Comprendiendo lo inevitable de mi situación, empecé por buscar en mi indumentaria el desgarrón que me había hecho al pasar por la rendija. Resultó estar en la parte posterior derecha de mi pantalón. Lo medí separando dos dedos y me pareció fastidiosamente grande, a pesar de lo cual me hice el indiferente y esperé, antes de levantar la vista, a que todos los muchachos, los de la parada del tranvía, los de la calzada y los del puente hubieran saltado la valla, ya que la rendija no era a su medida.
Esto ocurría en los últimos días de agosto. De vez en cuando la luna se escondía tras una nube. Conté aproximadamente veinte muchachos. Los más jóvenes, como de catorce; los mayores, de dieciséis a diecisiete. En el cuarenta y cuatro tuvimos un verano seco y cálido. Cuatro de los mozalbetes llevaban el uniforme de auxiliares de la Luftwaffe. Rodeaban a Óscar en pequeños grupos y hablaban entre ellos a media voz en una jerga que no me esforcé lo más mínimo por comprender. Llamábanse asimismo unos a otros con nombres extravagantes de los que retuve unos pocos. Así, por ejemplo, a un tipejo de unos quince años, de ojos de corzo ligeramente velados, le llamaban la Liebre y a veces también la Trilla. Al que estaba a su lado le llamaban Angelote. El más pequeño de entre ellos, pero sin duda no el más joven, uno que tenía el labio superior muy prominente y que ceceaba, era un tal Carboncillo. A uno de los auxiliares de la Luftwaffe le decían el Míster, a otro, muy atinadamente, el Pollo, y había además nombres históricos, como Corazón de León, Barba Azul (uno de cara de queso), nombres que a mí me eran familiares, como Totila y Teya, y para mayor ludibrio pude distinguir los de Belisario y Narses. A Störtebeker, que llevaba un sombrero de fieltro abollado en forma de charco para patos y un impermeable demasiado largo, lo examiné con más atención: pese a sus dieciséis años era el jefe de la banda.
No hacían caso de Óscar; probablemente querían hacerle perder su aplomo. Así, mitad divertido y mitad disgustado conmigo mismo por haberme metido en esa aventura tan obviamente impúber, me senté sobre mi tambor, pues tenía las piernas cansadas, miré a la luna, prácticamente llena, y traté de dejar vagar una parte de mis pensamientos hacia la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.
A lo mejor el Niño había tocado hoy el tambor o aventurado alguna palabrita. Y mientras tanto yo permanecía sentado en el patio de la fábrica de chocolate Baltic, participando en aquel juego de policías y ladrones. Tal vez el otro me estuviera esperando y se propusiera, después de una breve introducción tamborística, volver a abrir la boca para confirmarme la sucesión de Jesucristo, y estaría decepcionado porque yo no llegaba, lo que probablemente le haría fruncir despectivamente el entrecejo. ¿Qué pensaría Jesús de esos mozalbetes? ¿Qué tenía que ver Óscar, su imagen, su sucesor y su lugarteniente, con semejante banda? ¿Podían dirigirse las palabras de Jesús «dejad que los niños se acerquen a mí» a unos adolescentes que se llamaban Angelote, la Trilla, Barba Azul, Carboncillo y Störtebeker?
Störtebeker se acercó. En línea, Carboncillo, su mano derecha, Störtebeker:
—¡Levántate!
Óscar seguía con los ojos en la luna y los pensamientos ante el altar lateral de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, y no se levantó, de modo que, a indicación de Störtebeker, Carboncillo me quitó de un puntapié el tambor de debajo de las asentaderas. Al levantarme, cogí el tambor y me lo escondí bajo la blusa, para evitarle mayores daños.
No está mal este Störtebeker, pensaba Óscar. Los ojos tal vez un poco demasiado hendidos y juntos, pero en los rasgos de la boca, astucia y movimiento.
—¿De dónde vienes?
Empezaba, pues, el interrogatorio, y comoquiera que me desagradaba esa manera de abordarme, me concentré de nuevo en el disco lunar, imaginándome a la luna —que todo lo tolera— cual tambor y riéndome para mí de ese delirio de grandeza que a nada me comprometía.
—Fíjate, Störtebeker. Parece que se ríe.
Carboncillo no me quitaba ojo y propuso a su jefe un trámite que designaba como darme un «curtido». Otros de los que estaban en segundo término, entre ellos el pecoso Corazón de León, el Míster, la Trilla y el Angelote eran también partidarios del curtido.
Todavía en la luna, deletreé: curtido. Bonito término, pero seguramente nada agradable.
—¡Aquí el que dice cuándo hay que curtir soy yo! —zanjó Störtebeker, poniendo fin a los murmullos de su banda. Y luego, dirigiéndose de nuevo a mí—: Te hemos visto rondar por la calle de la Estación. ¿Qué haces allí? ¿De dónde vienes?
Eso eran dos preguntas. Para permanecer dueño de la situación, Óscar había de contestar por lo menos una de ellas. Así pues, aparté la cara de la luna, miré a Störtebeker con mis avasalladores ojos azules y dije tranquilamente: —Vengo de la iglesia.
Murmullos tras el impermeable de Störtebeker. Se completó mi respuesta. Carboncillo entendió que debía tratarse de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.
—¿Cómo te llamas?
La pregunta era inevitable. Tenía que venir. Esto es característico en la conversación humana, y de su respuesta viven una porción de obras teatrales más o menos largas e inclusive alguna ópera: por ejemplo, Lohengrin.
Yo aguardé a que reapareciera la luna entre dos nubes, dejé que su reflejo en el azul de mis ojos actuara sobre Störtebeker por espacio de tres cucharadas soperas, y, especulando vanidosamente sobre el efecto de la palabra —ya que el nombre de Óscar lo hubiera acogido con risotadas— contesté: —Me llamo Jesús. —Esta confesión produjo un silencio prolongado, hasta que Carboncillo, tragando saliva, dijo: —De todos modos hay que curtirlo, jefe.
Carboncillo no era el único partidario de curtirme. Haciendo chasquear los dedos Störtebeker autorizó a que se me curtiera con lo que Carboncillo me agarró, me incrustó los nudillos contra el brazo derecho y les imprimó un rápido movimiento de vaivén seco, cálido y doloroso, hasta que, con un nuevo chasquido, Störtebeker puso término a la operación. ¡Conque eso era el curtido!
—Bueno, ¿cómo te llamas? —el jefe del sombrero de fieltro empezaba a dar muestras de aburrimiento. Efectuó con su derecha un movimiento de boxeador, que hizo arremangarse la manga demasiado larga de su impermeable, miró su reloj de pulsera a la luz de la luna y susurró, por el lado izquierdo—: Un minuto de reflexión, y luego Störtebeker te marcará la salida.
Óscar podía pues contemplar la luna libremente por espacio de un minuto, buscar escapatorias en sus cráteres y consultar consigo mismo la conveniencia de mantener la decisión relativa a la sucesión de Jesucristo. Pero, como eso de marcarme la salida no me hacía gracia y, además, tampoco quería yo dejarme imponer términos fijos por aquella banda, al cabo de unos treinta y cinco segundos dije:
—Soy Jesús.
Lo que ocurrió a continuación fue de un efecto sorprendente, aunque la escenificación no fuera mía. Apenas había terminado de identificarme por segunda vez como el sucesor de Jesucristo, y antes de que Störtebeker pudiera chasquear los dedos y Carboncillo curtirme, se produjo una alarma antiaérea.
Óscar dijo «Jesús», hizo una inspiración y, una tras otra, las sirenas del vecino aeropuerto, la del edificio principal del Cuartel de Infantería de Hochstriess, la del tejado de la Escuela Superior Horst Wessel, algo adelante del bosque de Langfuhr, la de los grandes almacenes Sternfeld y, a lo lejos, del lado de la Avenida Hindenburg, la del Politécnico, dieron confirmación a mi respuesta.
Pasó algún tiempo hasta que todas las sirenas del suburbio, cual otros tantos arcángeles, recogieran en forma sostenida y persistente la buena nueva que yo acababa de anunciar, hincharan la noche y la dejaran caer, hicieran tambalearse los sueños, penetraran en los oídos de los que dormían y dieran a la luna, que nada lograba perturbar, el significado terrible de un cuerpo celeste sustraído al oscurecimiento.
Óscar sabía que la alarma estaba de su parte, pero las sirenas pusieron a Störtebeker nervioso. Sobre una parte de su pandilla la alarma actuaba en forma personal y disciplinaria. Tuvo que enviar a los cuatro auxiliares de la Defensa Antiaérea, por encima de la valla, a sus respectivas baterías, a sus respectivas piezas de 8,8, entre el depósito de los tranvías y el aeropuerto. Otras tres de sus gentes, entre ellos Belisario, tenían guardia antiaérea en el Conradinum, de modo que tuvieron también que largarse inmediatamente. Rodeado del resto, unos quince muchachos, y, viendo que en el cielo no ocurría nada, reanudó el interrogatorio. —Entonces, si te hemos entendido bien, tú eres Jesús. Como quieras. Otra pregunta: ¿cómo te las arreglas con los faroles y con las ventanas? Nada de evasivas; ¡lo sabemos perfectamente!
Bueno, lo que es saberlo, no lo sabían. A lo sumo podían haber observado algún que otro éxito de mi voz. Óscar se impuso a sí mismo cierta indulgencia en su trato con aquellos mozalbetes que hoy designaríamos, en forma breve y categórica, como pandilleros. Traté de disculpar su tipo de actuación directa y en parte torpe, y me mostré objetivo y condescendiente. De modo que ésos eran los famosos Curtidores de los que toda la ciudad hablaba desde hacía algunas semanas, o sea una banda juvenil de la que la policía y varias patrullas de la Juventud Hitleriana se esforzaban por hallar la pista. Eran, según había de comprobarse ulteriormente, estudiantes del Conradinum, del liceo de San Pedro y de la Escuela Superior Horst Wessel. Había también otro grupo de la banda de Curtidores en Neufahrwasser, dirigido también por estudiantes, pero formado en sus dos terceras partes por aprendices de los astilleros de Schichau y de la fábrica de vagones de ferrocarril. De hecho, los dos grupos rara vez actuaban juntos, y prácticamente sólo cuando, partiendo de la Schichaugasse, recorrían el Parque Steffen y la Avenida Hindenburg, de noche, a la caza de las jefas de la Federación de Muchachas Alemanas que, después de las veladas educativas, volvían de la Casa de la Juventud del Bischofsberg. Los dos grupos eludían entrar en conflicto, delimitando estrictamente para ello sus respectivos sectores de operaron, Störtebeker veía en el jefe de los de Neufahrwasser más bien a un amigo que a un rival. La banda de los Curtidores luchaba contra todo. Vaciaban los locales de servicio de la Juventud Hitleriana, la emprendían contra las condecoraciones y las insignias de los permisionarios del frente que hacían el amor en los parques con sus amiguitas, robaban armas, municiones y petróleo con la complicidad de los auxiliares de la Luftwaffe de servicio en las baterías antiaéreas, y la meta de todos sus desvelos era un ataque decisivo contra la Oficina del Racionamiento.
Sin saber todavía nada de la organización ni de los planes de los Curtidores, Óscar, que entonces se sentía abandonado y desgraciado, experimentaba en aquel círculo de adolescentes cierto sentimiento de familiaridad. En mi fuero interno hacía yo ya causa común con los muchachos, prescindiendo de la objeción relativa a la edad —yo estaba por cumplir veinte años—, y me dije: ¿por qué no darles una muestra de tu arte? La juventud está siempre ávida de saber. También tú tuviste alguna vez quince y dieciséis años. Dales pues un ejemplo, hazles una demostración. Te admirarán sin duda, y hasta puede que te obedezcan. Podrás ejercer así tu influencia, acrisolada en tantas experiencias; obedece ya desde ahora a tu vocación: reúne discípulos, toma sobre ti la sucesión de Jesucristo.
Tal vez intuyera Störtebeker que mi meditación tenía su fundamento, pues me dejó tiempo y se lo agradecí. Fines de agosto. Noche de luna, ligeramente nublada. Alarma antiaérea. Dos o tres reflectores del lado de la costa. Probablemente un avión de reconocimiento. En aquellos días se estaba evacuando París. Frente a mí, el edificio principal de la fábrica de chocolate Baltic con sus múltiples ventanas. Después de un prolongado repliegue, el grupo de ejércitos del centro se había finalmente estabilizado sobre el Vístula. Sin duda, la Baltic ya no producía chocolate para los comercios de detalle, sino sólo para la Luftwaffe. Óscar tenía que familiarizarse con la idea de que los soldados del General Patton llevaban sus uniformes americanos a pasear bajo la Torre Eiffel. Me dolía sólo de pensarlo, y Óscar levantó uno de sus palillos. Tantas horas en compañía de Rosvita. Y Störtebeker observó mi gesto, siguió con la mirada la dirección de mi palillo y contempló la fachada de la fábrica de chocolate. Mientras en pleno día limpiaban de japoneses una islita en el Pacífico, aquí la luna se reflejaba simultáneamente en todas las ventanas de la fábrica. Y Óscar dijo a todos los que quisieron oírle: —Jesús rompe el vidrio con su voz.
Ya antes de liquidar los tres primeros cristales llamóme la atención el zumbido de una mosca que volaba muy alto por encima de mí. Mientras otros dos cristales renunciaban a la luz de la luna, pensé: es una mosca moribunda la que zumba tan fuerte. Luego pinté de negro, con mi voz, las restantes ventanas del piso superior de la fábrica y pude palpar la anemia de varios reflectores antes de eliminar de varias ventanas del entresuelo y de la planta baja, el reflejo de las luces que debían proceder de la batería junto al Campamento de Narvik. Abrieron el fuego las baterías costeras, y yo liquidé el entresuelo. A continuación, las baterías de Altschottland, Pelonken y Schellmühl recibieron la orden de tiro. Ataqué tres ventanas de la planta baja, y ahora se elevaban los cazas nocturnos en el aeropuerto y pasaron el techo de la fábrica. Aun antes de que yo hubiera terminado con la planta baja, las baterías antiaéreas interrumpieron el fuego y dejaron a los cazas nocturnos la tarea de derribar un tetramotor cortejado arriba de Oliva por tres reflectores a la vez.
Al principio temía Óscar todavía que la simultaneidad de su exhibición con los esfuerzos impresionantes de la defensa antiaérea pudiera dividir la atención de los muchachos o inclusive apartarla por completo de la fábrica, hacia el cielo nocturno.
De ahí que tanto mayor fuera mi asombro al ver que, una vez terminado mi trabajo, la banda entera no acertaba a arrancarse de la fábrica de chocolate huérfana de cristales. Y aun cuando del lado del vecino camino del Hohenfriedberg se oyeron bravos y aplausos como en el teatro, porque habían atinado al bombardero y éste, envuelto en llamas, caía más que aterrizaba sobre el bosque de Jeschkental dando un soberbio espectáculo, aun entonces sólo unos miembros de la banda, entre ellos Angelote, se apartaron de la fábrica despojada de vidrios. Pero ni Störtebeker ni Carboncillo, los que a mí más me interesaban, se preocuparon del aparato derribado.