Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (72 page)

BOOK: El tambor de hojalata
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Gusta desaprobaba el mercado negro, lo que sin embargo no le impedía deleitarse con el café auténtico que obteníamos de la miel artificial. Cuando venían clientes, abandonaba la estancia, se metía en la cocina y empezaba a trastear estrepitosamente y en son de protesta.

Venían muchos clientes. A partir de las nueve de la mañana, inmediatamente después del desayuno, empezaba a sonar el timbre: breve — largo — breve. Ya entrada la noche, hacia las diez, Gusta desconectaba el timbre, pese a las protestas del pequeño Kurt, a quien sus obligaciones escolares no le permitían atender el negocio más que la mitad del tiempo.

La gente decía: —¿Miel artificial?

María hacía que sí con la cabeza y preguntaba: —¿Un cuarto, o media? —Había otros que no querían miel artificial. Estos preguntaban: —¿Piedras de encendedor? —A continuación de lo cual el pequeño Kurt, que atendía alternativamente por las mañanas o por las tardes, emergía de sus columnas de números, se palpaba debajo del jersey las bolsitas y, con su clara voz provocadora de niño, lanzaba cifras en el ambiente del salón: —¿Desea usted tres o cuatro? Le aconsejo que se lleve cinco, porque van a subir por lo menos a veinticuatro. La semana pasada estaban todavía a dieciocho, esta mañana tuve que ponerlas a veinte, y si usted hubiera venido un par de horas antes, al salir yo de la escuela, hubiera podido dárselas todavía a veintiuno.

En cuatro calles a lo largo y seis a lo ancho, el pequeño Kurt era el único traficante en piedras de encendedor. Las sacaba de alguna parte, pero nunca decía dónde estaba su mina, aunque repetía constantemente, incluso al acostarse, como si fuera una oración: —¡Tengo una mina!

En mi calidad de padre, creía yo tener derecho a saber cuál era la mina de mi hijo. Así pues, al oírle proclamar, no ya con aire de secreto, sino seguro de sí mismo: —¡Tengo una mina! —le preguntaba yo en el acto: —¿De dónde sacas tú las piedras? ¡Ahora me vas a decir inmediatamente de dónde las sacas!

A lo que invariablemente, durante todos aquellos meses en que yo me empeñaba en averiguar la procedencia de las piedras, respondía María: —Deja ya al niño, Óscar. En primer lugar, eso no te concierne y, segundo, si alguien ha de preguntar, ésa soy yo. Y en tercero, deja de comportarte como si fueras su padre. Acuérdate que hace apenas dos meses no podías decir ni pío.

Y si yo no cedía y me empeñaba con demasiado encarnizamiento en averiguar cuál era la mina del pequeño Kurt, María daba un palmetazo a uno de los baldes de miel artificial, indignábase hasta los codos y, atacándonos simultáneamente a mí y a Gusta, que en ocasiones me apoyaba en mis deseos de investigación, exclamaba: —¡Eso faltaba! Queréis estropearle al niño el negocio, y eso que vivís de lo que saca. Cuando pienso en el par de calorías que le dan a Óscar por enfermo y que él se zampa en dos días, me pongo mala, pero me río.

Óscar ha de conceder que en aquella época gozaba yo de un apetito que era una bendición, y la mina del pequeño Kurt nos procuraba más provecho que la miel artificial, de modo que gracias a eso pude recuperar mis fuerzas, después de la pobre alimentación del hospital.

Así pues, el padre había de callar avergonzado y, provisto de dinero para gastos menudos por la gracia infantil del pequeño Kurt, veíase constreñido a abandonar el piso de Bilk lo más a menudo posible, para no tener que contemplar su propia vergüenza.

Hay que oír ahora a todos esos críticos sapientes del milagro económico cuando dicen, con tanto mayor entusiasmo cuanto menos se acuerdan de aquella situación: —¡Qué tiempo aquél, antes de la reforma monetaria! ¡Qué negocios! La gente no tenía nada en el estómago y, sin embargo, hacían cola ante los teatros. Y hasta las fiestas improvisadas a base de aguardiente de patata eran simplemente de fábula y mucho más divertidas que las actuales pese al champaña y al Dujardin.

Así hablan los románticos de las oportunidades fallidas. En realidad, yo debiera lamentarme en la misma forma, porque es el caso que, en aquellos años en que la mina de las piedras del pequeño Kurt producía con abundancia, pude yo fomentarme una instrucción casi sin gastos en el círculo de los entusiastas de la recuperación y de la cultura, asistí a cursos de la Universidad Popular, me hice contertulio de la peña del British Center llamada «El Puente», discutía la culpa colectiva con católicos y protestantes y me sentía culpable con todos aquellos que pensaban: liquidemos todo esto ahora, para acabar de una vez con el problema y no tener cargos de conciencia cuando vengan los tiempos de bonanza.

En todo caso, debo a la Universidad Popular mi nivel cultural, modesto, claro está, pero lleno de magníficas lagunas. En aquel tiempo leí yo mucho. Ya no me conformaba con aquellas lecturas que antes de mi crecimiento me repartían el mundo a medias entre Rasputín y Goethe, ni con mis conocimientos del
Calendario de la Flota de Köhler
de cero cuatro hasta dieciséis. Qué sé yo todo lo que leí. Leía en el excusado; leía en las interminables colas ante los teatros, cogido entre muchachas con trenzas a la Mozart que también leían; leía mientras el pequeño Kurt vendía sus piedras de encendedor; leía mientras hacía los paquetes de miel artificial. Y cuando cortaban la corriente, leía entre velas, pues gracias a las piedras de Kurt no llegaron a faltarnos.

Me avergüenza confesar que la lectura de aquellos años no penetraba en mí, sino que me atravesaba. He retenido algunos jirones de palabras y fragmentos de textos. ¿Y el teatro? Nombres de actores: La Hoppe, Peter Esser, la r de la Flickenschildt, estudiantes de arte dramático que aspiraban a mejorar todavía la r de Flickenschildt, Gründgens, que en el papel de Tasso, vestido todo de negro, se quita de la peluca la corona de laurel prescrita por Goethe porque, según dice, el verde le quema los rizos, y el propio Gründgens, igualmente de negro, en el papel de Hamlet. Y la Flickenschildt, que pretende: Hamlet está gordo. Y la calavera de Yorick, la cual me impresionó mucho, porque Gründgens hacía a su propósito comentarios impresionantes. Y luego daban ante un público emocionado, en salas desprovistas de calefacción,
Delante de la puerta
; y yo me representaba a Beckmann, con sus anteojos rotos, como el marido de Gusta, como el Köster que regresa al hogar y que, al decir de Gusta, ha de cambiarlo todo y ha de cegar la mina de las piedras de encendedor de mi hijo Kurt.

Hoy, en que todo esto queda atrás y ya sé que una embriaguez de posguerra no es precisamente más que eso, una embriaguez a la que sigue el dolor de cabeza, que convierte en historia todo lo que ayer era para nosotros, fresco aún y cruento, proeza o crimen, hoy, digo, aprecio las lecciones de Greta Scheffler entre sus recuerdos de la organización La Fuerza por la Alegría y sus labores de tejido: Rasputín sin excesos, Goethe con moderación, la
Historia de la ciudad de Danzig
de Keyser en frases concisas, la artillería de un navío de línea hundido tiempo ha, la velocidad en nudos de todos los torpederos japoneses que participaron en la batalla naval de Tsushima y, además, Belisario y Narses, Totila y Teya; la
Lucha por Roma
de Félix Dahn.

Ya en la primavera del cuarenta y siete renuncié a la Universidad Popular, al British Center y al pastor Niemóller, y me despedí, desde la segunda fila, de Gustaf Gründgens, que seguía figurando en el programa con el papel de Hamlet.

No hacía dos años todavía que yo me había decidido junto a la tumba de Matzerath por el crecimiento, y ya la vida de los adultos me tenía sin cuidado. Lo que añoraba eran las proporciones perdidas de los tres años: deseaba medir nuevamente, inamoviblemente, mis noventa y cuatro centímetros y ser más pequeño que mi amigo Bebra y que la difunta Rosvita. Óscar echaba de menos su tambor. Unos paseos prolongados llevábanle a proximidad de los hospitales. Y comoquiera que de todos modos tenía que ir mes con mes a ver al profesor Irdell, que le consideraba un caso interesante, volvía siempre a visitar a las enfermeras que conocía y, aunque éstas no dispusieran de tiempo para él, sentíase a gusto y casi feliz junto a aquellos uniformes blancos, atareados y prometedores de curación o de muerte.

Las enfermeras me querían, me hacían bromas infantiles y sin malicia respecto a mi joroba, servíanme algo bueno de comer y me confiaban sus infinitos y complicados chismes de hospital, que pe producían una agradable languidez. Y yo escuchaba, aconsejaba y mediaba inclusive en pequeñas querellas, porque contaba con la simpatía de la enfermera jefe. Entre aquellas veinte o treinta muchachas escondidas en su uniforme de enfermeras, Óscar era el único hombre y —lo que son las cosas— sentíase deseado.

Bruno ya lo ha dicho: Óscar tiene unas manos bellas y elocuentes, un pelo ligeramente ondulado y esos ojos azules a la Bronski que siguen fascinando. Es posible que mi joroba y el tórax que me empieza inmediatamente debajo de la barbilla, tan abultado como angosto, formen un contraste suficiente con la belleza de mis manos y lo agradable de mi pelo; eso no quita para que a menudo cuando me sentaba en su sala de guardia, las enfermeras tomaran mis manos, jugaran con mis dedos, me acariciaran el pelo y, al salir yo, dijéranse unas a otras: —Cuando se le mira a los ojos, podría olvidarse una de todo lo demás.

Así que era yo tan superior a mi joroba que, de haber tenido todavía mi tambor y haberme sentido seguro de mi capacidad de tambor reiteradamente comprobada, hubiérame sin duda alguna decidido a hacer conquistas en el ámbito de los hospitales. Avergonzado, inseguro y desconfiado de las eventuales incitaciones de mi cuerpo, abandonaba en cambio los hospitales después de aquellos tiernos preludios, eludiendo cualquier acción directa, y me desahogaba paseando por el jardín o alrededor de la alambrada de malla estrecha y regular que circundaba los terrenos y me dejaba perfectamente indiferente. Poníame a contemplar los tranvías que salían en dirección de Werstern y Benrath, aburríame agradablemente en los paseos al lado de las pistas reservadas a los ciclistas y sonreía ante los esfuerzos de la naturaleza que jugaba a la primavera y, conforme al programa, hacía estallar las yemas como si fueran petardos.

Enfrente, el pintor dominguero que llevamos todos iba poniendo cada día más verde tierno, acabado de salir del tubo, en los árboles del cementerio de Werstern. Siempre me han atraído los cementerios. Están cuidados y son concretos, lógicos, varoniles y vivientes. En ellos puede uno armarse de valor y tomar decisiones; sólo en ellos la vida adquiere contornos —no me refiero aquí a los marcos sepulcrales— y, si se quiere, un sentido.

Aquí corría a lo largo del muro norte del cementerio una calzada que llamaban Bittweg. En ella se hacían mutuamente competencia siete talleres de lapidarios. Algunos eran empresas importantes, como C. Schnoog o Julius Wöbel. Otros eran más bien barracas: Krauter, R. Haydenreich, J. Bois, Kühn & Müller y P. Korneff. Mezclas de barraca y taller, con sus muestras en los tejados, recién pintadas o a punto ya de desaparecer, y en las que abajo del nombre de las empresas se leían inscripciones por el estilo de: Lápidas sepulcrales — Monumentos funerarios y marcos — Talleres de piedra natural y artificial — Arte funerario. Arriba de la barraca de P. Korneff logré deletrear: P. Korneff, lapidario y escultor funerario.

Entre el taller y la alambrada que cercaba el terreno adyacente, arringlerábanse en forma panorámica, sobre pedestales simples o dobles, los monumentos funerarios para tumbas de una a cuatro plazas, llamadas estas últimas panteones familiares. Inmediatamente detrás del cercado, soportando en tiempo de sol la sombra cuadriculada de la cerca, veíanse las almohadas de caliza conchífera de pocas pretensiones, las losas pulidas de diabasa con ramos de palma mates y las típicas lápidas de ochenta centímetros de alto para las sepulturas de los niños, con los contornos acanalados a cincel, en mármol silesiano ligeramente veteado y con relieves en el tercio superior representando en su mayoría rosas tronchadas. Y luego una hilera de losas comunes de arenisca del Meno, procedentes de las fachadas de los bancos y de los grandes almacenes destruidas por los bombardeos y que aquí celebraban su resurrección, si es que tal puede decirse de una losa funeraria. En el centro de la exposición, la obra maestra: un monumento de mármol blanco azulado del Tirol, compuesto de tres pedestales, dos piezas laterales y una lápida central ricamente perfilada, en la que destacábase majestuosamente lo que los lapidarios llaman un corpus. Era éste un corpus con la cabeza y las rodillas inclinadas a la izquierda, la corona de espinas y los tres clavos, imberbe, mostrando las palmas de las manos y con la herida del pecho sangrando en forma estilizada; creo que eran cinco gotas.

Aunque a lo largo del Bittweg abundaran los corpus orientados hacia la izquierda —antes de empezar la temporada de primavera solía haber lo menos diez por el estilo, con los brazos extendidos—, el Jesucristo de Korneff me había afectado particularmente, porque, bueno, porque era el que, mostrando los músculos e hinchando el pecho, más se parecía a mi atlético gimnasta del altar mayor de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Podía pasarme yo horas junto a aquel cercado. Deseando esto y aquello, pensando en todo y en nada, dejaba resbalar un palo por el alambrado. Korneff siguió todavía sin aparecer. De una de las ventanas del taller salía un tubo de estufa, de lámina, varias veces acodado, que se elevaba finalmente por encima del tejado. La humareda amarillenta de un carbón pésimo salía en poca cantidad, caía sobre el cartón del tejado, bajaba rezumando a lo largo de las ventanas y de los canalones y se perdía finalmente entre piedras no trabajadas y planchas rotas de mármol del Lahn. Frente a la puerta corredera del taller, cubierto por una porción de lonas y como camuflándose contra los ataques aéreos, había un auto de tres ruedas. Los ruidos que salían del taller —la madera golpeando el hierro y el hierro haciendo saltar la piedra— revelaban al lapidario dedicado a su trabajo.

En mayo no estaban ya las lonas sobre el auto de tres ruedas y la puerta corredera del taller permanecía abierta. En el interior del taller, gris sobre gris, veíanse bloques de piedra sobre los bancos de las sierras, la horca de la pulidora, estantes con modelos de yeso y, finalmente, a Korneff. Andaba encorvado y con las rodillas dobladas. La cabeza tiesa y algo hacia adelante. Unos emplastos color de rosa, ennegrecidos por la grasa, le cruzaban el cogote. Venía rastrillando entre las piedras sepulcrales expuestas, pues estábamos en primavera. Lo hacía con cuidado, dejando tras sí unas huellas cambiantes en la gravilla, y recogía asimismo hojarasca del año anterior pegada a algunos de los monumentos. Llegado junto al alambrado, mientras pasaba cuidadosamente el rastrillo entre almohadas de caliza conchífera y planchas de diabasa, me sorprendió su voz: —Dime, muchacho, ¿es que ya no te quieren en tu casa, o qué?

BOOK: El tambor de hojalata
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

When Crickets Cry by Charles Martin
An Honest Ghost by Rick Whitaker
Split Second by Cath Staincliffe
Don't Hex with Texas by Shanna Swendson
Set On Fire by Strongheart, Yezall
Dark Road by David C. Waldron
Poppet by Mo Hayder
Serere by Andy Frankham-Allen
My Misspent Youth by Meghan Daum
Unruly Magic by Chafer, Camilla


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024