Ya en el tranvía que me llevaba a la Puerta de Rating, junto a la Academia, pude darme cuenta de que no sólo no provocaba yo risa alguna entre la gente, entre todos aquellos que disfrazados de cowboy o de andaluza trataban de olvidar el escritorio y el mostrador, sino que más bien la asustaba. Se mantenían a distancia, y así, no obstante que el tranvía iba repleto, logré de todos modos un asiento. Frente a la Academia, los policías agitaban sus porras auténticas, que nada tenían de disfraz. El «Charco de las Musas» —tal era el nombre de la fiesta de los discípulos del arte— estaba lleno a rebosar, pese a lo cual la gente quería asaltar el edificio y discutía con los policías en tono muy subido de color —léase sangre.
Cuando Óscar hizo sonar el cascabel que le pendía de la manga izquierda, la multitud se apartó; un policía, que por razón de su oficio reconoció mi grandeza, me saludó desde arriba, me preguntó qué deseaba y, agitando su porra me acompañó hasta los sótanos en que se celebraba la fiesta. Allí la carne hervía, pero no estaba a punto todavía.
Ahora, nadie debe imaginarse que una fiesta de artistas sea una fiesta en la que los artistas celebran una fiesta. La mayoría de los estudiantes de la Academia permanecía con caras serias y tensas, aunque pintadas, detrás de mostradores ingeniosos pero inestables, y vendían cerveza, champaña, salchichas vienesas y copitas mal servidas, tratando de procurarse unos ingresos complementarios. La verdadera fiesta de artistas la celebraban los burgueses, que una vez al año echan la casa por la ventana y quieren vivir y festejarse como artistas.
Después de que durante cosa de una hora hube asustado por la escalera, en los rincones y bajo las mesas a unas parejitas que se disponían a sacar provecho de la incomodidad, hice amistad con dos chinitas que debían de tener sangre griega en sus venas, pues practicaban un amor por el estilo del que hace siglos fue cantado en la isla de Lesbos. Aunque ambas se atacaran con ardor y abundancia de dedos, no llegaron a propasarse en los momentos culminantes, ofreciéndome un espectáculo en parte muy divertido, y luego bebieron conmigo un champaña demasiado caliente y, con mi permiso, probaron la resistencia del punto extremo de mi joroba, lo que sin duda les traería suerte y confirmó una vez más mi tesis de que una joroba trae suerte a las mujeres.
Sin embargo, cuanto más se prolongaba, más triste me ponía este comercio con mujeres. Asaltábame una serie de pensamientos, la política me inspiraba preocupaciones; dibujé con champaña en la bandeja de la mesa el bloqueo de Berlín, esbozando el puente aéreo, desesperé, en presencia de aquellas dos chinitas que no podían unirse, de la reunificación de Alemania, e hice lo que en otras circunstancias no hice nunca: Óscar-Yorick buscó el sentido de la vida.
Cuando mis dos damas no encontraron ya nada más que enseñarme y se pusieron a llorar, lo que ponía en sus caras pintadas unas huellas acusadoras, me levanté yo, rasgado, hinchado y agitando los cascabeles; mis dos tercios me empujaban a casa, y el tercero buscaba otra pequeña aventura carnavalesca, cuando vi —no, fue él el que me dirigió la palabra— al cabo Lankes.
¿Se acuerdan ustedes? Nos encontramos en el muro del Atlántico el verano del cuarenta y cuatro. Él vigilaba allí el cemento y se fumaba los cigarrillos de mi maestro Bebra.
Quería yo subir por la escalera en la que estaba sentada una multitud espesa y apretujada, y sacaba ya fuerzas para ello, cuando sentí que me tocaban y un cabo de la última guerra me interpeló: —Oye, chiquitín, ¿no tienes un cigarrillo que me regales?
No es extraño que, gracias a tales palabras y debido también a que su disfraz era de color gris campaña, lo reconociera en el acto. Y, sin embargo, no hubiera yo renovado esta relación, a no ser porque el cabo y pintor de cemento tenía sobre sus rodillas gris campaña a la musa en persona.
Permítanme ustedes que hable primero con el pintor y que pase después a describir a la musa. No sólo le regalé el cigarrillo, sino que hice funcionar asimismo mi encendedor y, mientras él empezaba a echar humo, le dije: —¿No me recuerda usted, cabo Lankes? ¿El Teatro de Campaña de Bebra? ¿Místico, Bárbaro, Aburrido?
Al hablarle yo en esta forma el pintor se llevó un susto morrocotudo y dejó caer, no el cigarrillo, pero sí a la musa que tenía sobre las rodillas. Yo recogí a la niña, que estaba completamente borracha y tenía las piernas largas, y se la devolví. Mientras los dos, Lankes y Óscar, hablábamos acerca del teniente Herzog, al que Lankes trataba de loco, y recordábamos a mi maestro Bebra y a las monjas que en aquel tiempo buscaban cangrejos entre los espárragos rommelones, admirábame yo del aspecto de la musa. Había venido de ángel, llevaba un sombrero de cartón prensado, por el estilo del que se emplea para embalar los huevos de exportación y, a pesar de toda su borrachera y de sus alas tristemente plegadas, reflejaba la gracia de una criatura celeste.
—Ésta es Ulla —me explicó el pintor Lankes—. En realidad es modista, pero ahora le ha dado por el arte, cosa que a mí no me convence, porque con la costura gana algo, y con el arte nada.
A esto, Óscar, que ganaba con el arte su buen dinero, se ofreció a introducir a la modista Ulla cual modelo y musa entre los pintores de la Academia de Bellas Artes. Lankes se mostró tan entusiasmado con mi proposición, que sacó de mi cajetilla tres cigarrillos a la vez, a cambio de lo cual, sin embargo, nos invitó a su taller, siempre que yo —dijo, dando a su invitación las proporciones justas— pagara el taxi.
Nos fuimos inmediatamente, dejamos el carnaval atrás, yo pagué el taxi, y Lankes, que tenía su taller en la Sittardstrasse, preparó con una lamparita de alcohol un café que reanimó a la musa. Y después de que, con ayuda de mi índice derecho, ésta se hubo provocado un vómito, su aspecto era casi sobrio.
No fue hasta entonces cuando pude darme cuenta de que sus ojos azul claro se movían en perpetuo asombro; logré asimismo oír su voz, un poco chillona y metálica, es cierto, pero no sin encanto. Cuando el pintor Lankes le sometió mi proposición y le ordenó más que le propuso actuar de modelo en la Academia de Bellas Artes, negóse ella al principio y no quería ser ni modelo ni musa, sino sólo pertenecer al pintor Lankes.
Mas éste, en forma seca y sin decir palabra, tal como les gusta hacerlo a los pintores de talento, le administró con la palma de la mano varios bofetones, volvió a preguntarle y volvió a reír bonachonamente cuando ella, sollozando lo mismo que un ángel, se declaró dispuesta a hacer de modelo y eventualmente de musa para los pintores de la Academia de Bellas Artes.
Hay que tener en cuenta que Ulla mide aproximadamente un metro setenta y ocho, es esbelta, graciosa y frágil y hace pensar a un tiempo en Botticelli y en Cranach. Posamos para el doble desnudo. La carne de langosta recuerda algo el color de su carne alargada y lisa, que recubre un vello delicadamente infantil. Sus cabellos son algo ralos, pero largos y de un rubio pajizo. El pelo del pubis, rojizo y rizado, sólo cubre un pequeño triángulo. Semanalmente se afeita las axilas.
Como era de esperar, los alumnos corrientes de la Academia no supieron ver todas las posibilidades que nosotros les brindábamos; le hacían a ella unos brazos demasiado largos y a mí una cabeza demasiado grande, y cayeron en el defecto de todos los principiantes, o sea que no acertaban a darnos las proporciones adecuadas.
Únicamente cuando nos descubrieron Ziege y Raskolnikoff surgieron cuadros que hicieron justicia a nuestras respectivas figuras de musa y de Óscar.
Ella durmiendo y yo asustándola: Fauno y Ninfa.
Yo acurrucado y ella, con unos senos pequeños siempre algo temblorosos, inclinándose sobre mí y acariciándome el cabello: La Bella y la Bestia.
Ella tendida y yo jugando con sus largas piernas con una máscara de caballo cornudo: La Dama y el Unicornio.
Todo esto en el estilo de Ziege o de Raskolnikoff, unas veces en colores y otras en tonos grises distinguidos; ya en detalle de fina pincelada, ya a la manera de Ziege, con el color simplemente echado sobre la tela con espátula genial; otras veces era apenas la insinuación del hábito de misterio alrededor de Ulla y Óscar, luego fue Raskolnikoff el que con nuestra ayuda halló el camino del surrealismo. La cara de Óscar se convertía en un cuadrante color de miel, como el que en un tiempo ostentara nuestro reloj de pie; en mi joroba florecían unas rosas que se emparraban mecánicamente y que Ulla tenía que coger; sentado, veíame yo hojeando un libro de estampas, entre el bazo y el hígado en el vientre abierto de Ulla, que arriba sonreía y abajo mostraba sus piernas largas. También le gustaba encajarnos en toda clase de disfraces, y hacer de Ulla una colombina y de mí un triste mimo con la cara enharinada. Finalmente estábale reservado a Raskolnikoff —a quien llamaban así porque hablaba siempre de crimen y castigo— pintar el cuadro verdaderamente grande: Yo sentado —desnudo, un niño deforme— sobre el muslo ligeramente velloso de Ulla; ella era la Madona y yo representaba al niño Jesús.
Este cuadro circuló luego por muchas exposiciones con el nombre de
Madona 49
, y surtió igualmente cierto efecto en forma de cartel, con lo que vino a ojos de mi buena burguesita de María y provocó un escándalo doméstico, pese a lo cual fue comprado en dinero sonante por un industrial de la región del Rin y sigue posiblemente colgado hoy todavía en la sala de conferencias de alguna oficina matriz, ejerciendo su influencia sobre los miembros del consejo de administración.
Aquellas travesuras artísticas que cometían con mi joroba y mis proporciones me divertían. Añádase a ello que a Ulla y a mí, que éramos muy solicitados, nos pagaban dos marcos cincuenta por hora de doble desnudo. También Ulla sentíase bien de modelo. El pintor Lankes, el de las grandes manos propensas al bofetón, la trataba mejor desde que le llevaba regularmente dinero a casa, y ya no la pegaba más que cuando sus abstracciones geniales exigían de él una mano colérica. Así que también para este pintor que ópticamente nunca la utilizó como modelo era en cierto sentido una musa, ya que sólo aquellos bofetones que le administraba conferían a su mano el poder realmente creador.
Sin duda, también a mí podía Ulla irritarme con su fragilidad lacrimógena, que en el fondo no era más que la tenacidad de un ángel; sin embargo, siempre logré dominarme y, cuando sentía desos de recurrir al látigo, invitábala a un salón de té, o, con cierto esnobismo adquirido en mi contacto con los artistas, llevábala a pasear, cual una planta rara y estirada en contraste con mis proporciones, por el Paseo del Rey, animado y lleno de mirones, y le compraba medias color lila y guantes rosas.
La cosa era distinta con el pintor Raskolnikoff, el cual, sin acercársele, mantenía con Ulla unas relaciones de las más íntimas. Hacíala posar sobre la plataforma giratoria con las piernas bien abiertas, pero no pintaba, sino que se sentaba a algunos pasos de distancia en un taburete y, musitando insistentemente más palabras relacionadas con el crimen y el castigo, miraba fijamente en aquella dirección, hasta que el sexo de la musa se humedecía y se entreabría, con lo que también Raskolnikoff llegaba mediante el mero hablar y mirar a un resultado satisfactorio, se levantaba de un salto del taburete y atacábase sobre el caballete y con grandiosas pinceladas a la Madona 49.
También a mí me miraba a veces Raskolnikoff con la misma fijeza, aunque por motivos diferentes. Decía que me faltaba algo. Hablaba de un vacío entre mis manos y me fue poniendo sucesivamente entre los dedos los más divertidos objetos que le inspiraba su abundante fantasía surrealista. Así, armó a Óscar con una pistola: Jesús apuntaba a la Madona. Tuve también que sostener frente a ella un reloj de arena y un espejo que la desfiguraba atrozmente, porque era convexo. Sostuve, con ambas manos, tijeras espinas de peces, auriculares de teléfono, calaveras, avioncitos, tanques de guerra, barcos transatlánticos, sin llegar con todo —Raskolnikoff lo veía en seguida— a llenar el vacío.
Óscar tenía terror al día en que el pintor acertara con el objeto que era el único destinado a ser sostenido por mí. Y cuando finalmente vino con el tambor, grité: —¡No!
Raskolnikoff: —¡Toma el tambor, Óscar, te he reconocido!
Yo, temblando: —¡Nunca más! ¡Eso ya pasó!
Él, tétrico: —¡Nada pasa, todo vuelve; crimen, castigo, y nuevamente crimen!
Yo, con el último resto de mis fuerzas: —¡Óscar ya expió, hacedle gracia del tambor, lo aguantaré todo, pero no el tambor!
Ya estaba llorando cuando la musa Ulla se inclinó sobre mí y, cegado como me hallaba por las lágrimas, no pude evitar que me besara, que la musa me besara terriblemente. Todos aquellos de ustedes que hayan probado alguna vez el beso de una musa comprenderán sin más que Óscar volviera a tomar, inmediatamente después del beso, aquel tambor que había apartado de sí hacía años enterrándolo en la arena del cementerio de Saspe.
Pero no lo toqué. No hice más que posar y, por lamentable que parezca, fui pintado cual Jesús tocando el tambor sobre el muslo izquierdo desnudo de la Madona 49.
Así me vio María en el cartel artístico que anunciaba una exposición de pinturas. Visitó sin yo saberlo dicha exposición y hubo de detenerse por largo rato y acumulando su cólera frente al cuadro, porque al pedirme explicaciones me pegó con la regla escolar de mi hijo Kurt. Ella, que desde hacía algunos meses había encontrado un trabajo bien remunerado en un negocio de comestibles finos de cierta importancia, primero como vendedora y luego, gracias a su actividad, como cajera, presentábase ahora cual una persona que se había adaptado perfectamente al occidente, ya no era una refugiada oriental que practicara el mercado negro y estaba en condiciones, por consiguiente, de llamarme, con bastante autoridad, obsceno, prostituto y degenerado, y gritó asimismo que ya no quería ver nada del sucio dinero que yo ganaba con aquella porquería, ni quería verme más a mí mismo.
Aunque María no tardara en retirar esta última frase y unos quince días después volviera a añadir al presupuesto doméstico una parte no mezquina de mi dinero de modelo, decidí renunciar a la comunidad de habitación con ella, con su hermana Gusta y con mi hijo Kurt; en el fondo quería irme muy lejos, tal vez a Hamburgo y, posiblemente, otra vez al mar; pero María, que se conformó sin tardanza con el cambio que tenía yo proyectado, me convenció, secundada por su hermana Gusta, de que tomara un cuarto no lejos de ella y de Kurt, y en todo caso en el mismo Düsseldorf.