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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (48 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Antes de dar a mi hijo el nombre de Kurt, antes de llamarlo como nunca debiera haberse llamado —porque yo le hubiera dado el nombre de su verdadero abuelo Vicente Bronski—, antes, pues, de conformarme con Kurt, Óscar no quiere dejar de contar en qué forma se defendió, durante el embarazo de María, contra el nacimiento esperado.

Ya la misma noche de aquel día en que los sorprendí sobre el sofá e impedí, tocando el tambor y encaramándome sobre la espalda sudorosa de Matzerath, la precaución solicitada por María, ya aquella misma noche hice un intento desesperado por recuperar a mi amante.

Matzerath sólo logró desmontarme cuando ya era demasiado tarde. Y por eso me pegó. Pero María tomó la defensa de Óscar y reprochó a Matzerath que no hubiera tenido cuidado. Matzerath se defendió como un pobre viejo. La culpa era de María, dijo buscando un pretexto, pues debería haberse contentado con una sola vez, y no que parecía que nunca tenía bastante. A lo que María se puso a llorar, diciendo que con ella la cosa no iba tan rápidamente con un simple meter y sacar y ya, y que si ello era así, mejor que se buscara otra, porque aunque ella no tuviera experiencia, su hermana Gusta, que estaba en el Edén y debía saberlo, le había dicho que aquello no era tan sencillo y le había recomendado mucho que tuviese cuidado, porque había hombres que lo único que querían era desprenderse de su moco y, por lo visto, él, Matzerath, era uno de ésos, y siendo así, ella ya no jugaba más, porque lo que ella quería era que también a ella le sonara, como acababa de sonarle. Pero de todos modos él debía haber puesto cuidado, porque bien se merecía ella esa pequeña consideración. Y luego se echó a llorar y seguía sentada en el sofá. Y Matzerath se puso a gritar, en calzoncillos, y dijo que no podía soportar aquel lloriqueo; pero luego se arrepintió de su arrebato y volvió a meter la pata con María, o sea que trató de acariciarle bajo la ropa lo que no se había tapado todavía, con lo que María se puso furiosa.

Nunca la había visto Óscar así. Subiéronle a la cara unas manchas rojas, y sus ojos grises se le volvieron casi negros. Calzonazos le dijo; y Matzerath, rápidamente, agarró sus pantalones, se los puso y se los abrochó. Podía irse tranquilamente, le gritó María con sus jefes de célula, que eran tan metisacas como él. Y Matzerath cogió su chaqueta y luego el picaporte y aseguró, al salir, que en adelante adoptaría otro tono, que ya estaba hasta la coronilla de todos esos cuentos, y que si ella tenía tantas ganas, que se pescara algún trabajador extranjero, aquel francés, por ejemplo, que les traía la cerveza, que sin duda ése sí se lo haría mejor. En cuanto a él, Matzerath, el amor era para él algo distinto y no sólo esas porquerías; pero ahora se iba a jugar su partida de skat, ya que aquí sí sabía por lo menos a qué atenerse.

Así que me quedé solo con María en el salón. Ahora ya no lloraba, sino que, en forma pensativa y silbando apenas para adentro, se iba poniendo las bragas. Por algún tiempo estuvo aislado su vestido, que sobre el sofá se le había arrugado. Luego puso la radio y trató de escuchar mientras daban los comunicados relativos a los niveles de agua del Vístula y del Nogat y, cuando después de la indicación fluviométrica relativa al curso inferior del Mottlau anunciaron aires de vals y empezaron éstos a oírse efectivamente, quitóse de nuevo repentina e inesperadamente las bragas, fuese corriendo a la cocina, oyósela manipular una cacerola y abrir el agua, oí que el gas hacía puf, y me dije: María se está preparando un baño de asiento.

Con objeto de sustraerse a esta representación desagradable, Óscar se concentró en los aires del vals. Si la memoria no me falla, golpeé algunos compases de música de Strauss sobre mi tambor y le hallé gusto. Luego interrumpieron desde la emisora los aires de vals y anunciaron un comunicado especial. Óscar apostó a que se trataba de un comunicado del Atlántico, y no se equivocó. Al oeste de Irlanda varios submarinos habían logrado hundir siete u ocho barcos de tantas o cuantas toneladas de registro bruto. Además, otros submarinos habían conseguido asimismo mandar al fondo del Atlántico casi exactamente las mismas toneladas de registro bruto, habiéndose distinguido especialmente un submarino bajo el mando del teniente de navío Schepke —aunque tal vez pudiera ser el teniente Kretschmer; en todo caso fue uno de los dos u otro teniente famoso que tenía el mayor tonelaje de registro bruto en su haber, con todo y un destróyer inglés de la clase X-Y.

Mientras yo acompañaba en el tambor, con variaciones y dándole casi un aire de vals, la canción
Iremos a Inglaterra
, que seguía al comunicado especial, entró María en el salón, llevando colgada del brazo una toalla. Dijo a media voz: —¿Has oído, Oscarcito? ¡Otro comunicado especial! ¡Cómo esto siga así...! —sin revelar a Óscar lo que pasaría si aquello seguía en esa forma, se sentó en una silla en cuyo respaldo Matzerath solía colgar su chaqueta María enrolló la toalla en forma de salchicha y se puso a silbar bastante fuerte, e incluso correctamente, las notas del
Iremos a Inglaterra
. Repitió los últimos compases cuando ya habían terminado los de la radio y, así que volvieron a oírse los aires imperecederos del vals apagó el aparato que estaba sobre el aparador. Dejó sobre la mesa la toalla en forma de salchicha, se sentó y se puso las manos sobre los muslos.

Hízose entonces un gran silencio en la estancia; sólo el reloj vertical hablaba cada vez más fuerte, y María parecía reflexionar si no sería mejor volver a poner la radio. Pero luego tomó otra decisión. Apoyó la cabeza en la toalla-salchicha sobre la mesa, dejó colgar los brazos por entre las rodillas hacia la alfombra y se puso a llorar a un ritmo silencioso y regular.

Óscar se preguntaba si María estaría tal vez avergonzada de que yo la hubiera sorprendido en una situación tan desagradable. Decidí alegrarla; me escabullí del salón y hallé en la tienda, a oscuras, al lado de los paquetes de budín y del papel gelatinado, una bolsita que en el corredor a media luz se reveló como de polvo efervescente con sabor a Waldmeister. Óscar celebró su hallazgo, porque por entonces creía haber tenido la impresión de que el sabor de Waldmeister era el que más le gustaba a María.

Cuando volví al salón, la mejilla derecha de María seguía apoyada sobre la toalla enrollada en forma de salchicha. También los brazos colgábanle como anteriormente, bamboleándose, desamparados, entre los muslos. Óscar se le acercó por el lado izquierdo y experimentó una decepción al ver que tenía los ojos cerrados y sin lágrimas. Esperé con paciencia a que levantara los párpados con las pestañas algo pegadas y le tendí la bolsita; pero ella no vio el Waldmeister; su vista parecía traspasar a la bolsita y a Óscar.

La habrían cegado las lágrimas, me dije disculpándola y, después de breve deliberación, decidí proceder en forma más directa. Óscar se deslizó debajo de la mesa, se acurrucó a los pies ligeramente inclinados hacia adentro de María, le cogió la mano que con las puntas de los dedos casi tocaba la alfombra, se la volví hacia arriba hasta que pudiera verle la palma, abrí la bolsita con los dientes, vertí el contenido del papel en la cuenca que se me abandonaba sin resistencia, le añadí mi saliva, contemplé todavía el primer hervor y recibí a continuación un puntapié muy doloroso en el pecho, con el que María mandó a Óscar sobre la alfombra hasta el centro de la mesa del salón.

A pesar del dolor, me incorporé inmediatamente y salí de debajo de la mesa. María se había levantado también. Nos encontramos jadeantes cara a cara. María cogió la toalla, se restregó bien con ella la mano izquierda, me lanzó el trapo a los pies y me llamó puerco condenado, enano venenoso, gnomo loco que había que hacer picadillo. Luego me agarró, me dio unos manotazos en el cogote, insultó a mi pobre mamá por haber traído al mundo un monstruo como yo y, viéndome a punto de gritar con intención de romper todo el vidrio de la habitación y del mundo entero, metióme en la boca aquella toalla que, al morderla, resultaba más dura que un pedazo de carne.

Y no me soltó hasta que Óscar empezó a ponerse de rojo a morado. Me hubiera sido fácil hacer pedazos todos los vasos, los cristales de la ventana y, por segunda vez, el vidrio de la esfera del reloj vertical. Y sin embargo no grité, sino que fui dejando que se apoderara de mí un odio tan arraigado, que aun hoy, en cuanto María entra en mi cuarto, lo siento entre los dientes como si todavía fuera aquella toalla.

Veleta como siempre, María me soltó, se rió de buena gana, volvió a poner la radio de un zarpazo, y volvió a acercárseme, silbando el vals, para acariciarme el pelo, como en realidad yo lo estaba deseando, en señal de reconciliación.

Óscar la dejó aproximarse hasta muy cerquita y la golpeó entonces, con los dos puños a la vez, exactamente allí por donde ella había admitido a Matzerath. Y al cazarme ella los puños al vuelo antes del segundo golpe, la mordí en el mismo maldito lugar y, sin soltar mi presa, caí con ella sobre el sofá; oí, sin duda, que la radio anunciaba un nuevo comunicado especial, pero Óscar no quiso escucharlo: dispénsesele ahora que no cuente lo que allí se hundió, quién lo hundió ni cuánto se hundió, porque un acceso convulsivo de llanto me hizo abrir los dientes, y me quedé tendido inmóvil sobre María, que lloraba de dolor, mientras Óscar lloraba de odio y de amor, de un amor que se convertía en impotencia plúmbea y que, sin embargo, no podía contenerse.

Ofrenda de la impotencia a la señora Greff

A él, Greff, no lo quería. Él, Greff, no me quería a mí. Tampoco lo quise más tarde, cuando me construyó la máquina-tambor. Y aun hoy, cuando Óscar apenas tiene fuerza para tan tenaces antipatías, no lo quiero especialmente, aunque hoy Greff ya no exista.

Greff era verdulero. Pero vamos por partes. No creía ni en las patatas ni en las berzas y, sin embargo, poseía vastos conocimientos en materia de horticultura y le gustaba dárselas de jardinero, de amigo de la naturaleza y de vegetariano. Y precisamente porque no comía carne, por eso mismo Greff no era tampoco un auténtico verdulero. Resultábale imposible hablar de los productos del campo como se habla de los productos del campo. —Considere usted, por favor, esta extraordinaria patata —oíale a menudo decirle a un cliente—. Esta carne vegetal tumefacta, rebosante, que siempre inventa nuevas formas y permanece, con todo, tan casta. ¡Amo a la patata, porque ella me habla! —es evidente que un verdulero no debe hablar nunca en esta forma, poniendo a sus clientes en situación embarazosa. A mi abuela Ana Koljaiczek, por ejemplo, que había envejecido entre campos de patatas, nunca llegó a salirle de los labios, ni aun en los mejores años de patatas, más frasecita que ésta: —Pues sí, parece que este año las patatas son un poco mayores que el año pasado— con todo y que Ana Koljaiczek y su hermano Vicente Bronski dependían en mucho mayor grado de la cosecha de patatas que el verdulero Greff, al que un buen año de ciruelas le compensaba con creces un mal año de patatas.

En Greff todo era exagerado. ¿Era, por ejemplo, absolutamente indispensable que en la tienda llevara un delantal verde? Valiente pretensión, dar a la tal prenda verde espinaca, entre una sonrisita destinada al cliente y con aire sabihondo, el título de «verde delantal del jardinero del Señor». A esto se añadía que no podía prescindir de sus dichosos exploradores. Claro que en el treinta y ocho se había visto obligado a disolver su grupo —a los muchachos les habían encajado sus camisas pardas y los elegantes uniformes de invierno—, pero, de todos modos, los antiguos exploradores solían venir regularmente, de paisano o en uniforme, a visitar al antiguo jefe explorador para cantar con él, que delante de aquel delantal de jardinero que le había prestado el Señor pellizcaba la guitarra, canciones matutinas, canciones vespertinas, canciones de marcha, canciones de lansquenetes, canciones de cosecha, canciones a la Virgen y toda clase de cantos populares nacionales y extranjeros. Y comoquiera que Greff se había hecho miembro oportunamente del Cuerpo Motorizado Nacional Socialista y que, a partir del cuarenta y uno, podía llamarse no sólo verdulero sino, además, jefe de grupo de la defensa pasiva, pudiendo asimismo citar en su favor a dos antiguos exploradores que habían hecho carrera entre los Muchachos del Partido —eran respectivamente jefe de escuadra y jefe de sección—, resulta que, por parte de la jefatura de distrito de la Juventud Hitleriana, podían considerarse autorizadas las veladas corales en la bodega de patatas de Greff. Por otro lado, Greff fue también invitado por el jefe de adiestramiento del distrito, Löbsack, a organizar veladas corales durante los cursos de adiestramiento del distrito, en el castillo de adiestramiento del distrito en Jenkau. Juntamente con un maestro de primaria, a principios del cuarenta recibió Greff el encargo de confeccionar para el Distrito del Reich que incluía a Danzig y a la Prusia Occidental un libro de canciones para muchachos bajo el lema de «¡Canta con nosotros!». El libro resultó muy bueno. El verdulero recibió de Berlín un escrito firmado por el Jefe de la Juventud del Reich y fue invitado a Berlín, a un congreso de jefes de coros.

Greff era pues un hombre valioso. No sólo se sabía todas las estrofas de todas las canciones, sino que además, sabía montar tiendas de campaña y encender y apagar fuegos de vivac de modo que no se produjeran incendios forestales, podía ir derecho a su objetivo guiándose con la brújula, sabía los nombres de pila de todas las estrellas visibles, narraba cuentos jocosos o de aventuras, conocía las leyendas del país del Vístula, organizaba veladas locales con el título de «Danzig y la Hansa», enumeraba todos los gran-maestres de la Orden con sus correspondientes fechas, y no se limitaba sólo a esto, sino que sabía mucho también sobre la misión del germanismo en el territorio de la Orden, y sólo muy raramente entretejía en sus charlas algún dicho más bien de explorador.

Greff amaba a la juventud. Prefería los muchachos a las muchachas. A decir verdad, no amaba nada a las mujeres, sino tan sólo a los muchachos. A veces amaba a los muchachos más de lo que puede expresarse cantando canciones. Es posible que fuera su mujer, la de Greff, mujer desaseada con el sostén siempre grasiento y las bragas agujereadas, la que le obligara a buscar una medida más pura de amor entre muchachos nervudos y sumamente limpios. Pero también es posible que el árbol en cuyas ramas florecía permanentemente la ropa sucia de la señora Greff tuviera otra raíz. Quiero decir que tal vez la Greff se descuidaba porque el verdulero y jefe de grupo de la defensa pasiva no tenía el ojo que convenía a su exuberancia despreocupada y un poco simple.

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