Pero Óscar, que no podía cambiar tan súbitamente, buscaba algo con qué sustituir a sus hormigas, y se concentró en la observación de unos animalitos achatados, de color gris pardusco, que se paseaban por el borde del cuello de mi calmuco. De buena gana hubiera atrapado uno de aquellos piojos para observarlo detenidamente, ya que también eran objeto de mención en mis lecturas, no tanto en Goethe, pero sí en Rasputín. Mas como me resultaba difícil agarrarlos con una sola mano, traté de desembarazarme de la insignia del Partido. Por vía de explicación, Óscar dice: como el calmuco llevaba ya varias condecoraciones en el pecho, tendí la mano cerrada con el bombón que me picaba y me impedía cazar los piojos, a Matzerath, que se hallaba a un lado frente a mí.
Podrá decirse ahora que no debía haberlo hecho. Pero también podría decirse: Matzerath no tenía por qué haber alargado la mano.
El caso es que la alargó. Y yo me desembaracé del bombón. Al sentir Matzerath la insignia del Partido entre los dedos, el terror fue subiéndole de punto. En cuanto a mí, ya con las manos libres, no quise ser testigo de lo que Matzerath hiciera con el bombón. Demasiado preocupado para dedicarse a la caza de los piojos, Óscar se disponía a concentrarse de nuevo en las hormigas, cuando percibió un rápido movimiento de la mano de Matzerath, lo que le hace decir ahora, ya que no alcanza a recordar lo que pensó entonces: hubiera sido más sensato guardar tranquilamente aquella cosa redonda y de colores en la mano cerrada.
Pero él quería deshacerse de ella y, a pesar de su acreditada fantasía de cocinero y decorador del escaparate de la tienda de ultramarinos, no se le ocurrió más escondrijo que el de su cavidad bucal.
¡Qué importancia puede revestir a veces un pequeño movimiento de la mano! De la mano a la boca: eso bastó para asustar a los dos Ivanes sentados pacíficamente a derecha e izquierda de María y hacerles levantarse de un salto. De pie, apuntaban con sus pistolas ametralladoras al vientre de Matzerath, y todo el mundo pudo ver que éste trataba de tragar algo.
¡Si por lo menos hubiera cerrado antes con tres dedos el prendedor! Pero el bombón rebelde se le atragantaba, y se ponía rojo, los ojos se le hinchaban, tosía, lloraba y reía a un tiempo y, con tantas excitaciones simultáneas, ya no podía mantener las manos en alto. Eso era lo que los Ivanes no podían tolerar. Gritaban y querían verle nuevamente las palmas. Pero Matzerath sólo podía atender a sus órganos respiratorios, y ya ni siquiera podía toser debidamente, sino que empezó a bailar y a mover los brazos, y de pronto rodaron del anaquel unas cuantas latas de ensalada de Leipzig, con lo que mi calmuco, que hasta entonces había asistido impasible y entornando los ojos al espectáculo, me depositó con todo cuidado sobre el piso, se llevó una mano atrás, puso algo en posición horizontal y disparó desde la cadera, vaciando el cargador antes de que Matzerath acabara de ahogarse.
¡Lo que no se hace cuando el Destino aparece en escena! Mientras mi presunto padre se tragaba el Partido y moría, yo aplasté, sin quererlo ni darme cuenta, un piojo que momentos antes acababa de agarrarle al calmuco. Matzerath se había desplomado cuan largo era sobre el camino de las hormigas. Los Ivanes abandonaron la bodega por la escalera de la tienda, llevándose unos paquetes de miel artificial. Mi calmuco fue el último en retirarse, pero sin llevarse nada de miel artificial, porque tenía que volver a cargar su pistola ametralladora. La viuda Greff, desfondada y torcida, colgaba entre las cajas de margarina. María apretaba al pequeño Kurt contra su pecho como si quisiera ahogarlo. A mí me rondaba por el magín una frase leída en Goethe. Las hormigas, afrentadas a una situación de emergencia, no se dejaron arredrar Por el rodeo y trazaron su vía estratégica en torno al encorvado Matzerath, porque el azúcar que se escurría del saco reventado nada había perdido de su dulzor durante la ocupación de la ciudad de Danzig por el ejército del mariscal Rokosovski.
Primero vinieron los rugios, luego los godos y los gépidos, y luego los cachubas, de los que desciende Óscar en línea directa. Poco después, los polacos mandaron a Adalberto de Praga. Éste vino con la cruz, y los cachubas o los boruscios lo mataron con el hacha. Esto tuvo lugar en una aldea de pescadores; la aldea se llamaba Gyddanyzc. De Gyddanyzc hicieron Danczik, Danczik se convirtió en Dantzig, que más adelante es escribió Danzig, y hoy se llama Danzig Gdansk.
Sin embargo, antes de llegar a esta forma ortográfica, vinieron, después de los cachubas, los duques de Pomerelia. Estos ostentaban nombres como Subislao, Sambor, Mestwin y Swantopolk. La aldea se convirtió en una pequeña ciudad. Luego vinieron los fieros boruscios y destruyeron un poco la ciudad. Luego vinieron, desde más lejos, los brandeburgueses y la destruyeron otro poco. También Boleslao de Polonia quiso destruir su poquito, y la Orden de los Caballeros puso igualmente empeño en que los daños apenas reparados volvieran a hacerse patentes bajo las espaldas teutónicas.
En este jueguecito de demolición y reconstrucción fueron relevándose por espacio de varios siglos los duques de Pomerelia, los granmaestres de la Orden, los reyes y antirreyes de Polonia, los condes de Brandeburgo y los obispos de Wloclawek. Los arquitectos y los empresarios de la demolición se llamaban: Otto y Waldemar, Bogussa, Enrique de Plotzke y Dietrich von Altenberg, que construyó el castillo de los Caballeros allí donde en el siglo veinte tuvo lugar la defensa del edificio del Correo polaco, en la Plaza Hevelius.
Vinieron los husitas, encendieron aquí y allá uno que otro fueguecito, y se retiraron. Luego fueron expulsados los Caballeros de la Orden y se desmanteló el castillo, porque no se querían castillos en la ciudad. Ésta se hizo polaca, y no le fue del todo mal. El rey que logró esto se llamaba Casimiro, fue llamado el Grande y era hijo del primer Ladislao. Luego vino Ludovico y, después de Ludovico, Eduvigis. Ésta se casó con Jagiello de Lituania, y empezó la era de los Jagellones. A Ladislao segundo siguió un Ladislao tercero, y luego, otro Casimiro, no muy entusiasta, pese a lo cual derrochó durante trece años el buen dinero de los mercaderes de Danzig haciendo la guerra contra la Orden. Juan Alberto, en cambio, hubo de habérselas con los turcos. A Alejandro siguió Segismundo el Viejo, llamado también Zygmunt Stary: Al capítulo relativo a Segismundo Augusto sigue en el texto el de Esteban Bathory, de quien suelen tomar el nombre los transatlánticos polacos. Éste sitió y bombardeó la ciudad por algún tiempo —confróntense los textos— pero no logró tomarla. Luego vinieron los suecos e hicieron lo mismo. Éstos se divirtieron tanto con el sitio de la ciudad que lo repitieron varias veces. En aquella época, la bahía de Danzig ofrecía tanto atractivo a los holandeses, daneses e ingleses, que varios capitanes extranjeros lograron, cruzando frente a la rada, convertirse en héroes marinos.
La paz de Oliva. ¡Qué bonito y pacífico suena esto! Por primera vez, las grandes potencias se dieron cuenta que la tierra de los polacos se presta admirablemente a la partición. Suecos, suecos y más suecos: reductos suecos, bebida sueca, empuje sueco. Luego vinieron los rusos y los sajones, porque se escondía en la ciudad el pobre rey polaco Estanislao Leszczinski. Por este solo rey fueron destruidas mil ochocientas casas y, cuando el pobre Leszczinski huyó a Francia, porque allí vivía Luis, su yerno, los burgueses de la ciudad tuvieron que aflojar un millón.
Luego Polonia sufrió tres particiones. Vinieron los prusianos, sin que nadie los hubiera llamado, y en todos los portales de la ciudad pintaron su pájaro sobre el águila real polaca. Apenas el maestro de escuela Johannes Falk acababa de componer la canción navideña «Oh noche jubilosa...», cuando ya estaban aquí los franceses. El general de Napoleón se llamaba Rapp, y después de un sitio lamentable tuvieron que raparse los de Danzig veinte millones de francos en su obsequio. Que la intervención francesa fue algo terrible es cosa que no debe dudarse necesariamente. Pero sólo duró siete años. A continuación vinieron los rusos y los prusianos y prendieron fuego a la isla del Depósito. Esto puso fin al Estado Libre concebido por Napoleón. Una vez más hallaron los prusianos ocasión de pintarrajear su pájaro en todos los portales de la ciudad, lo que hicieron escrupulosamente, y, al estilo prusiano, acantonaron primero en la ciudad el 4º regimiento de granaderos, la 1ª brigada de artillería, la 1ª sección de zapadores y el 1
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regimiento de húsares. Sólo pasajeramente mantuviéronse en Danzig el 30º regimiento de infantería, el 18º de infantería, el 3º de la Guardia a pie, el 44º de infantería y el regimiento de fusileros número 33. En cambio, aquel famoso regimiento de infantería número 128 sólo dejó la ciudad en mil novecientos veinte. Para no omitir nada, digamos todavía que, durante la dominación prusiana, la 1ª brigada de artillería se subdividió en sección primera de sitio y sección segunda a pie, formando ambas secciones el regimiento de artillería número 1 de la Prusia Oriental. Añádase a esto el regimiento de artillería a pie número 1 de Pomerania que posteriormente fue relevado por el regimiento de artillería a pie número 16 de la Prusia Occidental. Al 1
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regimiento de húsares de la guardia siguió el regimiento de húsares de la guardia número 2. En cambio, el 8° regimiento de ulanos sólo permaneció poco tiempo entre los muros de la ciudad. Pero, en compensación, acuartelóse fuera de los muros, en el suburbio de Langfuhr, al batallón de tren número 17 de la Prusia Occidental.
En tiempos de Burckhardt, Rauschning y Greiser, no había en el Estado Libre más que la policía verde de seguridad. Pero esto cambió en el treinta y nueve, bajo Forster. Entonces todos los cuarteles de ladrillo volvieron a llenarse de alegres muchachos uniformados que reían y hacían juegos malabares con toda clase de armas. Podrían ahora enumerarse los nombres de todas aquellas unidades que del treinta y nueve al cuarenta y cinco se estacionaron en Danzig y sus alrededores o se embarcaron aquí con destino al frente del Ártico. Pero Óscar se lo salta y dice simplemente: luego vino, como acabamos de ver, el Mariscal Rokosovski. A la vista de la ciudad indemne, recordó a sus grandes predecesores internacionales y empezó por incendiarlo todo, para que los que vinieran después de él pudieran desahogarse reconstruyendo.
Lo curioso es que esta vez no vinieron, después de los rusos, ni los prusianos, ni los suecos, ni los sajones, ni los franceses: vinieron los polacos.
Cargando sus bártulos llegaron los polacos de Vilna, Bialostok y Lemberg y buscaron dónde meterse. A nuestra casa vino un señor que se llamaba Fajngold y vivía solo, pero se comportaba siempre como si le rodeara una familia de varios miembros a los que tuviera que dirigir. El señor Fajngold se hizo inmediatamente cargo del negocio de ultramarinos y mostró a su mujer, Luba, que con todo permanecía invisible y no se hacía oír, la balanza decimal, el tanque de petróleo, la barra de latón para las salchichas, la caja vacía y, con gran contento, las provisiones de la bodega. María, a la que había contratado inmediatamente como dependienta y a la que había presentado con gran locuacidad a su imaginaria esposa, mostró al señor Fajngold a nuestro Matzerath, que yacía desde hacía ya tres días en la bodega bajo una lona, porque, debido a los numerosos rusos que en las calles andaban probando bicicletas, máquinas de coser y mujeres, no habíamos podido enterrarlo.
Al ver el señor Fajngold el cadáver, que nosotros habíamos vuelto boca arriba, llevóse las manos a la cabeza en forma análoga a como años antes lo había observado Óscar con Segismundo Markus. Llamó a la bodega no sólo a la señora Luba, sino a toda su familia, y no cabe duda que los vio venir a todos, porque los llamaba por sus nombres, y decía Luba, Lew, Jakub, Berek, León, Mendel y Sonia, explicándoles a todos quién yacía allí y estaba muerto; y a continuación nos explicó a nosotros que todos aquellos a los que acababa de invocar habían yacido en la misma forma antes de pasar a los hornos de Treblinka, así como su cuñado y el marido de su cuñada, que tenía cinco criaturas, y todos yacían, con excepción de él mismo, el señor Fajngold, porque él tenía que derramar la lejía.
Luego nos ayudó a transportar a Matzerath arriba, a la tienda, pero ya volvía a tener a su alrededor a toda su familia y rogaba a su esposa Luba que ayudara a María a lavar el cadáver. Pero ella no ayudaba, lo que al señor Fajngold tampoco le llamó mayormente la atención, ocupado como estaba en transportar las provisiones de la bodega a la tienda. Tampoco nos ayudó en esta ocasión la Greff, que en su día había lavado a mamá Truczinski, porque tenía la casa llena de rusos; los oíamos cantar.
El viejo Heilandt, que ya desde los primeros días de la ocupación había hallado trabajo y ponía suelas a botas rusas que se habían agujereado durante la ofensiva, negábase al principio a actuar de carpintero funerario. Pero cuando el señor Fajngold vino con él a la tienda y, a cambio de un motor eléctrico de su cobertizo, ofreció al viejo Heilandt cigarrillos Derby de nuestra tienda, dejó inmediatamente las botas de lado y se proveyó de otros utensilios y de sus últimas tablas.
Habitábamos entonces, antes de que también de allí nos expulsaran y el señor Fajngold nos cediera la bodega, el piso de mamá Truczinski, que los vecinos y los polacos inmigrados habían desvalijado por completo. El viejo Heilandt sacó de sus goznes la puerta que separaba el salón de la cocina, ya que la del salón al dormitorio había servido para el ataúd de mamá Truczinski, y abajo, en el patio, armó la caja y se fumó unos cigarrillos Derby. Nosotros nos quedamos arriba, y yo tomé la única silla que nos habían dejado, abrí la ventana que tenía los vidrios rotos, y me enfadé con el viejo, que clavaba la caja sin el menor cuidado y sin afinarla hacia el pie como prescriben las reglas.
Óscar ya no volvió a ver a Matzerath, porque al ser colocado el ataúd sobre la carretilla de la viuda Greff las tapas de las cajas de margarina Vitello estaban ya clavadas, no obstante que, en vida, Matzerath no sólo nunca la comiera, sino que la tuviera proscrita inclusive para cocinar.
María rogó al señor Fajngold que la acompañara, porque tenía miedo de los soldados rusos que andaban sueltos por la calle. Fajngold, que estaba sentado con las piernas encogidas sobre el mostrador comiendo a cucharaditas miel artificial de un bote de cartón, opuso algunos reparos al principio, porque temía despertar la suspicacia de su esposa, pero es de creer que ésta acabó por darle permiso, porque se deslizó del mostrador, me pasó el bote de miel artificial, yo lo pasé a mi vez al pequeño Kurt, éste la liquidó sin dejar rastro, y el señor Fajngold se metió, ayudado por María, en un largo abrigo negro adornado con una piel gris de conejo. Antes de cerrar la tienda y de encarecer a su esposa que no abriera a nadie, se encasquetó un sombrero de copa que le venía demasiado pequeño, pues era el que antes solía llevar Matzerath, en ocasión de diversos entierros y bodas.