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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (94 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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—¡Haría usted mejor en cuidar de sus manzanas! ¡Vamos, Lux!

—¿Un palito móvil, de color carne, con un anillo?

—¿Qué pretende usted? Yo soy un paseante que ha alquilado un perro.

—Pues mire usted, a mí también me gustaría tomar prestado algo. ¿Me permitiría usted pasarme al meñique, por un segundo, el bello anillo que brillaba en su palito y hacía del palito un dedo anular? Mi nombre es Vittlar, Godofredo Vittlar, el último de mi linaje.

Así fue como vine a conocer a Vittlar, y ya el mismo día hice amistad con él, y aún hoy le sigo dando el título de amigo. Y por eso mismo le decía hace sólo unos días, cuando vino a visitarme: —Me alegro, querido Vittlar, que fueras tú, mi amigo, el que en aquella ocasión presentara la denuncia a la policía, y no otra persona cualquiera.

Si hay ángeles, éstos han de parecerse a Vittlar: Largos, aéreos, vivaces, plegables, más dispuestos a abrazar el más infecundo de los faroles callejeros que a una muchacha tierna y efusiva.

A Vittlar no se le percibe en seguida. Mostrando alternativamente aspectos diversos de su persona, puede, según el ambiente, convertirse en hilo, en espantajo, en perchero, en horcadura de árbol. De ahí que no me llamara la atención cuando estaba yo sentado en el tambor del cable y él estaba encaramado en el manzano. Y tampoco el perro le ladró, porque los perros ni olisquean ni ladran a los ángeles.

—Hazme un favor, querido Godofredo —le dije anteayer—, mándame una copia de la denuncia que presentaste hace unos dos años y que inició mi proceso.

Aquí la tengo, y le cedo ahora la palabra a él, que fue mi acusador ante el tribunal:

Yo, Godofredo von Vittlar, me hallaba aquel día encaramado en la horcadura de un manzano que, en el huerto de mi madre, da año tras año tantas manzanas de compota como compota de manzana pueden contener los siete tarros que poseemos a dicho efecto. Me hallaba tendido en la horcadura, o sea de lado, con el ilíaco izquierdo apoyado en el punto más profundo, algo musgoso, de aquélla. Mis pies apuntaban en dirección de la fábrica de vidrio de Gerresheim. Miraba —¿hacia dónde?—, miraba fijamente hacia adelante, esperando que algo surgiera en mi campo visual.

El acusado, que es hoy mi amigo, se introdujo en mi campo visual. Lo acompañaba un perro, que describía vueltas a su alrededor, se comportaba como suelen comportarse los perros y se llamaba, según se le escapó al acusado, Lux: era un rottweiler que podía conseguirse en alquiler en un instituto de alquiler de perros, cerca de la iglesia de San Roque.

El acusado se sentó sobre el tambor vacío de cable que desde fines de la guerra se encuentra junto al huerto de mi madre, Alicia von Vittlar. Como es del dominio del Tribunal, la talla del acusado ha de designarse como pequeña e inclusive deforme. Esto me llamó la atención. Pero más me la llamó todavía el comportamiento del pequeño señor elegantemente vestido. En efecto, con dos ramas secas se puso a tocar el tambor sobre la herrumbre del tambor del cable. Ahora, si se considera que el acusado es un profesional del tambor y que, según se ha demostrado, ejerce dicha profesión dondequiera que vaya, así como, por otra parte, que el tambor del cable —no en vano se le llama así— puede inducir a tamborilear a cualquiera, inclusive a un profano, habrá que convenir que el acusado Matzerath tomó asiento un día bochornoso de verano sobre aquel tambor de cable que quedaba frente al huerto de la señora Alicia von Vittlar y entonó, con dos ramas secas de sauce desiguales, ruidos rítmicamente ordenados.

Declaro asimismo que el perro Lux desapareció por algún tiempo en un campo de centeno a punto de cortar. Si se me preguntara que por cuánto tiempo, no sabría qué responder, porque, tan pronto como me tiendo en la horcadura de nuestro manzano, pierdo toda noción del tiempo. Si digo, sin embargo, que el perro desapareció por algún tiempo, esto quiere decir que lo echaba de menos, porque su piel negra y sus orejas caídas me gustaban.

El acusado, en cambio —así creo poder afirmarlo—, no parecía echar de menos al perro.

Cuando éste regresó del campo de centeno maduro, llevaba algo en el hocico. No quiero decir con esto, sin embargo, que lograra identificar lo que llevaba. Pensé más bien en un palito, en una piedra, menos en una lata y mucho menos todavía en una cuchara de metal. Pero sólo cuando el acusado sacó del hocico del perro el corpus delicti pude darme cuenta de lo que se trataba. Sin embargo, desde el momento en que el perro frotó su hocico, cargado todavía, contra la pierna del pantalón del acusado —creo que fue la izquierda— hasta aquel, desgraciadamente imposible de precisar, en que el acusado metió la mano para apoderarse del objeto, transcurrieron —con la debida reserva— varios minutos.

Por mucho que el perro se esforzara en atraer la atención de su amo de alquiler, éste seguía tamborileando, sin interrupción, a la manera monótonamente característica y, con todo, desconcertante en que suelen hacerlo los niños. No fue hasta que el perro recurrió a un procedimiento dudoso y metió su morro húmedo entre las piernas del acusado, cuando éste dejó las ramas de sauce y le dio a aquél con la pierna derecha —lo recuerdo exactamente— un puntapié. El perro describió aquí una semicircunferencia, volvió a acercársele temblando, como lo hacen los perros, y le presentó nuevamente el hocico.

Sin levantarse, o sea pues, sentado, el acusado le metió al perro la mano —esta vez fue la izquierda— entre los dientes. Liberado de su hallazgo, el perro reculó algunos metros. El acusado, en cambio, permaneció sentado; tenía el hallazgo en la mano, la cerró, la volvió a abrir, la cerró una vez más y, al abrirla de nuevo, dejó que algo reluciera. Cuando el acusado se hubo acostumbrado a la vista del hallazgo, lo levantó, con el índice y el pulgar, aproximadamente a la altura de la vista.

Sólo en ese momento di al hallazgo el nombre de dedo y, ampliando el concepto a causa de aquel brillo, me dije: dedo anular, con lo que, sin darme cuenta de ello, bauticé uno de los procesos más interesantes de la posguerra. En efecto, ahora me llaman Godofredo Vittlar, el testigo más importante del proceso del Anular.

Comoquiera que el acusado se mantuvo quieto, permanecí quieto yo también. Y cuando él envolvió cuidadosamente el dedo con el anillo en ese pañuelito que llevara antes, a la manera de un caballero, en el bolsillo de su chaqueta, sentí simpatía por aquel individuo del tambor del cable: he aquí un caballero pulcro, me dije: me gustaría conocerlo.

Así pues, cuando se disponía a marcharse con el perro en dirección de Gerresheim, lo llamé. Pero, al principio, él reaccionó en forma irritada, casi arrogante. Aún hoy no acierto a comprender por qué el interpelado, por el solo hecho de hallarme yo encaramado en un manzano, persistiera en ver en mí el símbolo de una serpiente. Y sus sospechas se hicieron extensivas a las manzanas de compota de mi madre, de las que dijo que eran sin duda de naturaleza paradisíaca.

Admito, por mi parte, que entre las costumbres del Maligno figure la de apostarse de preferencia en las horcaduras de las grandes ramas. Pero debo hacer constar que lo único que me movía a buscar varias veces por semana un asiento en el manzano era un aburrimiento fácil y en mí habitual. Aunque, ¿quién sabe si el aburrimiento no es ya en sí mismo lo maligno? De todos modos y sea ello como fuere, ¿qué es lo que llevaba el acusado a las afueras de la ciudad de Düsseldorf? A él, según me lo confesó más adelante, lo empujaba la soledad. ¿Es que la soledad no es por ventura ya el nombre de pila del aburrimiento? Expongo estas consideraciones con objeto de explicar al acusado, en modo alguno para inculparlo. Como que fue precisamente su manera de jugar con el Maligno, su tamboreo, que disolvía al Maligno, lo que me lo hizo simpático hasta el punto de buscar luego su amistad. Lo mismo que esa denuncia que nos cita a mí como testigo y a él como acusado ante el alto Tribunal no es más que un juego inventado por nosotros: un medio más para disipar y nutrir nuestro aburrimiento y nuestra soledad.

Cediendo a mi ruego, el acusado sacó después de algunas vacilaciones el anillo, que se dejaba sacar fácilmente, del anular y me lo puso en el meñique. Me quedaba a la medida, de lo que me alegré. Por supuesto, antes de la prueba del anillo, yo había ya abandonado la horcadura de mi árbol. Nos hallábamos a uno y otro lado del cerco, nos presentamos con nuestros respectivos nombres, iniciamos la conversación tocando de paso algunos temas políticos, y él me entregó el anillo. El dedo, en cambio, lo conservó y lo trataba con cuidado. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de un dedo de mujer. Mientras yo llevaba el anillo y lo exponía a la luz, empezó el acusado, con su mano izquierda libre, a arrancarle al cerco un ritmo de bailable, alegre y animado. Bien; el cerco de madera del huerto de mi madre es tan inconsistente, que respondía a los deseos tamborísticos del acusado castañeteando y vibrando en forma lígnea. No recuerdo por cuánto tiempo estuvimos así; nos entendíamos con la mirada. Nos hallábamos sumidos en este juego anodino, cuando un avión a media altura dejó oír sus motores. Probablemente se proponía aterrizar en Lohhausen. Aunque a los dos nos interesara saber si el avión aterrizaba con dos o con cuatro motores, no por eso dejamos de mirarnos, ni hicimos mayor caso del avión y, más adelante, cuando de vez en cuando hallamos ocasión de practicarlo, llamamos a este juego el Ascetismo de Leo Schugger, ya que el acusado pretende haber tenido hace algunos años un amigo con el que solía practicarlo, de preferencia en los cementerios.

Después que el avión hubo aterrizado —no puedo realmente decir si se trataba de un aparato bimotor o de un tetramotor— le devolví el anillo. El acusado lo puso en el anular, sirvióse nuevamente de su pañuelo para envolverlo, y me invitó a acompañarlo.

Esto era el siete de julio de mil novecientos cincuenta y uno. En Gerresheim, junto a la terminal del tranvía, no tomamos éste, sino un taxi. También más adelante había el acusado de tener múltiples ocasiones de mostrarse generoso conmigo. Fuimos a la ciudad, dejamos el taxi frente al instituto para el alquiler de perros junto a la iglesia de San Roque, entregamos el perro Lux, volvimos al taxi, y éste nos llevó a través de la ciudad, por Bilk y Oberbilk, al cementerio de Wersten; aquí el señor Matzerath hubo de pagar por encima de doce marcos, y luego visitamos el taller de lápidas funerarias del marmolista Korneff.

Allí todo era suciedad, así que me alegré cuando el marmolista hubo ejecutado el encargo de mi amigo en una hora. Mientras mi amigo me iba explicando en forma detallada y amable los utensilios y las distintas calidades de piedra, el señor Korneff, sin malgastar palabra alguna a propósito del dedo, hizo de éste, sin anillo, un modelo en yeso. Durante la operación sólo miré con el rabo del ojo, ya que el dedo había que tratarlo previamente: lo untaron con grasa, pusieron un hilo a lo largo de su perfil, y sólo después aplicaron el yeso; y antes de que éste se pusiera duro, separaron la forma con el hilo. Sin duda, por cuanto soy decorador de oficio, la preparación de un molde de yeso no es nada nuevo para mí; de todos modos, tan pronto como el marmolista lo tomó en sus manos, el dedo adquirió un aspecto feo, que sólo volvió a desaparecer cuando el acusado, una vez vertido el molde con éxito, lo tomó, lo limpió de la grasa y lo envolvió de nuevo en su pañuelo. Mi amigo pagó al marmolista por su trabajo. Al principio, el otro no quería cobrar nada, ya que consideraba al señor Matzerath como colega. Dijo también que el señor Matzerath le había exprimido en su tiempo los furúnculos sin cobrarle por ello. Cuando el molde se hubo endurecido, el marmolista separó la forma, entregó la reproducción conforme al original, prometió sacar en los próximos días nuevas reproducciones de la forma, y nos acompañó a través de su exposición de lápidas funerarias hasta el Bittweg.

Otra carrera en taxi nos llevó a la Estación Central. Allí el acusado me invitó a una abundante cena en el excelente restaurante de la estación. Hablaba él con el camarero en plan de familiaridad, lo que me dio a entender que el señor Matzerath había de ser un cliente habitual del restaurante de la estación. Comimos pecho de buey con rábanos frescos, salmón del Rin y, finalmente, queso, a continuación de lo cual nos bebimos una botellita de champaña Cuando la conversación vino a recaer nuevamente en el dedo y yo aconsejé al acusado considerarlo como propiedad ajena y entregarlo, sobre todo por cuanto ya poseía ahora un modelo en yeso, me declaró él en forma categórica y decidida que se consideraba como legítimo propietario del mismo, ya que le había sido prometido en ocasión de su nacimiento, si bien en forma enigmática y con el nombre de palillo de tambor. Podía alegar también las cicatrices de la espalda de su amigo Heriberto Truczinski, las cuales, largas de un dedo, se lo habían profetizado asimismo. Y, a mayor abundamiento, aquel casquillo de bala hallado en el cementerio de Saspe, igualmente con la medida y el significado de un futuro anular.

Aunque al principio la demostración de mi nuevo amigo me hiciera sonreír, he de confesar de todos modos que para un hombre inteligente no ha de ser difícil establecer la serie palillo de tambor — cicatriz — casquillo — anular.

Un tercer taxi me llevó después de la cena a mi casa. Nos dimos cita, y cuando conforme a la misma visité a los tres días al acusado, éste me había preparado una sorpresa.

Primero me mostró su habitación, es decir, su cuarto, porque el señor Matzerath vivía allí en calidad de subarrendatario. Al principio sólo tenía un cuarto muy mezquino, que era un antiguo cuarto de baño, pero luego, cuando su arte tamborístico le reportó fama y dinero, pagaba además un alquiler suplementario por una alcoba sin ventanas que él llamaba la cámara de la señorita Dorotea; tampoco rehuía pagar un precio exagerado por un tercer cuarto, ocupado anteriormente por un tal señor Münzer, músico y colega del acusado, ya que el señor Zeidler, inquilino principal del piso, conociendo la buena situación financiera del señor Matzerath, aumentaba los alquileres en forma desvergonzada.

La sorpresa me la tenía preparada el acusado en la cámara llamada de la señorita Dorotea. Allí, en efecto, sobre la plancha de mármol de una cómoda-tocador con espejo, había un tarro como los que mi madre, Alicia von Vittlar, utiliza para elaborar la compota de manzana de nuestras manzanas de compota. En ése, sin embargo, flotaba en alcohol el anular. Con satisfacción me mostró el acusado varios gruesos libros científicos que le habían guiado en la conservación del dedo. Por mi parte, hojeé los volúmenes superficialmente, deteniéndome apenas en los grabados, pero confesé que el acusado había logrado preservar el aspecto del dedo y que, ante el espejo, el tarro con su contenido quedaba bonito y decorativamente interesante, en lo que yo, en mi calidad de decorador, no tenía más remedio que convenir.

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