—Es por sus piedras funerarias, que me gustan extraordinariamente —le dije para halagarlo.
—Eso no hay que decirlo en voz alta —dijo— porque de lo contrario no se tarda en tener una encima.
Sólo entonces hizo un esfuerzo con su nuca rígida, me miró o, mejor dicho, vio mi joroba de soslayo, y dijo:
—¿Qué es lo que han hecho contigo? ¿No te estorba eso al dormir?
Le dejé que se riera y le expliqué a continuación que una joroba no es un estorbo necesariamente, que en cierto modo yo dominaba la mía y que inclusive había mujeres y muchachas a las que la joroba les gustaba, que se adaptaban a las condiciones y posibilidades del jorobado y a las que, para decirlo de una vez, la joroba les hacía gracia.
Korneff meditaba con la barbilla apoyada en el rastrillo: —Sí, es muy posible; ya he oído yo algo de eso.
Luego me contó de cuando había trabajado en el Eifel, en las canteras de basalto, y había tenido relaciones con una mujer a la que se le podía quitar una pierna de madera, creo que la izquierda, lo que comparaba con mi joroba, aunque mi «caja» no se dejara desmontar. El marmolista evocaba sus recuerdos a lo largo, a lo ancho y con todo detalle. Esperé con paciencia a que hubiera terminado y la mujer se hubiera vuelto a poner la pierna, y le rogué que me mostrara su taller.
Korneff abrió la puerta de lámina del centro de la cerca, señaló con el rastrillo a manera de invitación en dirección de la puerta corredera, y yo hice crujir bajo mis plantas la gravilla, hasta que me envolvió el olor de azufre, de cal y de humedad.
Unos pesados bloques de madera, aplanados por arriba y en forma de pera, con surcos que dejaban ver la fibra y revelaban un golpear constante en el mismo sentido, reposaban sobre unas superficies desbastadas, de lados ya escuadrados. Cinceles para desbastar, buriles con mango de madera, hierros dentados reforjados y azules todavía, los largos raspadores con muelles para el mármol, pasta de esmeril secándose sobre unos taburetes cuadrados de madera; sobre polines de madera, lista para salir, una lápida vertical de mármol travertino mate, ya pulida: grasa, amarilla, porosa, para una sepultura de dos cuerpos.
—Esto es el mazo, esto es la gubia, esto la escuadra, y esto —y Korneff levantaba un listón del ancho de la mano y de unos tres pasos de largo y lo verificaba poniéndose el canto junto al ojo—, esto es la regla. Con esto guío los punzones cuando no muerden.
Mi pregunta no fue de pura cortesía: —¿Tiene usted aprendices?
Korneff se lamentó: —Aquí habría trabajo para cinco, pero no hay manera de hallarlos. ¡Ahora todos aprenden el mercado negro, los muy...! —lo mismo que yo, el marmolista estaba en contra de aquellos negocios oscuros que impedían a más de un joven de talento aprender un oficio regular. Mientras Korneff me mostraba diversas muelas de carborundo, de grano grosero o fino, y me demostraba su acción pulidora sobre una losa de Solnhofen, acariciaba yo una idea. Piedra pómez, piedra laca para pulir, tierra de trípoli para dar brillo a lo que antes fuera mate; y, cada vez más clara, mi idea. Korneff me mostraba modelos de escritura y hablaba de caracteres en relieve y bajorrelieve, del dorado de las inscripciones, y de que el dorado no era tan caro como se suponía, ya que con un buen tálero de los de antes bien podían dorarse el caballo y el jinete, lo que en el acto me hizo recordar el monumento ecuestre del emperador Guillermo de Danzig, en el Mercado del Heno, que cabalgaba siempre en dirección de Sandgrube y que ahora los conservadores de monumentos polacos se propusieran tal vez dorar, pero sin renunciar por ello, pese al caballo y al jinete y al dorado de hoja, a mi idea, que cada vez se me iba haciendo más valiosa, y que seguía acariciando y formulaba ya para mis adentros cuando Korneff me mostró el pantógrafo de tres patas para los trabajos de escultura, golpeando con los nudillos los diversos modelos en yeso del Crucificado, orientados ora a la izquierda ora a la derecha: —¿Conque, necesitaría usted un aprendiz? —mi idea se ponía en marcha—. Entonces, si he comprendido bien, ¿usted anda buscando un aprendiz? —Korneff se frotó los emplastos de su nuca furunculosa—. Quiero decir, ¿me emplearía usted, llegado el caso, como aprendiz? —la cuestión estaba mal planteada y la rectifiqué inmediatamente—: No subestime usted mis facultades, apreciable señor Korneff. Sólo mis piernas son algo debiluchas, pero los brazos, a ésos sí que no les falta nada —entusiasmado ante mi propia decisión y lanzándome ahora a fondo, descubrí mi brazo izquierdo y ofrecí a Korneff, para que lo palpara, un músculo pequeño, eso sí, pero tenso como el de un buey; y, comoquiera que él no hiciera ademán de palparlo, tomé de la caliza conchífera un cincel de desbastar, hice rebotar el metal hexagonal a título de prueba sobre mi montículo del tamaño de una pelota de tenis y no cesé en esta demostración hasta que Korneff puso en marcha la pulidora, hizo girar chirriando un disco azul grisáceo de carborundo sobre el pedestal de travertino de la lápida doble y, con los ojos puestos en la máquina, gritó finalmente, superando el ruido de la máquina: —Piénselo, joven. Esto no es una golosina. Y si al fin te decides, entonces puedes venir, digamos a título de practicante.
Siguiendo el consejo del lapidario, lo estuve consultando con la almohada durante toda la semana, en tanto que de día comparaba las piedras de encendedor del pequeño Kurt con las piedras funerarias del Bittweg y oía los reproches de María: —¡Eres una carga para todos, Óscar! ¡Haz algo: té, cacao o leche en polvo! —pero yo no hacía nada y dejaba que Gusta tomara mi partido contra el mercado negro e invocara el ejemplo del ausente Köster. El que sí me hacía sufrir era mi hijo Kurt, el cual, inventando columnas de cifras y anotándolas en el papel, afectaba no verme, exactamente del mismo modo que yo había afectado no ver por espacio de tantos años a Matzerath.
Estábamos sentados a la mesa para la comida del mediodía. Gusta había desconectado el timbre a fin de que la clientela no nos sorprendiera comiendo huevos revueltos con tocino. María dijo: —Ves, Óscar, esto nos lo podemos permitir porque nos movemos —el pequeño Kurt emitió un suspiro. Las piedras de encendedor habían bajado a dieciocho. Gusta comía abundantemente sin decir palabra. Yo la imitaba y aquello me gustaba; pero por lo mismo y probablemente a causa de aquellos huevos en polvo, sentíame infeliz y, al morder en el tocino algo cartilaginoso experimenté de repente y hasta los bordes mismos de las orejas un gran anhelo de felicidad; contra toda ciencia quería yo la felicidad, contra todo mi escepticismo, que no lograba atemperar mi afán de felicidad. Quería ser inmensamente feliz, y mientras los otros seguían comiendo y se daban por satisfechos con los huevos en polvo, me levanté y me dirigí al armario, como si en su interior se hallara la felicidad; hurgué en mi cajón y hallé, no la felicidad, por cierto, pero sí, tras el álbum de fotos y mi texto, los dos paquetes de desinfectante del señor Fajngold, y de uno de ellos extraje, no la felicidad, por supuesto, pero sí el collar de rubíes de mi pobre mamá perfectamente bien desinfectado; aquel que, hacía años, Jan Bronski cogiera una noche invernal que olía a nieve de un escaparate en el que poco antes Óscar, que entonces era aún feliz y cortaba el vidrio con su canto, había practicado un agujero redondo. Y dejé la casa llevándome la alhaja, viendo en la alhaja el escalón, viendo el camino, y tomé el tranvía de la Estación Central, porque —pensaba yo— si esto me sale bien... bueno, estaba claro que... pero el Manco y el Sajón, al que los otros llamaban Asesor, sólo se dieron cuenta del valor material, sin que llegaran remotamente a sospechar cómo me estaba abriendo la puerta de la felicidad al ofrecerme por el collar de mi pobre mamá una cartera de piel auténtica y quince cartones de cigarrillos Lucky Strike.
Por la tarde estaba yo de regreso en Bilk con la familia. Abrí el bulto: quince cartones —una fortuna— de Lucky Strike en paquetes de a veinte cada uno; dejé que los otros se pasmaran, empujé hacia ellos la montaña de tabaco rubio y dije: esto es para vosotros, pero en adelante dejadme en paz, ya que los cigarrillos bien valen mi tranquilidad y, además, una fiambrera diaria de comida para el mediodía, que desde mañana pienso llevarme cada día en la cartera a mi trabajo. Disfrutad vosotros con la miel artificial y las piedras de encendedor, dije sin resentimiento ni acusación, ya que mi arte es de otra clase y mi felicidad se inscribirá en adelante sobre piedras sepulcrales o, mejor dicho, se cincelará en ellas.
Korneff me contrató a título de practicante por cien marcos mensuales. Eso era tanto como nada y, sin embargo, valió finalmente la pena. Ya al cabo de una semana hubo de revelarse que mis fuerzas no alcanzaban para las labores pesadas de desbaste. Tenía que desbastar un bloque de granito belga recién llegado de la cantera para un panteón de cuatro plazas, y ya apenas transcurrida una hora casi no podía sostener el cincel y, en cuanto al martillo, sólo lograba manejarlo pesadamente. También el afinado bruto hube de dejarlo a Korneff; me mostré ducho, en cambio, en el pulido, el dentellado, el escuadrado de una superficie con dos reglas, el trazado de los cuatro bordes y el biselado de los mismos. Un cepo cuadrado de madera, en posición vertical, con una plancha encima en forma de T, me servía de asiento; sostenía el buril con la derecha, golpeaba y hacía resonar los mazos de madera y los diversos martillos y, con los sesenta y cuatro dientes del martillo de afinar, mordía la piedra y la ablandaba a la vez. Felicidad: no era el tambor, sin duda, sino tan sólo un sustituto; pero la felicidad bien puede ser también un sustituto, y hasta es posible que la felicidad sólo se dé como sustituto: la felicidad sustituye a la felicidad y se va sedimentando. Felicidad del mármol, felicidad de la arenisca —arenisca del Elba, arenisca del Meno, del más, de todos: felicidad de Kirchheim, felicidad de Grenzheim. Felicidad dura: mármol. Nebulosa, frágil felicidad: alabastro. El acero penetra con toda felicidad la diabasa. Dolomita: felicidad en verde. Blanda felicidad: la toba. Felicidad multicolor del Lahn. Felicidad porosa: basalto. Felicidad fría del Eifel. Cual un volcán brotaba la felicidad, y se sedimentaba en polvo, y me rechinaba entre los dientes.
Mi mano más feliz se revelaba en el grabado de las inscripciones. Incluso a Korneff lo aventajaba en esto y ejecutaba ¡a parte ornamental de la escultura: hojas de acanto, rosas tronchadas para las lápidas infantiles, ramos de palma, símbolos cristianos como el XP o el INRI, ranuras, listones, óvalos, cordones y cordones dobles. Con toda clase de perfiles imaginables proporcionaba Óscar felicidad a piedras sepulcrales de todos los precios. Y cuando después de ocho horas de trabajo había logrado grabar en una lápida pulida de diabasa, que mi aliento volvía siempre mate, una inscripción por el estilo de: Aquí descansa en Dios mi querido esposo —otra línea—, nuestro excelente padre, hermano y tío —otra línea— José Esser —otra línea—, nacido el 3.4.1885 fallecido el 22.6.1946 —otra línea— la Muerte es la puerta de la Vida, entonces, al releer el texto, sentíame sustitutivamente ¡ay! agradablemente feliz, y daba gracias una y otra vez por esa felicidad al tal José Esser, fallecido a los sesenta y un años de edad, y a las nubéculas verdes de diabasa que se formaban ante mi cincel, poniendo por lo demás particular esmero en el grabado de las oes del epitafio asseriano. Por donde vino a resultar que la letra O, que a Óscar le producía especial satisfacción, la sacara yo siempre felizmente regular e infinita, aunque tal vez un poco demasiado grande.
Mi trabajo de practicante lapidario había empezado a fines de mayo. A principios de octubre le salieron a Korneff dos nuevos furúnculos, y tuvimos que colocar la lápida de mármol travertino de Hermann Webknecht y Elsa Webknecht (Freytag, de soltera) en el cementerio del Sur. Hasta aquel día el marmolista, que no se fiaba todavía de mis fuerzas, nunca me había querido llevar con él a los cementerios. Por lo regular le ayudaba en los trabajos de instalación un operario casi sordo, pero por lo demás bastante útil, de la empresa Julius Wöbel. En compensación, Korneff siempre estaba dispuesto a echar una mano cuando a Wöbel, que normalmente ocupaba a ocho obreros, le faltaba gente. Reiteradamente había ofrecido yo mi colaboración en esos trabajos de instalación, dada la atracción que ejercían sobre mí los cementerios, aunque entonces no tuviera ninguna decisión que tomar en ellos; pero hasta ahí todo había sido en vano. Felizmente, a principios de octubre inicióse en el taller de Wöbel un período de gran actividad, de modo que hasta las primeras heladas no podía prescindir de uno solo de sus hombres. Korneff tuvo que atenerse a mí.
Entre los dos colocamos la losa de travertino sobre unos caballetes atrás del auto, la pusimos luego sobre unos polines de madera dura y la hicimos pasar rodando hasta la plataforma de carga; a continuación cargamos el pedestal, protegimos los cantos con sacos vacíos de papel, cargamos los utensilios, cemento, arena, gravilla y los polines y los caballetes para la descarga, yo cerré la tapa, y ya Korneff estaba sentado al volante y ponía el motor en marcha, cuando sacó la cabeza y la nuca con sus furúnculos por la portezuela lateral y gritó: —¡Vamos, pues, muchacho, ven! ¡Toma tu fiambrera y súbete!
Lento rodeo de circunvalación por los hospitales municipales. Frente al portal principal, nubes blancas de enfermeras. Entre ellas, una conocida mía, la señorita Gertrudis. La saludo con la mano; me contesta. He ahí de nuevo o todavía la felicidad, pienso. Tendría que invitarla —aunque ya no la veo, porque vamos ya en dirección del Rin— a alguna cosa —en dirección de Kappes Hamm—, tal vez al cine o al teatro, a ver a Gründgens. Mas ya nos hace seña el edificio de ladrillo amarillo: invitarla, pero por qué al teatro —y el humo sube del crematorio por encima de unos árboles medio muertos. ¿Qué tal, señorita Gertrudis, si fuéramos alguna vez a otra parte? Otro cementerio, otros talleres de marmolería. Vuelta en honor de la señorita Gertrudis delante de la entrada principal: Beutz & Kanrich, Piedras naturales de Pottgiesser, Bóhm, Pintura funeraria, Gockeln, Flores para cementerio. Control en la puerta; no resulta tan fácil entrar en el cementerio. Conserje con gorra funeraria, travertino para tumba doble, número setenta y nueve, sección ocho, mano a la gorra funeraria, las fiambreras pueden calentarse en el crematorio; y frente a la necrópolis, Leo Schugger.
Le dije a Korneff: —¿No es ése un tal Leo Schugger, el de los guantes blancos?