Por todo cuadro colgaba de la pared de las ventanas, entre saltos de cama de estilo oriental, un retrato con cristal del Príncipe Bismarck. El Erizo llenaba por completo un sillón debajo del Canciller y tenía con éste un parecido familiar. Al tomarme de la mano el formulario del cambio de domicilio y examinarlo con ojo despierto, crítico e impaciente, su mujer le preguntó en voz baja que si algo no estaba en orden, y la pregunta le produjo un acceso de cólera que lo hizo más parecido todavía al Canciller de Hierro. Hizo erupción en el sillón. De pie sobre las cuatro alfombras, con el formulario en la mano, hincháronse él y su chaqueta de aire y arremetió contra su esposa, que entretanto se había inclinado sobre su labor, con una frase por el estilo de: ¡quienhablaaquícuandonoselepreguntaynadatienequedecirsoyyoyaysóloyo! ¡Niunapalabramás!
Comoquiera que la señora Zeidler se mantuvo quieta y no chistó, sino que siguió cosiendo en su labor, el problema para el Erizo, impotente sobre las alfombras, consistió en hacer resonar y dejar apagarse su cólera en forma plausible. De una zancada se puso frente a la vitrina, la abrió haciéndola tintinear, tomó con precaución y con los dedos separados ocho de las copitas de licor, retiró las manos sobrecargadas de la vitrina sin romper nada, avanzó con pasos contados, cual un anfitrión que se dispone a divertirse a sí mismo y a sus siete invitados con una demostración de habilidad en dirección de la estufa de losetas verdes y, deponiendo allí toda precaución, lanzó con violencia la frágil carga contra la fría puerta de hierro colado de la estufa.
Lo sorprendente fue que durante esta escena, que requería sin duda cierta puntería, el Erizo conservó en el campo visual de sus anteojos a su esposa, que se había levantado y trataba, junto a la ventana de la derecha, de enhebrar su aguja, cosa que consiguió, revelando una mano segura, un segundo después del estropicio. A continuación, la señora Zeidler volvió a su sillón, caliente todavía, y se sentó en forma que se le arremangara nuevamente la falda y volviera a enseñar tres dedos de enaguas rosadas.
El Erizo había observado el desplazamiento de su esposa hacia la ventana, el acto de enhebrar y el regreso al sillón con ojo malévolo, aunque sumiso. Y apenas estuvo ella sentada nuevamente, alargó la mano por detrás de la estufa, halló allí la pala para la basura y una escobilla, barrió los cascos y los recogió en un papel de periódico medio lleno ya de cascos de copitas y que hubiera resultado insuficiente para un tercer destrozo vitricida.
Si ahora el lector imagina que Óscar se vio a sí mismo en el Erizo destructor de vidrio y reconoció en éste al Óscar que por espacio de años lo rompiera con su canto, no puedo negar que el lector tiene algo de razón. También yo, en mis tiempos, complacíame en convertir mi cólera en cascos de vidrio; pero nadie me vio nunca echar mano del recogedor ni de la escobilla.
Cuando Zeidler hubo eliminado las huellas de su cólera, tornó a su sillón. Nuevamente tendióle Óscar el formulario que el Erizo hubo de dejar caer al meter las dos manos en la vitrina.
Zeidler firmó el formulario y me dio a entender que en su casa había de imperar el orden, de otro modo, dónde iríamos a parar; después de todo, hacía ya quince años que él era vendedor, por supuesto que de maquinillas de cortar el pelo; ¿sabía yo lo que era una maquinilla de cortar el pelo?
Óscar lo sabía, y practicó unos movimientos descriptivos en el aire de la habitación, por lo que Zeidler pudo deducir que en materia de maquinillas de cortar el pelo estaba yo al corriente. Su pelo bien cortado estilo cepillo permitía reconocer a un buen vendedor. Después de explicarme su método de trabajo —viajaba siempre una semana y permanecía luego dos días en casa—, perdió todo interés en Óscar, empezó a mecerse a la manera de un erizo en la piel pardo claro que crujía, lanzó una serie de rayos con los vidrios de sus anteojos y, con o sin motivo, dijo: yayayayaya. —Ya era hora de que me fuera.
Primero se despidió Óscar de la señora Zeidler. La señora tenía una mano fría y blanda, pero seca. El Erizo me hizo un gesto de adiós desde su sillón, señalando en dirección de la puerta donde se hallaba el equipaje de Óscar. Tenía yo ya las dos manos ocupadas, cuando me alcanzó su voz: —¿Qué es eso que cuelga ahí de su maleta?
—Es mi tambor de hojalata.
—¿Y usted se propone tocar aquí el tambor?
—No necesariamente. Antes sí, tocaba mucho.
—Lo que es por mí, no veo inconveniente. De todos modos no estoy nunca en casa.
—Hay pocas posibilidades de que vuelva yo a tocar el tambor.
—¿Y cómo es que se ha quedado usted tan pequeño?
—Una caída desgraciada frenó mi crecimiento.
—¡Con tal que no me cree usted dificultades, con ataques y cosas por el estilo!
—En estos últimos años, mi estado de salud ha ido mejorando progresivamente. Vea usted, si no, cuan ágil soy —aquí Óscar ejecutó para el señor y la señora Zeidler algunos saltos y unos ejercicios casi acrobáticos que había aprendido durante su temporada del Teatro de Campaña, lo que hizo que la señora se riera discretamente y que él, como un auténtico erizo, se diera todavía palmadas en los muslos cuando yo estaba ya en el corredor, y, pasando frente a la puerta de vidrio esmerilado de la enfermera, la del excusado y la de la cocina, llegué con mi equipaje y el tambor a mi cuarto.
Esto ocurría a principios de mayo. A partir de aquel día me tentó, me invadió y me conquistó el misterio de la enfermera. Las enfermeras me ponían enfermo, incurablemente enfermo, probablemente porque aún hoy, cuando todo esto queda atrás, contradigo a mi enfermero Bruno, que sostiene categóricamente: Sólo los hombres pueden ser verdaderos enfermeros: la manía de los pacientes de hacerse cuidar por enfermeras no es más que un síntoma adicional de la enfermedad, pues en tanto que el enfermero cuida al paciente fatigosamente y a veces lo cura, la enfermera sigue el método femenino, es decir: a fuerza de seducción lleva al paciente a la curación o a la muerte, a la que impregna de un erotismo fácil y da cierto sabor.
Hasta aquí mi enfermero Bruno, al que no me gusta darle la razón. Aquel que como yo se ha hecho confirmar la vida cada dos o tres años por enfermeras, les conserva gratitud, y no permite fácilmente que un enfermero gruñón, aunque simpático, le enajene a sus hermanas sólo por celos profesionales.
La cosa empezó con mi caída de la escalera de la bodega, en ocasión de mi tercer aniversario. Creo que ella se llamaba señorita Lotte y era oriunda de Praust. A la señorita Inge, la del doctor Hollatz, la conservé por espacio de varios años. Después de la defensa del edificio del Correo polaco, caí en manos de varias enfermeras a la vez. De éstas sólo el nombre de una me ha quedado: se llamaba señorita Erni, o Berni. Enfermeras innominadas en Lüneburg, en la clínica de la Universidad de Hannover. Luego las enfermeras de los hospitales municipales de Düsseldorf, con la señorita Gertrudis en primer término. Y luego vino ésta, sin que hubiera necesidad de internarse en ningún hospital. En plena salud dio Óscar con una enfermera que, lo mismo que yo, era inquilina de los Zeidler. A partir de aquel día el mundo estuvo lleno de enfermeras para mí. Cuando salía muy de mañana a mi trabajo, a gravar inscripciones con Korneff, mi parada de tranvía se llamaba Hospital de Santa María. Ante la entrada de ladrillo, en la explanada recargada de flores del hospital, siempre había enfermeras que iban o venían, esto es, enfermeras que tenían por hacer o ya hecho su agotador servicio. Luego llegaba el tranvía. A menudo no era posible evitar que yo me topara con alguna de estas enfermeras, que tenían un aire de tremenda fatiga, o de cansancio al menos, en el mismo remolque o en el mismo andén. Al principio me repugnaba su olor, pero pronto vine a buscarlo y me ponía a su lado y aun entre sus uniformes.
Luego venía el Bittweg. Si el tiempo era bueno grababa yo la inscripción afuera, entre las lápidas expuestas, y veía cómo venían, de dos en dos, de cuatro en cuatro, del brazo una de otra, en su hora libre, charlando y obligando a Óscar a levantar la mirada de su diabasa y a descuidar su trabajo, porque cada mirada me costaba veinte pfennigs.
Carteleras de cine: en Alemania ha habido siempre muchas películas de enfermeras. La atracción de María Schell me llevaba al cine. Vestía un uniforme de enfermera, reía, lloraba, cuidaba con espíritu de sacrificio, tocaba música seria sonriendo y sin quitarse la cofia, pero luego se desesperaba, llegaba casi a desgarrarse el camisón, sacrificaba después de un conato de suicidio su amor —Borsche de médico— y se mantenía fiel a la profesión, fiel a la cofia y al broche de la cruz roja. En tanto que el cerebro y el cerebelo de Óscar reían y decían toda una serie de indecencias de la cinta, sus ojos lloraban lágrimas, y yo vagaba medio ciego por un desierto lleno de samaritanas anónimas vestidas de blanco, buscando a la señorita Dorotea, de la que sólo sabía que tenía alquilado el cuarto tras la puerta vidriera esmerilada del piso de los Zeidler.
A veces oía sus pasos cuando regresaba de su servicio nocturno. Oíala también hacia las nueve de la noche, cuando había terminado su servicio diurno y se recogía en su cuarto. No siempre permanecía Óscar sentado en su silla cuando oía a la enfermera en el corredor. No pocas veces manipulaba el picaporte. Porque, ¿quién se aguanta? ¿Quién no levanta la mirada cuando pasa algo que posiblemente pase para él? ¿Quién permanece sentado en su silla cuando cualquier ruido del cuarto contiguo parece no tener más objeto que el de hacerle saltar a uno de la silla?
Y hay algo peor: el silencio. Ya lo habíamos experimentado con aquel mascarón de proa, que sin embargo era una figura de madera, quieta y pasiva. Allí yacía el primer conserje del museo en su sangre. Se dijo: Níobe lo ha matado. Luego, el director buscó otro conserje, porque no era cosa de cerrar el museo. Cuando murió el segundo, la gente exclamó: Níobe lo ha matado. El director se vio en apuros para hallar un tercer conserje —¿o andaba ya por el undécimo?—. Lo mismo daba el número. Un día, el conserje hallado con dificultad estaba muerto, igual de muerto. Todo el mundo gritaba: Níobe, Níobe la de verde, la de los ojos de ámbar, Níobe la de madera; desnuda, no se mueve, no tirita, no suda, no respira, ni siquiera tenía carcoma, porque estaba inyectada contra la carcoma, porque era histórica y preciosa. Por su culpa hubo que quemar a una bruja; al escultor de la figura le cortaron la mano experta; hundíanse los barcos y ella se salvaba a nado. Era de madera y, sin embargo, a prueba de fuego: mataba y seguía siendo preciosa. Con su silencio redujo al silencio a bachilleres, estudiantes, a un viejo párroco y a un coro de conserjes de museo. Mi amigo Heriberto Truczinski la asaltó y pereció en la empresa; Níobe siguió seca, acrecentando su silencio.
Cuando muy de mañana, a eso de las seis, la enfermera dejaba su cuarto, el corredor y el piso, todo era presa del silencio, aunque ella, presente, no hiciera ningún ruido. Para poder resistirlo, Óscar tenía que hacer crujir su cama, mover alguna silla o hacer rodar una manzana hasta la bañera.
A eso de las ocho producíase un ruido. Era el cartero que por la rendija del buzón de la puerta echaba las cartas y las tarjetas postales. Además de Óscar, también la señora Zeidler esperaba este ruido. Ella sólo empezaba a las nueve con su trabajo de secretaria en la empresa Mannesmann, y dejaba que yo me adelantara. Así que Óscar era el primero que se guiaba por el ruido del cartero. Yo procuraba hacer el menor ruido posible, aun sabiendo que ella me oía; dejaba la puerta de mi cuarto abierta, para no tener que encender luz, recogía todo el correo de una vez, metíame en el bolsillo del pijama, si la había, la carta en que María me informaba pulcramente una vez por semana acerca de sí misma, de Kurt y de su hermana Gusta, y revisaba a continuación rápidamente el resto de la correspondencia. Todo lo que venía destinado a Zeidler o a un tal señor Münzer, que ocupaba el cuarto del otro extremo del corredor, dejábalo deslizarse nuevamente, antes de levantarme, sobre el piso; en cuanto a la correspondencia de la enfermera, en cambio, Óscar la examinaba, la olía, la palpaba, especulando muy principalmente respecto al remitente.
La señorita Dorotea recibía muy pocas cartas, aunque de todos modos más que yo. Su nombre completo era Dorotea Köngetter, pero yo sólo la llamaba señorita Dorotea, olvidándome de vez en cuando de su apellido, el cual, por lo demás, tratándose de una enfermera, no hace al caso. Recibía correo de su madre, que vivía en Hildesheim. Le llegaban también cartas y tarjetas postales de los más diversos hospitales de la Alemania occidental. Escribíanle enfermeras con las que había hecho sus estudios. Mantenía estas relaciones con sus colegas en forma negligente y fastidiosa a base sólo de postales, y recibía contestaciones totalmente necias e insulsas, según pudo apreciar Óscar superficialmente.
Con todo, algo saqué de la vida anterior de la señorita Dorotea gracias a estas tarjetas postales, las cuales exhibían en su mayoría, en la cara anterior, fachadas de hospitales emparradas con yedra: había trabajado por algún tiempo en el Hospital de San Vicente, de Colonia, en una clínica particular en Aquisgrán y también en Hildesheim, que era de donde le escribía su madre. Era pues oriunda de la Baja Sajonia, o bien, como en el caso de Óscar, una refugiada del este que había venido poco después de la guerra. Averigüé, además, que la señorita Dorotea trabajaba cerca de allí, en el Hospital de Santa María y que debía de tener mucha amistad con otra tal señorita Beata, pues muchas de las mencionadas tarjetas aludían a este hecho e incluían saludos para dicha Beata.
La tal amiga me tenía intranquilo. Óscar se hacía conjeturas a propósito de su existencia. Componía cartas dirigidas a la señorita Beata, pidiéndole su intercesión en una y omitiendo en la otra toda mención a la señorita Dorotea, pues deseaba ganarme primero su confianza y tratarle después el otro punto. Redacté cinco o seis de estas cartas, y algunas hasta las metí en los sobres y las llevé al correo, pero no llegué a echar ninguna.
Con todo, es muy posible que en mi locura hubiera acabado por mandar una de aquellas cartas a la señorita Beata, de no haber encontrado un lunes —fue cuando María empezó sus relaciones con su patrón, un tal Stenzel, cosa que me dejó curiosamente indiferente—, en el corredor, aquella carta que había de convertir en celos mi pasión, en la que no era amor lo que faltaba.
El membrete del remitente me revelaba que un tal doctor Erich Werner, del Hospital de Santa María, había escrito una carta a la señorita Dorotea. El martes llegó otra carta, y la tercera vino el jueves. ¿Qué pasó aquel jueves? Óscar se retiró a su cuarto, se dejó caer en una de las sillas de cocina que formaban parte del mobiliario, sacó del bolsillo de su pijama el informe semanal de María —a pesar de su nuevo pretendiente, María seguía escribiendo puntualmente, esmeradamente, sin omitir cosa alguna—, abrió inclusive el sobre, leyó, pero sin leer, oyó a la señora Zeidler en el corredor y, a continuación, su voz: llamaba al señor Münzer, que no respondía, por más que debía de estar en su cuarto, porque la señora abrió la puerta del mismo y le entregó su correspondencia, sin parar de hablar un momento.