Viasma y Briansk; luego vino el período del barro. También Óscar empezó a mediados de octubre del cuarenta y uno a revolver activamente el barro. Que se me perdone si confronto los éxitos en el fango del grupo de ejércitos del centro con mis éxitos en el terreno escabroso e igualmente fangoso de la señora Lina Greff. Lo mismo que se atascaron allí, poco antes en Moscú, los tanques y camiones, así también me atasqué yo; allí, sin duda, las ruedas seguían rodando y revolviendo el barro; yo, sin duda, tampoco cedí —llegué literalmente a arrancarle espuma al barro de la Greff—, pero ni frente a Moscú ni en el dormitorio de la habitación de los Greff podía hablarse propiamente de avances.
Y no quiero abandonar todavía la comparación: así como los estrategas futuros sacarían entonces la enseñanza de las operaciones atascadas en el barro, del mismo modo saqué yo también mis conclusiones de la lucha contra el fenómeno natural greffiano. No deben subestimarse los esfuerzos llevados a cabo durante la guerra en el frente interior. Óscar contaba entonces diecisiete años y adquirió su madurez viril, a pesar de su juventud, en el intrincado y pérfido terreno de maniobras de Lina Greff. Abandonando ahora los símiles bélicos, mido los progresos de Óscar en términos de arte para decir: Si María, con su fragancia ingenua y excitante de vainilla, me enseñó el tono menor y me familiarizo con lirismos como el del polvo efervescente o la recolección de champiñones, el ambiente odorífero fuertemente agrio y compuesto de efluvios múltiples de la Greff había de depararme en cambio aquella vasta inspiración épica que me permite hoy enunciar conjuntamente, en una misma frase, los éxitos del frente y los de la alcoba. ¡Música, pues! De la armónica infantilmente sentimental y, con todo, tan dulce de María, pasé directamente al estrado del director de orquesta; porque es el caso que Lina Greff me brindaba una orquesta tan rica y variada como sólo podría encontrársela a lo sumo en Bayreuth o en Salzburgo. Allí me familiaricé yo con el viento, la percusión y el metal, el
pizzicato
y el
stringendo
; allí aprendí a distinguir si se trataba del bajo continuo o del contrapunto, del sistema dodecafónico o del de nueve tonos, el ataque del
scherzo
, el tiempo del andante: mi estilo era a la vez de una estricta precisión y de una suave fluidez; Óscar extraía de la Greff hasta lo último, y permanecía de todos modos descontento, si no insatisfecho, cual corresponde a un verdadero artista.
De nuestra tienda de ultramarinos a la verdulería de los Greff no había más que unos veinte de mis pasitos. El comercio de ellos quedaba casi enfrente del nuestro, o sea que quedaba mejor, mucho mejor que la vivienda del panadero Alejandro Scheffler en el Kleinhammerwerg. Posiblemente se deba a esta situación de las respectivas tiendas el que yo realizara más progresos en el estudio de la anatomía femenina que en el de mis maestros Goethe y Rasputín. Pero también es posible que esta desigualdad de mi nivel cultural, patente hoy todavía, se deje explicar y aun justificar en su caso por la diversidad entre mis dos maestras. Pues en tanto que Lina Greff no se proponía en modo alguno instruirme, sino que ponía sencilla y pasivamente su caudal a mi disposición cual material de contemplación y experimentación, Greta Scheffler, en cambio, tomaba su vocación de institutriz mucho más en serio de lo debido. Quería registrar éxitos positivos, y oírme leer en voz alta, y observar mis dedos de tambor aplicados a la caligrafía, y congraciarme con la dulce gramática, sacando al propio tiempo algunos beneficios para ella de toda esa amistad. Pero, al rehusarle Óscar todo signo visible de progreso, Greta Scheffler perdió la paciencia y, poco después de la muerte de mi pobre mamá, transcurridos de todos modos siete años de enseñanza, volvió a sus labores y, comoquiera que el matrimonio panadero siguiera sin tener hijos, ya sólo me regalaba de vez en cuando, sobre todo en ocasión de las grandes festividades, jerseys, medias y manoplas de su propia confección. Todo aquello de Goethe y Rasputín acabó entre nosotros, y sólo a los extractos de los dos maestros que guardaba ora en un lugar ora en otro, las más de las veces, sin embargo, en el tendedero del desván de nuestro inmueble, debe Óscar eí que esta parte de sus estudios no se desecara por completo: cultivéme, pues, yo mismo y alcancé a formarme así un criterio propio.
La enfermiza Lina Greff, en cambio, estaba atada a la cama, de modo que no podía escapárseme o abandonarme, porque su enfermedad era sin duda prolongada, pero de todos modos no lo suficientemente seria como para que la muerte hubiera podido arrebatármela prematuramente. Mas como en este planeta nada hay eterno, fue Óscar el que abandonó a la valetudinaria en el momento en que pudo considerar sus estudios como terminados.
Ustedes dirán, sin duda: ¡en cuán limitado universo hubo de formarse este joven! Tuvo que reunir el equipo y para su vida ulterior, para su vida adulta, entre una tienda de ultramarinos, una panadería y una tienda de verduras. Aun cuando deba yo admitir que Óscar reunió efectivamente sus primeras impresiones, tan importantes, en un ambiente pequeñoburgués así de enmohecido, hubo de todos modos un tercer maestro. A él estaba reservado abrir a Óscar el mundo y hacer de él lo que es hoy, una persona que, a falta de mejor título, designo con el nombre insuficiente de cosmopolita.
Me refiero, como los más perspicaces entre ustedes lo habrán ya adivinado, a mi maestro y mentor Bebra, al descendiente directo del príncipe Eugenio, al vástago de la estirpe de Luis Catorce, al liliputiense y payaso musical Bebra. Cuando digo Bebra, pienso también, por supuesto, en la dama que lo acompañaba, en la gran sonámbula Rosvita Raguna, la bella intemporal en la que durante aquellos años sombríos en los que Matzerath me quitó a María hube de pensar a menudo. ¿Qué edad podrá tener la signora?, preguntábame yo. ¿Es una muchachita en flor de veinte años, si no de diecinueve? ¿O será esa grácil anciana nonagenaria llamada a encarnar todavía incorruptiblemente por otros cien años la juventud eterna en miniatura?
Si lo recuerdo bien, mi encuentro con estos dos seres que me son tan afines fue poco después de la muerte de mi pobre mamá. En el Café de las Cuatro Estaciones bebimos juntos nuestro moka, y luego nuestros caminos se separaron. Había entre nosotros ligeras divergencias políticas que no dejaban de tener importancia: Bebra era allegado del Ministerio de Propaganda del Reich según pude deducirlo de sus insinuaciones, tenía acceso a las habitaciones privadas de los señores Goebbels y Goering, lo que trató de explicarme y de justificar de las maneras más diversas. Me habló de la posición influyente de los bufones en las cortes de la Edad Media; mostróme reproducciones de cuadros de pintores españoles, que exhibían a un Felipe o a un Carlos cualquiera rodeados de sus cortesanos y, en medio de estas sociedades ceremoniosas, veíanse algunos bufones rizados, vestidos con encajes y pantalones bombachos, de proporciones más o menos como las de Bebra y acaso también las mías. Y es precisamente porque estas imágenes me gustaban —todavía puedo confesarme cual un ferviente admirador del genial pintor Diego Velázquez— por lo que no se lo quise poner a Bebra demasiado fácil. Dejó, pues, de comparar la institución de los bufones en la corte del cuarto Felipe español con su posición cerca del advenedizo renano Joseph Goebbels, y empezó a hablar de los tiempos difíciles, de los débiles que temporalmente han de ceder el paso, de la resistencia que florece en la clandestinidad; total, que salió a relucir la expresionceja ésa de «emigración interior», y por ello los caminos de Óscar y de Bebra se separaron.
No es que yo le guardara rencor al maestro. Antes bien, en todas las carteleras busqué en el curso de los años siguientes los anuncios de las variedades y de los circos, esperando encontrar en ellos el nombre de Bebra y, efectivamente, lo encontré un par de veces, juntamente con el de la signora Raguna, pese a lo cual nada emprendí que pudiera conducir a un encuentro con estos dos amigos.
Dejaba yo la cosa al azar, pero el azar falló, porque, si los caminos de Bebra y el mío se hubieran cruzado ya en otoño del cuarenta y dos y no hasta el año siguiente, Óscar nunca habría sido el alumno de Lina Greff, sino el discípulo de Bebra. Así, en cambio, atravesaba yo día tras día el Labesweg, a menudo desde muy temprano, penetraba en la verdulería, deteníame primero por razones de cortesía como una media horita junto al verdulero que se iba convirtiendo cada vez más en un tipo raro de aficionado a los trabajos manuales, contemplábale construir sus máquinas extravagantes, repiqueteantes, ululantes y chirriantes y, cuando entraba algún cliente, se lo advertía dándole con el codo, ya que, en aquella época, Greff apenas se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. ¿Qué había sucedido? ¿Qué es lo que había hecho tan taciturno al jardinero y amigo de la juventud, antes tan espontáneo y jocoso? ¿Qué es lo que lo llevaba a aislarse en esa forma y a convertirse en un hombre ya de edad que descuidaba su aspecto externo?
La juventud ya no venía a verlo. Lo que estaba creciendo no sabía quién era. La guerra había diseminado por todos los frentes su cohorte de los buenos tiempos. Llegaban cartas de los diversos sectores militares, luego ya sólo fueron tarjetas postales, y un día recibió Greff indirectamente la noticia de que su preferido Horst Donath, primero explorador y luego jefe de escuadrón en las juventudes del Partido, había caído como teniente en el Donetz.
A partir de aquel día, Greff empezó a envejecer, descuidó su aspecto externo y se entregó por completo a sus trabajos manuales, a tal punto que se veían en la verdulería más máquinas repiqueteantes y mecanismos ululantes que patatas y repollos. Claro está que también la situación general del aprovisionamiento contribuía a ello; las entradas de mercancías se hacían raras e irregulares, y Greff no estaba en condiciones, como Matzerath, de convertirse en hábil comprador de mayoreo valiéndose de sus relaciones.
La tienda tenía un aspecto triste, y en el fondo hubiera habido motivo para alegrarse de que los inútiles aparatos sonoros de Greff decoraran y llenaran el espacio en forma no por cómica menos decorativa. A mí me gustaban los productos surgidos del cerebro cada vez más rizado del maniático de los trabajos manuales Greff. Cuando hoy contemplo los engendros de cordeles anudados de mi enfermero Bruno, me acuerdo de la exposición de Greff. Y al igual que Bruno saborea mi interés, mitad sonriente y mitad serio, en sus pasatiempos artísticos, así gozaba también Greff, a su manera distraída, cuando observaba que una u otra de sus máquinas musicales me gustaba. Él, que por espacio de años no se había ocupado de mí, sentíase ahora decepcionado cuando, después de media horita, abandonaba yo su tienda convertida en taller, para visitar a su esposa Lina Greff.
¿Qué puedo contarles de aquellas visitas a la mujer permanentemente encamada que la mayoría de las veces se prolongaban durante dos o dos horas y media? Entraba Óscar y hacíale ella señal desde la cama: —Ah, eres tú, Oscarcito. Ven métete aquí bajo las plumas, que en el cuarto hace frío, y ese Greff apenas ha encendido la estufa —así, pues, deslizábame yo bajo el edredón, dejaba mi tambor y aquellos palillos que acababa de emplear junto a la cama, y sólo permitía a un tercer palillo, algo usado y fibroso, visitar conmigo a Lina.
No quiere decir esto que me desvistiera para meterme en la cama con Lina. En lana, en terciopelo y con mis zapatos de piel, subía yo y, después de cierto tiempo y a pesar de una labor esforzada y caldeante, volvía a salir de entre las revueltas plumas con mis ropas apenas en desorden.
Cuando acababa de salir de la cama de Lina y cargado todavía de las emanaciones de su esposa hube visitado varias veces al verdulero, se estableció una costumbre a la que por mi parte me adapté de buena gana. En efecto, mientras yo permanecía todavía en la cama de la Greff y practicaba aún mis últimos ejercicios, entraba el verdulero en el dormitorio con una palangana llena de agua caliente, depositábala sobre un escabel, dejaba una toalla y jabón a su lado, y abandonaba el cuarto, sin dedicar a la cama una sola mirada.
Por lo regular, Óscar arrancábase entonces rápidamente al calor del nido que se le había brindado, dirigíase a la palangana y sometíase a sí mismo y al palillo que acababa de mostrar su eficacia en el lecho a una limpieza a fondo; bien comprendía yo que a Greff le resultaba insoportable el olor de su mujer, aun cuando fuera de segunda mano.
Así, en cambio, recién lavado, era bien acogido por el verdulero. Me hacía la demostración de todas sus máquinas y de sus respectivos ruidos, y aún me extraña a la fecha que, a pesar de esta familiaridad tardía, no se estableciera entre Óscar y Greff amistad alguna y que Greff siguiera siéndome ajeno y sólo lograra despertar acaso mi interés, pero jamás mi simpatía.
En septiembre del cuarenta y dos —acababa yo de dejar atrás sin mayor gloria mi décimo octavo aniversario, en tanto que en la radio el sexto ejército conquistaba Stalingrado—, construyó Greff su máquina-tambor. En un armazón de madera suspendió en equilibrio dos platillos cargados con patatas y quitó a continuación, del platillo izquierdo, una patata: la balanza se inclinó, liberando un trinquete que disparó el mecanismo de tamboreo instalado sobre la armazón; y aquello fue un redoblar y hacer ¡pum! y traquetear y rechinar, un percutir de platillos y un retumbar del parche para desembocar a la postre, todo junto, en un berrido final trágicamente discordante.
A mí la máquina me gustó. Una y otra vez le rogaba a Greff que la hiciera funcionar. Como que Óscar se imaginaba que el verdulero aficionado la había inventado y construido a causa de él y para él: error, sin embargo, que no había de tardar en hacerse vivamente patente. Es posible que Greff pensara en mí al hacerla, pero la máquina era para él, y el final de la máquina fue también el suyo.
Fue una mañana muy temprano, una de esas mañanas lúcidas de octubre, como sólo el viento nordeste sirve gratis a domicilio. Había yo dejado a primera hora la habitación de mamá Truczinski y salía a la calle en el preciso momento en que Matzerath subía la cortina metálica de nuestra tienda. Llegué a su lado cuando hacía subir con un traqueteo los listones pintados de verde, acogí primero la nube de olores de ultramarinos que se había acumulado durante la noche en el interior de la tienda y recibí, a continuación, el beso matutino de Matzerath. Antes de que María hiciera su aparición atravesé el Labesweg, proyectando hacia el oeste una larga sombra sobre el empedrado, porque a la derecha, al este y sobre la Plaza Max Halbe, el sol subía por sus propios medios, sirviéndose probablemente del mismo truco que hubo de emplear el barón de Münchhausen cuando se sacó a sí mismo del charco tirando de su propia coleta.