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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (62 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Y luego, como antes, ya no quedaron en el cielo más que la luna y unas cuantas estrellas desparramadas. Entonces volvióse Störtebeker, mostróme como siempre la curva despectiva de su boca, hizo aquel gesto de boxeador que ponía al descubierto el reloj de pulsera bajo la manga demasiado larga de su impermeable, y me lo tendió sin decir palabra pero respirando fuerte. Quería decir algo, pero hubo de esperar a que acabaran las sirenas ocupadas en anunciar el final de la alarma, hasta que al cabo pudo hacerlo, diciendo, entre los aplausos de los suyos: —Está bien, Jesús. Si quieres quedas admitido y puedes colaborar. Nosotros somos los Curtidores, si es que eso te dice algo.

Óscar sopesó el reloj de pulsera con la mano, y confió el lujoso objeto, que tenía las cifras fosforescentes y marcaba las doce y veintitrés minutos, a Carboncillo. Este consultó con la mirada a su jefe. Störtebeker asintió con un movimiento de cabeza. Y Óscar dijo, mientras se arreglaba el tambor para el regreso: —Jesús os precede. ¡Seguidme!

El nacimiento

Hablábase mucho, a la sazón, de armas milagrosas y de victoria final. Nosotros, los Curtidores, no hablábamos ni de una cosa ni de la otra, pero teníamos el arma milagrosa.

Al asumir Óscar la jefatura de la banda, que contaba de unos treinta a cuarenta miembros, me hice presentar primero por Störtebeker al jefe del grupo de Neufahrwasser. Moorkähne, muchacho de unos diecisiete años y que cojeaba, era hijo de un alto funcionario de la oficina de Pilotos de Neufahrwasser y, debido a su impedimento físico —su pierna derecha era dos centímetros más corta que la izquierda— no había sido admitido ni como recluta ni como auxiliar de la Defensa Antiaérea. Pese a que Moorkähne exhibiera su cojera en forma ostensible y sin disimulo, era tímido y hablaba bajito. Aquel adolescente que sonreía siempre en forma socarrona pasaba por ser el mejor alumno de la clase superior del Conradinum y, caso de que el ejército ruso no viniera a ponerle algún reparo, tenía todas las probabilidades de terminar su bachillerato en forma ejemplar. Moorkähne quería estudiar filosofía.

Lo mismo que Störtebeker me respetaba en forma incondicional, así veía también el cojo en mí a Jesús que precedía a los Curtidores. Desde el primer momento hízose mostrar Óscar por ambos el depósito y la caja, porque los dos grupos reunían los botines de sus hazañas en la misma bodega. Ésta se hallaba, seca y espaciosa, en una residencia discreta y elegante de Langfuhr, en el camino de Jeschkental. Habitaban esta residencia, emparrada de múltiples enredaderas y separada de la carretera por un prado en suave declive, los padres de Angelote, que se llamaban «Von Puttkamer»; mejor dicho, el señor Von Puttkamer se hallaba en la hermosa Francia al mando de una división, era poseedor de la cruz de caballero y de linaje pomeranio-polaco-prusiano, en tanto que la señora Elisabeth von Puttkamer disfrutaba de la casa salud y se hallaba desde hacía ya varios meses en la Alta Babiera, donde había de curarse. Wolfgang von Puttkamer, pues, al que los Curtidores llamaban Angelote, era dueño y señor de la residencia, ya que a la vieja sirvienta medio sorda que tenía a su cargo en las habitaciones superiores el bienestar del señorito no la vimos nunca: nosotros nos introducíamos en la bodega por el lavadero.

En el depósito amontonábanse latas de conservas, cajas de cigarros y varias pacas de seda de paracaídas. De un estante colgaban dos docenas de cronómetros de reglamento, del ejército, que por orden de Störtebeker Angelote tenía que mantener constantemente andando, acordándolos uno con otro. Tenía también que limpiar las dos pistolas ametralladoras, el fusil de asalto y los revólveres. Me mostraron asimismo una granada antitanque, munición para las ametralladoras y veinticinco bombas de mano. Todo esto, lo mismo que una hilera considerable de latas de petróleo, estaba destinado al asalto de la Oficina de Racionamiento. Así pues, la primera orden de Óscar, que yo pronuncié en mi calidad de Jesús fue: —Enterrad las armas y el petróleo en el jardín. Entregad las matracas a Jesús. ¡Nuestras armas son de otra clase!

Cuando los muchachos me mostraron una caja de cigarros llena de condecoraciones e insignias robadas, les permití, sonriendo, que tomaran posesión de las mismas. En cambio, hubiera debido quitarles los cuchillos de paracaidistas. Más tarde hicieron uso de aquellas hojas que tan bien se ajustaban a la mano y clamaban por dar servicio.

Luego me trajeron la caja. Óscar dejó que contaran, contó a su vez e hizo anotar un efectivo de dos mil cuatrocientos veinte marcos del Reich. Esto era a principios de septiembre del cuarenta y cuatro. Y cuando a mediados de enero del cuarenta y cinco Koniev y Zukov forzaron el paso del Vístula, nos vimos obligados a abandonar nuestra caja en el depósito de la bodega. Angelote confesó y, sobre la mesa de la Audiencia Territorial, amontonáronse, en paquetes y en pilas, treinta y seis mil marcos.

Conforme a mi natural, durante las operaciones Óscar manteníase en la sombra. Durante el día buscaba yo, por lo regular solo o a lo sumo en compañía de Störtebeker, un objetivo que valiera la pena para la empresa nocturna, dejaba la organización de la misma a Störtebeker o a Moorkähne, y rompía con mi canto —ésta era, en efecto, el arma milagrosa—, a mayor distancia que nunca sin abandonar la habitación de mamá Truczinski, a altas horas de la noche y desde la ventana del dormitorio, los vidrios de la planta baja de distintas oficinas del Partido, la ventana del patio de una imprenta en la que se imprimían las tarjetas de racionamiento y, en una ocasión, a petición de los muchachos y de mal grado, la ventana de la cocina del domicilio particular de un maestro del que querían vengarse.

Estábamos ya en noviembre. Los V1 y V2 volaban hacia Inglaterra, y yo, lanzando mi canto por encima de Langfuhr, y haciéndole seguir por el arbolado de la Avenida Hindenburg, la Estación Central, el barrio viejo y la orilla derecha, busqué la calle de los Carniceros y el Museo e hice que mis hombres penetraran en él en busca de Níobe, el mascarón de proa.

No la hallaron. A mi lado, mamá Truczinski permanecía clavada a su silla, movía la cabeza y tenía conmigo algo en común, porque si Óscar cantaba a distancia, lo mismo hacía ella con sus pensamientos, buscando en el cielo a su hijo Heriberto y en el sector del centro a su hijo Fritz. También a su hija Gusta, que a principios del cuarenta y cuatro se había casado en Renania, tenía que buscarla en la lejana Düsseldorf, porque era allí donde el jefe de camareros Köster tenía su domicilio, aunque por el momento se encontrara en Curlandia. Gusta sólo pudo conocerlo y retenerlo las dos semanas que estuvo de permiso.

Eran unas veladas apacibles. Óscar se sentaba a los pies de mamá Truczinski, fantaseaba un poco sobre su tambor, extraía del tubo de la estufa de azulejos una manzana cocida y desaparecía, llevándose esta fruta arrugada, manjar de ancianas y de niños, en el oscuro dormitorio; subía aquí el papel del oscurecimiento, abría un palmo la ventana, dejaba que entrara algo del frío y de la noche, y mandaba afuera su canto de control remoto; pero no le cantaba a estrella alguna ni tenía nada que buscar en la Vía Láctea. Lo que buscaban era la Plaza de Winterfeld y, en ésta, no el edificio de la radio, sino aquel armatoste de enfrente en donde la dirección regional de la Juventud Hitleriana alineaba puerta con puerta sus despachos.

Si el tiempo era claro, mi trabajo no requería ni un minuto. Mientras tanto, la manzana cocida se había enfriado un poco en la ventana. De modo que volvía comiéndomela al lado de mama Truczinski y de mi tambor, me iba en seguida a la cama, y podía estar seguro de que, mientras Óscar dormía, los Curtidores robaban en nombre de Jesús las cajas del Partido, tarjetas de racionamiento y, lo que era aún más importante, sellos oficiales, formularios impresos o alguna lista del Servicio de Patrullas de la Juventud Hitleriana.

Con ánimo tolerante, dejaba yo que Störtebeker y Moorkähne hicieran toda clase de tonterías con documentos falsificados. El enemigo principal de la banda era, decididamente, el Servicio de Patrullas. Lo que es por mí, podían cazar a sus contrincantes como les diera la gana, curtirlos y —según lo decía y lo hacía Carboncillo— pulirles los testículos.

De estos actos, que sólo constituían un preludio y no revelaban nada todavía de mis verdaderos planes, siempre me mantuve alejado, de modo que tampoco puedo atestiguar si fueron los Curtidores los que, en septiembre del cuarenta y cuatro, ataron a dos jefes superiores del Servicio de Patrullas, entre ellos al temido Helmut Neitberg, y los ahogaron en el Mottlau, arriba del Puente de las Vacas.

También llegó a decirse luego que los Curtidores habían tenido contactos con los piratas Edelweiss, de Colonia, y que guerrilleros polacos de la región de Tuchler habían alentado nuestras acciones o inclusive las habían dirigido. Yo, que en mi doble carácter de Óscar y de Jesús presidí la banda, desmiento categóricamente la especie relegándola al dominio de la leyenda.

También se nos acusó, en el curso del proceso, de haber tenido relación con los autores del atentado del veinte de julio, porque el padre de Angelote, August von Puttkamer, era allegado del mariscal Rommel y se había suicidado. Angelote, que durante la guerra sólo había visto a su padre cuatro o cinco veces, en visitas rápidas y siempre con insignias de diferente grado, no se enteró de aquella historia de oficiales, que en el fondo a nosotros nos dejaba indiferentes, sino en el curso del proceso, y lloró entonces en forma tan lamentable e incontrolada, que Carboncillo, que estaba a su lado en el banquillo, hubo de curtirlo en presencia de los jueces.

Sólo en una ocasión establecieron los adultos contacto con nosotros en relación con nuestras actividades. Fue cuando unos trabajadores de los astilleros —de filiación comunista, según yo lo intuí inmediatamente— trataron de ganar influencia sobre nuestros aprendices de Schichau para convertirnos en un movimiento clandestino rojo. Los aprendices no parecían ver la cosa con malos ojos. Pero los estudiantes se opusieron a toda tendencia política. El auxiliar de la Defensa Antiaérea que llamábamos Míster cínico y teorizante de la banda de los Curtidores, expresó su opinión, en el curso de una asamblea: —Nada tenemos que ver con los partidos; nosotros luchamos contra nuestros padres y contra todos los demás adultos, lo mismo si están a favor o en contra de lo que sea.

Aunque el Míster se hubiera expresado con la mayor exageración, la mayoría de los estudiantes se pronunciaron a su favor. Hubo una escisión en la banda, y los aprendices de Schichau fundaron un nuevo grupo —lo que yo sentí, pues los muchachos eran muy activos— aunque, no obstante las objeciones de Störtebekery Moorkähne, siguieron ostentándose como la banda de los Curtidores. En el proceso —ya que su tienda saltó al mismo tiempo que la nuestra— se les atribuyó el incendio del buque escuela de submarinos en los terrenos del astillero. Más de cien tripulantes y aspirantes a marineros que seguían allí su instrucción perecieron entonces en forma atroz. El incendio estalló sobre la cubierta e impidió que la tripulación del submarino, que dormía bajo cubierta, pudiera abandonar sus camarotes, y cuando los aspirantes, que contaban apenas dieciocho años, trataron de saltar por las escotillas al agua salvadora del puerto, quedaron atrapados por las caderas, en tanto que el fuego, que se extendía rápidamente, los alcanzaba por detrás, de modo que hubo que matarlos a tiros desde las barcazas de motor, porque gritaban en forma demasiado fuerte y persistente.

El incendio no lo provocamos nosotros. Tal vez fueron los aprendices de Schichau, o quizá los del grupo de Westerland. Los Curtidores no eran incendiarios, aunque yo, su jefe espiritual, pudiera tener inclinaciones incendiarias por parte de mi abuelo Koljaiczek.

Me acuerdo bien del mecánico que había sido trasladado de los astilleros alemanes de Kiel a Schichau y vino a vernos poco antes de la división de la banda de los Curtidores. Erich y Horst Pietzger, hijos de un estibador de Fuchswall, lo condujeron a la bodega de nuestra residencia. Examinó con atención nuestro depósito, lamentó la ausencia de armas utilizables, pero, aunque con reservé) nos hizo algunos elogios; y cuando, habiendo preguntado por el jefe de la banda, Störtebeker y Moorkähne me señalaron a mí, el primero espontáneamente y el segundo con cierta vacilación, rompió en un ataque de risa tan insolente y prolongado, que faltó poco para que, a indicación de Óscar, se le entregara a los Curtidores para ser curtido.

—¿Qué clase de gnomo es éste? —le dijo a Moorkähne, señalándome con el pulgar por encima de la espalda.

Antes de que Moorkähne, que sonreía sin saber qué responder, pudiera decir nada, Störtebeker le contestó, en forma impresionantemente reposada: —Este es nuestro Jesús.

El mecánico, que se llamaba Walter, no encajó bien la palabrita y se permitió expresar su cólera en nuestros dominios: —Bueno, ¿sois políticos de veras, o monaguillos preparando algún Nacimiento para la Navidad?

Störtebeker abrió la puerta de la bodega, hizo una señal a Carboncillo, dejó saltar de la manga de su chaqueta la hoja de un cuchillo de paracaidista y dijo, más a la banda que al mecánico: —Somos monaguillos y estamos preparando un nacimiento para Navidad.

De todos modos, no se le hizo al señor mecánico ningún daño, sino que se le vendaron los ojos y se le condujo fuera de la residencia. Poco después nos quedamos solos, porque los aprendices de los astilleros de Schichau se separaron, constituyeron un grupo propio bajo la dirección del mecánico, y tengo la plena seguridad de que fueron ellos los que prendieron fuego al buque escuela.

En mi opinión, Störtebeker había dado la respuesta correcta. No nos interesaba la política y, después que las Patrullas de la Juventud Hitleriana, atemorizadas, ya apenas salían de sus locales de servicio o controlaban a lo sumo en la Estación Central los papeles de las muchachitas de vida alegre, empezamos a trasladar nuestro campo de acción a las iglesias y a ensayar, según las palabras del mecánico, Nacimientos.

De momento, tratábase de compensar la pérdida de los aprendices de Schichau, que habían sido muy activos. A fines de octubre, Störtebeker tomó juramento a dos monaguillos de la iglesia del Sagrado Corazón. Eran los hermanos Félix y Pablo Rennwand. Störtebeker los había conocido por la hermana de ellos, Lucía. A pesar de mi protesta, la muchacha, que contaba apenas diecisiete años, asistió a la toma de juramento. Los hermanos Rennwand tuvieron que poner la mano izquierda sobre mi tambor, en el que los muchachos, exaltados como eran, veían una especie de símbolo, y pronunciar la fórmula de los Curtidores: un texto tan idiota y abracadabrante, que no acierto a recordarlo.

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