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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (64 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Óscar fue sometido a un proceso que hoy todavía sigo llamando el segundo proceso de Jesús y que terminó con mi absolución y, por consiguiente, con la de éste.

El camino de las hormigas

Háganme ustedes el favor de imaginarse una piscina de baldosas azul cielo en la que nadan dos tipos de aspecto deportivo tostados por el sol. Al borde de la piscina están sentados, delante de las cabinas, hombres y mujeres de aspecto igualmente bronceado. Se oye, apenas, la música que difunde un altavoz. Un tedio saludable, un ligero erotismo que no compromete y que pone tensos los trajes de baño. Las baldosas son lustrosas y, sin embargo, nadie resbala. Aquí y allá, unos cuantos cartelitos con prohibiciones que salen sobrando, porque los bañistas sólo vienen un par de horas y hacen las cosas prohibidas fuera del establecimiento. De vez en cuando, alguien salta del trampolín de tres metros, pero sin lograr conquistar las miradas de los nadadores ni apartar de las revistas ilustradas las de los bañistas tendidos. Y de pronto, se alza un vientecillo. No, no es un vientecillo. Es más bien un hombre joven que sube lentamente, deliberadamente, barrote tras barrote, al trampolín de los diez metros. Bájanse ya las revistas con los reportajes de Europa y ultramar; las miradas suben con él, los cuerpos tendidos se alargan, una mujer joven se pone la mano sobre los ojos, alguien olvida lo que estaba pensando, una palabra queda suspendida en el aire, un flirt apenas iniciado termina prematuramente a mitad de la frase: ahí está él, apuesto y fuerte, en el trampolín; da unos saltitos, se apoya en la curva elegante de la barandilla de tubo, mira como aburrido hacia abajo, se desprende de la barandilla con un elegante movimiento de la cadera, avanza por la parte sobresaliente del trampolín que se cimbrea a cada uno de sus pasos, mira abajo, permite a su mirada afinarse en una piscina azul, sorprendentemente pequeña, en la que rojos, amarillos, verdes, blancos, rojos, amarillos, verdes, blancos, rojos, amarillos, los gorros de baño de las nadadoras están siempre mezclándose. Y allí han de estar las muchachas, Doris y Erika Schüler, y también Jutta Daniels con su amigo, que no le hace ningún caso. Le hacen señas, Jutta le hace señas también. Sin descuidar su equilibrio, él les responde con la mano. Y ahora gritan. ¿Qué querrán? ¡Venga!, gritan, ¡salta!, grita Jutta. Pero él ni siquiera había pensado en ello; sólo quería ver cómo se ve desde arriba, para luego volver a bajar tranquilamente, barrote tras barrote. Y luego gritan fuerte, en forma que todos puedan oírlo, gritan: ¡Salta! ¡Salta ya! ¡Salta!

Ustedes habrán de convenir en que, por muy cerca del cielo que se pueda estar en lo alto del trampolín, la situación es terriblemente endemoniada. Eso es lo que nos sucedió, aunque no durante la temporada de baño, a los miembros de la banda de los Curtidores y a mí en enero del cuarenta y cinco. Nos habíamos atrevido a subir muy arriba, nos apretujábamos ahora sobre el trampolín, y abajo, formando una herradura alrededor de la piscina sin agua, estaban sentados los jueces, los asesores, los testigos y los ujieres.

Störtebeker avanzó por la parte sobresaliente, sin barandilla, del trampolín.

—¡Salta! —clamaba el coro de los jueces.

Pero Störtebeker no saltaba.

En esto se levantó abajo, en los bancos de los testigos, una figura delgada de muchacha que llevaba una chaquetita a la Berchtesgaden y una falda gris tableada. Alzó una cara blanca, pero no borrosa —yo sigo afirmando todavía que formaba un triángulo—, a manera de un blanco reluciente; Lucía Rennwand no gritó, sino que susurró: —¡Salta, Störtebeker, salta!

Y Störtebeker saltó. Y Lucía volvió a sentarse en la madera del banco de los testigos y se estiró las mangas de su chaqueta de punto a la Berchtesgaden sobre los puños.

Moorkähne avanzó saltando por el trampolín. Los jueces lo conminaron a saltar. Pero Moorkähne no quería, sonreía perplejo mirándose las uñas y esperó a que Lucía se subiera las mangas, sacara los puños de lana y le mostrara el triángulo enmarcado de negro con los ojos como un trazo. Entonces saltó con furia hacia el triángulo, pero sin dar en él.

Carboncillo y el Angelote, que ya durante el ascenso se habían hecho de palabras, llegaron a las manos sobre el trampolín. El Angelote fue curtido, y ni siquiera en el salto soltóle Carboncillo.

La Trilla, que tenía unas pestañas largas y sedosas, cerró antes del salto sus ojos de corzo vanamente tristes.

Antes de saltar hubieron de despojarse los auxiliares de la Defensa Antiaérea de sus uniformes.

Tampoco los hermanos Rennwand pudieron saltar del trampolín vestidos de monaguillos: su hermanita Lucía, que estaba sentada con su chaqueta de pésima lana de guerra en el banco de los testigos y pedía el salto, nunca lo hubiera permitido.

En contraste con la Historia, aquí saltaron primero Belisario y Narses, y luego Totila y Teya.

Saltó Barba Azul, saltó Corazón de León, saltó la infantería de la banda: Narigotas, el Salvaje, el Petrolero, el Pito, Mostaza, Yatagán y el Tonelero.

Y cuando hubo saltado Stuchel, un estudiante de tercer año, que era bizco al extremo de marearle a uno y en realidad sólo pertenecía a la banda a medias y en forma casual, entonces ya no quedaba en el trampolín más que Jesús, interpelado por los jueces en coro como Óscar Matzerath e invitado por ellos al salto, invitación de la que Jesús no hizo caso. Y cuando en el banco de los testigos se levantó la severa Lucía con su delgada trenza a la Mozart entre los omóplatos, abrió las mangas tejidas de sus brazos y, sin mover los labios apretados, susurró: —¡Salta, dulcísimo Jesús, salta! —entonces comprendí yo la naturaleza tentadora de un trampolín de diez metros: sentí unos gatitos grises que empezaban a hacerme cosquillas en las corvas, unos erizos que se me aparejaban bajo las plantas de los pies, unas golondrinas que se me echaban a volar en los sobacos, y vi que a mis pies tenía al mundo entero y no sólo a Europa. Americanos y japoneses ejecutaban una danza de antorchas en la isla de Luzón, y uno y otros, los ojioblicuos y los ojirredondos, perdían todos sus botones. En cambio, en Estocolmo, había un sastre que, en aquel mismo momento, cosía los botones a un pantalón rayado de etiqueta. Mountbatten nutría a los elefantes de Birmania con proyectiles de todos los calibres, mientras en Lima una viuda enseñaba a su papagayo a decir ¡Caramba! Dos portaaviones adornados como sendas catedrales góticas se embestían en medio del Pacífico, dejaban que sus respectivos aviones alzaran el vuelo y se hundían mutuamente. Pero los aviones ya no podían aterrizar, sino que flotaban desamparados en el aire, cual ángeles meramente simbólicos, y consumían, zumbando vanamente, todo su combustible: cosa que no molestaba mayormente a un conductor de tranvía de Haparanda que acababa de terminar su jornada de trabajo y rompía unos huevos en una sartén, dos para sí y dos para su novia, a la que esperaba sonriente y con toda premeditación. Claro está que también habría podido preverse que los ejércitos de Koniev y Zukov reanudarían su avance; y, efectivamente, mientras en Irlanda llovía, rompieron el frente del Vístula, tomaron Varsovia demasiado tarde y Königsberg demasiado pronto, sin que ello fuera óbice para que una mujer de Panamá, que tenía cinco hijos y un solo marido, dejara que se le quemara la leche sobre la llamita del gas. Y así era también fatal que el hilo de los acontecimientos, que por delante se mostraba hambriento todavía y formaba mallas y hacía historia, fuera dejando armado tras de sí el tejido del Acontecer. Llamóme asimismo la atención que actividades como hacer girar los pulgares, fruncir el entrecejo, cabecear, apretarse las manos, hacer niños, imprimir moneda falsa, apagar la luz, lavarse los dientes, fusilar y cambiar los pañales se practicaran, aunque con habilidad diversa, en todo el mundo. Estas múltiples acciones de propósitos tan distintos me desconcertaron. De ahí que volviese a prestar atención al proceso organizado en mi honor al pie del trampolín. —¡Salta, dulce Jesús, salta! —susurraba la precoz testigo Lucía Rennwand. Estaba sentada sobre las rodillas de Satanás, lo que realzaba más todavía su virginidad. Él la excitaba, ofreciéndole un emparedado de salchicha. Y ella mordía y, sin embargo, permanecía casta. —¡Salta, dulce Jesús, salta! —masticaba, ofreciéndome su triángulo intacto.

Pero yo no salté ni saltaré jamás de un trampolín. Aquel no había de ser el último proceso de Óscar. En diversas otras ocasiones, y aún no hace mucho, me han querido tentar al salto. Lo mismo que en el proceso de los Curtidores, en ocasión del proceso del Anular —que mejor designo como el tercer proceso de Jesús— había también espectadores bastantes, alrededor de la piscina azul cielo sin agua. Estaban en los bancos de los testigos, y se proponían vivir durante mi proceso y después del mismo.

Pero yo me di vuelta, ahogué las golondrinas de mis sobacos, aplasté los erizos que celebraban sus nupcias bajo mis plantas y dejé morir de hambre a los gatitos grises de mis corvas; rígido, despreciando la exaltación del salto, me dirigí a la barandilla, llegué a la escalera y me hice confirmar por cada barrote que no sólo se puede subir a los trampolines, sino que se puede también bajar de ellos sin haber saltado.

Abajo me esperaban María y Matzerath. El reverendo Wiehnke me impartió la bendición sin habérsela pedido. Greta Scheffler me había traído un abriguito de invierno y también pasteles. El pequeño Kurt había crecido y no quiso reconocerme ni como padre ni como medio hermano. Mi abuela Koljaiczek sostenía a su hermano Vicente del brazo. Éste conocía el mundo y hablaba confusamente.

Cuando abandonábamos el edificio del juzgado, se acercó a Matzerath un funcionario vestido de paisano, le remitió un escrito y le dijo: —Usted debería realmente reconsiderarlo, señor Matzerath. El niño no debe andar solo por las calles. Ya ve usted mismo, ahora, qué clase de elementos son capaces de abusar de una criaturita tan indefensa.

María lloraba y me colgó del cuello el tambor que el reverendo Wiehnke había guardado durante el proceso. Nos fuimos andando hacia la parada del tranvía frente a la Estación Central. La última parte del trayecto fue Matzerath el que me llevó en brazos. Por encima de su espalda buscaba yo entre la gente una cara triangular y deseaba saber si también ella había debido subir al trampolín, si había saltado después de Störtebeker y Moorkähne, o bien si había percibido, como yo, la segunda posibilidad de una escalera, a saber: el descenso.

Hasta la fecha no he logrado desprenderme todavía de la costumbre de buscar por las calles y en las plazas a una adolescente flaca, ni bonita ni fea, pero capaz de mandar fríamente a los hombres a la muerte. E incluso en la cama de mi sanatorio me asusto cuando Bruno me anuncia una visita desconocida. Mi horror me hace decirme entonces: ahí viene Lucía Rennwand, es el coco y la Bruja Negra y te exhorta por última vez al salto.

Por espacio de diez días estuvo Matzerath considerando si debía firmar el escrito y mandarlo al Ministerio de la Salud. Cuando el día que hacía once lo suscribió y lo envió, la ciudad estaba ya bajo el fuego de la artillería y era dudoso, por consiguiente, que el correo encontrara todavía manera de dar con el papel. Puntas blindadas del ejército del mariscal Rokosovski avanzaron hasta Elbing. El segundo ejército de Von Weis tomó posición en las alturas alrededor de Danzig. Empezó la vida en la bodega.

Como todos sabemos, nuestra bodega se hallaba bajo la tienda. Podía llegarse a ella por la entrada del zaguán, frente al retrete, bajando dieciocho peldaños, detrás de las bodegas de Heilandt y de los Kater y delante de las de los Schlager. El viejo Heilandt seguía allí. La señora Kater, en cambio, y también el relojero Laubschad, los Eyke y los Schlager, se habían ido con lo que habían podido arramblar. De todos ellos se dijo más tarde, lo mismo que de Greta y de Alejandro Scheffler, que habían logrado hallar sitio, en el último minuto, en un barco de la organización La Fuerza por la Alegría y habrían partido en dirección de Stettin o de Lübeck, como también que habían topado con una mina y volado por el aire. Sea como fuere, más de la mitad de las habitaciones y de las bodegas estaban vacías.

Nuestra bodega tenía la ventaja de una segunda entrada que, según sabemos también, consistía en una trampa situada en la tienda detrás del mostrador. Así pues, nadie podía ver lo que Matzerath llevaba a la bodega y lo que de ésta sacaba; de lo contrario, nadie nos habría permitido constituir en época de guerra los depósitos de víveres que Matzerath logró acumular. El local, seco y cálido, estaba lleno de comestibles: legumbres, pastas, azúcar, miel artificial, harina de trigo y margarina. Cajas de pan de centeno amontonadas sobre cajas de vegetalina. Latas de ensalada de Leipzig junto a latas de ciruelas y guisantes en los anaqueles que Matzerath, hábil como era, había confeccionado él mismo y clavado en la pared. Algunas vigas empotradas hacia la mitad de la guerra y por indicación de Greff entre el techo y el piso de cemento de la bodega conferían a ésta la seguridad de un abrigo antiaéreo reglamentario. En varias ocasiones estuvo Matzerath a punto de suprimir las vigas, ya que, con excepción de algunos ataques de desgaste, Danzig no sufrió bombardeos mayores. Pero cuando ya Greff no pudo seguir manteniéndose en su papel de encargado de la defensa pasiva, entonces fue María la que le rogó que no las tocara, pues quería seguridad para el pequeño Kurt y, a veces también, para mí.

Durante los primeros bombardeos aéreos de fines de enero, Matzerath y el viejo Heilandt bajaban todavía, uniendo sus fuerzas, el sillón con mamá Truczinski a nuestra bodega. Pero luego, a petición suya, o tal vez también para evitarse la molestia, la dejaron en su habitación, junto a la ventana. Y después del gran bombardeo del centro de la ciudad, María y Matzerath encontraron a la pobre anciana con la mandíbula inferior colgando y una mirada tan convulsa como si un mosquito pegajoso se le hubiera metido en el ojo.

Sacóse pues de sus goznes la puerta del dormitorio. El viejo Heilandt fue a buscar en su cobertizo utensilios y algunas tablas de cajas y, fumando un cigarrillo marca Derby que Matzerath le regalara, empezó a tomar las medidas. Óscar le ayudó en su trabajo. Los demás se fueron a la bodega, porque el cañoneo volvía a hacerse sentir desde las alturas.

El viejo quería hacerlo de prisa y confeccionar una simple caja sin afinarla hacia el pie. Pero Óscar era partidario de la forma tradicional del ataúd, y le puso las tablas bajo la sierra en forma tan resuelta, que lo decidió finalmente por el afinamiento hacia el pie, al que tiene derecho todo cadáver humano.

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