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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (60 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Curiosamente, mi enojo puso en su voz un tono de triunfo. Levantó el índice, a la manera de una maestra de primaria, y me asignó una misión: —¡Tú eres Óscar, la roca, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia! ¡Sígueme!

Ya se imaginarán ustedes mi indignación. De pura rabia se me puso la carne de gallina. Le rompí uno de los dedos del pie, pero él ya no se movió. —¡Repítelo —dijo Óscar entre dientes— y te raspo la pintura!

Ya no hubo más palabras; sólo, como siempre y desde siempre, ese viejo que va siempre arrastrando los pies por todas las iglesias. Se hincó ante el altar lateral izquierdo, no me vio, siguió luego arrastrando los pies y se hallaba ya frente a San Adalberto de Praga cuando yo bajé tropezando las gradas, pasé sin volverme de la alfombra a las baldosas del tablero y me reuní con María al tiempo que ésta, en forma correcta y siguiendo mis instrucciones, se santiguaba a la católica.

La cogí de la mano, la llevé a la pila de agua bendita, dejé que se persignara una vez más en el centro de la iglesia y ya cerca del pórtico, mirando hacia el altar mayor, pero sin imitarla y, cuando se disponía a hincarse de rodillas, me la llevé afuera, hacia el sol.

Empezaba a caer la tarde. Las trabajadoras del este se habían ido ya del terraplén. En cambio, en la estación del suburbio de Langfuhr se estaba formando un tren de mercancías. Enjambres de mosquitos flotaban en el aire. De arriba venía el sonido de las campanas. El traqueteo de la maniobra se mezclaba al rodar de las campanas. Los mosquitos se mantenían en enjambres. María tenía lágrimas en los ojos. Óscar hubiera podido chillar. ¿Qué podía hacer yo con Jesús? Hubiera podido cargar mi voz. ¿Qué tenía que ver yo con su cruz? Pero sabía de sobra que mi voz no podía con los vidrios de sus iglesias. Que siguiera en buena hora edificando su Iglesia sobre gente que se llamara Pedro, o Petrus, o, en prusiano oriental,
Petrikeit
. —Cuidado, Óscar —susurraba Satanás dentro de mí—, deja en paz las vidrieras de las iglesias, porque ése es capaz de arruinarte la voz. —Y así, sólo lancé a lo alto una mirada, medí con los ojos uno de aquellos ventanales neogóticos y me arranqué de allí, sin cantar y sin seguirle, sino que seguía a María, al trote de mis pasitos, hacia el paso a desnivel de la calle de la Estación, luego por el túnel goteante hasta el Parque de Kleinhammer, a la derecha por la calle de la Virgen María frente al carnicero Wohlgemuth, después a la izquierda por la Elsenstrasse, sobre el Striess hasta el Mercado Nuevo, donde estaban construyendo una zanja para la defensa pasiva. El Labesweg era largo, pero al fin llegamos: Óscar se separó de María y subió sus noventa peldaños hasta el desván. Aquí estaban tendidas unas sábanas y, tras éstas, amontonábase la arena de la defensa antiaérea, y tras ésta, detrás de los baldes y los paquetes de periódicos y las pilas de tejas hallábanse mi libro y mi provisión de tambores de la época del Teatro de Campaña. En una caja de zapatos había unas bombillas fundidas que conservaban todavía su forma de pera. De éstas tomó Óscar la primera y la rompió con su canto, tomó la segunda y la pulverizó, dividió limpiamente en dos a la tercera, e inscribió en la cuarta, con su canto y en letras de caligrafía, la palabra JESÚS, pulverizando a continuación el todo; y ya se disponía a repetir la hazaña cuando vio que no le quedaban más bombillas. Agotado, me dejé caer sobre la arena de la defensa antiaérea: Óscar seguía conservando su voz. Jesús había encontrado un sucesor. Pero mis primeros discípulos habían de ser los Curtidores.

Los curtidores

Por más que Óscar no se juzgue indicado para la sucesión de Jesucristo, siquiera por el simple hecho de que el reunir discípulos comporte para él dificultades insuperables, el llamado de aquel día acabó por hallar eco en mí, aunque a través de varios rodeos, v me convirtió en sucesor, pese a la poca fe que me inspiraba mi predecesor. Mas conforme a la regla de que el que duda cree y el que no cree es el más creyente, no logré enterrar bajo las dudas aquel pequeño milagro privado que se había ofrecido en la iglesia del Sagrado Corazón, sino que traté, antes bien, de inducir a Jesús a una repetición de su exhibición tamborística.

Varias veces se trasladó Óscar sin María a la susodicha iglesia de ladrillo. Frecuentemente volvía a escaparme de mamá Truczinski, la cual, clavada en su silla, no podía impedirlo. ¿Qué podía ofrecerme a mí Jesús? ¿Por qué permanecía yo por espacio de medias noches enteras en la nave lateral y me dejaba encerrar por el sacristán? ¿Por qué dejaba Óscar que ante el altar lateral izquierdo se le helaran las orejas y todos los miembros se le pusieran tiesos de frío? A pesar de una humildad crujiente y de blasfemias no menos crujientes, no conseguí oír ni mi tambor ni la voz de Jesús.

¡Mísero de mí! En toda mi vida no he oído castañetear mis dientes como entonces sobre las baldosas de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús a medianoche. ¿Qué bufón habría encontrado nunca sonaja mejor que Óscar? Tan pronto imitaba yo un sector del frente repleto de pródigas ametralladoras como tenía, entre mis maxilares superior e inferior, la administración de una compañía de seguros con todas sus dactilógrafas y sus máquinas de escribir. Resonaba la cosa aquí y allá, provocando ya el eco, ya el aplauso. Y las columnas tiritaban y a las bóvedas se les ponía carne de gallina; mi tos iba brincando sobre un solo pie de una a otra de las baldosas de aquel tablero de ajedrez, siguiendo en sentido inverso al viacrucis, subiendo hasta lo alto de la nave central, remontándose al coro, tosiendo sesenta veces —una masa coral J. S. Bach que no cantaba, sino que sólo había aprendido a toser— y, cuando era de esperar que la tos de Óscar se hubiera escondido en los tubos del órgano y ya no volvería a anunciarse hasta el próximo cántico dominical, tosía en la sacristía y, a continuación, desde el púlpito, hasta que iba a morir, tosiendo, detrás del altar mayor, a espaldas del gimnasta de la cruz, y le hacía entregar, tosiendo, el alma.
Consumatum est
, tosía mi tos, por más que nada se hubiera consumado. El Niño Jesús, rígido y sin inmutarse, tenía en sus manos mis palillos, tenía mi tambor sobre el yeso sonrosado, pero ni tocaba ni me confirmaba su sucesión. Y Óscar hubiera querido tenerla por escrito, aquella sucesión de Jesucristo que le había sido impuesta.

Me ha quedado de aquel tiempo, siempre que visito iglesias y aun catedrales célebres, la costumbre o el vicio de que, así que pongo los pies en las baldosas, aun encontrándome perfectamente bien, me entra una tos persistente, la cual, según el estilo, el alto y el ancho, se despliega en gótico, románico o barroco y me permite, al cabo de los años, evocar sobre el tambor de Óscar mi tos de la basílica de Ulm o de la catedral de Espira. Pero en aquella época, en que en pleno mes de agosto dejaba yo que actuara sobre mí el catolicismo frío como una losa sepulcral, sólo podía pensar en el turismo y en la visita de catedrales lejanas el que participara en calidad de uniformado en los repliegues previstos por el mando y alcanzara a anotar en su agenda de viaje: «Evacuado hoy Orvieto, catedral espléndida, sobre todo el pórtico; volver después de la guerra con Mónica y verlo con más calma.»

Resultábame fácil convertirme en un buen feligrés, ya que nada me retenía en casa. Estaba María, claro, pero María tenía a su Matzerath. Estaba también mi hijo Kurt. Pero el rapaz se hacía cada vez más insoportable, me echaba arena a los ojos y me arañaba hasta el punto que sus uñas se rompían en la carne paterna. Mostrábame además mi hijo un par de puños con unos nudillos tan blancos, que la simple vista de esos gemelos a punto de pegar hacía que sangrara yo de la nariz.

Lo sorprendente era Matzerath, que, dentro de su torpeza, me mostraba el mayor afecto. Extrañado, consentía Óscar que aquel hombre que hasta entonces le había sido indiferente lo sentara sobre sus rodillas, lo apretara contra su pecho, lo contemplara e inclusive, en una ocasión, lo besara, con lágrimas en los ojos y diciendo, más para sí mismo que a María: —No, no es posible. El propio hijo no se puede. Aunque lo diga diez veces y todos los médicos digan lo mismo. Lo escriben tan contentos. Como si no tuvieran hijos.

María, que estaba sentada a la mesa y, como todas las veladas, pegaba cupones de racionamiento en hojas de periódico, alzó la vista: —Bueno, cálmate, Alfredo. Lo dices como si a mí no me importase. Pero si dicen que ahora se hace así, quién sabe si será lo que convenga.

Con el índice señaló Matzerath el piano, que desde la muerte de mi pobre mamá no había vuelto a emitir música: —¡Agnés nunca lo habría hecho o consentido!

María echó una mirada al piano, se encogió de hombros y no volvió a bajarlos hasta tomar de nuevo la palabra: —Se comprende, porque ella era la madre y confiaba en que todo acabaría por arreglarse. Pero ya ves: no se ha arreglado nada, lo rechazan en todas partes y no sabe ni vivir ni morirse.

¿Hallaría Matzerath la fuerza en la reproducción de Beethoven, que seguía colgando arriba del piano y miraba con ojos tenebrosos al tenebroso Hitler? —¡No! —gritó— ¡nunca! —y dando un puñetazo sobre la mesa, sobre las hojas húmedas y pegajosas de los cupones, pidió a María la carta de la dirección del establecimiento, la leyó, la releyó y la volvió a leer, para luego desgarrarla y tirar los pedazos de papel entre los cupones de pan, los de grasa y los de comestibles, los cupones de viaje, de trabajos pesados y superpesados, entre los cupones para mujeres encintas y madres en ejercicio. Y aunque Óscar no cayera entonces, gracias a Matzerath, en manos de aquellos médicos, a partir de ese momento vio y sigue viendo hoy todavía, así que pone los ojos en María, una espléndida clínica, situada en pleno aire puro de montaña, y, en esta clínica, una moderna y clara sala de operaciones; ve cómo, ante la puerta aislante de la misma, una María tímida pero confiada y sonriente me entrega a unos médicos de lo mejor, que sonríen asimismo y parecen de lo más responsables, en tanto que detrás de sus batas esterilizadas esconden unas jeringas de lo mejor, de lo más responsables y de acción instantánea.

Así pues, todo el mundo me había abandonado, y no fue sino la sombra de mi pobre mamá, que le paralizaba a Matzerath los dedos cada vez que éste se disponía a suscribir un escrito redactado por el Ministerio de la Salud del Reich, la que impidió repetidamente que yo, el abandonado, abandonara este mundo.

Óscar no quisiera pecar de desagradecido. Quedábame todavía mi tambor. Quedábame también mi voz, que a ustedes, que ya conocen mis éxitos frente al vidrio, apenas puede ofrecerles nada nuevo y aun se antojará fastidiosa a aquellos de entre ustedes que gusten de la variedad; pero para mí, la voz de Óscar constituía, por encima del tambor, una prueba siempre renovada de mi existencia, porque mientras rompiera el vidrio con mi canto, existía, y mientras mi hálito dirigido le arrebatara el suyo al vidrio, yo seguía viviendo.

En aquella época Óscar cantaba mucho. Desesperadamente. Siempre que a altas horas de la noche dejaba la iglesia del Sagrado Corazón, rompía algo. De vuelta hacia casa no me paraba a buscar algo especial, sino que atacaba cualquier ventanuco de buhardilla nial oscurecido o a cualquier farol de vidrio pintado de azul, conforme a las prescripciones de la defensa antiaérea. Cada vez escogía un camino distinto al salir de la iglesia. Un día tomaba Óscar el paseo Antón Möller hasta llegar a la calle de la Virgen María. O se iba Uphagenweg arriba, daba la vuelta al Conradinum, rompía allí el portal de vidrio de la escuela y llegaba a la Plaza Max Halbe atravesando la Colonia del Reich. Cuando uno de los últimos días de agosto se me hizo demasiado tarde y me encontré cerrado el portal de la iglesia, decidí dar un rodeo mayor, con objeto de desahogar mejor mi cólera. Subí por la calle de la Estación, rompiendo cada tercer farol, di vuelta al Palacio del Film y me metí a la derecha por la calle Adolph Hitler; dejé las ventanas de la fachada del Cuartel de Infantería, pero volqué mi rabia en un tranvía casi vacío que me venía al encuentro del lado de Oliva y al que despojé de todos los cristales melancólicamente oscurecidos del lado izquierdo.

Apenas prestó Óscar atención a su éxito; dejó que el tranvía chirriara y frenara, que la gente bajara, jurara y volviera a subir y, en busca de un postre para su furor, en busca de alguna golosina en aquella época tan pobre en golosinas, sólo se detuvo en sus zapatos de lazos cuando, llegado al extremo del suburbio de Langfuhr, vio a la luz de la luna, al lado de la carpintería Berendt y delante del vasto campamento de hangares del aeropuerto, el edificio principal de la fábrica de chocolate Baltic.

Pero ya mi furor no era tan grande como para caer sobre la fábrica en la forma ya consagrada, sino que lo tomé con calma; conté los vidrios que iba numerando la luna y llegué a la misma cifra que ésta, de modo que hubiera podido empezar de una vez la representación, pero quería saber antes qué buscaban aquellos adolescentes que desde el Hochstriess, y probablemente ya bajo los castaños de la calle de la Estación, me venían siguiendo. Seis o siete de ellos estaban apostados junto al porche de la parada del tranvía del camino de Hohenf riedberg. Otros cinco alcanzaban a distinguirse entre los árboles de la calzada de Zoppot.

Estaba ya por dejar para otro día la visita de la fábrica de chocolate y eludir a la pandilla, lo que implicaba dar un rodeo por el puente del ferrocarril y a lo largo del aeropuerto, y escabullirme a través de la colonia de Lauben hacia la fábrica de cerveza del Kleinhammerweg, cuando Óscar oyó también del lado del puente sus silbidos acordados en señales. Ya no había duda: me buscaban a mí.

En situaciones semejantes, en el breve espacio de tiempo que transcurre entre la identificación de los perseguidores y el inicio de la cacería, uno suele enumerarse en detalle y voluptuosamente las últimas posibilidades de salvación. Así las cosas, Óscar hubiera podido gritar a voz en cuello llamando a papá y a mamá. Hubiera podido con el tambor cuando menos atraer quizás algún policía. Dada mi estatura, hubiera obtenido sin duda el apoyo de los adultos. Pero, consecuente como Óscar podía serlo en ocasiones, decliné el auxilio de los transeúntes adultos y la mediación de un policía, pues, por curiosidad y confianza en mí mismo, quería ver de qué se trataba, de modo que hice lo más estúpido que en aquellas circunstancias podía hacer: busqué en la valla alquitranada del terreno de la fábrica de chocolate un agujero por donde meterme, pero no lo encontré. Y vi que los jovenzuelos dejaban el abrigo de la parada del tranvía y los árboles de la calzada de Zoppot, y Óscar seguía buscando a lo largo de la valla; y ahora se acercaban también del lado del puente, y la valla seguía sin ofrecer agujero alguno. Venían sin prisa, más bien como vagando y distanciados unos de otros, de modo que Óscar podía seguir buscando un rato más; me dejaron, de hecho, todo el tiempo que se necesita para hallar un agujero. Pero cuando finalmente vino a faltar uno de los tablones y logré, haciéndome un desgarrón, deslizarme por la rendija, me di de narices con otros mozalbetes vestidos de chamarra, cuyas garras abultaban los bolsillos de sus pantalones de esquí.

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