¡Líbreme a mí de ello mi cama, de la que Klepp quiere arrancarme con promesas cálidas de vida! No cesa de presentar al tribunal escrito tras escrito, trabaja mano a mano con mi abogado y solicita la revisión del proceso: lo que persigue es una sentencia absolutoria para Óscar, la libertad de Óscar —¡sáquenlo ya del establecimiento!—; y todo eso sólo porque Klepp me envidia mi cama.
Y sin embargo, no lamento haber convertido, en calidad de inquilino de Zeidler, a un amigo yacente en un amigo andante, y aun, en ocasiones, en un amigo que corre. Con excepción de aquellas horas pesadas que dedicaba, caviloso, a la señorita Dorotea, tenía yo ahora una vida privada sin preocupaciones. —¡Hola, Klepp! —le dije, dándole una palmadita en la espalda—, fundemos una banda de jazz! —y él me acariciaba la joroba, a la que casi quería tanto como a su vientre—. ¡Óscar y yo! —anunció Klepp al mundo— creamos una banda de jazz! Sólo nos falta un guitarrista que sepa también tocar el banjo.
Efectivamente, el tambor y la flauta requieren además otro instrumento melódico. Tampoco un contrabajo, siquiera desde el punto de vista meramente óptico, hubiera estado mal, pero ya los contrabajos escaseaban en aquella época, de modo que nos pusimos activamente a buscar el guitarrista que nos faltaba. Íbamos mucho al cine, nos hacíamos fotografiar, según ya lo indiqué al principio, dos veces por semana y efectuábamos con las fotos de pasaporte, saboreando cerveza, morcilla y cebollas, toda clase de sandeces. Klepp conoció entonces a la pelirroja Use, le regaló imprecavidamente una foto, y es únicamente por ello por lo que hubo de hacerla su mujer; pero en cuanto al guitarrista, seguíamos sin hallarlo.
Aunque, por razón de mi actuación como modelo, el barrio viejo de Düsseldorf, con sus vidrieras de cristales abombados de colores, su mostaza sobre queso, su olor de cerveza y su bambolla renana me fuera relativamente conocido, sólo con Klepp llegué a conocerlo bien. Buscamos al guitarrista alrededor de la iglesia de San Lamberto, en todas las tabernas y, sobre todo, en la Ratingerstrasse, en el «Unicornio», porque allí tocaba Bobby, quien de vez en cuando nos dejaba colaborar con la flauta y el tambor y aplaudía mi actuación, pese a que él mismo era un excelente músico de batería al que por desgracia le faltaba un dedo de la mano derecha.
Y si en el «Unicornio» no encontramos al guitarrista, de todos modos adquirí allí cierta rutina; contaba además con mi experiencia del Teatro de Campaña y me hubiera convertido en muy poco tiempo en un músico pasable de batería, a no ser por la señorita Dorotea, que de vez en cuando me estropeaba las entradas.
La mitad de mis pensamientos estaban siempre con ella, y esto hubiera sido soportable, si la otra mitad se hubiera mantenido por completo y punto por punto cerca de mi tambor. Pero es el caso que un pensamiento empezaba en el tambor y terminaba en el broche de la Cruz Roja de la señorita Dorotea. Klepp, que se las arreglaba admirablemente para tapar con su flauta mis ausencias, preocupábase cada vez que veía a Óscar medio sumido en cavilaciones. —¿Es que tienes apetito? ¿Quieres que pida morcilla?
Detrás de cada pena de este mundo olfateaba Klepp un apetito canino, y creía por consiguiente poder curar toda pena con una porción de morcilla. En aquel tiempo, Óscar comía mucha morcilla fresca con ruedas de cebolla y bebía la correspondiente cerveza, para hacer creer a su amigo Klepp que la pena de Óscar provenía del hambre y no de la señorita Dorotea.
Por lo regular salíamos muy temprano del piso de los Zeidler en la Jülicherstrasse y desayunábamos en el barrio viejo. A la Academia ya sólo iba yo cuando necesitábamos dinero para el cine. En cuanto a la musa Ulla, se había vuelto a prometer entretanto por tercera o cuarta vez con el pintor Lankes, del que no había manera de arrancarla, porque él consiguió en aquel entonces sus primeros grandes encargos industriales. Y el posar sin musa no le hacía a Óscar ninguna gracia. Volvían a dibujarlo, a ponerle terriblemente negro, y así acabé por entregarme por completo a mi amigo Klepp, porque tampoco junto a María y Kurt hallaba yo reposo alguno: allí concurría noche tras noche el Stenzel de marras, que era su patrón y su admirador casado.
Cuando un día de principios de otoño del cuarenta y nueve Klepp y yo salimos de nuestros respectivos cuartos y nos hallábamos ya en el corredor aproximadamente a la altura de la puerta de cristal esmerilada disponiéndonos a salir provistos de nuestros instrumentos, Zeidler, que había dejado la puerta de su salón-dormitorio entreabierta, nos llamó.
Empujaba ante sí un rollo de alfombra, angosto pero grueso, en dirección de nosotros, y nos pidió que le ayudáramos a colocarla y fijarla. Tratábase de una alfombra de pasillo, de coco, que medía ocho metros y veinte centímetros. Mas comoquiera que el corredor del piso de los Zeidler sólo media siete metros y cuarenta y cinco centímetros, Klepp y yo tuvimos que cortarle los otros setenta y cinco centímetros. Lo hicimos sentados, ya que el corte de las fibras de coco se nos hacía pesado. La alfombra resultó dos centímetros demasiado corta. Como tenía exactamente el ancho del corredor, Zeidler, que por lo visto no podía agacharse, nos rogó que la claváramos, juntando para ello nuestras fuerzas, al entarimado. Fue ocurrencia de Óscar que estiráramos la alfombra al clavarla, con lo cual llegamos a recuperar, excepto en una insignificancia, los dos centímetros faltantes. Nos servimos en la operación de clavos de cabeza ancha y plana, ya que los de cabeza estrecha no hubieran proporcionado aguante suficiente a la alfombra de coco, que era de trenzado flojo. Ni Óscar ni Klepp se dieron en los pulgares, aunque sí torcieron algunos clavos; pero esto fue culpa de la mala calidad de los mismos, que procedían de la reserva de Zeidler, o sea de la época anterior a la reforma monetaria. Cuando tuvimos fijada la mitad de la alfombra sobre el entarimado, dejamos los martillos sobre el piso, en forma de cruz, y miramos al Erizo, que vigilaba nuestro trabajo, no con insistencia, pero sí con ojos expectantes. En vista de lo cual él desapareció en dirección de su salón-dormitorio y regresó al poco rato llevando tres copitas de su reserva y una botella de aguardiente de trigo. Bebimos a la salud de la longevidad de la alfombra de coco y volvimos a insinuar, sin insistencia, igualmente, pero, igualmente, con expectación: la fibra de coco da sed. Probablemente las copitas del Erizo se alegraron de que se las llenara varias veces consecutivas con aguardiente antes de que un ataque de cólera familiar las hiciera pedazos. Cuando por un descuido Klepp volcó una de las copitas vacías sobre la alfombra, la copita ni se rompió ni dejó oír el menor ruido. Todos alabamos la alfombra de coco. Pero cuando la señora Zeidler, que nos estaba contemplando desde el salón-dormitorio, loó a su vez la alfombra de coco, porque ésta había preservado a la copita de romperse, entonces el Erizo se enfureció. Pisoteó la parte no clavada todavía de la alfombra de coco, agarró las tres copitas vacías, desapareció con ellas en el salón-dormitorio, oímos tintinear la vitrina —sacó más copitas, ya que con tres no le bastaba— y acto seguido oyó Óscar una música que ya le era familiar: ante su ojo interior surgió la estufa zeidleriana de tipo continuo, ocho copitas de las de licor yacían hechas polvo al pie de la misma, y Zeidler se inclinaba para alcanzar el recogedor y la escobilla y barrer, en cuanto Zeidler, lo que como Erizo había roto. Y la señora Zeidler, en tanto que tras de ella el vidrio se rompía y saltaba en pedazos, no se movió de la puerta. Parecía interesarse mucho en nuestro trabajo, sobre todo por cuanto al enfurecerse el Erizo nosotros habíamos vuelto a nuestros martillos. Ya no regresó, pero había dejado junto a nosotros la botella del aguardiente. Al principio, al llevarnos alternativamente la botella a la boca, nos sentíamos todavía algo cohibidos a causa de la señora Zeidler. Pero ésta nos hacía con la cabeza unos signos amistosos, pese a los cuales no logramos decidirnos a pasarle la botella y ofrecerle un trago. De todos modos trabajamos pulcramente y seguimos clavando la alfombra de coco clavo tras clavo. Al clavar Óscar la alfombra frente a la habitación de la enfermera, los vidrios esmerilados vibraron a cada martillazo. Esto lo afectó dolorosamente y, por espacio de unos momentos penosos, hubo de dar reposo al martillo. Mas tan pronto como hubo dejado atrás la puerta de cristal esmerilada de la señorita Dorotea, él y su martillo volvieron a sentirse mejor. Y comoquiera que todo ha de terminar alguna vez, así terminó también el clavado de la alfombra de coco. De cabo a cabo iban los clavos de cabeza ancha, metidos en el entarimado hasta el cuello, pero manteniendo las cabezas a ras de las fibras de coco, ondulantes y alborotadas. Nos paseamos satisfechos por el corredor, saboreando el largo de la alfombra y elogiando nuestra labor, tanto más, según discretamente lo hicimos notar, que no era nada fácil estirar en ayunas una alfombra de coco y clavarla; con lo que finalmente logramos también que la señora Zeidler se aventurara a su vez sobre la alfombra nueva —casi diría virgen— de coco, se dirigiera sobre la misma a la cocina, nos sirviera café y nos friera un par de huevos en la sartén. Comimos en mi cuarto, y la Zeidler se largó, porque tenía que ir a la oficina de Mannesmann, en tanto que nosotros dejamos la puerta abierta y contemplábamos, mascando y ligeramente agotados, nuestra obra: la alfombra de coco semejante a un río.
¿Por qué dedicar tanta abundancia de palabras a una alfombra de coco barata, que a lo sumo poseería algún valor antes de la reforma monetaria? Óscar se hace cargo de esta legítima pregunta y la contesta anticipando algo: Porque sobre dicha alfombra me encontré la noche siguiente, por vez primera, con la señorita Dorotea.
Muy tarde, hacia la medianoche, regresaba yo a casa lleno de cerveza y de morcilla. A Klepp lo había dejado en el barrio viejo. Seguía buscando al guitarrista. Di, sin duda, con la cerradura del piso zeidleriano, hallé la alfombra de coco en el corredor, pasé junto al vidrio esmerilado en aquella hora oscuro, hallé el camino de mi cuarto y de mi cama, salí primero de mi ropa, pero no encontré mi pijama —se lo había mandado a María para lavar— y encontré, en cambio, aquel pedazo de setenta y cinco centímetros de largo que habíamos cortado de la alfombra de coco. Lo puse a un lado de la cama y me acosté, sin conseguir, con todo, conciliar el sueño.
No hay por qué referir a ustedes lo que Óscar pensó o barajó en su mente, sin pensarlo, mientras trataba de conciliar el sueño. Hoy creo haber descubierto la causa de mi insomnio de entonces. Antes de subir a la cama había estado unos momentos de pie, descalzo, sobre la antecama, o sea sobre aquel pedazo de alfombra de coco. Las fibras de éste se comunicaron a mis pies y, a través de la piel, me penetraron en la sangre, de modo que, inclusive cuando ya llevaba un rato tendido, me seguía sintiendo sobre las fibras de coco, y eso era lo que me impedía dormir, ya que no hay nada tan excitante, tan contrario al sueño y tan favorecedor de pensamientos como el estar de pie y descalzo sobre una alfombra de coco.
Mucho después de medianoche, hacia eso de las tres, Óscar seguía echado y de pie a un tiempo, pero sin conciliar el sueño, sobre la cama y en la estera a la vez, cuando oyó en el corredor primero una puerta y luego otra. Será Klepp, pensé, que vuelve sin guitarrista pero bien saturado de morcilla, aunque ya sabía que no era Klepp el que movía primero una puerta y luego otra. Igualmente pensé: de nada te sirve quedarte aquí acostado en la cama, sintiendo las fibras de coco en los pies; mejor será que dejes esta cama y te pongas decididamente de pie, y no sólo con la imaginación, sobre la antecama de coco. Eso hizo Óscar. Y tuvo consecuencias. Porque, apenas me sentí de pie sobre la estera, el pedazo de alfombra de setenta y cinco centímetros me traspasó las plantas de los pies y me hizo recordar su procedencia, a saber: la alfombra de siete metros y cuarenta y tres centímetros del corredor. Sea, pues, que sintiera compasión por el trozo cortado de la alfombra, sea porque hubiera oído las puertas del corredor y creyera, sin creerlo, que se trataba del retorno de Klepp, el caso es que Óscar se agachó y, como no había encontrado su pijama al meterse en la cama, cogió con las manos dos puntas de la antecama de coco, separó las piernas hasta que sus pies ya no quedaron sobre la fibra sino sobre el entarimado, tiró de la estera entre sus piernas, la levantó en alto y puso los setenta y cinco centímetros ante su cuerpo desnudo, que medía un metro y veintiún centímetros, o sea tapando decorosamente su desnudez, con lo cual, sin embargo, venía a quedar expuesto a la influencia de las fibras de coco desde las clavículas hasta las rodillas. Influencia que se acrecentó al dejar Óscar su oscura habitación y salir detrás de su pantalla de fibra al oscuro corredor, y por ende al pisar la alfombra de coco.
¿Qué tiene de particular, pues, que bajo la incitación fibrosa de la alfombra del pasillo procediera yo a pasitos rápidos y quisiera sustraerme al influjo que actuaba bajo mis pies, tratara de salvarme y corriera hacia donde no había fibras de coco, es decir, hacia el excusado?
Pero éste estaba tan oscuro como el corredor y como el cuarto de Óscar y, sin embargo, estaba ocupado. Así me lo reveló un tenue grito femenino. También mi piel de fibra de coco topó con la rodilla de una persona sentada. Comoquiera que yo no daba señales de abandonar el excusado —porque allá afuera me esperaba la alfombra de coco—, la que estaba sentada allí delante trató de echarme: —¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¡Váyase! —decía frente a mí una voz que en ningún caso podía pertenecer a la señora Zeidler. Y con un tono compungido: —¿Quién es usted?
—¡A ver, señorita Dorotea, adivínelo usted! —arriesgué en son de broma, para atenuar un poco lo que nuestro encuentro tenía de penoso. Pero ella no trataba de adivinar, antes bien se levantó, alargó las manos hacia mí y trató de empujarme fuera del excusado y hacia la alfombra del corredor; pero no calculó la altura y dio con sus manos en el vacío, por encima de mi cabeza, buscó a continuación más abajo, y al topar sólo con mi delantal fibroso y con mi piel de coco volvió a gritar —eso es lo que hacen siempre las mujeres— confundiéndome con alguna otra persona, porque se echó a temblar y susurró: —¡Dios mío, el diablo! —lo que me hizo soltar una risita ahogada, por supuesto que sin mala intención. Pero ella la tomó por la risa sarcástica del diablo. Como a mí esa palabreja de diablo no me hacía gracia, al preguntar ella una vez más, pero ya muy apocada: —¿Quién es usted? —contestóle Óscar: —¡Soy Satanás, que viene a ver a la señorita Dorotea! —Y ella: —¡Dios mío!, ¿pero por qué?