Construido, talado, extirpado, admitido, borrado, comprendido: sólo en calidad de subarrendatario aprendió Óscar el arte de evocar el pasado con el tambor. No fueron sólo el cuarto, el Erizo, el depósito de ataúdes del patio y el señor Münzer los que me ayudaron a ello; la señorita Dorotea se me ofreció asimismo cual estímulo.
¿Conocen ustedes el Parsifal? Tampoco yo lo conozco muy bien. Lo único que de él he retenido es la historia de las tres gotas de sangre en la nieve. Y esta historia es verídica, porque podría ser la mía. Es posible que pudiera ser la de cualquiera que tenga una idea. Pero Óscar escribe acerca de sí mismo; de ahí que yo la lleve escrita sobre el cuerpo en forma casi sospechosa.
Seguía yo sirviendo al arte y dejándome pintar en azul, en verde, en amarillo y en color de tierra; me dejaba también dibujar al carboncillo y poner ante los distintos fondos. Por espacio de un semestre de invierno fecundé, acompañado de la musa Ulla, la Academia de Bellas Artes —dimos también nuestra inspirada bendición al semestre siguiente—; pero entonces había ya caído la nieve que chupara aquellas tres gotas de sangre que fijaron mi mirada, lo mismo que la del loco Parsifal, de quien el loco Óscar sabe tan poco que puede identificarse con él en forma natural.
Mi torpe imagen les resultará sin embargo lo suficientemente clara: la nieve es el uniforme de una enfermera; la Cruz Roja, que la mayoría de las enfermeras —así también la señorita Dorotea— llevan en el centro del broche que cierra el cuello de sus capas, brillaba a mis ojos en lugar de las tres gotas de sangre. Y heme ahí sentado, sin poder apartar la mirada.
Pero antes de sentarme en el cuarto de baño de la antigua vivienda de Zeidler, hubo que buscar dicho cuarto. El semestre de invierno tocaba a su fin, y los estudiantes desalojaban en parte sus cuartos, se iban por Pascua a sus casas y luego volvían, o no volvían. Mi colega, la musa Ulla, me ayudó a buscar un cuarto y me acompañó a la oficina del servicio estudiantil. Allí me facilitaron varias direcciones y me proveyeron con un escrito de recomendación de la Academia de Bellas Artes.
Antes de empezar a visitar los alojamientos, fui a ver de nuevo, después de mucho tiempo de no hacerlo, al marmolista Korneff en su taller de Bittweg. Movióme a ello el afecto, y además el deseo de encontrar trabajo durante las vacaciones de verano, ya que las pocas horas que había de posar con y sin Ulla como modelo particular apenas alcanzaban a mantenerme las seis semanas siguientes. Por otra parte, necesitaba también reunir el alquiler para una habitación amueblada.
Korneff no había cambiado y lo encontré, con dos furúnculos casi curados en la nuca y otro aún por madurar, inclinado sobre una losa de granito belga que ya había desbastado y que ahora iba cincelando golpe a golpe. Hablamos un poco, yo jugué en forma alusiva con algunos buriles para inscripciones y eché una ojeada en busca de losas ya dispuestas sobre caballetes y que, esmeriladas y pulidas, aguardaran los epitafios. Dos lápidas de a metro de caliza conchífera y un mármol de Silesia para una sepultura doble parecían estar vendidos y esperar sólo a un hábil grabador de inscripciones. Me alegré de ello por el marmolista, el cual, después de la reforma monetaria, había atravesado una temporada difícil. Pero ya entonces hubimos de consolarnos con la reflexión de que inclusive una reforma monetaria tan optimista como aquélla no podía, con todo, impedir que la gente se muriera y que encargara piedras funerarias.
Así había ocurrido, efectivamente. La gente seguía muriéndose y comprando. Además había encargos que no se daban antes de la reforma: las carnicerías dejaban revestir sus fachadas e inclusive su interior con mármol coloreado de Lahn, y en la arenisca y la toba de varios bancos y grandes almacenes dañados por las bombas había que vaciar y volver a rellenar unos cuadrados más o menos grandes, para que dichos bancos y almacenes recobraran su decoro en obsequio de cuentahabientes y compradores.
Yo alabé la actividad de Korneff y le pregunté si podía él sólo con tanto trabajo. Al principio me contestó evasivamente, pero confesó luego que a veces deseaba tener cuatro manos, y acabó por proponerme que le grabara inscripciones por medias jornadas; pagaba cuarenta y cinco pfennigs por cada letra hueca en piedra calcárea, cincuenta y cinco pfennigs en granito y diabasa y, en cuanto a las letras en relieve, las pagaba a setenta y cinco pfennigs.
Puse en el acto manos a la obra con una caliza conchífera, no tardé en recobrar mi habilidad y grabé en letra hueca: Aloys Küfer — nacido el 3—9—1887 — fallecido el 10—6—1946. Terminé las letras y las cifras en cuatro horas escasas y recibí, al irme, conforme a la tarifa, trece marcos cincuenta.
Esto representaba un tercio del alquiler mensual que yo me había propuesto. No quería pagar más de cuarenta marcos, porque Óscar se había impuesto el deber de seguir contribuyendo, aunque en forma modesta, al presupuesto doméstico de María, el muchacho y Gusta Köster.
De las cuatro direcciones que me había proporcionado amablemente la gente de la oficina estudiantil di preferencia a la de Zeidler, Jülicherstrasse número 7, porque quedaba cerca de la Academia de Bellas Artes.
Principios de mayo. Era un día caluroso, brumoso y renano; con dinero suficiente en el bolsillo me puse en camino. María me había arreglado el traje y mi aspecto era decoroso. La casa en la que Zeidler ocupaba un alojamiento de tres cuartos en el segundo piso levantábase, con su revoque que se desconchaba, detrás de un castaño polvoriento. Comoquiera que la mitad de la Jülicherstrasse no era más que ruinas, resultaba difícil hablar de casas contiguas o de enfrente. A la izquierda, una montaña erizada de hierros en T, cubierta de verdura y de dientes de león, dejaba adivinar la existencia anterior de un edificio de cuatro pisos contiguo a la casa de Zeidler. A la derecha, habíase logrado restaurar hasta el segundo piso un inmueble parcialmente destruido. Pero probablemente los medios no habían alcanzado por completo, porque quedaba por reparar la fachada de granito sueco negro pulido, agrietada y llena de agujeros. A la inscripción «Pompas Fúnebres Schoermann» faltábanle varias letras, no recuerdo cuáles. Afortunadamente, las dos hojas de palmera excavadas que seguían mostrando el granito impecablemente pulido estaban intactas, contribuyendo en esta forma a conferir a la empresa dañada un aspecto hasta cierto punto piadoso.
El depósito de ataúdes de esta empresa, que existía desde hacía ya setenta y cinco años, se hallaba en el patio y había de proporcionarme materia de contemplación más que suficiente desde la ventana de mi cuarto, que daba atrás. Veía yo a los trabajadores que, cuando el tiempo era bueno, sacaban algunos ataúdes, rodándolos sobre polines, del cobertizo, los ponían sobre caballetes de madera y se servían de mil procedimientos para refrescar el pulido de estas cajas, las cuales, en la forma que me era familiar, se afinaban todas hacia el pie.
El propio Zeidler vino a abrirme después que hube tocado el timbre. Allí estaba, pequeño, rechoncho, asmático, igualito a un erizo, con unos anteojos de gruesos cristales, ocultando la mitad inferior de la cara bajo una coposa espuma de jabón y, con la derecha, aplicándose la brocha a la mejilla: parecía alcohólico y, a juzgar por su habla, de Westfalia.
—Si el cuarto no le gusta, dígalo usted en seguida. Me estoy afeitando y tengo que lavarme todavía los pies.
Zeidler no era amigo de cumplidos. Examiné el cuarto. No podía gustarme, porque era un cuarto de baño fuera de servicio, revestido en una buena mitad de losetas verde turquesa y, en cuanto al resto, de un papel bastante chillón. Sin embargo, no dije que el cuarto no podía gustarme. Sin preocuparme por la espuma jabonosa que se le iba secando a Zeidler en la cara, ni por sus pies sin lavar, golpeé con los nudillos la bañera y pregunté si no se podría prescindir de ella, ya que de todos modos tampoco tenía tubo de desagüe.
Zeidler sacudió sonriendo su cabeza de erizo y trató inútilmente de sacarle espuma a la brocha. Ésa fue toda su respuesta. En vista de ello, me declaré dispuesto a alquilarle el cuarto, incluyendo la bañera, por la suma de cuarenta marcos mensuales.
Cuando estábamos de nuevo en el corredor, especie de tubo mal iluminado al que daban varias habitaciones con sus puertas diversamente pintadas y en parte con vidrios, pregunté quién más vivía en el piso.
—Mi mujer y unos inquilinos.
Toqué una puerta de vidrio esmerilado en el centro del corredor a la que podía accederse, desde la del piso, con un solo paso.
—Aquí se aloja la enfermera. Pero para usted es igual. De todos modos no llegará usted a verla, porque sólo viene a dormir, y eso no siempre.
No voy a decir que al oír la palabra «enfermera» Óscar se estremeciera. Asintió con la cabeza, no se atrevió a preguntar más acerca de los otros inquilinos y se dio por enterado respecto a su cuarto con bañera; éste quedaba a la derecha y, con el ancho de su puerta, cerraba el paso del corredor.
Zeidler me tocó la solapa: —Si dispone de un infiernillo de alcohol, puede usted cocinar en su cuarto. Por mi parte tampoco tengo inconveniente en que lo haga en la cocina, si el fogón no le queda demasiado alto.
Era su primera insinuación a propósito de la talla de Óscar. El escrito de recomendación de la Academia de Bellas Artes, al que había echado un rápido vistazo, produjo su efecto, pues iba firmado por el director, profesor Reuser. Dije que sí y amén a todas sus recomendaciones, tomé nota de que la cocina quedaba a la izquierda, junto a mi cuarto, y le prometí que daría mi ropa a lavar afuera, porque él temía que el vapor pudiera estropear el empapelado del cuarto de baño; eso podía prometérselo con alguna seguridad, pues María se había declarado dispuesta a lavarme mi ropa.
Aquí hubiera yo debido irme, llevar mi equipaje y llenar los formularios del cambio de domicilio. Pero Óscar no hizo nada de eso. No se decidía a separarse del alojamiento. Sin motivo alguno para ello, rogó al futuro arrendador que le indicara el excusado. Con el pulgar señaló éste una puerta de madera recién terciada que recordaba los años de guerra y los años inmediatamente posteriores. Al disponerse Óscar a servirse al instante del lugar, Zeidler, al que el jabón se le secaba en la cara y le escocía, le encendió la luz.
Ya dentro, comencé a irritarme, porque Óscar no sentía ninguna necesidad. Esperé de todos modos con obstinación a soltar algo de agua, lo que, dada la poca presión de la vejiga, me costó bastante trabajo, y además, como estaba demasiado cerca del asiento de madera, tuve que esforzarme por no mojarlo, ni tampoco las baldosas. Con el pañuelo eliminé las trazas en el asiento desgastado, y las suelas de Óscar tuvieron que borrar unas gotas desafortunadas que habían caído en las baldosas.
Pese al jabón que se le endurecía desagradablemente en la cara, Zeidler no había recurrido durante mi ausencia al espejo ni al agua caliente, sino que me esperaba en el corredor y, habiendo sin duda olfateado en mí al bufón, dijo: —¡Qué hombre más raro es usted! ¡Ni siquiera ha firmado el contrato y ya va al excusado!
Acercóseme con su brocha fría y encostrada, con ánimo sin duda de soltar algún chiste tonto, pero luego, sin molestarme, abrió la puerta del piso. Al escabullirse Óscar reculando junto al Erizo hacia la caja de la escalera, y en parte sin perderlo de vista, observé que la puerta del excusado quedaba entre la de la cocina y aquella otra de vidrio esmerilado, detrás de la cual tenía su cuartel nocturno ocasional, o sea irregular, una enfermera.
Cuando, al atardecer, provisto de su equipaje del que colgaba el nuevo tambor regalo de Raskolnikoff, Óscar volvió a tocar el timbre del piso de Zeidler exhibiendo los formularios del cambio de domicilio, el Erizo, ya afeitado y probablemente con los pies lavados, me introdujo en su sala de estar.
Olía ésta a humo de cigarros enfriados, a cigarros varias veces encendidos. Añádanse a ello las emanaciones de una porción de alfombras, posiblemente valiosas, enrolladas y apiladas en los rincones del cuarto. Olía también a viejos calendarios, pero no vi ninguno: lo que así olía eran las alfombras. En cambio, cosa rara, los cómodos sillones forrados de piel no emitían olor alguno. Eso me decepcionó, porque Óscar, que nunca se había sentado todavía en un sillón de piel, poseía una idea tan real del olor de dicha piel, que sospechó inmediatamente de los recubrimientos de los sillones y las sillas de Zeidler y los tuvo por cuero artificial.
En uno de estos sillones lisos, inodoros y, según había de resultar más adelante, de piel auténtica, hallábase sentada la señora Zeidler. Llevaba un traje sastre gris sport que le sentaba más o menos bien. La falda se le había arremangado sobre las rodillas y dejaba ver unos tres dedos de ropa interior. Comoquiera que ella no se alargara la falda y —según Óscar creyó observarlo— tenía los ojos llorosos, no me atreví a iniciar una conversación de presentación y saludo. Mi inclinación fue muda y volvióse nuevamente, en su fase final, hacia Zeidler, quien me había presentado a su esposa con un movimiento del pulgar y carraspeando.
La habitación era espaciosa y cuadrangular. El castaño que se levantaba frente a la casa la oscurecía, la agrandaba y la reducía a la vez. Dejé la maleta y el tambor junto a la puerta y me acerqué con los formularios a Zeidler, que se hallaba sentado entre las ventanas. Óscar no percibió el ruido de sus propios pasos, porque —según había de establecerse más adelante— pisaba sobre cuatro alfombras, dispuestas una sobre otra en dimensiones decrecientes, las cuales, con sus bordes desigualmente coloreados, con fleco o sin él, formaban una escalera multicolor cuyo último peldaño, pardo rojizo, arrancaba junto a las paredes, en tanto que el siguiente, de color verde, desaparecía en gran parte debajo de los muebles, cual el pesado aparador, la vitrina, llena de copitas para licor que se contaban por docenas, y la espaciosa cama de matrimonio. El borde de la tercera alfombra, que era azul con un dibujo, percibíase ya por completo de un extremo a otro. En cuanto a la cuarta, que era de un terciopelo rojo vinoso, tenía por misión soportar la mesa redonda, extensible y provista de un hule protector, y cuatro sillas, de asiento y respaldo de piel, con remaches metálicos a intervalos regulares.
Como además colgaban de la pared otras alfombras que en realidad no eran tapices, y las había también enrolladas en las esquinas, Óscar supuso que, antes de la reforma monetaria, el Erizo se habría dedicado al negocio de alfombras y que después de la reforma se habría quedado con algunos saldos.