A Greff le gustaba lo tenso, lo muscular, lo duro. Cuando él decía naturaleza, quería decir al propio tiempo ascetismo. Y cuando decía ascetismo, quería decir una clase particular de higiene corporal. Greff tenía una noción exacta de su cuerpo. Lo cuidaba en forma minuciosa y lo exponía al calor y, de modo particularmente ingenioso, al frío. En tanto que, cantando, Óscar rompía el vidrio de cerca o a distancia, descongelaba en ocasiones las flores de escarcha de los escaparates o derretía y hacía tintinear las candelas de hielo, el verdulero, en cambio, era un hombre que rompía el hielo con un instrumento manual.
Greff abría agujeros en el hielo. En diciembre, enero y febrero, abría agujeros en el hielo con un pico. Muy temprano, de noche todavía, sacaba su bicicleta de la bodega, envolvía el picahielo en un saco de cebollas, pedaleaba de Saspe a Brösen, de Brösen, por el paseo marítimo cubierto de nieve, en dirección a Glettkau, bajábase entre Brösen y Glettkau y, mientras iba clareando lentamente, empujaba la bicicleta, el picahielo y el saco de cebollas a través de la playa helada hasta unos dos o trescientos metros adentro del Báltico helado. Aquí imperaba la niebla de la costa. Nadie hubiera podido ver, desde la costa, cómo Greff dejaba su bicicleta sobre el suelo, desenvolvía el picahielo del saco de cebollas, permanecía silencioso y estático por unos momentos, escuchaba las bocinas de niebla de los cargueros presos en el hielo de la rada, para luego quitarse la cazadora, practicar un poco de gimnasia y ponerse finalmente a excavar, golpeando fuerte y regularmente, un agujero circular en el Báltico.
Para practicar el agujero Greff necesitaba sus buenos tres cuartos de hora. No me pregunten, por favor, de dónde lo sé. En aquel tiempo Óscar lo sabía prácticamente todo. Así sabía también, por ejemplo, para qué quería Greff su agujero en la capa de hielo. Sudaba, y su sudor caía, salado, desde su alta frente abombada, en la nieve. Procedía muy hábilmente, trazando el contorno a fondo y en circunferencia hasta hacerlo volver al punto de origen y levantaba a continuación, sin guantes, el témpano, de unos veinte centímetros de espesor, fuera de la ancha capa de hielo, de la que puede presumirse que se extendía hasta Hela o tal vez, inclusive, hasta Suecia. En el agujero, el agua era elemental y gris, salpicada de una especie de sémola helada. Desprendía un ligero vapor, sin ser por ello un manantial termal. El agujero atraía a los peces. Es decir, parece que los agujeros en el hielo atraen a los peces. Greff habría podido pescar lampreas o una merluza de veinte libras. Pero él no pescaba, sino que empezaba a desvestirse, hasta quedarse desnudo; porque cuando Greff se desvestía, se desnudaba.
Óscar no se propone en modo alguno transmitirles aquí escalofríos invernales. Baste pues con decir que durante los meses de invierno, el verdulero Greff tomaba dos veces por semana un baño en el Báltico. Los miércoles se bañaba solo, muy temprano. Partía a las seis, llegaba al lugar a las seis y media, picaba hasta las siete y cuarto, quitábase del cuerpo, con movimientos rápidos y exagerados, toda la ropa y, después de haberse frotado previamente con nieve, saltaba al agujero, gritaba en el agujero, y algunas veces le oía yo cantar aquello de «Se oye el rumor de los gansos salvajes en la noche», o bien: «Vengan las tempestades»; bañábase, pues, y gritaba, por espacio de dos o tres minutos a lo sumo, poníase luego de un salto sobre la capa de hielo, de la que destacaba con espantosa precisión cual una forma de carne humeante, más roja que un cangrejo, que corría alrededor del agujero, seguía gritando y entraba en calor, hasta que volvía a hallar el camino de la ropa y de la bicicleta. Poco antes de las ocho estaba Greff de regreso en el Labesweg y abría la verdulería con la mayor puntualidad.
El segundo baño lo tomaba los domingos, en compañía de varios muchachos. Esto, Óscar no quiere haberlo visto, ni lo ha visto en verdad. Fueron habladurías posteriores de la gente. El músico Meyn sabía historias acerca del verdulero, las andaba trompeteando por todo el barrio, y una de estas historias decía que todos los domingos, durante los meses más rigurosos del invierno, Greff se bañaba en compañía de varios muchachos. Pero ni el mismo Meyn pretendía que Greff hubiera forzado a bañarse a los Muchachos, desnudos como él, en el agujero practicado en el nielo. Parece que se contentaba con verlos retozar, medio desnudos o casi desnudos, nervudos y resistentes, sobre el hielo, y frotarse mutuamente con la nieve. Es más, los muchachos sobre la nieve le proporcionaban a Greff tanta alegría, que a veces, después del baño o antes de él, hacía travesuras con ellos, ayudaba a frotar a uno o a otro y permitía asimismo que toda la horda le friccionara a él; y así, a pesar de la niebla costera, el músico Meyn pretende haber visto, desde el paseo marítimo de Glettkau, a un Greff terriblemente desnudo que cantaba, gritaba, atraía a sí a dos de sus discípulos desnudos, los levantaba y, desnudo y con cargamento desnudo, galopaba cual una troika gritona y desbocada sobre la espesa capa de hielo del Báltico.
Se colige fácilmente que Greff no era hijo de pescadores, pese a que había en Brösen y en Neufahrwasser muchos pescadores que llevaban el nombre de Greff. Él, el verdulero, era de Tiegenhof; pero Lina Greff, que de soltera se llamaba Bartsch, lo había conocido en Praust. Ayudaba allí él a un vicario emprendedor en el pupilaje de la Organización de Jóvenes Católicos, a la que Lina Greff iba todos los sábados a causa del mismo vicario. Según una foto que hubo probablemente de darme la Greff, porque figura todavía en mi álbum, Lina era, a los veinte años, robusta, regordeta, alegre, bonachona, atolondrada y tonta. Su padre tenía una explotación hortícola de cierta importancia en Sankt-Albrecht. A los veintidós años y, según lo aseguraba más tarde a cada paso, totalmente desprovista de experiencia, se casó, por consejo del vicario, con Greff, y con el dinero de su padre abrió la tienda en Langfuhr. Comoquiera que una buena parte de los géneros, así en particular casi toda la fruta, la recibía a buen precio de la huerta del padre, el negocio marchaba bien, casi solo, y Greff no podía estropearlo mucho.
Es más, si el verdulero no hubiera tenido aquella afición infantil por los trabajos manuales, no hubiera sido nada difícil convertir la tienda, que estaba muy bien situada, lejos de toda competencia en aquel suburbio populoso, en una verdadera mina de oro. Pero cuando el funcionario de Pesas y Medidas se presentó por tercera y cuarta vez, controló la balanza de las verduras, confiscó las pesas, selló la propia balanza e impuso a Greff multas de mayor o menor consideración, una parte de los parroquianos lo dejó e hizo sus compras en el mercado semanal, diciendo: Sin duda, la mercancía de Greff es siempre de primera calidad y no tan cara, pero debe de haber allí algo que no anda bien, ya que los de Pesas y Medidas han vuelto a visitarlo.
Y sin embargo, estoy seguro de que Greff no se proponía quitarles peso a los clientes. Tanto que la gran báscula de las patatas pesaba en su perjuicio, después que el verdulero le hubo hecho algunas modificaciones. Así, por ejemplo, adaptóle poco antes de la guerra, a dicha báscula precisamente, un carrillón que, según el peso de las patatas, dejaba oír en cada caso un canto diferente. Por veinte libras de patatas los compradores podían escuchar, a título de propina en cierto modo, «En la clara ribera del Saale»; por cincuenta libras, «Sé siempre fiel y honrado»; un quintal de patatas de invierno le arrancaba al carrillón las notas infantiles y jocosas de la
Anita de Tharau
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Aun cuando yo comprendiera que estas bromas musicales no podían ser del gusto de la Oficina de Pesas y Medidas, Óscar apreciaba estas manías del verdulero. También Lina Greff se mostraba indulgente con estas extravagancias de su esposo, porque... bueno, porque el matrimonio de los Greff consistía precisamente en que cada uno de los esposos se mostraba indulgente con las extravagancias del otro. Y así, bien puede decirse que el matrimonio Greff era un buen matrimonio. El verdulero no pegaba a su esposa, no la engañaba nunca con otras mujeres, no era jugador ni parrandero, sino que era, por el contrario, un hombre jovial, que cuidaba su exterior y era querido, a causa de su natural sociable y servicial, no sólo de la juventud, sino de aquella parte de la clientela que le compraba de buen grado la música con las patatas.
Así, pues, Greff veía también con ecuanimidad e indulgencia que de año en año su Lina se fuera convirtiendo en una mujer desaseada y cada vez más maloliente. Veíale yo sonreír cuando personas que lo querían bien llamaban la cosa por su nombre. Soplándose y frotándose las manos, bien cuidadas a pesar de las patatas, le oía yo decir de vez en cuando a Matzerath, al que la Greff no le era simpática: —Desde luego que tienes razón, Alfredo, que es algo descuidada la pobre Lina. Pero, tú y yo, ¿es que no tenemos también nuestros defectos? —y si Matzerath insistía, Greff ponía término a la discusión en forma categórica pero no por ello menos amistosa: —Puede que en esto y aquello no vayas muy descaminado, pero, a pesar de todo, tiene buen corazón. ¡Si conoceré yo a mi Lina!
Puede que la conociera, pero, lo que es ella, apenas lo conocía a él. Al igual que los vecinos y clientes, nunca hubiera podido ver en aquellos muchachos y jóvenes que visitaban al verdulero con tanta asiduidad, otra cosa que el entusiasmo de la gente joven por un amigo y educador de la juventud, aficionado sin duda, pero no por ello menos apasionado.
A mí, Greff no podía ni entusiasmarme ni educarme. Cierto que Óscar tampoco era su tipo. Si me hubiera podido decidir por el crecimiento, tal vez habría llegado a ser su tipo, porque mi hijo Kurt, que cuenta ahora alrededor de trece años, encarna por completo, con su figura huesuda y desenvuelta, el tipo de Greff, aunque se parezca en todo a María, no mucho a mí y nada en absoluto a Matzerath.
Junto con Fritz Truczinski, que había venido de permiso, fue Greff testigo de aquella boda que tuvo lugar entre María Truczinski y Alfredo Matzerath. Comoquiera que María, lo mismo que su esposo, era protestante, sólo fuimos al registro civil. Esto ocurría a mediados de diciembre. Matzerath dio su sí dentro del uniforme del Partido. María estaba en su tercer mes.
Cuando más engordaba mi amada, tanto más aumentaba el odio de Óscar. Y eso que no tengo nada contra el embarazo. Pero la idea de que el fruto engendrado por mí hubiera de llevar un día el nombre de Matzerath, me quitaba toda la alegría que hubiera podido darme el anuncio de un heredero. Así, pues, cuando María estaba en el quinto mes, y por consiguiente demasiado tarde, emprendí el primer intento de aborto. Estábamos en Carnaval. María quería fijar en la barra de latón que había arriba del mostrador y de la que colgaban salchichas y tocino, algunas serpentinas y un par de caretas de payaso de narices descomunales. La escalera, que normalmente se apoyaba firmemente en los estantes, apoyábase ahora, insegura, contra el mostrador. María estaba en lo alto, con las manos entre las serpentinas; Óscar, en cambio, abajo, al pie de la escalera. Sirviéndome de mis palillos como palanca y ayudando con el hombro y un propósito firme, levanté el pie de la escalera y la empujé hacia un lado: entre las serpentinas y las caretas, María, espantada, lanzó un grito apagado, la escalera se inclinó, Óscar se apartó de un salto, y a su lado vinieron a dar María, y, con ella, el papel de colores, las caretas y unas cuantas salchichas.
Fue más el ruido que otra cosa. María se había torcido un pie; tuvo que guardar cama y cuidarse, pero no sufrió mayores trastornos, siguió haciéndose cada vez más deforme, y ni siquiera le contó a Matzerath quién la había ayudado a torcerse el pie.
Y no fue hasta ya entrado mayo, cuando, unas tres semanas antes del alumbramiento esperado, emprendí el segundo conato de aborto, cuando se decidió a hablar, sin decirle toda la verdad, con su esposo Matzerath. Durante la comida, y en mi presencia, dijo: —Oscarcito se está portando últimamente como un salvaje en sus juegos, y me pega mucho en el vientre. Tal vez sería mejor que hasta pasado el nacimiento lo dejáramos con mamá, que tiene sitio.
Eso fue lo que Matzerath oyó y creyó. Pero, en realidad, mi encuentro con María había consistido en un ataque criminal.
Ella se había tendido en el sofá después de comer. Matzerath, después de haber lavado los platos de la comida, se hallaba en la tienda decorando el escaparate. En el salón reinaba el silencio. Tal vez una mosca, el reloj como siempre y, en la radio, muy bajo, un informe sobre los éxitos de los paracaidistas en Creta. Yo sólo presté atención cuando hicieron hablar al gran boxeador Max Schmeling. Según pude entender, al saltar y aterrizar sobre el suelo rocoso de Creta, el campeón mundial se había torcido un pie y debía ahora guardar cama y cuidarse, lo mismo que María, que también tuvo que guardar cama después de la caída de la escalera. Schmeling habló con calma, comedidamente; luego tomaron la palabra otros paracaidistas menos prominentes, y Óscar ya no escuchó más: silencio, tal vez una mosca, el reloj como siempre, y la radio, apenas.
Estaba yo sentado junto a la ventana, sobre mi banquito, y observaba el cuerpo de María sobre el sofá. Respiraba profundamente y tenía los ojos cerrados. De vez en cuando golpeaba yo, a contrapelo, mi tambor. Ella no se movía, pero me obligaba, con todo, a respirar con su vientre en una misma habitación. Por supuesto que estaban también el reloj, la mosca entre los cristales y la cortina, y la radio con la isla pedregosa de Creta de trasfondo. Pero todo esto se sumergió en pocos instantes, y yo ya no veía más que el vientre, y ya no sabía en qué habitación el tal vientre se inflaba, ni a quién pertenecía, ni quién lo había puesto así, y no tenía más que un deseo: ¡tiene que desaparecer, ese vientre; es un error que te tapa la vista, levántate, haz algo! Así, pues, me levanté. Tienes que ver cómo lo arreglas. Y me fui acercando al vientre, y de paso cogí algo. Tendrías que hacer aquí un poco de aire, eso es una hinchazón maligna. Levanté, pues, lo que había tomado de paso y busqué un lugar en el vientre, entre las manecitas de María. Decídete de una vez, Óscar, si no María abrirá los ojos. Sentíame ya observado, pero seguí mirando la mano izquierda de María que temblaba ligeramente; vi, de todos modos, que ella retiraba la mano derecha, que la mano derecha se proponía algo, de modo que no me sorprendió mucho que, con la mano derecha, María le quitara a Óscar las tijeras de la mano. Tal vez permanecí todavía por espacio de algunos segundos con el puño en alto, pero vacío, oí el reloj, la mosca, la voz del locutor en la radio que anunciaba el final de la información relativa a Creta, di luego media vuelta y, antes de que empezara la emisión siguiente —música alegre de dos a tres—, abandoné el salón que, en presencia de un vientre que ocupaba mucho lugar, se me había hecho demasiado estrecho.