Pero el Buen Dios, el Padrenuestro y propietario del tiovivo sonreía, como dicen los libros, y hacía saltar otra moneda de su bolsa, para que los cuatro mil niños, entre ellos Óscar, siguieran dando vueltas en autos de bomberos, en cisnes huecos, perros, caballitos y ciervos, y cada vez que yo pasaba con mi ciervo —sigo creyendo todavía que iba montado en un ciervo— frente al Padrenuestro y dueño del tiovivo, lo veía cambiar de cara: tan pronto era Rasputín que, riendo, tenía entre sus dientes de curandero la moneda de la próxima vuelta, como era Goethe, el príncipe de los poetas, que iba sacando de una bolsita de fino bordado las monedas con su perfil acuñado de Padrenuestro; y nuevamente el exaltado Rasputín, y luego el comedido señor Goethe. Un poco de locura con Rasputín y luego, en homenaje a la razón, Goethe. Los extremistas en torno a Rasputín; las fuerzas del orden, alrededor de Goethe. La muchedumbre, alebrestada con Rasputín, se entregaba con Goethe a aforismos de almanaque... Hasta que, finalmente —pero no porque la fiebre hubiera cedido, sino porque siempre se inclina alguien caritativamente sobre quien tiene fiebre—, el señor Fajngold se inclinaba sobre mí y paraba el tiovivo. Paraba los bomberos, los cisnes y los ciervos, devaluaba la moneda de Rasputín, mandaba a Goethe abajo con las Madres, dejaba que cuatro mil niños mareados volaran hacia Käsemark, sobre el Vístula y hacia el cielo, y levantaba a Óscar de su cama febril para sentarlo en una nube de lisol, lo que quiere decir que me desinfectaba.
Al principio, esto tenía todavía relación con los piojos, pero luego se convirtió en costumbre. Los piojos los descubrió primero en el pequeño Kurt, luego en mí, luego en María y en sí mismo. Es probable que nos los legara aquel calmuco que había dejado a María sin su Matzerath. ¡Cómo gritó el señor Fajngold al descubrir los piojos! Llamó a su mujer y a sus hijos, sospechaba que toda su familia estaba infestada, trocó miel artificial y cajas de avena por paquetes de los desinfectantes más diversos y empezó a desinfectarse diariamente a sí mismo y a toda su familia, al pequeño Kurt, a María y a mí, sin excluir mi cama. Nos frotaba, nos rociaba y nos empolvaba. Y mientras rociaba, empolvaba y frotaba, mi fiebre estaba en plena flor, y su discurso fluía. Y así tuve noticia de vagones enteros de ácido fénico, de cloro y de lisol que él había rociado, esparcido y regado cuando, estando todavía encargado de la desinfección del campamento de Treblinka, rociaba cada día a las dos de la tarde con agua de lisol, en su carácter de desinfectador Mariusz Fajngold, las pistas del campamento, las barracas, las duchas, los hornos crematorios los hatos de ropa, a los que esperaban y no se habían duchado todavía, a los que estaban tendidos y ya habían pasado por la ducha: todo lo que salía de los hornos crematorios y todo lo que entraba en ellos. Y me enumeraba los nombres, porque se los sabía todos: contaba de un tal Bilauer, que uno de los días más calurosos de agosto, le había aconsejado al desinfectador no rociar las pistas de Treblinka con agua de lisol sino con petróleo. Así lo hizo Fajngold. Y el tal Bilauer tenía la cerilla. Y el viejo Zew Kurland, del Z.O.B., les tomó a todos juramento. Y el ingeniero Galewski abrió el cuarto de las armas. El propio Bilauer abatió a tiros al comandante Kutner. Sztulbach y un tal Warynski se precipitaron sobre Zisenis, y los otros sobre la gente de Trawniki, y otros más tocaron la cerca y allí quedaron. Pero el sargento Schópke, que al llevar a la gente a la ducha solía siempre hacer chistes, se parapetó a la entrada del campamento y empezó a disparar, lo que no le sirvió de mucho, porque los otros se le echaron encima: Adek Kawe, un tal Motel Lewit y Henoch Lerer, así como Hersz Rotblat y Letek Zagiel y Tosias Baran con su Debora. Y Lolek Begelmann gritaba: —Que venga también Fajngold, antes de que vengan los aviones —pero el señor Fajngold aguardaba todavía a su esposa Luba, la cual ya no acudía a sus llamadas. Así que lo agarraron por ambos brazos: a la izquierda Jakub Gelernter y a la derecha Mordechaj Szwarcbard. Delante de él corría el pequeño doctor Atlas, que ya en el campamento de Treblinka y más tarde en los bosques de Wilna había aconsejado el rociado activo con lisol: el lisol es más precioso que la vida. Así lo había de confirmar el señor Fajngold, porque con lisol había rociado muertos, no un muerto, sino muertos, para que dar un número, muertos que había rociado con lisol. Y se sabía tantos nombres que acababa por aburrirme, ya que para mí, que nadaba en lisol, la cuestión acerca de la vida o la muerte de cien mil nombres no resultaba tan importante como la de saber si con los desinfectantes del señor Fajngold se había desinfectado a tiempo y debidamente la vida y, si no la vida, la muerte.
Luego cedió la fiebre y entramos en el mes de abril. Pero luego arreció de nuevo, y el tiovivo daba vueltas y el señor Fajngold seguía rociando lisol sobre los vivos y los muertos. Luego volvió a ceder la fiebre, y ya el mes de abril había pasado. A principios de mayo, el cuello se me acortó y el tórax se me ensanchó y me subió, de modo que con la barbilla y sin necesidad de bajar la cabeza podía yo frotarme la clavícula. Volvió otro poco de fiebre y algo más de lisol. Y en el lisol flotaban palabras de María: —¡Con tal que no se deforme! ¡Con tal que no le salga una joroba! ¡Con tal que no resulte hidrocefalia!
Pero el señor Fajngold consolaba a María y le contaba de gentes a las que él conocía y que, a pesar de la joroba y la hidrocefalia, se habían hecho importantes. Contaba de un tal Román Frydrich, que había emigrado con su joroba a la Argentina y había fundado un negocio de máquinas de coser que con el tiempo fue creciendo y se hizo famoso.
El relato de los éxitos del jorobado Frydrich no fue ningún consuelo para María, pero inspiró al narrador, o sea al propio señor Fajngold, tal entusiasmo, que se decidió a dar a nuestro negocio de ultramarinos otro sesgo. A mediados de mayo, poco después del final de la guerra, hicieron su aparición en la tienda nuevos artículos. Surgieron las primeras máquinas de coser y las piezas de repuesto para las mismas, aunque los comestibles subsistieron por algún tiempo y facilitaron el traspaso. ¡Tiempos paradisíacos! Apenas se pagaba nada con dinero contante: todo se trocaba y se volvía a trocar, y la miel artificial, la avena y los últimos saquitos de levadura del Dr. Oetker, así como el azúcar, la harina y la margarina se transformaron en bicicletas y piezas de repuesto, unas y otras en electromotores, éstos en herramientas, las herramientas en artículos de piel, y las pieles las transformó el señor Fajngold como por arte de encantamiento en máquinas de coser. En este jueguecito del toma y daca el pequeño Kurt sabía hacerse útil: traía clientes, mediaba en los negocios y se adaptó a la nueva línea mucho más de prisa que María. Era casi como en tiempos de Matzerath. María permanecía detrás del mostrador, servía a aquella parte de la antigua clientela que seguía en el país y hacía esfuerzos en polaco por enterarse de los deseos de los clientes recién venidos. El pequeño Kurt tenía facilidad para los idiomas. Estaba en todas partes. El señor Fajngold podía contar con él. Con sus escasos cinco años, Kurt se había hecho todo un especialista, y entre cosa de cien modelos malos o mediocres que se ofrecían en el mercado negro de la calle de la Estación escogió en seguida las excelentes máquinas de coser Singer y Pfaff; el señor Fajngold tenía en mucho sus conocimientos. Cuando a fines de mayo mi abuela Ana Koljaiczek vino a pie de Bissau a Langfuhr pasando por Brenntau y nos visitó, dejándose caer jadeante sobre el sofá, el señor Fajngold hizo grandes elogios del pequeño Kurt y tuvo también algunas palabras elogiosas para María. Y cuando le explicó a mi abuela toda la historia de mi enfermedad, volviendo siempre sobre la utilidad de sus desinfectantes, halló también a Óscar digno de elogio, porque durante toda la enfermedad se había portado muy bien y nunca había gritado.
Mi abuela quería petróleo, porque en Bissau no había alumbrado. Fajngold contóle las experiencias que había hecho en el campamento de Treblinka con el petróleo, así como sus múltiples tareas en calidad de desinfectador, dijo a María que llenara de petróleo dos botellas de a litro, añadió a éstas un paquete de miel artificial y un surtido de desinfectantes y, cuando mi abuela se puso a contar todo lo que había sucedido en Bissau y en Bissau-Abbau durante las operaciones militares, sólo escuchó con la mente ausente y haciendo ligeras inclinaciones de cabeza. Mi abuela estaba también al corriente de los daños que había sufrido Viereck, que ahora volvían a llamar Firoga, como antes. Y a Bissau lo llamaban también, como antes de la guerra, Bysewo. En cuanto a aquel Ehlers que había sido jefe local de los campesinos de Ramkau y hombre muy activo y que se había casado con la esposa del hijo de su hermana, o sea la Eduvigis dejan el del Correo, los trabajadores del campo lo habían ahorcado frente a su oficina. Y poco faltó para que colgaran también a Eduvigis, ya que habiendo sido esposa de un héroe polaco se había casado con un jefe local de campesinos, y también porque Esteban había llegado a teniente y Marga había ingresado en la Federación de Muchachas Alemanas.
Bueno —dijo mi abuela—, con Esteban ya no podían nada, porque ése ya cayó, allá arriba, en el Ártico. Pero a Marga sí querían llevársela y meterla en un campo de concentración. Pero en esto abrió Vicente la boca y habló como nunca lo había hecho. Así que la Eduvigis y Marga están ahora con nosotros y nos ayudan en el campo. Pero a Vicente el hablar lo ha afectado a tal punto, que posiblemente ya no pueda aguantar por mucho tiempo. Y lo que es la abuela, anda mala del corazón y de todas partes y hasta de la cabeza, porque uno de aquellos condenados le dio en ella, creyendo que debía.
Así se lamentó Ana Koljaiczek, se agarró la cabeza, y acariciando la mía en instancia de crecimiento, llegó a la siguiente inspirada conclusión: —Ves, Oscarcito, con los cachubas es siempre lo mismo. Les dan siempre en la cabeza. Pero vosotros os iréis allá, donde la cosa está mejor, y aquí se quedará sólo la abuela. Porque con los cachubas no hay modo de moverlos: ellos han de quedarse siempre y aguantar la cabeza, para que otros les puedan dar en ella, porque nosotros no somos ni polacos de veras ni bastante alemanes, y si se es cachuba, nadie queda contento, ni los unos ni los otros, porque lo que quieren es precisión.
Soltó una carcajada y ocultó las botellas de petróleo, la miel artificial y los desinfectantes bajo aquellas cuatro faldas que, pese a los más violentos acontecimientos militares, políticos e históricos, no habían perdido nada de su color patata.
Cuando se disponía a marcharse, el señor Fajngold le rogó que se esperara un momento, pues quería presentarle a su esposa Luba y al resto de la familia. Viendo que la señora Luba no aparecía, dijo Ana Koljaiczek: —Mire, no se moleste usted. Igual yo grito siempre: Agnés, hija, ven y ayuda a tu madre a retorcer la ropa. Pero no viene, lo mismo que su Luba de usted. Y mi hermano Vicente, enfermo como está, sale de noche cuando está muy oscuro hasta la puerta y despierta de su sueño a los vecinos, porque llama a su hijo Jan, que estaba al servicio del Correo polaco y ya se fue.
Estaba ya junto a la puerta, poniéndose su pañuelo, cuando yo grité desde mi cama: —¡Babka, babka! —es decir, abuela, abuela. Y ella se volvió y ya empezaba a levantar sus cuatro faldas, como si quisiera admitirme bajo ellas y llevarme consigo, cuando de pronto se acordó probablemente de las botellas de petróleo, de la miel artificial y de los desinfectantes, que ocupaban ya aquel lugar, y se fue; se fue sin mí, sin Óscar.
A principios de junio partieron los primeros transportes en dirección oeste. María no dijo nada, pero yo observé que también ella se despedía de los muebles, de la tienda, del edificio, de las tumbas a ambos lados de la Avenida Hindenburg y del túmulo del cementerio de Saspe.
Antes de bajar con el pequeño Kurt a la bodega, sentábase a veces durante la velada al lado de mi cama, junto al piano de mi pobre mamá, cogía con la mano izquierda su armónica, tocaba una canción y trataba de acompañarme en el piano con un dedo de la mano derecha.
Al señor Fajngold la música le hacía sufrir y rogaba a María que callara, pero en cuanto ella dejaba su armónica y se disponía a cerrar la tapa del piano, le volvía a rogar que siguiera tocando un poco.
Y luego se hizo la proposición de matrimonio. Óscar lo había visto venir. El señor Fajngold llamaba cada vez menos a su esposa Luba y, cuando un anochecer de verano lleno de moscas y de zumbidos estuvo seguro de su ausencia, le hizo a María su proposición. Estaba dispuesto a llevarse a ella y a los dos niños, inclusive a Óscar enfermo, le ofreció la habitación y una participación en el negocio.
María contaba a la sazón veintidós años. Su belleza inicial, en cierto modo fortuita, habíase afirmado, cuando no endurecido. Los últimos meses de la guerra y de la posguerra le habían despojado de aquella permanente que había llevado por cuenta de Matzerath. Ya no llevaba trenzas, como en mi tiempo; la larga cabellera le bajaba sobre los hombros y permitía ver en ella a una muchacha un poco seria, tal vez algo amargada; y esta muchacha dijo que no y rechazó la proposición del señor Fajngold. De pie sobre nuestra antigua alfombra, María tenía al pequeño Kurt a su izquierda y señalaba con el pulgar derecho hacia la chimenea de azulejos, y el señor Fajngold y Óscar la oyeron decir: —No es posible. Esto de aquí está deshecho y perdido. Nos vamos al Rin, con mi hermana Gusta. Está casada con un camarero de la industria hotelera llamado Köster y, de momento, nos acogerá a los tres.
Ya al día siguiente se puso en movimiento. A los tres días ya teníamos los papeles. El señor Fajngold no dijo nada más, sino que cerró el negocio y, mientras María hacía las maletas, permanecía sentado en la tienda oscura sobre el mostrador, junto a la balanza, y sin siquiera tomar una cucharadita de miel artificial. Y no fue sino al ir María a despedirse de él cuando se bajó de su asiento, se fue a buscar la bicicleta con el remolque y nos ofreció acompañarnos a la estación.
Óscar y el equipaje —teníamos derecho a cincuenta libras por persona— fueron en el remolque de dos ruedas provistas de neumáticos. El señor Fajngold empujaba la bicicleta. María llevaba al pequeño Kurt de la mano y, en la esquina de la Elsenstrasse, cuando doblamos a la izquierda, volvióse una vez más. Yo ya no pude volverme en dirección del Labesweg, porque el volverme me producía dolores. Así pues, la cabeza de Óscar permaneció quieta entre sus hombros, y sólo con los ojos, que conservaban su movilidad, me despedí de la calle de la Virgen María, el Striessbach, el Parque de Kleinhammer, el paso a desnivel, que seguía rezumando desagradablemente, la calle de la Estación, mi iglesia del Sagrado Corazón de Jesús indemne y la estación del suburbio de Langfuhr, que ahora se llamaba Wrzeszcz, cosa casi imposible de pronunciar.