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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (50 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Dos días después, María me proveyó con un nuevo tambor y me llevaron con mamá Truczinski a aquella habitación del segundo piso que olía a café de malta y a patatas asadas. Primero dormí en el sofá, porque Óscar se negó a dormir en la antigua cama de Heriberto que, según tenía motivos para temerlo, podría seguir conservando el perfume de vainilla de María. Pasada una semana, el viejo Heilandt subió por la escalera mi camita de madera. Consentí en que la montaran al lado de aquel lecho que debajo de mí, María y nuestro común polvo efervescente, había guardado silencio.

Junto a mamá Truczinski, Óscar se calmó o se volvió indiferente. Como que ya no seguía viendo el vientre, porque María evitaba subir las escaleras. Por mi parte eludía la habitación de la planta baja, la tienda, la calle y aun el patio, en el que, debido a la situación alimenticia cada vez más difícil, volvían a criarse conejos.

La mayor parte del tiempo permanecía Óscar sentado ante las tarjetas postales que el sargento Fritz Truczinski había enviado o traído de París. La ciudad de París me la representaba yo diversamente y, al tenderme mamá Truczinski una vista de la Torre Eiffel, empecé, inspirándome en la atrevida construcción de hierro, a tocar París en mi tambor, a tocar un vals museta, sin que nunca hubiera yo oído vals museta alguno anteriormente.

El doce de junio —según mis cálculos con dos semanas de anticipación—, bajo el signo de los Gemelos, y no bajo el del Cáncer como yo lo había calculado, nació mi hijo Kurt. El padre, en un año de Júpiter; el hijo, en un año de Venus. El padre, dominado por Mercurio en la Virgen, que hace a uno escéptico e ingenioso; el hijo, provisto igualmente por Mercurio, pero en el signo de los Gemelos, con una inteligencia fría y ambiciosa. Lo que en mi atenuaba Venus en el signo de la Balanza y en la casa del Ascendente, agravábalo Aries en la misma casa de mi hijo: su Marte habría de traerme dificultades más adelante.

Excitada y moviéndose como un ratón, mamá Truczinski me comunicó la nueva: —Imagínate, Óscar, la cigüeña te ha traído un hermanito. ¡Y yo que ya había pensado, bueno, con tal que no sea una Marieta, de ésas que luego dan disgustos!— Por mi parte, apenas interrumpí mi tamboreo frente a la Torre Eiffel y a una vista del Arco de Triunfo que acababa de llegar. Tampoco mamá Truczinski parecía esperar de mí una felicitación a honras de la abuela Truczinski. Aunque no fuera domingo, se animó a ponerse algo rojo; echó mano a su acreditado papel de achicoria, frotóse con él a guisa de colorete las mejillas y así recién pintada dejó la habitación para ayudar en la planta baja al presunto padre Matzerath.

Estábamos, como quedó dicho, en junio. Un mes engañoso. Éxito en todos los frentes —admitiendo como éxitos los éxitos en los Balcanes—, y al propio tiempo éxitos aún mayores se cernían en el este. Aquí se estaba concentrando un ejército imponente. El ferrocarril no paraba un momento. Incluso Fritz Truczinski, que hasta entonces se había divertido tanto en París, hubo de emprender un viaje hacia el este que tardaría en llegar a su término y que no cabía confundir con un viaje de permiso. Con todo, Óscar seguía sentado tranquilamente ante las lustrosas tarjetas postales, pensaba en la dulce París de principios de verano, tocaba ligeramente
Trois jeunes tambours
, no se sentía identificado con el ejército alemán de ocupación y no tenía que temer, por tanto, que los guerrilleros lo precipitaran desde algún puente del Sena. No; subía de paisano con mi tambor a la Torre Eiffel, gozaba desde lo alto, como es debido, el vasto panorama, sentíame bien así y ajeno, a pesar de la altura tentadora, a toda idea agridulce de suicidio; a tal punto, que no fue hasta después del descenso, al encontrarme con mis noventa y cuatro centímetros al pie de la Torre, cuando volví a cobrar conciencia del nacimiento de mi hijo.

¡
Voilà
, un hijo!, me decía. Cuando cumpla tres años tendrá su tambor de hojalata. Ya veremos quién es aquí el padre, si el tal señor Matzerath o yo, Óscar Bronski.

En el caluroso mes de agosto —creo que precisamente cuando volvía a anunciarse el feliz éxito de otra batalla envolvente, la de Smolensk—, fue bautizado mi hijo. ¿Quién habría invitado al bautizo a mi abuela Ana Koljaiczek y a su hermano Vicente Bronski? Si me decido una vez más por la versión que hace dejan Bronski a mi padre y del taciturno y cada vez más extravagante Vicente a mi abuelo paterno, entonces claro que había para la invitación motivos de sobra. En definitiva mis abuelos eran los bisabuelos de mi hijo Kurt.

Claro está que este razonamiento nunca podía ocurrírsele a Matzerath, que es el que había hecho la invitación. Porque él veíase a sí mismo, inclusive en los momentos más dudosos, como por ejemplo después de la pérdida catastrófica de una partida de skat, cual doble progenitor, cual padre y sostén. Óscar volvía además a ver a sus abuelos por otros motivos. Habían alemanizado a los dos viejitos: ya no eran polacos, y sólo seguían soñando en cachuba. Alemanes nacionales, los llamaban, del grupo popular tres. Añádase a esto que Eduvigis Bronski, la viuda de Jan, se había casado con un alemán del Báltico, que era jefe local de los campesinos de Ramkau. Habíanse ya presentado las solicitudes conforme a las cuales Esteban y Marga Bronksi habían de adoptar el nombre de su padrastro Ehlers. Esteban, que contaba diecisiete años, se había presentado como voluntario, se hallaba en el campo de entrenamiento de Gross-Boschpol y tenía perspectivas de visitar todos los teatros de batalla europeos; en tanto que Óscar, al que tampoco le faltaba mucho para cumplir la edad del servicio militar, había de esperar, sentado detrás de su tambor, a que en el ejército, la marina o eventualmente la aviación se produjera alguna posibilidad de empleo para un tambor de tres años.

El jefe local de campesinos Ehlers tomó la iniciativa. Quince días antes del bautizo presentóse en el Labesweg, con Eduvigis sentada a su lado en el pescante, en un carruaje tirado por dos caballos. Tenía las piernas en O, padecía del estómago y no se dejaba comparar ni de lejos con Jan Bronski. De una cabeza más bajo que ella, veíasele sentado al lado de Eduvigis, de mirada bovina, a la mesa del salón. Su presencia sorprendió al propio Matzerath. No había manera de ligar la conversación. Hablóse del tiempo, de que algo ocurría en el este, de que aquí se avanzaba de lo lindo; mucho más rápidamente que en el quince, recordaba Matzerath, que en el quince había andado en ello. Todos ponían mucho empeño en no mencionar a Jan Bronski, hasta que yo decidí jugarles una pasada y, poniendo una boquita cómica de niño, pregunté en voz alta y reiteradamente dónde estaba Jan, el tío de Óscar. Matzerath carraspeó, dijo algo amable y algo profundo a propósito de su antiguo amigo y rival. Ehlers asintió inmediata y prolijamente, pese a que no hubiera alcanzado a conocer a su predecesor. Eduvigis halló inclusive unas lágrimas sinceras que se le deslizaron lentamente por las mejillas y, finalmente, dio al tema Jan su conclusión precisa: —Era un buen hombre, incapaz de hacer daño a una mosca. Quién hubiera pensado que acabaría así, él, tan tímido, al que todo le asustaba.

Después de estas palabras, Matzerath pidió a María, que estaba de pie detrás de él, que trajera unas botellas de cerveza, y preguntó a Ehlers si jugaba al skat. Ehlers no jugaba, lo que sentía mucho, pero Matzerath fue lo bastante magnánimo para perdonarle al jefe local de campesinos esta pequeña falla. Inclusive le dio unas palmaditas en la espalda y, cuando la cerveza estaba ya en los vasos, le aseguró que no tenía ninguna importancia que no jugara al skat y que esto no era óbice para que fueran buenos amigos.

En esta forma, pues, Eduvigis Bronski volvió a hallar en calidad de Eduvigis Ehlers el camino de nuestra casa y, además de su jefe local de campesinos, llevó a nuestro bautizo a su antiguo suegro Vicente Bronski y a su hermana Ana Koljaiczek. Matzerath parecía estar al corriente, salió a la calle a dar a los dos viejitos una bienvenida sonora y cordial, debajo de las ventanas de los vecinos, y dijo en la habitación, cuando mi abuela sacó de debajo de sus faldas el regalo de bautizo, una oca madura: —Eso sí que no hubiera sido necesario, abuela. Igual me gustaría que vinieses aunque no trajeses nada —cosa que no fue del gusto de mi abuela, que quería saber lo que valía su oca. Con la mano plana le dio unas palmaditas al ave bien cebada y protestó: —No digas eso, Alfredito. Esto no es una oca cachuba, sino una oca nacional alemana, y sabe exactamente lo mismo que antes de la guerra.

Con esto quedaron zanjados todos los problemas relativos a las nacionalidades, y sólo se produjeron algunas dificultades antes del bautizo, al negarse Óscar a entrar en la iglesia protestante. Inclusive cuando sacaron mi tambor del taxi, tratando de atraerme con él y asegurándome reiteradamente que en las iglesias protestantes podía entrarse con el tambor descubierto, mantúveme yo católico fanático, y antes me hubiera decidido por una confesión breve sucinta en la oreja sacerdotal del reverendo Wiehnke que a escuchar un sermón bautismal protestante. Matzerath cedió. Probablemente tenía miedo a mi voz y a las consiguientes demandas de indemnización. Así, pues, mientras en la iglesia bautizaban, yo me quedé en el taxi, contemplé el cogote del chófer, escruté en el retrovisor la cara de Óscar y recordé mi propio bautizo, que quedaba ya años atrás, y todos los intentos del reverendo Wiehnke para apartar a Satanás del catecúmeno Óscar.

Tras el bautizo, se comió. Habían juntado dos mesas y empezamos con la sopa de tortuga. Cucharas y bordes de los platos. Los del campo sorbían. Greff levantaba su meñique. Greta Scheffler mordía la sopa. Gusta sonreía ampliamente por encima de su cuchara. Ehlers hablaba por encima de la suya. Vicente buscaba tembloroso al lado de la suya. Sólo las dos viejas, mi abuela Ana y mamá Truczinski, decicábanse por entero a las cucharas, en tanto que Óscar se cayó, como quien dice, de la cuchara, se escabulló, mientras los otros seguían dándole a la cuchara, y se trasladó al dormitorio junto a la cuna de su hijo, porque quería reflexionar a propósito de su hijo, mientras los otros, detrás de sus cucharas, se iban vaciando de sus pensamientos a medida que iban vaciando en sí mismos las cucharadas de sopa.

Un cielo de tul azul claro sobre el cesto con ruedas. Comoquiera que el borde del cesto era demasiado alto, al principio sólo alcancé a ver un montoncito rojo morada. Luego me subí sobre mi tambor y pude contemplar a mi hijo, que dormía y de vez en cuando se estremecía. ¡Oh, orgullo paterno, que buscas siempre palabras altisonantes! Mas comoquiera que a mí, en presencia del lactante, no se me ocurrió nada, excepto la frasecita: cuando cumpla tres años tendrá un tambor; comoquiera que mi hijo no me revelaba a mi nada del mundo de sus pensamientos, y comoquiera, pues, que sólo podía esperar que fuera, como yo, uno de los recién nacidos de oído fino, volvíle a prometer una y otra vez un tambor de hojalata al cumplir su tercer aniversario, y regresé al comedor, a probar fortuna con los adultos.

Aquí acababan precisamente de terminar la sopa de tortuga María trajo los suaves guisantes verdes, de lata, en mantequilla Matzerath, que respondía personalmente del asado de puerco, sirvió el plato con sus propias manos, se quitó la chaqueta, se puso a cortar en mangas de camisa una tajada tras otra y ponía, por encima de la carne tierna y jugosa, una cara tan dulcemente satisfecha, que yo hube de mirar a otro lado.

Al verdulero Greff le sirvieron aparte. Para él había espárragos de lata, huevos fritos y nata con rábanos, ya que los vegetarianos no comen carne. Tomó sin embargo, como todos los demás, algo de puré de patatas, que no roció con el jugo del asado, sino con mantequilla derretida que María, siempre atenta, le trajo de la cocina en una pequeña sartén chisporroteante. En tanto que los demás bebían cerveza, él se atenía al jugo de manzana. Hablábase allí de la batalla envolvente de Kiev y se contaba, sirviéndose de los dedos, el número de prisioneros. Ehlers, que era del Báltico, mostrábase particularmente ducho en el cómputo y, a cada cien mil, enderezaba como si lo moviera un resorte uno de sus dedos, para luego, cuando sus dos manos abiertas hubieron completado el millón, seguir contando mediante la decapitación, uno después de otro, de los dedos tendidos. Cuando se hubo agotado el tema de los prisioneros rusos, cuya suma creciente les quitaba valor e interés, Scheffler habló de los submarinos en Gotenhafen, y Matzerath le susurró al oído a mi abuela Ana que, en Schichau, se botaban dos submarinos por semana. A continuación, el verdulero Greff explicó a todos los invitados al bautizo por qué los submarinos habían de botarse de costado y no con la proa por delante. Para que lo entendieran mejor, acompañábase de movimientos de las manos, que la mayoría de los presentes, fascinados por la construcción de los submarinos, imitaban atentamente y con torpeza. Al querer reproducir con la mano izquierda un submarino en el acto de sumergirse, Vicente Bronski volcó su vaso de cerveza, por lo que mi abuela se puso a regañarle. Pero María la calmó, diciendo que no era nada, que el mantel tenía que lavarse de todos modos al día siguiente y que, por lo demás, era muy natural que en una comida de bautizo se produjeran manchas. En esto llegaba ya mamá Truczinski con un trapo y esponjó el charco de cerveza, en tanto que, con la mano izquierda, sostenía la gran fuente de cristal llena de budín de chocolate salpicado de puntas de almendra.

¡Oh, si con el budín de chocolate hubieran servido otra salsa, o ninguna en absoluto! Pero hubo de ser precisamente salsa de vainilla. Espesa, amarilla: salsa de vainilla. No hay probablemente en este mundo nada más alegre, pero tampoco nada más triste que una salsa de vainilla. Dulcemente perfumaba la vainilla el ambiente y me iba envolviendo, cada vez más, con María, que era la fuente de toda vainilla y estaba sentada ahora al lado de Matzerath, del que tenía la mano en su mano, de modo que yo ya no podía ni verla ni soportarla.

Óscar se fue escurriendo de su sillita de niño, asiéndose para ello a la falda de la Greff, a cuyos pies se acurrucó, mientras arriba ella seguía operando activamente con la cuchara; y vino a gustar en esta forma por vez primera aquella emanación peculiar de Lina Greff, que anegaba, ahogaba y mataba instantáneamente toda la vainilla.

Por acre que fuera, mantúveme de todos modos en la nueva dirección olfatoria, hasta que todos mis recuerdos relacionados con la vainilla parecieron desvanecerse. Poco a poco, silenciosamente y sin convulsiones, me sentí invadido por una náusea liberadora. Y mientras iba devolviendo la sopa de tortuga, el asado de puerco bocado por bocado, los verdes guisantes de lata casi intactos y aquel par de cucharadas de budín de chocolate con salsa de vainilla, comprendí mi impotencia, nadé en mi impotencia, desplegué a los pies de Lina Greff la impotencia de Óscar, y decidí ofrecer en adelante a la señora Greff mi impotencia de cada día.

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