella, que tenía forma de una lata de conservas, en la tienda, debajo del mostrador, y atenté contra la más ridícula de todas las alcancías. No es que tratara de enriquecerme con la moneda fraccionaria, sino que una necia ocurrencia me impelía a probar aquella cosa a manera de tambor. Pero, de cualquier manera que golpeara y combinara mis palillos, la respuesta era siempre la misma: ¡un pequeño donativo para el Socorro de Invierno! ¡Para que nadie pase hambre, para que nadie pase frío! ¡Un pequeño donativo para el Socorro de Invierno!

Al cabo de media hora me resigné, tomé de la caja del mostrador cinco pfennigs de florín, los destiné al Socorro de Invierno y volví a dejar la alcancía enriquecida en esta forma sobre el piano, a fin de que Matzerath pudiera encontrarla y matar el resto del domingo carraqueando en favor del Socorro de Invierno.

Este intento fallido me curó para siempre. Nunca más he vuelto a probar seriamente de servirme como tambor de una lata de conservas, de un balde vuelto boca abajo o de la superficie de una palangana. Y si a pesar de todo lo he hecho, me esfuerzo por olvidar esos episodios sin gloria y no les reservo espacio en este papel o, por lo menos, el menor posible. Porque una lata de conservas no es un tambor, un balde es un balde, y en una palangana lávanse o no se lavan las medias. Y lo mismo que hoy no hay sustituto posible, tampoco lo había entonces: pues un tambor de hojalata de llamas rojas y blancas habla por sí mismo y no necesita, por consiguiente, de intercesores.

Óscar estaba solo, traicionado y vendido. ¿Cómo iba a poder conservar a la larga su cara de tres años, si le faltaba para ello lo más indispensable, o sea su tambor? Todos mis intentos de simulación prolongados por espacio de varios años, como el mojar ocasionalmente la cama, el cuchicheo infantil todas las noches de las plegarias vespertinas, el miedo a San Nicolás, que en realidad se llama Greff, aquellas incansables preguntas de los tres años, típicamente absurdas, como, por ejemplo, ¿por qué los autos tienen ruedas?, todo esto lo tendría que hacer sin mi tambor. Estaba ya a punto de renunciar, y en mi desesperación me lancé a buscar a aquel que no era, sin duda, mi padre, pero que reunía las mayores probabilidades de haberme engendrado: Óscar esperó a Jan Bronski en la Ringstrasse, cerca del barrio polaco.

La muerte de mi pobre mamá había entibiado la relación a veces casi de amistad que había entre Matzerath y mi tío, promovido entretanto a secretario del Correo, si no repentinamente y de golpe, sí de todos modos poco a poco; y a medida que la situación política se agravaba, el alejamiento iba siendo cada vez más definitivo, a pesar de tantos bellos recuerdos compartidos. Paralelamente con la disolución del alma esbelta y del cuerpo exuberante de mamá decayó la amistad de dos hombres que se habían mirado ambos en aquel espejo y ambos se habían nutrido de aquella carne, y que, faltos ahora de dicho nutrimento y de dicho espejo convexo, no hallaban más distracción que en sus respectivas reuniones políticas opuestas de hombres que, sin embargo, fumaban todos del mismo tabaco. Pero un Correo polaco y unas conferencias de jefes de célula en mangas de camisa no bastan para reemplazar a una mujer bonita y, aun en el adulterio, sensible. Dentro de la mayor prudencia —Matzerath había de tener en cuenta la clientela y el Partido, y Jan Bronski la administración del Correo—, en el breve período comprendido entre la muerte de mi pobre mamá y el fin de Segismundo Markus, no dejaron de hallar ocasión de reunirse mis dos presuntos padres.

Oíanse a medianoche, dos o tres veces al mes, los nudillos de Jan en los cristales de la ventana de nuestro salón. Al correr entonces Matzerath los visillos y abrir la ventana el ancho de un palmo, el embarazo de uno y otro era grande, hasta que uno de ellos encontraba la fórmula liberadora y proponía, a hora tan avanzada, una partida de skat. Iban por Greff a su tienda de verduras, y si este se negaba, a causa de Jan, y se negaba porque en cuanto ex guía de exploradores —había entretanto disuelto su grupo— tenía que ser prudente y, además, jugaba mal y no le gustaba jugar al skat, entonces era por lo regular el panadero Alejandro Scheffler quien proporcionaba el tercer hombre. Cierto que tampoco al maestro panadero le gustaba sentarse a una misma mesa con Jan Bronski, pero, de todos modos, cierto afecto por mi pobre mamá, que había traspasado en herencia a Matzerath, y el principio de Scheffler, según el cual los negociantes del comercio al detalle han de ayudarse mutuamente, hacían que, llamado por Matzerath, el panadero de piernas cortas se apresurara a venir del Kleinhammerweg, se sentara a nuestra mesa, barajara los naipes con sus dedos pálidos, como carcomidos por la harina, y los distribuyera cual panecillos entre gente famélica.

Comoquiera que estos juegos prohibidos empezaban por lo regular a medianoche y se prolongaban hasta las tres de la mañana, hora en que Scheffler había de volver a su horno, sólo raramente lograba yo, en camisón y evitando el menor ruido, abandonar mi camita y alcanzar sin ser visto, y también sin tambor, el ángulo de sombra bajo la mesa.

Como ustedes habrán tenido ya ocasión de observar anteriormente, la forma más cómoda de considerar las cosas, o sea mi ángulo de comparación, hallábala yo desde siempre debajo de la mesa. Pero, ¡cómo había cambiado todo desde el deceso de mi pobre mamá! Ahora ya ningún Jan Bronski, prudente arriba, donde sin embargo perdía los juegos uno tras otro, y atrevido abajo, trataba de hacer conquistas con su calcetín sin zapato entre los muslos de mamá. Bajo la mesa de skat de aquellos años ya no había el menor vestigio de erotismo, por no decir de amor. Seis piernas de pantalón, de muestras diversas en espina de pez, cubrían seis piernas masculinas más o menos peludas, desnudas o protegidas por calzoncillos, que abajo se esforzaban otras tantas veces por no entrar en contacto, ni siquiera por casualidad, y se aplicaban arriba, simplificadas y ampliadas en troncos, cabezas y brazos, a un juego que por razones políticas tendría que haber estado prohibido pero que, en cada caso de una partida perdida o ganada, siempre admitía una disculpa, o un triunfo; la Ciudad Libre de Danzig acababa de ganar sin la menor dificultad para el Gran Reich alemán un diamante simple.

Era de prever el día en que tales juegos de maniobras llegarían a su fin —del mismo modo que todas las maniobras suelen acabar algún día y dejan el campo a los hechos reales, sobre un plano más vasto, en alguno de los casos llamados serios.

A principios del verano del treinta y nueve se hizo manifiesto que Matzerath había encontrado en las conferencias semanales de los jefes de células compañeros menos comprometedores que los funcionarios del Correo polaco o los ex guías de exploradores. Jan Bronski hubo de recordar, obligado por las circunstancias, el campo al que pertenecía, y atenerse a la gente del Correo, entre otros al conserje inválido Kobyella, quien, desde sus días de servicio en la legendaria legión del mariscal Pilsuldski, andaba con una pierna más corta que la otra. A pesar de su pierna claudicante, Kobyella era un conserje activo, además de un artesano hábil, de cuya buena voluntad podía yo esperar la posible reparación de mi tambor maltrecho.

Y sólo era porque el camino hasta Kobyella pasaba por Jan Bronski por lo que casi todas las tardes a las seis, aun en pleno calor asfixiante del mes de agosto, me apostaba yo cerca del barrio polaco y esperaba a Jan, que, al terminar el servicio, solía por lo regular irse puntualmente a su casa. No venía. Sin preguntarme propiamente: ¿qué estará haciendo tu presunto padre después del servicio?, lo aguardaba a menudo hasta las siete o las siete y media. Pero no venía. Hubiera podido ir con tía Eduvigis. Tal vez Jan estaba enfermo, o tenía calentura, o tenía a lo mejor una pierna rota enyesada. Óscar permanecía en su sitio y se limitaba a fijar de vez en cuando la mirada en las ventanas y visillos de la habitación del secretario del Correo. Cierta peculiar timidez impedía a Óscar visitar a su tía Eduvigis, cuya mirada bovina y cálidamente maternal lo entristecía. Por otra parte, tampoco los niños del matrimonio Bronski, sus medio hermanos presuntos, le gustaban especialmente. Lo trataban como si fuera una muñeca. Querían jugar con él y servirse de él como juguete. ¿De dónde le venía a Esteban con sus quince años, o sea aproximadamente su misma edad, el derecho de tratarlo paternalmente, en plan de maestro y con aire condescendiente? Y aquella pequeña Marga de diez años, con sus trenzas y una cara en la que la luna se veía siempre llena y gorda, ¿tenía acaso a Óscar por una muñeca de vestir, sin voluntad, a la que podía peinar, cepillar, arreglar y criar durante horas y más horas? Claro está que los dos veían en mí al niño enano anormal, digno de lástima, y se consideraban a sí mismos sanos y con toda la vida por delante, siendo al propio tiempo los preferidos de mi abuela Koljaiczek, que difícilmente podría ver en mí a su preferido. Porque yo no quería nada de cuentos ni de libros de estampas. Lo que yo esperaba de mi abuela, lo que aún hoy mi imaginación se complace en pintar liberal y voluptuosamente, era muy claro y, por consiguiente, sólo raramente obtenible: así que la percibía, Óscar quería imitar a su abuelo Koljaiczek, sumergirse bajo las faldas de su abuela y, a ser posible, no respirar nunca más fuera de aquel abrigado receso.

¡Qué no habré hecho yo para meterme bajo las faldas de mi abuela! No puedo decir que no le gustara que Óscar se le sentara debajo. Pero vacilaba y, las más de las veces, me rechazaba, y hubiera probablemente ofrecido aquel refugio a cualquiera, por poco que se pareciera a Koljaiczek, antes que a mí, que no poseía ni la figura ni la cerilla siempre a punto del incendiario, y que había que recurrir a todos los caballos de Troya imaginables para poder introducirme dentro de la fortaleza.

Óscar se ve todavía a sí mismo cual un verdadero niño de tres años, jugando con una pelota de goma, y observa cómo se deja rodar casualmente la pelota de goma, y se desliza luego tras dicho pretexto esférico, antes de que su abuela se dé cuenta de su estratagema y le devuelva la pelota.

En presencia de los adultos, mi abuela nunca me toleraba por mucho tiempo bajo sus faldas. Los adultos se reían de ella, le recordaban en forma a veces muy caústica su noviazgo en el campo otoñal de patatas y la hacían ruborizarse violenta y persistentemente, a ella que ya de por sí no tenía nada de pálida, lo que, con sus sesenta años y su pelo casi blanco, no iba nada mal.

En cambio, cuando estaba sola –lo que ocurría raramente, y más desde la muerte de mi pobre mamá, hasta que dejé de verla casi en absoluto después que hubo de abandonar su puesto del mercado semanal de Langfuhr–, me toleraba más fácilmente, con mayor frecuencia y por más tiempo bajo sus faldas color de patata. En este caso ni siquiera necesitaba yo recurrir al truco tonto de la pelota de goma para ser admitido. Deslizándome con mi tambor por el piso, con una pierna encogida y la otra apoyada en los muebles, iba arrastrándome hacia la montaña avuncular, levantaba con los palillos, al llegar a su pie, la cuádruple cubierta, y, ya debajo, dejaba caer los cuatro telones a la vez, me mantenía quieto por espacio de un breve minuto y me entregaba por completo, respirando por todos los poros, al fuerte olor de mantequilla ligeramente rancia que, independientemente de la estación del año, predominaba siempre bajo las cuatro faldas. Y sólo entonces empezaba Óscar a tocar el tambor. Como conocía bien los gustos de la abuela, tocaba ruidos de lluvias de octubre, análogos a aquellos que hubo de oír antaño detrás del fuego de hojarasca, cuando Koljaiczek, con su olor de incendiario perseguido, se le metió debajo. Caía sobre la hojalata una llovizna oblicua, hasta que arriba se percibían suspiros y nombres de santos, y dejo a ustedes el cuidado de reconocer aquellos suspiros y aquellos nombres e santos ya escuchados en el noventa y nueve, cuando mi abuela permanecía sentada mientras llovía, con Koljaiczek a cubierto.

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