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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (45 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Óscar se deslizó sobre las planchas color ciego de la caseta y seguía llorando todavía cuando María, que ya volvía a reír, lo levantó, lo tomó en sus brazos y lo acarició, apretándolo contra aquel collar de cerezas, que era la única prenda de vestir que había conservado encima.

Moviendo la cabeza me quitó de los labios aquellos de sus pelos que habían quedado adheridos a ellos, y decía, maravillada: —¡Tú sí que eres un pilluelo, tú! Te metes ahí, no sabes lo que es, y luego lloras.

Polvo efervescente

¿Tienen ustedes alguna idea de lo que es este polvo? Antes se lo podía comprar durante todo el año en unas bolsitas planas. En nuestra tienda, mamá vendía unas bolsitas de Polvo Efervescente Waldmeister, de un verde que daba náuseas. Otras bolsitas, a las que naranjas no maduras por completo les habían prestado el color, decían: Polvo efervescente con sabor de naranja. Había además un polvo efervescente con sabor de frambuesa, y otro que, cuando se le echaba agua clara del grifo, siseaba, burbujeaba, hervía y, si se bebía antes de que hubiera llegado a calmarse, tenía un sabor lejano, remoto, de limón, del que también el agua del vaso tomaba el color, sólo que con más celo todavía: un amarillo artificial con aspecto de veneno.

¿Qué se leía, además del modo de empleo, en las bolsitas? Se leía: Producto natural — Patentado — Protéjase de la humedad, y, abajo de una línea de puntos decía: Rómpase por aquí.

¿Dónde podía adquirirse además el polvo efervescente? No sólo en la tienda de mamá, sino en toda tienda de ultramarinos —con excepción de los cafés Kaiser y de las cooperativas de consumo. En estas tiendas y en todos los puestos de refrescos, las boletas de polvo efervescente costaban tres pfennigs de florín.

A María y a mí el polvo efervescente nos resultaba gratis. Sólo cuando no podíamos esperar hasta llegar a casa habíamos de pagar en alguna tienda de ultramarinos o en un puesto de refrescos los tres pfennigs o inclusive seis, porque no nos bastaba con una y pedíamos dos bolsitas.

¿Quién empezó con el polvo efervescente? Ésta es la eterna cuestión entre amantes. Yo digo que empezó María. María, en cambio, no dijo nunca que hubiera empezado Óscar. Dejaba la cuestión sin contestar y, si se le hubiese preguntado con insistencia, en todo caso habría contestado: —Fue el polvo efervescente.

Por supuesto, todo el mundo le dará la razón a María. Óscar era el único que no podía contestarle con esta sentencia condenatoria. Nunca me habría confesado a mí mismo, en efecto, que una bolsita de polvo efervescente de tres pfennigs —precio de mostrador— había sido capaz de tentar a Óscar. Contaba yo a la sazón dieciséis años y ponía empeño en acusarme a mí mismo o, en todo caso, a María, pero nunca a un polvo efervescente que había que proteger de la humedad.

Empezó pocos días después de mi cumpleaños. Conforme al calendario, la temporada de baños tocaba a su fin. Pero el agua no quería todavía saber nada de septiembre. Después de un mes de agosto lluvioso, el sol daba de sí cuanto podía; sus marcas tardías podían leerse en la tabla al lado del cartel de la Sociedad de Salvavidas, que habían clavado en la cabina del bañero: Aire, veintinueve; Agua, doscientos; Viento, sureste —predominantemente sereno.

En tanto que Fritz Truczinski escribía en calidad de sargento tarjetas postales desde París, Copenhague, Oslo y Bruselas —andaba siempre en comisiones de servicio—, María y yo nos tostábamos al sol. En julio habíamos asentado nuestros reales delante del muro soleado del baño para familias. Comoquiera que María no se sentía allí al abrigo de las bromas de los alumnos de segundo año del Conradinum, de pantalón rojo, y de las complicadas y fastidiosas declaraciones amorosas de un estudiante de la Escuela Superior de San Pedro, abandonamos hacia mediados de agosto el baño para familias y encontramos en la sección para señoras un lugarcito mucho más tranquilo, cerca del agua, en donde unas damas gruesas y asmáticas, parecidas en esto a las breves olas del Báltico, se metían en el agua hasta las varices de sus corvas, y niños pequeños, desnudos y mal educados, luchaban contra el destino, construyendo castillos de arena que siempre volvían a derrumbarse.

El baño de señoras: cuando las señoras están a solas y no se suponen observadas, un joven, como el que Óscar ocultaba entonces debería cerrar los ojos para no convertirse en testigo involuntario de la feminidad sin afeite.

Estábamos tendidos en la arena. María en su traje de baño verde con ribetes rojos, y yo en el mío. La arena dormía, el mar dormía, las conchas, aplastadas, no escuchaban. El ámbar, que según dicen sirve contra el sueño, estaría en algún otro sitio; el viento, que conforme a la tabla soplaba del sureste, se iba adormeciendo, y todo el vasto cielo, fatigado sin duda, no cesaba de bostezar; también María y yo nos sentíamos algo cansados. Ya nos habíamos bañado, y después, en ningún caso antes, habíamos comido. Y las cerezas yacían ahora, en forma de huesos de cerezas húmedos todavía, en la arena marina al lado de otros huesos de cereza blancos y secos, más ligeros, del año anterior.

A la vista de tanta cosa perecedera, Óscar dejaba caer la arena, con los huesos de cereza de un año, de mil años o recientes todavía, sobre su tambor, jugando al reloj de arena y tratando de insinuarse en el papel de la muerte que juega con los huesos. Bajo la carne cálida y amodorrada de María, representábanse partes de su esqueleto bien despierto, sin duda, saboreaba la vista libre entre el cubito y el radio, practicaba arriba y abajo de su columna vertebral juegos de a quién empieza, introducía mis manos en las dos fosas ilíacas y me divertía con el esternón.

Pese a la distracción que me procuraba yo jugando a la muerte con el reloj de arena, María se movió. A ciegas y confiando sólo en los dedos, metió la mano en el bolso de playa buscando algo, en tanto que yo vertía el resto de la arena con los huesos de cereza sobre mi tambor ya enterrado a medias. Comoquiera que María no encontrara lo que buscaba, probablemente su armónica, vació el bolso: de inmediato apareció sobre el albornoz no la armónica, sino una bolsita de polvo efervescente Waldmeister.

María hizo como que se sorprendía. Tal vez se sorprendiera de verdad. Pero yo sí estaba realmente sorprendido y me preguntaba —me lo sigo preguntando hoy todavía—: ¿Cómo ha logrado introducirse en nuestro bolso de playa esta bolsita de polvo efervescente, este artículo barato, que sólo compran los niños de los estibadores y de los sin trabajo porque no tienen dinero para una limonada regular?

Y mientras Óscar reflexionaba todavía, a María le entró sed. También yo, interrumpiendo mis reflexiones, hube de confesarme contra mi voluntad que tenía una sed apremiante. No llevábamos ningún vaso y, además, si queríamos llegar hasta el agua potable, teníamos que andar por lo menos treinta y cinco pasos si la que iba era María, y unos cincuenta si iba yo. Y para pedirle prestado un vaso al bañero y abrir la llave de la tubería al lado de la caseta de éste había que caminar por la arena ardiente entre moles de carne untadas de crema Nivea y tendidas boca arriba o boca abajo.

El camino se nos hacía cuesta arriba, así que dejamos la bolsita sobre el albornoz. Y luego, antes de que le diera a María por cogerla, la cogí yo. Pero Óscar volvió a dejarla sobre el albornoz, por si María quería cogerla. María no la cogió. Entonces, la cogí yo y se la di a María. María se la devolvió a Óscar. Le di las gracias y se la regalé. Pero ella no quería aceptar los regalos de Óscar. Hube pues de volver a dejarla sobre el albornoz. Allí estuvo por algún tiempo, sin moverse.

Óscar hace constar que fue María la que, después de una pausa opresiva, cogió la bolsita. Y no sólo esto, sino que arrancó una tirita de papel exactamente allí donde decía: Rómpase aquí. Luego me tendió la bolsita abierta. Esta vez fue Óscar el que rehusó, dando las gracias. María logró ofenderse. En forma decidida dejó la bolsita abierta sobre el albornoz. ¿Qué podía yo hacer más que cogerla y ofrecérsela a María, antes de que llegara a entrarle arena?

Óscar hace constar que fue María la que metió un dedo por la apertura de la bolsita y luego lo sacó, manteniéndolo vertical y a la vista: en la yema del dedo veíase algo blanco azulado —el polvo efervescente. Ella me ofreció el dedo. Naturalmente lo acepté. Y aunque se me subió a la nariz, mi cara logró reflejar deleite. Fue María la que formó un hueco con su mano. Y Óscar no tuvo más remedio que verter algo de polvo en la cuenca sonrosada. Ella no sabía qué hacer con el montoncito nuevo y sorprendente. Entonces me incliné, reuní toda mi saliva, la depuse sobre el polvo efervescente, volví a hacerlo, y no me incorporé hasta que ya no me quedaba más saliva.

Sobre la mano de María empezó a sisear y a formarse espuma. Y de repente, el Waldmeister se convirtió en volcán. Aquello empezó a hervir, como la furia verde de no sé qué pueblo. Aquí ocurría algo que María no había visto nunca aún. Sin duda, ni había sentido nunca, porque su mano se estremecía, temblaba y quería huir, ya que Waldmeister la mordía, Waldmeister le atravesaba la piel, Waldmeister la excitaba y le daba una sensación, una sensación, una sensación...

Conforme el verde aumentaba, María se iba poniendo colorada, se llevó la mano a la boca, se lamió la palma con la lengua muy afuera, lo que repitió varias veces y en forma tan desesperada, que ya Óscar creía que la lengua no lograba eliminar aquella sensación de Waldmeister, sino que, por el contrario, la aumentaba hasta el punto y aún más allá del punto que normalmente le está fijado a toda sensación.

Luego la sensación empezó a ceder. María reía bajito, miró alrededor para ver si no había testigos del Waldmeister y, al verificar que las vacas marinas que respiraban en sus trajes de baño seguían tendidas indiferentes y tostándose con Nivea por allí, se dejó caer sobre el albornoz. Y sobre un fondo tan blanco se le fue extinguiendo lentamente el rubor.

Tal vez la temperatura balnearia de aquella hora meridiana hubiera acabado por tentar a Óscar a una siesta, si, transcurrida apenas media hora, María no hubiera vuelto a incorporarse y no se hubiera atrevido a alargar la mano hacia la bolsita medio llena todavía del polvo efervescente. No sé si lucharía consigo misma antes de verter el resto del polvo en el hueco de aquella mano a la que el efecto del Waldmeister ya no le era extraño. Durante el tiempo aproximadamente que alguien emplea en limpiarse los anteojos, mantuvo la bolsita a la izquierda y la cuenca sonrosada a la derecha, la una frente a la otra. Y no es que dirigiera la mirada a la bolsita o a la mano hueca, que la hiciera pasar de lo medio lleno a lo vacío, sino que miraba entre la una y la otra y ponía unos severos ojos oscuros. Púsose de manifiesto, sin embargo, cuánto más débil era la mirada severa que la bolsita medio llena. Ésta, en efecto, se acercó a la mano hueca, y la mano se acercó a aquélla, en tanto que la mirada iba perdiendo severidad salpicada de melancolía para hacerse curiosa y, finalmente, ávida. Con una indiferencia difícilmente simulada, María amontonó el resto del Waldmeister en su palma mullida y, no obstante el calor, seca, dejó caer la bolsita y la indiferencia, se apoyó con la mano liberada la mano llena, fijó todavía por algún tiempo sus ojos grises en el polvo y me miró luego a mí: me miraba con ojos grises, y me pedía, con ojos grises, algo: quería mi saliva. Pero ¿por qué no tomaba la suya? A Óscar apenas le quedaba; ella había de tener sin duda mucha más, ya que la saliva no se renueva tan rápidamente; que tomara pues, en buena hora, la suya, que en fin de cuentas era igual, si no mejor; y en todo caso, ella había de tener más, porque yo no podía hacerla tan aprisa y, además, ella era mayor que Óscar.

María quería mi saliva. Desde el principio quedó claro que sólo podía ser cuestión de mi saliva. No me quitó de encima su mirada imperativa, y yo atribuí la culpa de esta cruel inflexibilidad a sus lóbulos auriculares, que no colgaban libremente, sino que estaban soldados a su mandíbula inferior. Así que Óscar hubo de tragar, hubo de pensar en cosas que por lo regular le hacían agua la boca, pero, fuera ello debido al aire de mar, al aire salino o al aire salino de mar, es el caso que mis glándulas salivares fallaron y, conminado por la mirada de María, tuve que levantarme y cubrir el camino. Había que andar cincuenta pasos sin mirar ni a derecha ni a izquierda sobre la arena ardiente, subir los peldaños más calientes aún de la escalera que conducía a la caseta del bañero, abrir el grifo, poner debajo la cabeza vuelta con la boca abierta, beber, enjuagarse y tragar, para que Óscar volviera a tener saliva.

Cuando hube superado el trayecto que iba de la caseta del bañero al albornoz, por más que el camino era interminable y la vista a todo su largo horripilante, hallé a María tendida boca abajo. La cabeza la tenía metida entre sus brazos cruzados. Sus trenzas reposaban perezosamente sobre su espalda.

Le empujé, porque ahora disponía Óscar de saliva. Pero María no se movió. Volví a empujarla. Pero ella no quería. Con precaución le abrí la mano izquierda. Me dejó hacerlo: la mano estaba vacía, como si jamás hubiera visto traza de Waldmeister. Le enderecé los dedos de la mano derecha: la palma sonrosada, húmeda en las líneas, caliente y vacía.

¿Habría recurrido a su propia saliva? ¿No habría podido esperar tanto? ¿O tal vez habría soplado el polvo, ahogando la sensación antes de sentirla, para luego frotarse la mano con el albornoz, hasta hacer surgir de nuevo la manecita familiar de María, con su monte de la Luna ligeramente supersticioso, su Mercurio graso y el cinturón de Venus firmemente acolchado?

Aquel día regresamos pronto a casa, y Óscar no sabrá nunca si María hizo ya hervir entonces el polvo por segunda vez o bien si fue sólo unos días más tarde cuando aquella mezcla de polvo efervescente y saliva mía se convirtió por repetición, para ella y para mí, en vicio.

El azar, o un azar obediente a nuestros deseos, quiso que la noche de aquel día de baño que se acaba de describir —comimos sopa de arándanos y puré de patatas— Matzerath nos comunicara embarazosamente a María y a mí que se había hecho socio de un pequeño club de skat del grupo local del Partido y que tendría que reunirse dos noches por semana con sus compañeros de juego, todos ellos jefes de célula, en el restaurante Springer; y que como de vez en cuando también iría Selke, el jefe del grupo local, no podría dejar de asistir, con lo cual, sintiéndolo mucho, tendría que dejarnos solos. Lo mejor sería, añadió, que Óscar se quedara a dormir las noches en cuestión con mamá Truczinski.

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