Tuvimos que esperar. Al entrar el tren, resultó ser un tren de mercancías. Había mucha gente y muchos, muchísimos niños. El equipaje fue controlado y pesado. Unos soldados echaron en cada vagón una paca de paja. No había música ni llovía. El cielo estaba de sereno a nublado y soplaba el viento del este.
Nos tocó el cuarto vagón a partir de la cola. El señor Fajngold estaba de pie sobre la vía, con su escaso pelo rojizo suelto al viento, y cuando la locomotora anunció su llegada mediante una sacudida, se acercó y puso en manos de María tres paquetitos de margarina y dos pequeños botes de miel artificial, añadiendo a nuestras provisiones de viaje, en el momento en que voces de mando en polaco, gritos y lloros anunciaron la partida, un paquete de desinfectantes —el lisol es más precioso que la vida. Así partimos, dejando atrás al señor Fajngold que, tal como debe ser y corresponde en las salidas de los trenes, se fue haciendo cada vez más pequeño con su pelo rojizo suelto al viento, y luego ya fue sólo una mano de adiós, y luego nada.
Todavía me duele. Todavía hace que me eche de cabeza contra la almohada, como ahora. Todavía hace que se me acusen las articulaciones de los pies y las rodillas y me tiene en un puro rechinar, lo que quiere decir que Óscar ha de rechinar los dientes para no oírse rechinar los huesos en las cótilas. Contemplo los diez dedos de mis manos y debo confesarme que están hinchados. Una última prueba sobre el tambor me lo confirma: los dedos de Óscar no sólo están ligeramente hinchados, sino que no sirven de momento para el oficio; los palillos del tambor se le caen de las manos.
Tampoco la pluma quiere sometérseme. Tendré que pedirle a Bruno unas compresas frías. Y luego, con las manos, los pies y las rodillas envueltos de frío y con un trapo en la frente, tendré que equipar a mi enfermero Bruno con papel y un lápiz, porque la pluma no me gusta prestársela. ¿Podrá Bruno escuchar bien? ¿Querrá hacerlo? ¿Corresponderá su narración exactamente a aquel viaje en el vagón de mercancías que empezó el 12 de junio del cuarenta y cinco? Bruno está sentado ante la mesita, debajo del cuadro de las anémonas. Ahora vuelve la cabeza, me muestra eso que llamamos cara y, con los ojos de un animal fabuloso, mira sin verme a mi derecha y a mi izquierda. Y por la manera de atravesarse el lápiz sobre la boca delgada y ácida, pretende simular que está esperando. Pero, aun admitiendo que espere efectivamente mi palabra, la señal para dar comienzo a su narración, sus pensamientos andan volando en torno a sus monigotes de nudos. Él seguirá anudando cordeles, en tanto que la tarea de Óscar consiste en desenredar los intrincados vericuetos de mi prehistoria. A ver, Bruno:
Yo, Bruno Münsterberg, oriundo de Altena en el Sauerland, soltero y sin hijos, soy enfermero de la sección privada de este sanatorio. El señor Matzerath, internado aquí desde hace más de un año, es mi paciente. Tengo todavía otros pacientes, de los que aquí no tengo por qué hablar. El señor Matzerath es mi paciente más inofensivo. Nunca se exalta al punto que yo me vea precisado a llamar a otros enfermeros. Escribe con exceso y toca demasiado el tambor. Con objeto de conceder algún reposo a sus dedos fatigados, me ha rogado hoy que escriba por él y no haga monigotes de nudos. Sin embargo, me he metido algunos cordeles en el bolsillo y, mientras él me dicta, voy a empezar los miembros inferiores de una figura a la que, siguiendo el relato del señor Matzerath, llamaré «El refugiado del este». No será ésta la primera figura que yo saque de las historias de mi paciente. Hasta el presente he anudado a su abuela, a la que llamo «Manzana en cuatro faldas»; a su abuelo el balsero, al que me he atrevido a llamar «Columbus»; a su pobre mamá convertida por obra de mis cordeles en «La bella devoradora de pescado»; a sus dos padres Matzerath y Jan Bronski, de quienes tengo una figura que llamo «Los dos jugadores de skat», y he puesto asimismo en cordeles la espalda rica en cicatrices de su amigo Heriberto Truczinski, llamando al relieve «Trayecto irregular». He formado también, nudo tras nudo, algunos edificios, tales como el Correo polaco, la Torre de la Ciudad, el Teatro Municipal, el pasaje del Arsenal, el Museo de la Marina, la verdulería de Greff, la Escuela Pestalozzi, el balneario de Brösen, la iglesia del Sagrado Corazón, el Café de las Cuatro Estaciones, la fábrica de chocolate Baltic, unas cuantas casamatas del Muro del Atlántico, la Torre Eiffel de París, la Estación de Stettin en Berlín, la catedral de Reims y, por descontado, el inmueble de pisos en el que el señor Matzerath vio la luz de este mundo. Las verjas y las lápidas de los cementerios de Saspe y Brenntau han ofrecido sus ornamentos a mis cordeles; he dejado correr, lazo tras lazo, el Vístula y el Sena y romperse contra costas de cordeles las olas del Báltico y el fragor del Atlántico; he transformado cordeles en campos de patatas cachubas y en prados de Normandía, y he poblado los paisajes así formados, a los que llamo simplemente «Europa», con grupos de figuras por el estilo de: Los defensores del Correo, Los negociantes en ultramarinos, Hombres sobre la tribuna, Hombres ante la tribuna, Escolares con cucuruchos, Conserjes de museo moribundo, Adolescentes criminales en preparativos navideños, Caballería polaca con arreboles a la espalda, Las hormigas hacen historia, El Teatro de Campaña actúa para suboficiales y tropa, Hombres de pie desinfectando a hombres tendidos en el campamento de Treblinka. Y ahora empiezo con la figura del Refugiado del este, que hoy probablemente se convertirá en un Grupo de refugiados del este.
El señor Matzerath salió de Danzig, que entonces se llamaba ya Gdansk, el doce de junio del cuarenta y cinco, aproximadamente a las once de la mañana. Le acompañaban la viuda María Matzerath, a la que mi paciente designa como su otrora amante, y Kurt Matzerath, hijo presunto de mi paciente. Además parecen haberse hallado en el vagón otras treinta y dos personas, entre ellas cuatro monjas franciscanas con sus hábitos y una muchacha con un pañuelo en la cabeza, en la que el señor Óscar Matzerath pretende haber reconocido a una tal Lucía Rennwand. En respuesta a algunas preguntas más, sin embargo, mi paciente admite que aquella muchacha se llamaba Regina Raeck, pese a lo cual él sigue hablando de una cara triangular innominada de raposa, que luego vuelve a llamar por su nombre, gritando Lucía; lo que, con todo no me impide que yo inscriba aquí a dicha muchacha como señorita Regina. Regina Raeck viajaba con sus padres, sus abuelos y un tío enfermo, el cual, además de su familia, llevaba consigo hacia el oeste un cáncer maligno de estómago, hablaba con profusión y se presentó, inmediatamente después de la salida, como antiguo socialdemócrata.
Por lo que mi paciente recuerda, hasta Gdynia, que por espacio de cuatro años y medio se había llamado Gotenhafen, el viaje transcurrió sin incidentes. Parece ser que dos mujeres de Oliva, algunos niños y un señor de cierta edad procedente de Langfuhr lloraron hasta poco después de Zoppot, en tanto que las monjas se entregaban a sus rezos.
En Gdynia tenía el tren cinco horas de parada. Se agregaron al vagón dos mujeres con seis niños. El socialdemócrata se puso a protestar, porque estaba enfermo y porque, como socialdemócrata de antes de la guerra, exigía un trato preferente. Pero el oficial polaco que dirigía el convoy lo abofeteó, porque se resistía a hacer sitio, y le dio a entender en perfecto alemán que no sabía lo que significaba eso de socialdemócrata. Durante la guerra, dijo, había tenido que servir en distintos lugares de Alemania, sin que nunca hubiera llegado a sus oídos esa palabreja de socialdemócrata. El socialdemócrata enfermo no tuvo ocasión de explicar al oficial polaco el sentido, la esencia y la historia del Partido Socialdemócrata, porque el oficial polaco dejó el vagón, corrió las puertas y las cerró por fuera.
Olvidé decir que toda la gente estaba sentada o tirada sobre la paja. Al partir el tren, al anochecer, algunas mujeres gritaron: —Volvemos a Danzig— pero esto era un error. Lo que pasó es que el tren maniobró y salió luego hacia el oeste en dirección de Stolp. Parece ser que el viaje hasta Stolp duró cuatro días, porque el tren era detenido constantemente en pleno campo por antiguos guerrilleros y por bandas de adolescentes. Los jóvenes abrían las puertas corredizas, dejaban entrar algo de aire y fresco y, con el aire viciado, se llevaban de los vagones una parte del equipaje. Cada vez que los adolescentes abrían las puertas del vagón del señor Matzerath, las cuatro monjas se ponían de pie y levantaban en alto los crucifijos que les colgaban de los hábitos. Estos crucifijos causaban gran impresión a los muchachos. Antes de echar al andén las mochilas y las maletas de los pasajeros, se santiguaban—.
Cuando el socialdemócrata tendió a los muchachos un papel en el que en Danzig o Gdansk las autoridades polacas atestiguaban que había sido cotizante del Partido Socialdemócrata desde el treinta y uno hasta el treinta y siete, los muchachos no se santiguaron, sino que le arrancaron el papel de los dedos y le quitaron sus dos maletas y la mochila de su mujer; lo mismo aquel elegante abrigo de cuadros grandes, sobre el que el socialdemócrata se acostaba, y que dejó el tren en busca del aire fresco de Pomerania.
Y sin embargo, el señor Matzerath afirma que los muchachos les causaron una impresión favorable de disciplina. Esto lo atribuye él a la influencia de su jefe, el cual, pese a su juventud —apenas dieciséis abriles—, acentuaba ya su personalidad y le recordó en seguida, en forma dolorosa y placentera a la vez, al jefe de la banda de los Curtidores, el mentado Störtebeker.
Cuando aquel joven tan parecido a Störtebeker quiso arrebatarle de las manos a la señora María Matzerath la mochila y acabó efectivamente arrebatándosela, el señor Matzerath logró sustraer en el último momento el álbum de fotos de la familia que afortunadamente quedaba arriba de todo. Al principio el jefe de la banda iba a montar en cólera, pero cuando mi paciente abrió el álbum y le mostró una foto de su abuela Koljaiczek, el otro, pensando probablemente en su propia abuela, dejó caer la mochila de la señora María, se llevó dos dedos a su gorra cuadrada, saludó a la familia Matzerath con un «¡Do widzenia!», y, tomando en lugar de la mochila de los Matzerath las maletas de otros viajeros, dejó con su gente el vagón.
En la mochila que gracias al álbum de fotos permaneció en posesión de la familia Matzerath había, aparte de algunas piezas de ropa interior, los libros comerciales y los comprobantes del impuesto de ventas del negocio de ultramarinos, las libretas de ahorro y un collar de rubíes que había pertenecido en su tiempo a la mamá del señor Matzerath y que mi paciente había escondido en uno de los paquetes de desinfectantes. También aquel texto de enseñanza, formado por mitades de extractos de Rasputín y de escritos de Goethe, iba camino del oeste.
Mi paciente asegura que durante todo el viaje tuvo la mayor parte del tiempo sobre las rodillas el álbum de fotos y, de vez en cuando, el texto; que los iba hojeando, y que los dos libros le proporcionaron, no obstante sus violentos dolores en los miembros, muchas horas de placer y de meditación.
Igualmente declara mi paciente que el continuo traqueteo y las continuas sacudidas, el paso de agujas y cruces de vías y el estar metido sobre el eje delantero del vagón de mercancías en vibración constante había fomentado su crecimiento. Que ahora éste ya no se producía en el sentido de lo ancho, como antes, sino en el de lo largo. Las articulaciones hinchadas, pero no inflamadas, se fueron deshinchando. Inclusive sus orejas, su nariz y sus órganos genitales, según lo entiendo, hubieron de crecer bajo el efecto de las sacudidas del vagón de mercancías. Mientras el tren corría, el señor Matzerath no sufría dolores. Y sólo cuando tenía que parar para recibir nuevas visitas de guerrilleros y bandas de adolescentes, dice mi paciente haber experimentado dolores punzantes o lacerantes que contrarrestaba, como ya se dijo, con el lenitivo del álbum de fotos.
Parece ser que, además del Störtebeker polaco, se interesaron también por el álbum otros varios bandidos adolescentes, y hasta un guerrillero de cierta edad. Éste último acabó inclusive por sentarse, encendió un cigarrillo y hojeó pensativamente el álbum sin saltarse un solo rectángulo. Empezó con el retrato del abuelo Koljaiczek y fue siguiendo el ascenso profusamente ilustrado de la familia, hasta aquellas instantáneas que muestran a la señora Matzerath con su hijito Kurt de uno, dos, tres y cuatro años. Al contemplar algunos de los idilios familiares, mi paciente le vio inclusive sonreírse. Sólo le molestaron algunas insignias del Partido, fáciles de identificar en los trajes del difunto señor Matzerath y en las solapas del señor Ehlers, que había sido jefe local de campesinos en Ramkau y había tomado por esposa a la viuda del defensor del edificio del Correo Jan Bronski. Mi paciente pretende haber raspado de las fotos con la punta de su cuchillo, a la vista de aquel individuo crítico y para su satisfacción, las insignias del Partido.
Este guerrillero —como acaba de enseñármelo el señor Matzerath— hubo de ser un verdadero guerrillero, en contraste con muchos otros que no lo fueron. Porque, según se ve, los guerrilleros no son guerrilleros ocasionales, sino guerrilleros constantes y permanentes, que ayudan a subir a gobiernos derrocados y derrocan a gobiernos que han subido precisamente con la ayuda de los guerrilleros. Los guerrilleros incorregibles, los que toman las armas contra sí mismos son, entre todos los fanáticos dedicados a la política, según la tesis del señor Matzerath —y aquí es donde trataba justamente de ilustrarme—, los más dotados artísticamente, porque abandonan inmediatamente lo que acaban de crear.
Algo parecido podría yo decir de mí mismo, porque, ¿no me ocurre acaso con frecuencia destruir de un puñetazo mis figuras de nudos apenas fijadas por el yeso? Pienso ahora especialmente en el encargo que me hizo hace algunos meses mi paciente de que anudara con simples cordeles al curandero Rasputín y al príncipe de los poetas Goethe en una sola persona que, a petición de mi paciente, había de tener un extraordinario parecido con él mismo. Ya he perdido la cuenta de los kilómetros de cordel que habré anudado para acoplar en un solo nudo estas dos figuras extremas. Pero, al igual que aquel guerrillero de quien el señor Matzerath me hace el elogio, permanezco indeciso a insatisfecho: lo que anudo con la derecha lo desanudo con la izquierda, lo que crea mi izquierda lo destruye de un puñetazo mi derecha.
Pero tampoco el señor Matzerath logra llevar en línea recta su relato. Porque, prescindiendo de las cuatro monjas, a las que lo mismo designa como franciscanas que como vicentinas, está eso de la muchacha con dos nombres y una presunta cara triangular de raposa, que viene siempre a desquiciar la cosa, y en realidad tendría que obligarme, como narrador, a dar dos o más versiones de aquel viaje hacia el oeste. Mas como esto no entra en mis atribuciones, habré de atenerme al socialdemócrata, que en todo el trayecto no cambió de cara y que hasta poco antes de llegar a Stolp no se cansó de repetir una y otra vez a todos sus compañeros de viaje, según asevera mi paciente, que él mismo había sido hasta el año treinta y siete una especie de guerrillero y, fijando pasquines, había puesto en juego su salud y sacrificado su tiempo libre, porque pretendía haber sido uno de los raros socialdemócratas que fijaron pasquines aun en tiempo de lluvia.