Una vez realizado mi trabajo —y todo aquel esperar, espiar, no poder tocar el tambor y, finalmente, encantar y derretir el vidrio helado era, en verdad, una labor ardua—, no me quedaba otra cosa que hacer que irme para casa igual que la ladrona, pero sin botín; con el corazón ardiente y frío a la vez.
No siempre conseguía, por supuesto, llevar mi arte tentador hasta un éxito tan categórico como en el caso típico que acabo de describir. Así, por ejemplo, mi ambición era hacer de una parejita de enamorados una pareja de ladrones. Pero, o bien no querían ni el uno ni la otra, o bien él ya metía la mano pero ella se la retiraba, o era ella la que se atrevía y él, suplicante, la hacía desistir y, en adelante, despreciarlo. En una ocasión, durante una nevada copiosa, seduje delante de una tienda de perfumería a una parejita de aspecto particularmente joven. Él se hizo el valiente y robó un agua de Colonia. Ella rompió a llorar, afirmando que prefería renunciar a todos los perfumes. Pero él quería darle la loción, y logró imponer su voluntad hasta el farol siguiente. Aquí, sin embargo, en forma ostensible y como si se hubiera propuesto vejarme, la niña lo besó, poniéndose para ello de puntillas, hasta que él volvió sobre sus pasos y devolvió el agua de Colonia al escaparate.
Lo mismo me ocurrió en varias ocasiones con señores de cierta edad, de los que esperaba lo que su paso decidido en la noche invernal parecía prometer. Se detenían frente al escaparate de una tabaquería, miraban adentro con devoción, dejaban sin duda vagar sus pensamientos por la Habana, el Brasil o las islas Brisago, pero cuando mi voz practicaba su agujero a medida y dejaba finalmente caer el vidrio del recorte sobre una caja de «Prudencia negra», los señores se me cerraban como navajas de resorte. Daban media vuelta, atravesaban la calle como si remaran con el bastón, pasaban a toda prisa y sin verme junto a mí y mi zaguán, y daban lugar a que Óscar, viendo sus caras de viejitos descompuestas y agitadas como por el diablo, se sonriera; con una sonrisa, sin embargo, en la que se mezclaba algo de preocupación, porque les entraban a aquellos señores —todos ellos, por lo regular, fumadores de puro de avanzada edad— unos sudores alternativamente fríos y calientes, que los dejaban expuestos, sobre todo si cambiaba el tiempo, a pillar un resfriado.
En aquel invierno, las compañías de seguros hubieron de pagar a las tiendas de nuestro barrio, aseguradas en su mayoría contra robo, cantidades considerables. Aunque yo nunca tolerara robos al por mayor y cortara deliberadamente los vidrios de tal manera que sólo pudieran sacarse uno o dos objetos, los casos designados como de efracción se acumularon a tal punto que la policía criminal no se daba punto de reposo, lo que no era obstáculo para que la prensa la calificara despectivamente de incapaz. Desde noviembre del treinta y seis hasta marzo del treinta y siete, momento en que el coronel Koc formó en Varsovia un gobierno de frente nacional, contáronse sesenta y cuatro tentativas de efracción y veintiocho efracciones efectivas del mismo tipo. Cierto es que los funcionarios de la policía criminal pudieron recuperar parte del botín de algunas de aquellas señoras de cierta edad, de aquellos jóvenes inexpertos, de las muchachas de servicio o de algunos maestros retirados, que no eran en modo alguno ladrones apasionados; o bien ocurríaseles a aquellos rateros aficionados presentarse a la policía, después de una noche de insomnio, y decir: —Disculpen ustedes, no lo volveré a repetir, pero es el caso que de repente vi que había un agujero en el vidrio, y cuando logré reponerme a medias del susto, y lejos ya del escaparate, pude observar que albergaba en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, en forma ilegal, un par de soberbios guantes para caballero, de piel fina, sin duda alguna muy caros o inclusive prohibitivos.
Pero como la policía no cree en milagros, lo mismo los que fueron descubiertos con los objetos robados que los que se presentaron espontáneamente hubieron de cumplir penas de prisión que iban de cuatro semanas a dos meses.
Yo mismo quedé más de una vez bajo arresto domiciliario, porque mamá sospechaba, naturalmente, aunque fuera suficientemente inteligente como para no confesárselo a sí misma y menos a la policía, que mi voz vitricida andaba metida en aquel juego delictivo.
Frente a Matzerath, en cambio, que presumía afectadamente de honradez y procedió a un interrogatorio en toda forma, me negué a hacer la menor declaración y me refugié, con habilidad cada vez mayor, detrás de mi tambor y de mi talla permanente de niño atrasado de tres años. Después de esta clase de interrogatorios, mamá, volvía siempre a repetir: —La culpa de todo la tiene aquel liliputiense que besó a Oscarcito en la frente. En el acto me di cuenta de que aquello tenía algún significado, porque Óscar era antes muy distinto.
Admito que el señor Bebra influyó sobre mí en forma ligera y duradera, pues ni los arrestos domiciliarios lograron impedir que, en un rato de suerte y sin pedir permiso, naturalmente, consiguiera eclipsarme por una hora, lo bastante para practicar con mi canto, en el vidrio del escaparate de alguna mercería, el sospechoso agujero circular y convertir a un joven admirador de la mercería en feliz poseedor de una corbata de seda pura color rojo vino.
Si ustedes me preguntan: ¿Era el Mal lo que impelía a Óscar a aumentar la tentación, ya grande de por sí, que ejerce un vidrio brillante de escaparate, mediante un acceso practicado a la medida de la mano? Tengo que responder: Era el Mal, en efecto. Y era el Mal, entre otras razones, por el simple hecho de que me ocultara en zaguanes oscuros. Porque el zaguán, como debería saberse, es la guarida favorita del Mal. Por otra parte, y sin tratar por ello de desvirtuar lo malo de mis tentaciones, he de decirme a mí mismo y he de decirle a mi enfermero Bruno, hoy que no tengo ya ocasión para la tentación ni siento por ella inclinación alguna: Óscar, tú no sólo has satisfecho los pequeños y grandes deseos de todos aquellos paseantes invernales silenciosos enamorados de algún objeto de sus sueños, sino que has ayudado además a las gentes que se detienen ante los escaparates a conocerse a sí mismas. Más de una de aquellas damas elegantes, más de algún excelente tío, más de una de aquellas señoritas de edad ya avanzada pero frescas todavía en materia de religión jamás habrían sospechado que su naturaleza fuera propensa al robo si tu voz no los hubiera inducido a él, transformando así por añadidura a más de uno de aquellos ciudadanos que anteriormente veían en cualquier pobre ratero inexperto a un bribón peligroso y condenable.
Después de haberlo estado acechando noche tras noche antes de que, a la cuarta vez, se decidiera a picar y a convertirse en ladrón al que la policía nunca había de descubrir, el doctor Erwin Scholtis, temido fiscal y acusador de la Corte Penal, se transformó en un jurista benigno, indulgente y casi humano porque, ofreciéndome un sacrificio, a mí, el semidiós de los ladrones, se robó una brocha de afeitar de auténtico pelo de tejón.
En enero del treinta y siete estuve apostado por mucho tiempo, tiritando de frío, frente a una joyería, la cual, a pesar de su situación tranquila en una avenida del suburbio plantada de arces, gozaba de buen nombre y reputación. Presentóse ante el escaparate adornado con joyas y relojes toda clase de caza que, de haberse tratado de otras exhibiciones, de medias para dama, de sombreros de terciopelo o de botellas de licor, yo habría abatido inmediatamente y sin el menor reparo.
Lo que tienen las joyas: con ellas uno se vuelve caprichoso, circunspecto, se adapta uno al curso de cadenas interminables, mide el tiempo no ya por minutos sino por años de perlas, parte del punto de vista de que la perla sobrevivirá al cuello, de que es la muñeca y no el brazalete lo que enflaquece, de que se han encontrado en las tumbas anillos a los que el dedo no resistió; en una palabra, se considera a un admirador del escaparate demasiado jactancioso para adornarlo con joyas; a otro, demasiado mezquino.
El escaparate del joyero Bansemer no estaba demasiado recargado. Algunos relojes selectos, manufactura suiza de calidad, un surtido de anillos de compromiso sobre terciopelo azul celeste y, en el centro, seis, o mejor dicho, siete piezas de lo más escogido: una serpiente que se enroscaba tres veces sobre sí misma, forjada en oro de colores diversos, cuya cabeza de talla fina adornaban, dándole realce, un topacio y dos diamantes, en tanto que los ojos eran dos zafiros. Por lo regular no soy aficionado al terciopelo negro, pero debo admitir que a la serpiente del joyero Bansemer ese fondo le quedaba muy bien, lo mismo que el terciopelo gris que, bajo aquellas piezas de plata de formas tan encantadoramente sencillas y de regularidad tan poco común, difundía un reposo cosquilleante. Un aro engastado con una gema tan bella que se veía que estaba llamado a ir desgastando las manos de mujeres igualmente bellas, al paso que él se iría haciendo cada vez más bello hasta alcanzar ese grado de inmortalidad que probablemente sólo está reservado a las joyas. Cadenitas que nadie podría ponerse sin hacerse merecedor de un castigo, cadenas lánguidas; y, finalmente, sobre un cojín de terciopelo blanco amarillento que imitaba con sencillez la forma de un escote, un collar de lo más elegante: la distribución fina, el engarce un sueño, la trama un bordado. ¿Qué araña podía haber segregado su oro en forma que quedaran presos en su red seis rubíes pequeños y uno mayor? ¿Dónde se escondía? ¿Qué acechaba? No estaba, sin duda, al acecho de más rubíes, sino más bien de alguien a quien los rubíes aprisionados en la red le parecieran brillar cual gotas de sangre moldeada, cautivando su mirada. En otras palabras: ¿A quién debía regalarle yo a mi antojo, o al antojo de la araña tejedora de oro, aquel collar?
El dieciocho de enero del treinta y siete, sobre una nieve apisonada que crujía bajo el paso, una noche que olía a más nieve, a tanta nieve, a tanta nieve como pueda desear uno que todo quisiera confiarlo a la nieve, vi a Jan Bronski atravesar la calle, a la derecha de mi escondite, y pasar frente a la joyería sin levantar la vista, para luego vacilar o, más bien, pararse como obedeciendo a un mandato: dio media vuelta, o se la dieron, y he ahí a Jan delante del escaparate, entre arces silenciosos cargados de nieve.
El refinado Jan Bronski, algo enfermizo siempre, humilde en su profesión pero ambicioso en amor, tan tonto como enamorado de la belleza; Jan, el que vivía de la carne de mamá; el que, según lo creo y lo dudo hoy todavía, me engendró en nombre de Matzerath, estaba allí parado, con su elegante abrigo de invierno que parecía cortado por un sastre de Varsovia, convertido en estatua de sí mismo, tan petrificado que casi se me antojaba verlo ante el cristal cual un símbolo, con la mirada fija entre los rubíes del collar de oro, a la manera de Parsifal, que estaba también de pie en la nieve y veía sangre en ella.
Hubiera podido llamarlo, hubiera podido advertirle con el tambor, que llevaba conmigo. Lo sentía bajo mi abrigo. Bastábame abrir un botón y por sí mismo habría emergido al aire glacial. Con llevarme las manos a los bolsillos del abrigo habría tenido en ellas los palillos. Huberto, el cazador, no disparó cuando ya tenía a tiro al ciervo singular. Saulo, se convirtió en Pablo. Atila, al levantar el papa León el dedo con el anillo, dio media vuelta. Pero yo sí disparé, y ni me convertí ni di media vuelta, sino que me mantuve cazador, me mantuve Óscar, tratando de ir hasta el final: no me desabroché, no dejé que mi tambor saliera al aire glacial, no crucé mis palillos sobre la blanca lámina invernal, ni permití que la noche de enero se convirtiera en noche de tamboreo, sino que grité en silencio, grité como gritan tal vez las estrellas, o los peces en lo más profundo; grité primero a la estructura del hielo, para que dejara caer nieve fresca, y luego al vidrio: al vidrio espeso, al vidrio caro, al vidrio barato, al vidrio transparente, al vidrio que dividía en dos los mundos, al vidrio místico y virginal; practiqué con mi grito en el vidrio del escaparate, entre Jan Bronski y el collar, un agujero a la medida de la mano de Jan, que ya conocía, y dejé que el recorte circular del vidrio resbalara como si fuera una trampa: como si fuera la puerta del cielo y del infierno. Y Jan no se estremeció, sino que dejó que su mano finamente enguantada emergiera del bolsillo del abrigo y penetrara en el cielo, y el guante abandonó el infierno y tomó del cielo o del infierno un collar cuyos rubíes estaban hechos a la medida de todos los ángeles, inclusive de los caídos, y dejó que la mano llena de rubíes y de oro volviera al bolsillo; y seguía allí, ante el escaparate abierto, aunque eso fuera peligroso y no sangraran allí ya más rubíes que impusieran a su mirada o la de Parsifal una dirección inmutable.
¡Oh, Padre, Hijo y Espíritu Santo! Era preciso recurrir al espíritu, para que a Jan, el padre, no le sucediera nada. Óscar, el hijo, se desabrochó el abrigo, cogió rápidamente los palillos y, sobre la lámina, gritó: ¡papá, papá!, hasta quejan Bronski se volvió lentamente, atravesó lenta, lentamente la calle, y encontró a Óscar en el zaguán.
¡Qué bien que en el momento en que Jan seguía contemplándome sin expresión, pero a punto ya del deshielo, empezara a nevar! Alargóme una mano, pero no el guante que había tocado los rubíes., y me condujo en silencio pero sin sobresalto a casa, en donde ya mamá estaba inquieta por mí y Matzerath, en su estilo, amenazaba con severidad afectada pero muy poco en serio con dar parte a la policía. Jan no dio ninguna explicación, ni quiso tampoco jugar al skat al que Matzerath, poniendo botellas de cerveza sobre la mesa, lo invitaba. Al despedirse, acarició a Óscar, y éste no supo si lo que deseaba era un silencio encubridor o su amistad.
Al poco tiempo, Jan Bronski regaló el collar a mamá. Ésta, enterada sin duda de la procedencia de aquella joya, sólo se lo ponía a ratos, cuando Matzerath no estaba, ya fuera para sí misma, para Jan Bronski o, acaso, también para mí.
Poco después de la guerra lo cambié en el mercado negro de Düsseldorf por doce cartones de cigarrillos americanos Lucky Strike y una cartera de piel.
Hoy, en la cama de mi sanatorio, echo a menudo de menos aquella fuerza que tenía entonces a mi disposición inmediata y con la que derretía flores de escarcha, abría escaparates y llevaba al ladrón como de la mano.
¡Cuánto me gustaría, por ejemplo, eliminar el vidrio de la mirilla del tercio superior de la puerta de mi cuarto para que Bruno, mi enfermero, pudiera observarme mejor!