Y yo, adaptándome poco a poco al papel y sintiendo en mí a Satanás de apuntador: —Porque Satanás ama a la señorita Dorotea. —¡No, no, no, yo no quiero! —logró suspirar todavía, intentado escapar; mas topó nuevamente con las fibras satánicas de mi traje de coco —su camisón debía de ser muy ligero— y sus diez dedos se enredaron con la jungla tentadora, lo que la hizo débil y vacilante. Fue sin duda una debilidad pasajera lo que la hizo abalanzarse a la señorita Dorotea hacia adelante. Con mi pelliza, que levanté apartándomela del cuerpo, la retuve cuando iba a caer y la sostuve todo el tiempo necesario para adoptar una decisión adecuada a mi papel de Satanás; permití luego, cediendo un poco, que se pusiera de rodillas, en lo que tuve buen cuidado, sin embargo, de que éstas no entraran en contacto con las frías baldosas del excusado, sino con la alfombra de coco del corredor; déjela luego resbalarse en todo su largo hacia atrás, sobre la alfombra, con la cabeza en dirección oeste, o sea hacia el cuarto de Klepp, y la cubrí por delante, ya que la parte posterior de su cuerpo tocaba la fibra de coco por lo menos en un metro sesenta, con el mismo material fibroso, aunque sólo disponía para ello de aquellos setenta y cinco centímetros; pero como le puse uno de los bordes casi pegado a la barbilla, el otro borde le quedaba algo demasiado abajo de las caderas, de modo que tuve que correr la estera unos diez centímetros más arriba, hasta su boca, dejándole no obstante libre la nariz, a fin de que la señorita Dorotea pudiera respirar sin dificultad. Y, efectivamente, cuando Óscar se tendió a su vez sobre su antecama, la oyó respirar activamente bajo el efecto de las mil fibras excitantes. De momento, Óscar no trató de establecer un contacto directo, sino que esperó a que la fibra de coco produjera su cabal efecto, iniciando a dicho fin con la señorita Dorotea, que seguía sintiéndose débil y murmurando «Dios mío, Dios mío» y preguntando el nombre y la procedencia de Óscar, una conversación que la hacía estremecerse, entre alfombra y estera, cada vez que yo me daba como Satanás. Siseaba yo dicho nombre en forma muy satánica y describía con palabras tajantes mi domicilio infernal; al propio tiempo agitábame a más y mejor sobre mi antecama, manteniéndola en movimiento, porque, poquito a poco, las fibras de coco iban comunicando a la señorita Dorotea una sensación análoga a la que años antes le transmitiera el polvo efervescente a mi amada María. Sólo que éste me proporcionaba antaño una satisfacción plena, completa y triunfante, en tanto que sobre la alfombra de coco debía de experimentar yo ahora una derrota ominosa. No logré echar el ancla. Aquello que en tiempos del polvo efervescente y en tantas otras ocasiones posteriores se había revelado rígido y agresivo, ahora, bajo el signo de la fibra de coco, inclinaba lamentablemente la cabeza y se mostraba desganado, mezquino, sin tratar de alcanzar el objetivo ni hacer el menor caso a las diversas exhortaciones, tanto a mis artes persuasivas puramente intelectuales como a los suspiros de la señorita Dorotea, que murmuraba, gemía, lloriqueaba: —¡Ven, Satanás, ven! —a lo que respondía yo, tratando de tranquilizarla y consolarla: —Satanás viene pronto, ya no le falta mucho. —Y mantenía al propio tiempo un diálogo con aquel Satanás que desde mi bautismo llevo dentro, increpándole: ¡No seas aguafiestas, Satanás!, suplicándole: ¡Por favor, Satanás, ahórrame esta humillación!, halagándole: Pero si tú no sueles ser así; acuérdate de María o, mejor aún, de la viuda Greff, o de los juegos que hacíamos los dos en París con la amable Rosvita. Pero él, poco dispuesto a cooperar y sin temor a repetirse, sólo me daba una respuesta: No tengo ganas, Óscar. Cuando Satanás no las tiene, triunfa la virtud. Al cabo, alguna vez tendría Satanás derecho a no tenerlas.
Negóme, pues, su apoyo, alegó ésta y otras sentencias de calendario por el estilo, en tanto que yo, desfalleciendo lentamente, seguía manteniendo la estera de coco en movimiento y torturaba y lastimaba la piel de la señorita Dorotea, hasta que finalmente respondía a su sediento: ¡Ven, Satanás, ven de una vez! con un ataque desesperado y necio, sin ningún fundamento, debajo de las fibras de coco: con una pistola descargada traté de dar en el blanco. Ella se dispuso a ayudar a Satanás, sacó los dos brazos de debajo de la estera, quiso abrazarse y me abrazó, encontró en eso mi joroba y mi cálida piel humana, que nada tenía de la fibra de coco, no se topó con su anhelado Satanás y cesó de balbucear aquel: ¡Ven, Satanás, ven!; carraspeó más bien, y volvió a plantear, en otro tono de voz, la pregunta inicial: —Por el amor de Dios, ¿quién es usted, qué quiere? —No tuve más remedio que rendirme y confesar que, según decían mis papeles, me llamaba Óscar Matzerath, era vecino suyo y amaba a la señorita Dorotea con un amor apasionado y fervoroso.
Si ahora algún espíritu malévolo cree que la señorita Dorotea me lanzó con un juramento y de un puñetazo sobre la alfombra de coco, puede Óscar informar, con melancolía por descontado, pero también con una leve satisfacción, que la señorita Dorotea sólo apartó de mi joroba sus manos y sus brazos lentamente, casi diría pensativamente, lo que me hizo el efecto de una caricia infinitamente triste. Tampoco tuvieron nada de violento el lloro y los sollozos en que rompió acto seguido. Apenas me di cuenta de que se me escurría de debajo de la estera, se me escapaba, se me iba soltando, ni de cómo la alfombra iba absorbiendo sus pasos por el corredor. Oí abrirse una puerta, moverse una llave en la cerradura y, al instante, los seis cuadrados esmerilados de la alcoba de la señorita Dorotea se iluminaron por dentro y se hicieron reales.
Óscar permanecía tendido y cubriéndose con la estera, que conservaba todavía algún calor de aquel juego satánico. Mis ojos colgaban de los cuadrados iluminados. De vez en cuando deslizábase una sombra sobre el vidrio lechoso. Ahora va al armario, me decía, ahora a la cómoda. Óscar emprendió un último intento de tipo perruno. Me arrastré con la estera por la alfombra hasta la puerta, rasqué la madera y deslicé una mano suplicante sobre los dos vidrios inferiores. Pero la señorita Dorotea no abrió y siguió moviéndose, infatigable, entre el armario y la cómoda con el espejo. Lo sabía, aunque no quería confesármelo: la señorita Dorotea estaba haciendo sus maletas y huía, huía de mí.
Inclusive tuve que renunciar a la leve esperanza de que al dejar su alcoba me mostraría su cara iluminada eléctricamente. Primero se apagó la luz detrás del vidrio esmerilado, oí luego la llave, la puerta se abrió, sonaron unos pasos sobre la alfombra de coco. Yo alargué los brazos, me topé con una maleta, con una pantorrilla, y en esto diome en el pecho con uno de aquellos rudos zapatos de deporte que yo había visto en el armario, me echó sobre la alfombra y, cuando Óscar se levantó y suplicó una vez más: —Señorita Dorotea —ya la puerta del piso se cerraba: una mujer me había abandonado.
Ustedes y todos los que comprenden mi dolor dirán ahora: Vete a la cama, Óscar. ¿Qué andas buscando todavía por el corredor, después de este episodio humillante? Son las cuatro de la madrugada. Estás desnudo sobre una alfombra de coco y te cubres precariamente con una estera fibrosa. Tu corazón está sangrando, tu sexo te hace daño, tu vergüenza clama al cielo. Has despertado al señor Zeidler. Éste ha despertado a su mujer. Van a venir, abrirán la puerta de su salón-dormitorio y te verán. ¡Vete a la cama, Óscar, ya van a dar las cinco!
Éstos eran exactamente los consejos que yo mismo me daba mientras permanecía tirado allí sobre la alfombra. Estaba tiritando y sin embargo permanecía tendido. Trataba de evocar para mí el cuerpo de la señorita Dorotea. Pero no sentía más que las fibras de coco; las tenía inclusive entre los dientes. Luego, una franja de luz cayó sobre Óscar: la puerta del salón-dormitorio de los Zeidler se abrió cosa de un palmo y se asomó por ella la cabeza de erizo de Zeidler y, por encima de ésta, la cabeza llena de rizadores de la Zeidler. Me miraron estupefactos, él tosió y ella se rió por lo bajo, él me interpeló y yo no respondí, ella siguió riendo, él reclamó silencio, ella me preguntaba lo que me pasaba, él dijo que esto no podía ser, ella dijo que aquella era una casa honesta, él me amenazó con despedirme, pero yo callé, porque mi medida no estaba colmada todavía. En esto, los Zeidler abrieron de par en par la puerta y él prendió la luz del corredor. Y se me fueron acercando con unos ojos pequeños llenos de malquerencias, y él se proponía no descargar esta vez su furor contra las copitas de licor, y Óscar aguardaba el furor del Erizo; pero éste no tuvo ocasión de descargarlo, porque se oyó un ruido en la caja de la escalera, porque una llave insegura empezó a buscar y finalmente halló, y porque entró Klepp llevando consigo a alguien que estaba exactamente tan borracho como él: a Scholle, el guitarrista con que al fin había dado.
Entre los dos tranquilizaron a Zeidler y consorte, se inclinaron sobre Óscar, le hicieron preguntas, me cogieron y me llevaron, juntamente con aquel pedazo satánico de alfombra de coco, a mi cuarto.
Klepp me frotó hasta que me hizo reaccionar. El guitarrista trajo mi ropa. Entre los dos me vistieron y secaron mis lágrimas. Sollozos. Ante las ventanas tenía lugar la mañana. Gorriones. Klepp me colgó mi tambor y me mostró su pequeña flauta de madera. Sollozos. El guitarrista se echó al hombro la guitarra. Gorriones. Estaba entre amigos: me cogieron entre los dos y se llevaron a un Óscar sollozante, que no ofrecía resistencia, fuera del piso, fuera de la casa de la Jülicherstrasse, hacia los gorriones. Me sustrajeron a la influencia de la fibra de coco y me condujeron por las calles matinales a través del parque del Hofgarten frente al Planetario y hasta la orilla del Rin, que corría grisáceo hacia Holanda y llevaba barcazas sobre las que se veía flotar ropa tendida.
Desde las seis de la mañana hasta las nueve estuvimos sentados, aquel día brumoso de septiembre, el flautista Klepp, el guitarrista Scholle y el baterista Óscar, en la orilla derecha del Rin, haciendo música, ensayando, bebiendo de una botella y guiñándoles a los álamos de la otra orilla; dimos a unos barcos cargados de carbón que desde Duisburgo remontaban la corriente el acompañamiento de una música del Misisipi, ora rápida y alegre, ora lenta y triste, y buscamos un nombre para la banda de jazz que acababa de constituirse.
Cuando algo de sol coloreó la neblina y la música reveló deseos de un copioso desayuno, levantóse Óscar, que había interpuesto entre sí y la pasada noche a su tambor, sacó dinero del bolsillo de su chaqueta —lo que significaba desayuno— y anunció a sus amigos el nombre de la orquesta acabada de nacer: «The Rhine River Three» nos llamábamos, y fuimos en pos de nuestro desayuno.
Así como nosotros amábamos los prados a orillas del Rin, así amaba el fondista Ferdinand Schmuh la orilla derecha, entre Düsseldorf y Kaiserswerth. Por lo regular, nosotros ensayábamos nuestra música arriba de Stockum. Schmuh, en cambio, exploraba con su escopeta de caza los setos y las matas del declive de la orilla, en busca de gorriones. Éste era su pasatiempo favorito; con él se reponía. Cuando Schmuh tenía contrariedades en el negocio, ordenaba a su mujer que se pusiera al volante del Mercedes, tomaban a lo largo de la orilla, dejaban el coche arriba de Stockum, y él se echaba a caminar a pie campo traviesa con sus pies ligeramente planos y su escopeta apuntando hacia abajo, arrastrando a su esposa, que hubiera preferido quedarse en el auto, la instalaba sobre alguna cómoda piedra de la orilla y desaparecía entre los setos. Nosotros tocábamos nuestro rag-time, en tanto que él hacía resonar los matorrales. Mientras nosotros cultivábamos la música, Schmuh cazaba gorriones.
Scholle, que al igual de Klepp conocía a todos los fondistas del barrio viejo, decía, así que se oían los primeros disparos entre la verdura:
—Schmuh anda cazando gorriones.
Comoquiera que Schmuh ya no vive, puedo pronunciar mi oración fúnebre aquí mismo: Schmuh era un buen cazador y, posiblemente también, un buen hombre; porque cuando Schmuh cazaba gorriones, guardaba sin duda su munición de pequeño calibre en su bolsillo izquierdo, pero su bolsillo derecho, en cambio, estaba lleno a reventar de alpiste que repartía con grandes movimientos generosos, y no antes de tirar, sino después, entre los gorriones. Por lo demás Schmuh no mataba nunca más de doce gorriones en una tarde.
Estando Schmuh en vida todavía, dirigiósenos una fresca mañana de noviembre del año cuarenta y nueve —hacía ya semanas que estábamos ensayando a la orilla del Rin—, y no en forma discreta, sino alzando la voz: —¿Cómo voy a poder tirar, si ustedes con su música me asustan a los pajaritos?
—¡Ah! —dijo Klepp en son de excusa, presentando su flauta a modo de fusil—, usted es el señor que anda tirando por los setos en forma tan sumamente musical y tan exactamente adaptada a nuestras melodías; ¡mis respetos, señor Schmuh!
A Schmuh le halagó que Klepp lo conociera por su nombre, pero le preguntó de todos modos que de dónde lo conocía. Klepp se hizo el sorprendido: Pero si todo el mundo conoce al señor Schmuh, ahí viene el señor Schmuh, ha visto usted al señor Schmuh, dónde está hoy el señor Schmuh, el señor Schmuh está cazando gorriones.
Convertido por la gracia de Klepp en un Schmuh de dominio público, Schmuh nos ofreció cigarrillos, nos preguntó nuestros nombres y nos rogó que le tocáramos algo de nuestro repertorio. Le ofrecimos un
Tiger-rag
, al final del cual hizo señas a su esposa que estaba sentada con su abrigo de pieles sobre una piedra y dejaba volar sus pensamientos con las olas del Rin. Vino ella con su abrigo, y tuvimos nuevamente que tocar. Le dedicamos
High Society
y, cuando terminamos, exclamó la de las pieles: —¡Pero Ferdy, si esto es precisamente lo que andabas buscando para el negocio! —Él pareció ser de la misma opinión, y creyó seguramente que nos habría buscado y encontrado, pero tomándose tiempo para hacer bien sus cuentas, posiblemente, hizo rebotar algunos guijarros planos, no sin habilidad, sobre la superficie de las aguas del Rin, antes de hacernos la siguiente proposición: Música en el Bodegón de las Cebollas, de nueve de la noche a dos de la madrugada, diez marcos por cabeza; bueno, que sean doce. Klepp dijo diecisiete para que Schmuh pudiera decir quince, pero Schmuh dijo catorce cincuenta y cerramos el trato.
Visto desde la calle, el Bodegón de las Cebollas parecíase a muchos otros de esos pequeños restaurantes modernos que se distinguen de los más antiguos en que son más caros. La razón de los precios más altos podría buscarse en la extravagante decoración interior de los locales modernos, llamados locales de artistas, así como en los nombres que suelen ostentar, desde el discreto «Ravioli», pasando por el misterioso o existencialista «Tabú», hasta el fuerte y fogoso «Paprika» —o el Bodegón de las Cebollas, por ejemplo.