Hallábame ya de vuelta camino del tocador, con intención tal vez de abrir por fin las supuestas cajitas de ungüentos, cuando el armario me obligó a considerar sus dimensiones, a designar su pintura como pardo negruzca, a seguir el perfil de sus molduras y, finalmente, a abrirlo, porque todo armario reclama ser abierto.
Doblé hacia arriba el clavo que en lugar de cerradura mantenía juntas las puertas: inmediatamente, y sin que yo hiciera nada para ello, separáronse las hojas con un gemido y me ofrecieron una visión tal, que hube de retroceder unos pasos para poder contemplarla fríamente con los brazos cruzados. Óscar no quería ya extraviarse en detalles, como frente al tocador, ni quería tampoco, como frente a la cama, pronunciar un veredicto cargado de prejuicios; quería enfrentarse al armario con la espontaneidad del primer día, así como el armario lo recibía a él con los brazos abiertos.
Y sin embargo Óscar, el esteta empedernido, no pudo sustraerse por completo a la crítica: algún bárbaro había cortado las patas al armario, sacándole con las prisas algunas astillas, para que descansara directamente sobre el entarimado.
El orden interior del mueble era impecable. A la derecha apilábanse en tres profundos compartimientos la ropa interior y las blusas. El blanco y el rosa alternaban con un azul claro, a prueba indudablemente de lavado. Dos bolsas de hule, de cuadros rojos y verdes y unidas entre sí, colgaban cerca de los compartimientos de la ropa interior de la puerta posterior de la hoja derecha del armario, y guardaban arriba las medias zurcidas y, abajo, las que estaban pendientes de zurcir. Comparadas con las medias que María recibía regaladas de su jefe y admirador y se ponía, éstas se me antojaban no más groseras, pero sí más tupidas y resistentes. En la parte más espaciosa del armario colgaban de sendas perchas, a la izquierda, unos uniformes de enfermera, almidonados y de brillo mate. En el compartimiento de los sombreros mostraban su delicadeza y su repugnancia al contacto de manos inexpertas las cofias en su bella simplicidad. Me bastó una ojeada a los vestidos civiles, que estaban a la izquierda de los compartimientos de la ropa interior. El surtido, descuidado y barato, vino a confirmar mi interés moderado a dicha parte de su ajuar. Había también tres o cuatro sombreros en forma de maceta, colocados negligentemente uno encima de otro y apretándose mutuamente las respectivas y grotescas flores de imitación, en el compartimiento de sombreros al lado de las cofias; presentaban en conjunto el aspecto de un pastel malogrado. Apoyábanse asimismo en el compartimiento de sombreros una escasa docena de libros de lomos de colores contra una caja de zapatos llenas de restos de lana.
Óscar agachó la cabeza y tuvo que acercarse para poder leer los títulos. Sonriendo con indulgencia volví a enderezar la cabeza: la buena de la señorita Dorotea leía novelas policíacas. Pero dejemos ya la parte civil del armario, pues es el caso que, atraído por los libros, conservé la favorable posición ganada junto a él y, lo que es más, me asomé a su interior, sin poder resistir por más tiempo al deseo cada vez más vehemente de pertenecerle, de formar parte de aquel armario al que la señorita Dorotea confiaba una parte no escasa de su aspecto exterior.
Ni siquiera necesité empujar a un lado los prácticos zapatos deportivos que, alineados con sus tacones bajos sobre la tabla inferior y pulcramente limpios, parecían esperar la salida. Porque, casi intencionadamente, el orden del armario estaba dispuesto de tal manera que, con las rodillas encogidas y sentado sobre sus tacones, Óscar encontraba en su interior y en el centro mismo, lugar y cobijo suficientes, sin necesidad de apretar vestido alguno. Me metí, pues, con las mayores esperanzas.
Sin embargo, no logré concentrarme de inmediato. Óscar se sentía observado por el mobiliario y por la bombilla del cuarto. Con objeto de conferir a mi estancia en el interior del armario mayor intimidad, traté de atraer hacia mí las puertas. No resultó tan fácil, porque los cantos de las puertas estaban gastados y las dejaban entreabiertas por arriba; entraba pues algo de luz, pero no tanta como para estorbarme. En cambio, el olor se hizo más fuerte, olía a viejo, a limpio, no a vinagre, sino, discretamente, a productos contra la polilla; era un olor agradable.
¿Qué hizo Óscar, sentado en el armario? Apoyó la frente contra el primer vestido profesional de la enfermera, un delantal con mangas que se cerraba a la altura del cuello, y en el acto vio abrirse las puertas de todas las salas de guardia de los hospitales. En esto, mi mano derecha, en busca tal vez de un apoyo, se tendió hacia atrás, más allá de los vestidos civiles, se extravió, perdió el equilibrio, se agarró, cogió algo liso que cedía, halló finalmente y sin soltar la cosa lisa un punto de apoyo y se deslizó a lo largo de un listón de refuerzo clavado horizontalmente, que nos prestaba soporte a la vez a mí y al fondo del armario. Y ya Óscar volvía a tener su mano derecha ante sí y hubiera podido darse por satisfecho, cuando se me ocurrió mostrarme lo que había cogido a mis espaldas.
Vi un cinturón de charol negro, pero vi al propio tiempo algo más que el cinturón de charol, porque, en aquella semioscuridad del armario, un cinturón de charol no tenía que ser sólo eso. Lo mismo hubiera podido ser también otra cosa, algo igualmente liso y alargado que había visto yo en la escollera de Neufahrwasser, cuando andaba con mi tambor y mis tres años: mi pobre mamá con su abrigo de primavera azul marino con adornos color frambuesa, Matzerath con su gabán, Jan Bronski con su cuello de terciopelo, y la gorra de marinerito de Óscar, con la inscripción «S.M.S. Seydlitz», formaban parte de la compañía, y el gabán y el cuello de terciopelo corrían delante de mí, en tanto que mamá, que por culpa de sus tacones altos no podía saltar de piedra en piedra, se iba tambaleando hasta el semáforo bajo el cual estaba sentado el pescador con la cuerda de tender y el saco de patatas lleno de sal y de movimiento. Y nosotros, al ver el saco y la cuerda, quisimos saber por qué el individuo del semáforo pescaba con una cuerda de tender, pero él, que era de Neufahrwasser o de Brösen o de donde fuera, no hizo más que soltar una carcajada y lanzar al agua un escupitajo pardo que estuvo meciéndose por algún tiempo junto a la escollera, hasta que vino una gaviota y se lo llevó, porque las gaviotas siempre se lo llevan todo y no tienen nada de las palomas delicadas, no digamos ya de las enfermeras. Sería demasiado sencillo si todo lo que va de blanco pudiera clasificarse bajo una misma etiqueta y meterse en un mismo armario, y lo propio podría decirse de lo negro; porque en aquel tiempo no temía yo todavía a la Bruja Negra, sino que permanecía sentado, sin temor alguno, en el armario, que a veces ya no era armario, y estaba asimismo de pie, sin temor, en la escollera de Neufahrwasser, y tenía en la mano algo que aquí era cinturón de charol y allí era algo negro y escurridizo también, pero no cinturón; y buscaba ahora, sentado en el armario, un término de comparación, porque los armarios nos obligan a buscar términos de comparación. Y decía Bruja Negra, pero eso no me ponía todavía en aquel tiempo carne de gallina, y resultaba que era yo mucho más experto en materia de blanco, porque si bien apenas acertaba a distinguir entre una gaviota y la señorita Dorotea, rechazaba en cambio las palomas y otras necedades por el estilo, sobre todo porque no estábamos en Pentecostés, sino que fue un Viernes Santo cuando fuimos a Brösen y luego a Neufahrwasser, y tampoco había palomas arriba del semáforo bajo el cual estaba sentado aquel individuo de Neufahrwasser con la cuerda de tender y que escupía al agua. Y cuando aquel individuo de Brösen tiró de la cuerda hasta que se acabó, revelando por qué le había costado tanto halarla del agua salobre del Mottlau; cuando mi pobre mamá puso entonces la mano sobre el hombro y el cuello de terciopelo de Jan Bronski, porque se le había venido el queso a la cara y quería marcharse, y sin embargo tuvo que mirar cómo el individuo hacía rebotar la cabeza del caballo sobre las piedras y cómo las anguilas verdes más pequeñas salían por entre las crines, en tanto que las mayores, más oscuras, las extraía el otro del cadáver como si se tratara de tornillos; cuando alguien desgarró un edredón, quiero decir, cuando vinieron las gaviotas y atacaron, porque, cuando se juntan tres o más, fácilmente se llevan una anguila pequeña, en tanto que las mayores les dan más trabajo; en esto, pues, el individuo agarró al caballo por la boca y le introdujo un madero entre las quijadas, con lo que el caballo soltó también la carcajada, y metiéndole el otro su brazo hirsuto dentro, agarró con una mano y luego con la otra, lo mismo que agarraba yo con una y otra mano en el armario. Así hizo él y sacó afuera, lo mismo que yo, el cinturón de charol, sólo que dos a la vez, y las agitó en el aire y las golpeó contra las piedras, hasta que mi pobre mamá soltó el desayuno por la boca, y éste se componía de café con leche, clara de huevo y yema, así como de algo de mermelada y de pellas de pan blanco, y era tan abundante, que las gaviotas se tendieron en el acto, bajaron un piso y atacaron con las patas abiertas, sin hablar del chillido ni de que las gaviotas tienen ojos malignos, cosa que todo el mundo sabe, y no se dejaron ahuyentar. No por Jan Bronski, claro, porque éste les tenía miedo y se tapaba con las manos sus azules ojos asustados; tampoco hicieron caso a mi tambor; no hacían más que tragar, en tanto que yo golpeaba furiosamente mi tambor, e inclusive alcanzaba a sacarle algunos nuevos ritmos. Pero a mi pobre mamá todo aquello le era indiferente, porque ella sólo quería vomitar, y sólo vomitar; pero ya no salía nada más, porque no había comido mucho, ya que quería adelgazar, y por ello iba dos veces por semana a hacer ejercicios de gimnasia en la Organización Femenina, lo cual apenas le servía de nada, porque comía a escondidas y siempre hallaba algún pretexto. Así también aquel individuo de Neufahrwasser, el cual, contrariamente a toda teoría y cuando ya todos creían que no saldría nada más, sacóle todavía al caballo una anguila de la oreja. Y ésta estaba cubierta de una sémola blanca, porque había hurgado en el cerebro del caballo. Pero el tipo la agitó hasta que se le cayó la sémola y pudo mostrar su barniz, que brillaba como un cinturón de charol; porque lo que quiero decir es esto: cuando salía con carácter privado y no llevaba el broche de la Cruz Roja, la señorita Dorotea llevaba un cinturón muy parecido.
Pero nosotros nos fuimos a casa, pese a que Matzerath quería quedarse todavía, porque estaba entrando y levantando olas un finlandés de unas mil ochocientas toneladas. El tipo dejó la cabeza del caballo sobre la escollera. En el acto el caballo negro se hizo blanco y se puso a chillar. Pero no chillaba como suelen relinchar los caballos, sino más bien como chilla una nube blanca, sonora y hambrienta, que envuelve una cabeza de caballo. Lo que en el fondo resultó agradable, porque así ya no se veía al caballo aunque uno pudiera imaginarse fácilmente lo que había dentro de aquel tumulto. Pero también nos distrajo el finlandés, que llevaba un cargamento de madera y estaba todo lleno de herrumbre, lo mismo que la verja del cementerio de Saspe. Mi pobre mamá, en cambio, no se volvió ni hacia el finlandés ni hacia las gaviotas. Tenía bastante. Y aunque antes no sólo tocara en nuestro piano, sino que cantara también aquello de «Gaviotita, vuela hacia Helgoland», ya nunca hubo de volverlo a cantar, ni eso ni ninguna otra canción, como al principio tampoco quería comer más pescado, y sin embargo empezó un buen día a comer tanto y tan graso, que luego ya no pudo más o, mejor dicho, no quiso, porque ya estaba harta, no sólo de la anguila, sino también de la vida y, en particular, de los hombres y tal vez también de Óscar, pues es el caso que ella, que antes no había sabido renunciar a nada, se volvió de repente frugal y abstinente y se hizo enterrar en Brenntau. Y es probable que de ella me venga esto de no poder por una parte renunciar a nada y de poder, por otra, renunciar a todo: de lo único que no puedo prescindir, por caras que sean, es de las anguilas ahumadas. Y esto se aplica también a la señorita Dorotea, a la que no había visto nunca y cuyo cinturón de charol sólo me gustaba con moderación, sin que, con todo, pudiera librarme de él, que no me dejaba y se iba multiplicando. Con la mano libre me desabroché la bragueta, para poder pensar de nuevo en la enfermera, que con todas aquellas charoladas y luego con el finlandés había estado a punto de perdérseme.
Poco a poco, y con la ayuda de las gaviotas, Óscar, que se sentía arrastrado siempre hacia la escollera, logró volver al mundo de la señorita Dorotea, por lo menos en aquella mitad del armario que alojaba su ropa profesional, vacía y, con todo, atrayente. Cuando por fin llegué a verla claramente y creía yo percibir detalles de su cara, el pestillo resbaló por la miserable cerradura: rechinaron las puertas del armario, deslumbróme una claridad repentina, y Óscar se vio en aprietos para no mancillar las mangas del delantal de la señorita Dorotea, que eran las que le quedaban más cerca.
Sólo con ánimo de crear alguna transición y para terminar en forma juguetona la estancia en el interior del armario, que se me había hecho más pesada de lo que esperaba, me puse a tamborilear con los dedos —lo que no había hecho desde hacía ya varios años— algunos compases más o menos notables en el fondo seco del armario, del que salí acto continuo, examinando una vez más su estado de limpieza: realmente no tuve de qué reprocharme, ya que inclusive el cinturón de charol conservaba aún su brillo, con excepción de algún lugar que hubo de frotar, después de echarle el aliento, para que volviera a ser aquello que recordaba las anguilas que en los tiempos de mi primera infancia podían pescarse en la escollera de Neufahrwasser.
Yo, Óscar, abandoné el cuarto de la señorita Dorotea, después de apagar aquella bombilla de cuarenta vatios que me había observado durante todo el tiempo de mi visita.
Heme ahí, pues, en el corredor, llevando en la cartera un mechón de pelo rubio descolorido. Por espacio de un segundo me esforcé por sentirlo a través de la piel de la cartera, a través del forro de la chaqueta, del chaleco, de la camisa y de la camiseta, pero estaba demasiado cansado y, dentro de mi malhumor, demasiado satisfecho para ver en el botín robado de la alcoba algo más que un desecho como el que suelen recoger los peines.
Sólo en ese punto hubo de confesarse Óscar que, en realidad, había buscado tesoros de muy distinta índole. Lo que había estado tratando de encontrar durante mi permanencia en la alcoba de la señorita Dorotea era algo que me permitiese identificar a aquel doctor Werner en algún lugar del cuarto, siquiera por uno de esos sobres que yo ya conocía. Pero es el caso que no encontré nada por el estilo. Ni sobre ni, menos aún, una hoja escrita. Óscar confiesa que sacó del compartimiento de los sombreros las novelas policíacas de la señorita Dorotea una por una, que las abrió y las examinó en busca de alguna dedicatoria o de alguna señal, así como tal vez de alguna foto, pues Óscar conocía a todos los médicos del Hospital de Santa María, si no de nombre, por lo menos de vista; pero todo fue en vano, pues no apareció foto alguna del doctor Werner.