Mas yo dejé de oírla aun antes de que se hubiera callado. Me abandoné a la locura del papel pintado de la pared, a aquella locura vertical, horizontal y diagonal, y a sus innúmeras curvas; me vi cual Matzerath, comiendo con él el pan sospechoso y consentidor de todos los burlados y no me resultó difícil disfrazar a Jan Bronski de seductor barato, con un maquillaje satánico, y hacerlo aparecer unas veces metido en su abrigo tradicional con el cuello de terciopelo, otras en la bata blanca del doctor Hollatz y, finalmente, cual doctor Werner, para seducir, y corromper, y profanar, y ultrajar, y pegar, y atormentar— para hacer, en una palabra todo lo que a un seductor que se respete corresponde.
Hoy puedo sonreírme al recordar aquella ocurrencia que, entonces, puso lívido a Óscar y le contagió la locura del papel pintado: quería estudiar medicina lo más rápidamente posible. Quería ser médico, del Hospital de Santa María, por supuesto. Quería despedir a aquel doctor Werner, desenmascararlo y acusarlo de incuria y hasta de homicidio por negligencia en el curso de una operación de la laringe. Con ello se habría podido comprobar que aquel señor Werner nunca había estudiado medicina. Durante la guerra habría trabajado en un hospital de sangre, donde adquiriría algunos conocimientos empíricos: ¡fuera con el falsario! Y Óscar era nombrado médico jefe, tan joven y, sin embargo, en un puesto de tanta responsabilidad. Era ya un nuevo Sauerbruch que acompañado de la señorita Dorotea, su asistenta en las operaciones, y rodeado de un enjambre de enfermeras vestidas de blanco, andaba por los sonoros corredores, efectuando sus visitas y decidiéndose sólo en el último momento por la operación. ¡Qué suerte que no llegara a rodarse esta película!
Que nadie vaya a creer ahora que Óscar estaba sólo para hablar de enfermeras. Después de todo, yo tenía mi profesión. El semestre de verano de la Academia de Bellas Artes acababa de empezar, y tuve que abandonar aquel trabajo ocasional de grabador de inscripciones practicado durante las vacaciones porque, a cambio de un buen salario, Óscar tenía que estarse quieto, sirviendo como base para la confirmación de los viejos estilos y, junto con la musa Ulla, para la experimentación de los nuevos. Suprimían nuestra objetividad, rechazábamos, calumniábamos, echaban sobre tela y papel líneas, cuadrados y espirales, cosas hechas de memoria que hubieran servido en todo caso para el papel que usan los tapiceros, y daban a estos modelos, en los que había de todo menos Óscar y Ulla y, por lo mismo, todo menos misterio y tensión, títulos sensacionales como: Trenzado vertical — Himno al tiempo — Rojo en espacios nuevos.
Eso era lo que hacían sobre todo los nuevos alumnos, que ni siquiera sabían dibujar bien todavía. Mis viejos amigos de los talleres de los profesores Wuchen y Maruhn, y los alumnos-maestros Ziege y Raskolnikoff estaban demasiado sobrados de arabescos y curvas anémicas.
En cuanto a la musa Ulla, que cuando bajaba a tierra revelaba un gusto muy al día por todo lo relacionado con el arte, se entusiasmó a tal punto con las nuevas muestras de papel pintado que no tardó en olvidar al pintor Lankes, que la había dejado, y encontraba bonitas, alegres, cómicas, fantásticas, colosales e inclusive elegantes las decoraciones que, en diversos tamaños, ejecutaba un pintor de cierta edad ya, de nombre Meitel. No hay que conceder demasiada importancia al hecho de que se prometiera en seguida con este artista, al que le gustaban las formas como las que tienen los empalagosos huevos de Pascua, ya que al correr del tiempo había de encontrar a menudo ocasión de prometerse de nuevo, y está actualmente —así me lo reveló anteayer en ocasión de una visita en la que nos trajo a mí y a Bruno unos bombones— en vísperas de un noviazgo serio, tal como suele decir siempre.
A principios del semestre, Ulla sólo quería servir de musa a las nuevas tendencias, tan ciegas, ¡ay!, y ella sin darse cuenta. Esta idea se la había inculcado su pintor de huevos pascuales, el tal Meitel, quien, a guisa de regalo de novios, le había transmitido un vocabulario que ella ensayaba hablando de arte conmigo. Hablaba de relaciones, de constelaciones, de acentos, de perspectivas, de estructuras fluidas, de procesos de fusión, de fenómenos de erosión. Y ella, que de día sólo comía plátanos y bebía jugo de tomate, me hablaba de células originarias, de átomos de color, los cuales, en rasante dinámica dentro de sus respectivos campos de energía, no sólo hallaban su posición natural, sino que además... Así me hablaba Ulla durante los descansos y también cuando ocasionalmente íbamos a tomarnos un café a Ratingerstrasse. E inclusive cuando su noviazgo con el dinámico pintor de huevos había llegado ya a su término y ella, después de un brevísimo episodio con una lesbiana, se entregó nuevamente a un alumno de Ruchen y, por ende, al mundo de la objetividad, entonces todavía siguió conservando aquel léxico que sometía su carita a tales esfuerzos que se le formaron dos pequeños pliegues agudos, algo fanáticos, alrededor de su boquita de musa.
Digamos aquí que no fue idea exclusiva de Raskolnikoff el pintar a la musa Ulla de enfermera al lado de Óscar. En efecto, después de la Madona 49, volvió a pintarnos como el
Rapto de Europa
, en donde el toro era yo. Y a continuación del rapto, que fue algo discutido, vio la luz el cuadro:
El bufón cuidando a la enfermera
.
Fue una idea mía la que encendió la fantasía de Raskolnikoff, Cavilaba éste sombríamente, pérfido y pelirrojo, lavando sus pinceles y hablando, mientras miraba fijamente a Ulla, de crimen y castigo. En esto yo le sugerí que me pusiera a mí de crimen y a Ulla de castigo: mi crimen era manifiesto; el castigo cabía perfectamente bien en un uniforme de enfermera.
La culpa de que aquel excelente cuadro recibiera otro título, un título desconcertante, fue exclusivamente de Raskolnikoff. Yo lo hubiera llamado
Tentación
, porque mi mano derecha, pintada, aprieta en él un picaporte y abre un cuarto en el que la enfermera está de pie. También hubiera podido llamarse el cuadro de Raskolnikoff sencillamente
El picaporte
, porque, si yo tuviera interés en dar otro nombre a la tentación, me atrevería a proponer el de picaporte, ya que dicho apéndice tangible está pidiendo que lo agarren, y así lo hacía yo todos los días con el de la puerta de cristal esmerilado cuando sabía que el Erizo estaba de viaje, la enfermera del hospital y la señora Zeidler en su oficina de la empresa Mannesmann.
Óscar dejaba entonces su cuarto con la bañera sin desagüe, salía al corredor del piso zeidleriano, deteníase frente al cuarto de la enfermera y asía el picaporte.
Hasta mediados de junio, como había tenido ocasión de comprobar casi todos los días, la puerta no quiso ceder. Disponíame ya a ver en la enfermera a una criatura acostumbrada de tal modo al orden como resultado de un trabajo lleno de responsabilidad, que parecía prudente abandonar toda esperanza fundada en una puerta dejada abierta por descuido. Eso explica también aquella reacción necia y mecánica que me hizo volver a cerrar inmediatamente la puerta al encontrarla un día abierta.
Es evidente que Óscar sintió que todo el pellejo se le encogía en el corredor, y que estuvo así por espacio de varios minutos, dejándose asaltar a un tiempo por pensamientos tan diversos, que su corazón no atinaba a imprimir a dichos impulsos algo parecido a un plan.
Sólo hasta que logré encauzar mis pensamientos, y a mí mismo, por otros vericuetos, pensando en María y en su pretendiente: María tiene un pretendiente, el pretendiente acaba de regalarle una cafetera a María, el pretendiente y María van los sábados al Apolo, María sólo tutea al pretendiente fuera del establecimiento, porque dentro lo trata de usted, porque es el dueño —sólo hasta que hube pensado en María y en su pretendiente desde éstos y aquellos ángulos conseguí establecer en mi alocada cabeza un principio de método, y abrí la puerta de cristales.
Ya anteriormente me había yo representado el cuarto cual un cuarto sin ventanas, porque la parte superior de la puerta, de un vidrio vagamente transparente, nunca había revelado un rayo de luz diurna. Lo mismo exactamente que en mi cuarto, hallé el conmutador de la luz a mano derecha. Para iluminar esta cámara, demasiado pequeña para ser designada como cuarto, la bombilla de cuarenta vatios era más que suficiente. Me resultó molesto encontrarme inmediatamente con mi media figura plantada al otro lado del espejo. Pero Óscar no se arredró ante su imagen trastocada, que tan pocas novedades podía suministrarle, porque los objetos del tocador, que era del mismo ancho que el espejo, lo atrajeron con fuerza irresistible y le hicieron avanzar de puntillas.
El esmalte blanco de la palangana ostentaba unas marcas entre azules y negras. También la plancha de mármol del tocador, en la que la palangana se sumía hasta sus bordes sobresalientes, estaba algo dañada. Faltábale el ángulo izquierdo, delante del espejo, al que mostraba sus vetas. Trazas de un pegamento que se iba desconchando en la fractura revelaban un intento poco hábil de reparación. Sentí que un escozor recorría mis dedos de lapidario, y me acordé en el acto de la masilla para mármol que Korneff preparaba él mismo y con la que hasta el mármol del Lahn más quebradizo se convertía en aquellas placas resistentes que se pegaban a las fachadas de las carnicerías.
Luego que mi familiaridad con la piedra calcárea me hizo olvidar aquella imagen mía mal reflejada por el mísero espejo, logré identificar también aquel olor que ya al entrar había llamado especialmente la atención de Óscar.
Olía a vinagre. Más adelante, y hasta hace sólo unas cuantas semanas, disculpaba yo aquel olor inoportuno, suponiendo que la enfermera se habría lavado la cabeza el día anterior; era vinagre que mezclaba al agua antes de enjuagarse el cabello. Cierto que sobre el tocador no había botella alguna de vinagre. Tampoco en otros recipientes con etiqueta pude identificar el menor rastro de vinagre, y no hacía más que repetirme una y otra vez que la señorita Dorotea, que podía disponer en el Hospital de Santa María de los cuartos de baño más modernos, no iba a ir a calentarse agua en la cocina de los Zeidler, solicitando previamente permiso para ello, para luego lavarse la cabeza en su cuarto en forma asaz complicada. Pero cabía suponer que una prohibición general, o de la enfermera jefe, impidiera a las enfermeras el uso de determinadas instalaciones higiénicas del hospital y que, por ello, la señorita Dorotea se viera obligada a lavarse la cabeza en aquella palangana y ante un espejo impreciso.
Pero, si bien no había sobre el tocador ninguna botellita de vinagre, no faltaban los frascos y cajitas sobre el frío mármol. Un paquete de algodón hidrófilo y otro medio vacío de toallas higiénicas quitáronle en aquella ocasión a Óscar el valor de examinar el contenido de las diversas cajitas. Pero a la fecha sigo convencido de que no había en ellas otra cosa que productos cosméticos o, a lo sumo, algún ungüento inofensivo.
El peine de la enfermera estaba plantado en el cepillo. Tuve que hacerme alguna violencia para extraerlo de las cerdas y examinarlo con detalle. Fue bueno que lo hiciera, porque en el mismo momento hizo Óscar su descubrimiento más importante: la enfermera tenía el pelo rubio, tal vez rubio ceniza, aunque resulta difícil extraer conclusiones decisivas de un pelo muerto arrancado por el peine. Permítaseme, pues, que siga simplemente: la señorita Dorotea tenía el pelo rubio.
La carga sospechosamente abundante del peine revelaba además que a la señorita Dorotea se le caía el cabello. La culpa de esta enfermedad, penosa y amarga, sin duda, para el alma de una mujer, debía atribuirse indudablemente a las cofias, pese a lo cual no las acusé, porque es evidente que no se puede prescindir de las cofias en un hospital que se respete.
Por encima de lo desagradable que fuera para Óscar el olor a vinagre, el hecho de que a la señorita Dorotea se le cayera el pelo no hizo sino suscitar en mí un amor endulzado de compasión. Es característico de mi estado de ánimo que me vinieran inmediatamente a la mente varios remedios contra la calvicie, pregonados como seguros, que me proponía comunicar a la enfermera en cuanto se ofreciera la ocasión. Y ya con el pensamiento en este encuentro —Óscar se lo representaba bajo un cielo caluroso y tranquilo de verano, entre trigales—, quité del peine los cabellos sueltos, formé con ellos un pequeño haz, los anudé unos con otros, soplé para quitarle algo del polvo y de la caspa y me los metí con precaución en uno de los compartimientos de la cartera, que desalojé rápidamente al objeto.
Cuando tuve el botín a buen recaudo dentro de mi cartera y mi bolsillo, volví a coger el peine, que, a fin de poder manipular mejor la cartera, había depositado sobre la plancha de mármol. Lo miré a contraluz de la bombilla, carente de tulipa, seguí con la mirada las dos series de púas de diverso grueso, comprobé que faltaban dos de ellas entre las más delgadas, y no pude resistir la tentación de hacer zumbar la uña de mi índice izquierdo a lo largo de las puntas de las púas mayores, con lo que pudo alegremente Óscar verificar durante esta pequeña diversión el brillo de algunos cabellos que había dejado allí ex profeso, con objeto de no suscitar sospechas.
El peine volvió a sumirse definitivamente en el cepillo. Apárteme del tocador, que me informaba de modo demasiado unilateral. Al dirigirme a la cama de la enfermera, di con una silla de cocina de cuyo respaldo colgaba un sostén.
Sólo con sus puños podía Óscar llenar las dos formas negativas de aquel sostén, de bordes usados y descoloridos; pero los puños no las llenaban por completo, sino que se movían extraños, torpes, demasiado duros y demasiado nerviosos, en aquellas dos copas que de buena gana habría vaciado yo diariamente a cucharaditas, aun desconociendo la calidad del alimento y admitiendo inclusive una náusea pasajera, porque todo caldo da a veces ganas de vomitar, pero se hace luego dulce, demasiado dulce, o tan dulce, que la náusea resulta sabrosa y pone el verdadero amor a prueba.
Me acordé del doctor Werner y saqué los dos puños del sostén. Lo olvidé acto seguido, y pude plantarme ante la cama de la señorita Dorotea. ¡La cama de la señorita Dorotea! ¡Cuántas veces la había visto Óscar con los ojos de su imaginación! Y ahora resultaba ser aquella misma horrenda armadura que ofrecía también a mi reposo y a mi insomnio ocasional su marco pintado de oscuro. Hubiérale yo deseado una cama metálica esmaltada en blanco, con bolas de latón y una leve baranda, y no ese armatoste totalmente desprovisto de gracia. Inmóvil, con la cabeza pesada, incapaz de pasión y hasta de celos, permanecí de pie por algún tiempo ante ese altar del sueño, cuya colcha lo mismo hubiera podido ser de granito, y me volví, sustrayéndome a esta deplorable visión. Nunca hubiera podido Óscar representarse a la señorita Dorotea y su sueño en esa tumba de aspecto tan odioso.