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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (18 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Era preciso confirmar el éxito. Me produje como uno de esos pintores modernos que, una vez que dan con el estilo que han buscado por espacio de muchos años, lo ilustran regalando al mundo estupefacto una serie completa de ejercicios manuales de su manera, igualmente magníficos, igualmente atrevidos, de igual valor y a menudo de idéntico formato todos ellos.

En menos de un cuarto de hora logré dejar sin vidrios todas las ventanas del foyer y parte de las puertas. Frente al Teatro se juntó una multitud que, según podía apreciarse desde arriba, parecía excitada. Nunca faltan los curiosos. A mí los admiradores de mi arte no me impresionaban mayormente. A lo sumo, indujeron a Óscar a trabajar en forma más estricta y más formal todavía. Y ya me disponía, por medio de un experimento aún más audaz, a poner al descubierto el interior de las cosas, es decir, a enviar al interior del Teatro, oscuro a aquella hora todavía, a través del foyer abierto y pasando por el ojo de la cerradura de un palco, un grito especial que había de atacarse a lo que constituía el orgullo de todos los abonados: la araña central con todos sus colgajos de vidrio pulido, reluciente y cortado en facetas refringentes, cuando de pronto percibí entre la multitud congregada ante el Teatro una tela de color rojo otoño: mamá había acabado ya lo del Café Weitzke, había saboreado su moka y dejado ya a Jan Bronski.

Hay que confesar sin embargo que, de todos modos, Óscar emitió todavía un grito dirigido contra la araña. Pero parece que no hubo de tener éxito, porque los periódicos del día siguiente sólo hablaron de los cristales del foyer y de las puertas, rotos en forma enigmática. Y por espacio de varias semanas más, la prensa diaria, en su sección editorial, dio acogida a investigaciones seudocientíficas y científicas en que se dijeron sandeces increíbles a varias columnas. Las
Últimas Noticias
sacaron a relucir los rayos cósmicos. Elementos del Observatorio, esto es, investigadores intelectuales altamente calificados, hablaron de las manchas solares.

Bajé entonces por la escalera de caracol con toda la prisa que mis cortas piernas me permitían y llegué echando el bofe ante el portal del Teatro donde la multitud seguía congregada. Pero el traje sastre color rojo otoño de mamá ya no estaba: debía de hallarse ya en la tienda de Markus, explicando tal vez allí los daños que mi voz acababa de causar. Y el tal Markus, que tomaba mi supuesto retraso y mi voz diamantina como la cosa más natural del mundo, debía de estar chasqueando la punta de su lengua, pensaba Óscar, y frotándose las manos blanquiamarillas.

Al entrar en la tienda, ofrecióseme un cuadro que me hizo olvidar en el acto todos los éxitos de mi canto destructor de vidrios a distancia. Segismundo Markus estaba arrodillado ante mamá, y con él parecían querer arrodillarse también todos los animales de trapo, los osos, monos, perros y aun las muñecas de párpados movedizos, así como los autos de bomberos, los caballos mecedores y todos los demás títeres que guarnecían su tienda. Tenía prendidas con ambas manos las dos de mamá y, exhibiendo sobre el dorso de las suyas unas manchas parduzcas recubiertas de un vello claro, lloraba.

También mamá parecía seria y afectada, como correspondía a aquella situación. —No, Markus, por favor —decía—, no aquí en la tienda.

Pero Markus seguía alegando, y su discurso tenía una entonación a la vez suplicante y exagerada, difícil de olvidar: —No siga usted con ese Bronski, ya que está en el Correo, que es polaco, y esto anda mal, digo, porque está con los polacos. No juegue usted en favor de los polacos; juegue, si quiere jugar, con los alemanes, porque éstos suben, si no hoy, mañana, porque ya están subiendo, y la señora Agnés sigue jugando en favor de Bronski. Si por lo menos jugara en favor de Matzerath, al que ya tiene, entonces bien. O bien, si quisiera ¡ojalá! jugar en favor de Markus y venir con Markus, ya que se acaba de hacer bautizar. Vamos a Londres, señora Agnés, donde tengo gente y todos los papeles que hacen falta: ¡ay, si quisiera usted venir! Pero si no quiere usted venir con Markus, porque lo desprecia, entonces está bien, desprécielo. Pero él le ruega de todo corazón que no juegue más en favor de ese loco de Bronski, que sigue en el Correo polaco, y a los polacos pronto los van a liquidar, cuando lleguen ellos, los alemanes.

Y precisamente en el momento en que mamá, confusa ante tantas posibilidades e imposibilidades, estaba también a punto de echarse a llorar, viome Markus a la entrada de la tienda, con lo cual, soltando una de las manos de mamá y señalando hacia mí con cinco dedos que parecían hablar, dijo: —Pues bien, sí señor, a éste también nos lo llevaremos a Londres, y lo trataremos como un principito, sí señor, como todo un principito.

Ahora volvióse también mamá hacia mí, y en sus labios se dibujó una sonrisa. Tal vez pensaba en las ventanas huérfanas de cristales del Teatro Municipal, o bien la perspectiva de la metrópoli londinense le infundía buen humor. Pero, con gran sorpresa de mi parte, sacudió la cabeza y dijo, con la misma sencillez que si rehusara un baile: —Gracias, Markus, pero no puede ser; es realmente imposible a causa de Bronski.

Como si el nombre de mi tío hubiera constituido un santo y seña, Markus se levantó automáticamente, hizo una inclinación rígida como de cuchillo de muelles y dijo: —Perdónele usted a Markus; ya me temía que no podría ser a causa de éste.

Al dejar la tienda del pasaje del Arsenal, aunque fuera todavía temprano, el tendero echó la cortina y nos acompañó hasta la parada de la línea 5. Frente al Teatro Municipal seguían todavía congregándose los transeúntes y había algunos policías. Pero yo no sentía miedo alguno y apenas me acordaba ya de mis éxitos contra el vidrio. Markus se inclinó hacia mí y me susurró al oído: —¡Qué cosas sabe hacer Óscar, toca el tambor y arma escándalo delante del Teatro!

Calmó con gestos de su mano la intranquilidad que se apoderó de mamá a la vista de los vidrios rotos, y al llegar el tranvía, después que nosotros hubimos subido al remolque, imploró una vez más, en voz baja, temiendo ser oído de otros: —Si es así, quédese usted por favor con Matzerath, al que ya tiene, y no esté con los polacos.

Al rememorar hoy, tendido o sentado en su cama metálica pero tocando su tambor en cualquier posición, el pasaje del Arsenal, los garabatos de las paredes de los calabozos de la Torre de la Ciudad, la Torre misma y sus instrumentos aceitados de tortura, los tres ventanales del foyer del Teatro Municipal con sus columnas y otra vez el pasaje del Arsenal y la tienda de Markus para poder reconstruir los detalles de una jornada de septiembre, Óscar evoca al propio tiempo a Polonia. ¿La evoca con qué? Con los palillos de su tambor. ¿La evoca también con su alma? La evoca con todos sus órganos, pero el alma no es ningún órgano.

Y evoco la tierra de Polonia, que está perdida pero no está perdida. Otros dicen: pronto perdida, ya perdida, vuelta a perder. Aquí donde me encuentro buscan a Polonia con créditos, con la Leica, con el compás, con radar, con varitas mágicas y delegados, con humanismo, jefes de oposición y asociaciones que guardan los trajes regionales en naftalina. Mientras aquí buscan a Polonia con el alma —en parte con Chopin y en parte con deseos de revancha en el corazón—, mientras aquí se rechazan las particiones de Polonia de la primera a la cuarta y se planea ya la quinta, mientras de aquí se vuela a Polonia por la Air France y se deposita compasivamente una pequeña corona allí donde en un tiempo se levantaba el ghetto, mientras de aquí se buscará a Polonia con cohetes, yo la busco en mi tambor y toco: perdida, aún no perdida, vuelta a perder, ¿perdida en manos de quién?, perdida pronto, ya perdida, Polonia perdida, todo perdido, Polonia no está perdida todavía.

La tribuna

Al romper con mi canto los vidrios de las ventanas del foyer del Teatro Municipal, buscaba yo y establecí por vez primera contacto con el arte escénico. A pesar de los apremiantes requerimientos del vendedor de juguetes Markus, mamá hubo sin duda de darse cuenta aquella tarde de la relación directa que me unía al teatro, porque es el caso que, al aproximarse la Navidad siguiente, compró cuatro entradas, para ella, para Esteban y Marga Bronski y también para Óscar, y el último domingo de Adviento nos llevó a los tres a la función infantil. Estábamos en primera fila de la segunda galería. La soberbia araña, colgando sobre la platea, daba lo mejor de sí. Celebré no haberla hecho polvo con mi canto desde la Torre de la Ciudad.

Ya entonces había muchos más niños de los debidos. En las galerías había más niños que mamas, en tanto que en la platea, donde estaban los ricos, menos propensos a procrear, la relación entre niños y mamas se veía prácticamente equilibrada. ¡Los niños! ¿Por qué no podrán estarse quietos? Marga Bronski, sentada entre mí y Esteban, que se estaba portando relativamente bien, se dejó resbalar de su asiento de sube y baja, quiso volver a encaramarse, pero encontró en seguida que era más bonito hacer ejercicios allí junto al pretil de la galería, por poco se coge los dedos en el mecanismo del asiento y empezó a chillar, aunque, en comparación con todos los demás que berreaban a nuestro alrededor, en forma relativamente soportable y breve, porque mamá le llenó de bombones su tonta boca de niña. Chupeteando y prematuramente cansada de sus ejercicios de tobogán con el asiento, la hermanita de Esteban se durmió apenas empezaba la representación, y había que despertarla al final de cada acto para que aplaudiera, lo que hacía efectivamente muy a conciencia.

Representaban el cuento de
Pulgarcito
, lo que me cautivó desde la primera escena y, como se comprenderá, me afectó personalmente. Lo hacían bien: a Pulgarcito no se le veía para nada, sino que sólo se oía su voz, y los adultos iban de un lado para otro buscando al héroe titular, invisible pero muy atractivo. Se escondía en la oreja del caballo, dejábase vender a buen precio por su padre a dos vagabundos, paseábase por el borde del sombrero de uno de ellos, hablaba desde allí, deslizábase más tarde en una ratonera, luego en una concha de caracol, hacía causa común con unos ladrones, iba a parar al heno y, con éste, a la panza de la vaca. Pero a la vaca la mataban, porque hablaba con la voz de Pulgarcito, y la panza de la vaca, con su diminuto prisionero dentro, iba a dar al estiércol, donde se la tragaba un lobo. Entonces Pulgarcito se las arreglaba con mucha habilidad para ir guiando al lobo hasta la casa y la despensa de su padre, y, en el preciso momento en que el lobo se disponía a robar, armaba un gran escándalo. El final era tal como sucede en el cuento: el padre mataba al lobo, la madre abría con unas tijeras el cuerpo y la panza del glotón, y de allí salía Pulgarcito; es decir, sólo se le oía gritar: —¡Ay, padre, estuve en una ratonera, en el vientre de una vaca y en la panza de un lobo, pero, en adelante, me quedo con vosotros!

Este final me conmovió y, al levantar los ojos hacia mamá, vi que escondía su nariz en el pañuelo, porque, lo mismo que yo, había visto la acción que se desarrollaba en el escenario en forma íntimamente personal. Mamá se enternecía fácilmente, y en las semanas siguientes, sobre todo durante las fiestas de Navidad, me apretaba con frecuencia contra su pecho, me besaba, y unas veces en broma y otras con melancolía llamaba a Óscar: Pulgarcito. O: mi pequeño Pulgarcito. O: mi pobre, pobre Pulgarcito.

No fue hasta el verano del treinta y tres cuando se me había de volver a brindar la ocasión de ir al teatro. Cierto que, debido a una equivocación de mi padre, la cosa fue mal, pero a mí me dejó una impresión perdurable. Hasta el punto que aún hoy resuena y se agita en mí, porque sucedió en la Ópera del Bosque de Zoppot, en donde verano tras verano, bajo el cielo abierto, confiábase a la naturaleza música wagneriana.

Sólo mamá mostraba algún entusiasmo por las óperas. Para Matzerath aun las operetas sobraban. En cuanto a Jan, éste se guiaba por mamá y se entusiasmaba por las arias, aunque a pesar de su aspecto de filarmónico fuera absolutamente sordo para la bella música. En cambio, conocía a los hermanos Formella, que habían sido condiscípulos suyos en la escuela secundaria de Karthaus y vivían en Zoppot, donde tenían a su cargo la iluminación del muelle, del surtidor frente al casino y de éste mismo y actuaban también como encargados de la iluminación en los festivales de la Ópera del Bosque.

El camino de Zoppot pasaba por oliva. Una mañana en el parque del castillo: peces de colores, cisnes, mamá y Jan Bronski en la célebre Gruta de los Secretos. Luego, otra vez peces de colores y cisnes que trabajaban mano a mano con un fotógrafo. Mientras tomaban la foto, Matzerath me subió a caballo sobre los hombros. Yo apoyé mi tambor sobre su cabeza, lo que provocaba la risa general, aun más adelante, cuando el retrato estaba ya pegado en el álbum. Despedida de los peces de colores, de los cisnes y de la Gruta de los Secretos. No era sólo domingo en el parque del castillo, sino también afuera de la verja, en el tranvía de Glettkau y en el casino de Glettkau, donde comimos, en tanto que el Báltico, como si no tuviera otra cosa que hacer, invitaba insistentemente al baño: era domingo en todas partes. Cuando, siguiendo el paseo que bordea la costa, fuimos a pie a Zoppot, el domingo nos salió al encuentro, y Matzerath hubo de pagar las entradas de todos.

Nos bañamos en los Baños del sur, porque parece que había allí menos gente que en los del norte. Los hombres se cambiaron en la sección para caballeros, en tanto que mamá me llevó a una caseta de la sección para damas y se empeñó en que yo me exhibiera desnudo en el compartimiento para familias, mientras ella, que ya en aquella época desbordaba exhuberancia, vistió sus carnes en un traje de baño amarillo paja. Para no presentarme demasiado al descubierto ante los mil ojos del baño para familias, me tapé la cosa con el tambor y luego me tendí en la arena boca abajo; ni quise tampoco meterme en las incitadoras aguas del Báltico, sino que escondí mis partes en la arena, practicando la política del avestruz. Matzerath y Jan Bronski se veían tan ridículos con sus barrigas incipientes, que casi daban pena, de modo que me alegré cuando al caer la tarde volvimos a las casetas, en donde cada uno untó de crema su piel quemada por el sol y, oliendo a Nivea, volvió a meterse en su respectivo traje dominguero.

Café y pasteles en la Estrella de Mar. Mamá quería una tercera porción de pastel de cinco pisos. Matzerath estaba en contra, Jan a favor y en contra a la vez, mamá la pidió, le dio un bocado a Matzerath, atiborró a Jan y, habiendo satisfecho así a sus dos hombres, se puso a engullir, cucharadita a cucharadita, la punta archiempalagosa del pastel.

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