El pequeño Kurt fue el primero en percibir la sangre. —¡Le sale sangre, le sale sangre! —chilló, y sacó al señor Fajngold de Galizia, arrancó a María de su rezo e incluso hizo que los dos muchachos rusos que seguían sentados sobre el muro charlando en dirección de Brösen levantaran por un momento, asustados, la vista.
El viejo Heilandt dejó la pala en la arena, tomó el pico y me apoyó el hierro negro azulado contra la nuca. El fresco produjo su efecto. Empecé a sangrar menos. El viejo Heilandt volvió a su faena y ya no le quedaba mucha más arena junto a la fosa cuando cesé por completo de sangrar, pero el crecimiento subsistía y se manifestaba por un crujir, un rumorear y un rechinar interiores.
Cuando el viejo Heilandt hubo terminado con la tumba, tomó de otra una cruz de madera medio podrida ya y sin inscripción alguna, plantóla sobre el túmulo fresco, aproximadamente entre la cabeza de Matzerath y mi tambor enterrado, y dijo: —¡Listos! —Luego tomó a Óscar, que no podía caminar, en sus brazos y se echó a andar con él a cuestas. Los demás, sin excluir a los muchachos rusos con sus pistolas ametralladoras, lo siguieron fuera del recinto del cementerio, por entre los escombros del muro y a lo largo de las huellas de los tanques, hasta la carretilla que había quedado sobre los rieles del tranvía, donde el tanque se había atravesado. Volví la cabeza y miré hacia el cementerio de Saspe. María llevaba la jaula con la cotorra, el señor Fajngold llevaba las herramientas, el pequeño Kurt no llevaba nada y los dos rusos llevaban unos gorros demasiado pequeños y unas pistolas ametralladoras demasiado grandes; los abetos seguían encorvados.
De la arena al asfalto. Sobre los restos del tanque estaba sentado Leo Schugger. Allá en lo alto, aviones que venían de Hela o que iban a Hela. Leo Schugger trataba de no ensuciarse los guantes en el T 34. El sol bajaba, con sus nubéculas hinchadas, del lado de la colina de la Torre de Zoppot.
La vista de Leo Schugger provocó el regocijo del viejo Heilandt: —¡Habráse visto —exclamó—, el mundo se hunde, y con el único que no pueden es con Leo Schugger! —diole con la mano libre unas palmaditas amistosas en la espalda, sobre la levita negra, y le explicó al señor Fajngold—: Este es nuestro Leo Schugger. Quiere darnos el pésame y estrecharnos las manos.
Y así era, en efecto. Leo hizo aletear sus guantes, dio babeando, a su manera, el pésame a todos los asistentes y preguntó: —¿Habéis visto al Señor, habéis visto al Señor? —pero nadie lo había visto. A María se le ocurrió regalarle, no sé por qué, la jaula con la cotorra.
Cuando Leo Schugger se acercó a Óscar, al que el viejo Heilandt había sentado sobre la carretilla, su cara se descompuso y la levita se le hinchó al viento. Empezaron a bailarle las piernas y agitando la cotorra en la jaula, se puso a exclamar: —¡El Señor, el Señor! ¡Ved ahí al Señor! ¡Ved cómo crece!
Así diciendo salió proyectado por el aire junto con la jaula, y echó a correr y a volar y a danzar y a tambalearse, cayéndose, volatizándose con el pájaro que chillaba, pájaro él mismo en pleno vuelo, y se fue revoloteando a campo traviesa en dirección de Reiselfeider. Y seguíasele oyendo gritar por entre las voces de las dos pistolas ametralladoras: —¡Crece! ¡crece! —y seguía gritando cuando los dos rusos jóvenes volvieron a cargar—: ¡Crece! ¡crece! —E inclusive cuando volvieron a oírse las ametralladoras, cuando ya Óscar caía por una escalera sin peldaños en un desvanecimiento creciente y acaparador, seguía yo oyendo el pájaro, la voz, el cuervo. Leo anunciaba—: ¡Crece! ¡Crece! ¡Crece...!
La noche pasada he tenido unos sueños fugaces. La cosa era como cuando en los días de visita vienen a verme los amigos. Los sueños se cedían mutuamente el paso y se iban, después de haberme contado lo que los sueños consideran digno de contar: historias tontas llenas de repeticiones, monólogos a los que uno por desgracia no puede sustraerse, porque se nos declaman en forma harto insistente, con la mímica de pésimos actores. Cuando durante el desayuno traté de explicarle a Bruno las historias, no hallé manera de deshacerme de ellas, pues lo había olvidado todo. Óscar carece de dotes de soñador.
Cuando se llevó los restos del desayuno le pregunté: como de paso: —Mi excelente Bruno, ¿cuánto mido exactamente?
Bruno, colocando el platito con la mermelada sobre la taza de café, mostrábase preocupado: —Pero señor Matzerath, no ha vuelto usted a tocar la mermelada.
Este reproche ya lo conozco. Lo oigo siempre después del desayuno. Todas las mañanas me trae Bruno esa mancha de mermelada de fresa para que yo la tape inmediatamente con algún papel, doblando el periódico en forma de tejado. Porque la mermelada no puedo verla ni comerla. Así que rechacé el reproche de Bruno en forma reposada pero categórica: —Ya sabes, Bruno, lo que pienso a propósito de la mermelada: mejor dime cuánto mido.
Bruno tiene unos ojos de pulpo muerto. Y en cuanto tiene que pensar algo envía al techo esa mirada prehistórica, y habla casi siempre en dicha dirección; así que también esta mañana dijo dirigiéndose al techo: —¡Pero si es mermelada de fresa! —y no fue sino después de una pausa prolongada, durante la cual mi silencio mantuvo en pie la pregunta acerca de la talla de Óscar, cuando Bruno, apartando la mirada del techo y fijándola en los barrotes de mi cama, me respondió que medía yo un metro y veinte centímetros.
—¿No quisieras, querido Bruno, por cuestión de método, volver a medirme?
Sin desviar la mirada, extrajo Bruno del bolsillo trasero de su pantalón un metro plegable, apartó con fuerza casi brutal la manta de mi cama, me cubrió las vergüenzas con la camisa que se me había arremangado, desplegó el metro amarillento que estaba roto a la altura de uno setenta y ocho, me lo extendió a lo largo, comprobó, procedió minuciosamente con las manos en tanto que su mirada seguía perdida en la época de los saurios y, finalmente, haciendo como que leía el resultado, dejó el metro en reposo: —¡Seguimos en un metro y veintiún centímetros!
¿Por qué hizo tanto ruido al plegar el metro y al recoger el desayuno? ¿Será que mi medida no le gusta?
Luego que hubo salido del cuarto con la bandeja del desayuno y el metro color de yema al lado de la mermelada de fresa de un color escandalosamente natural, Bruno aplicó una vez más, desde el corredor, su ojo a la mirilla y, antes de dejarme al fin solo con mi metro y veintiún centímetros, su mirada me hizo sentirme antediluviano.
¡De modo que ésa es la talla de Óscar! Para un enano, un gnomo o un liliputiense, es casi demasiado. ¿Qué altura alcanzaba mi Rosvita, la Raguna, hasta la coronilla? ¿Qué talla supo conservar para sí mi maestro Bebra, que descendía del Príncipe Eugenio? Inclusive a Kitty y a Félix podría mirarlos hoy desde arriba, siendo así que todos los que acabo de nombrar podían en un tiempo mirar hacia abajo y con cierta envidia a Óscar, que hasta sus veintiún anos midió noventa y cuatro centímetros.
Fue en el entierro de Matzerath, en el cementerio de Saspe, al darme la piedra en el cogote, cuando empecé a crecer. Óscar dice: la piedra. Me decido, por consiguiente, a completar el informe acerca de los acontecimientos del cementerio.
Después de que a resultas de un jueguecito vi que sólo un «¡debo, es preciso, quiero!», me despojé del tambor, lo eché con los palillos en la tumba de Matzerath, me decidí por el crecimiento, experimenté simultáneamente un zumbido progresivo en los oídos, y no fue sino entonces cuando un guijarro del tamaño de una nuez, lanzado con la fuerza de sus cuatro años y medio de mi hijo Kurt, me dio en el cogote. Aunque el golpe no me agarró de sorpresa —pues ya sospechaba yo las intenciones de mi hijo— no por eso dejé de caerme junto a mi tambor en la fosa de Matzerath. El viejo Heilandt me sacó del hoyo con sus secas manos de anciano, dejando adentro el tambor y los palillos y, al empezar yo a echar sangre por las narices, me puso el cogote contra el hierro del pico. Como ya sabemos, la hemorragia cedió rápidamente; el crecimiento, en cambio, empezó a progresar, si bien en forma tan imperceptible que sólo Leo Schugger pudo apreciarlo y anunciarlo, gritando y revoloteando cual un pájaro alado.
Hasta aquí este complemento de información, por lo demás superfluo. Porque el crecimiento había empezado ya antes de la pedrada y de mi caída en la fosa de Matzerath. Para María y el señor Fajngold, sin embargo, no hubo desde el principio otra causa de mi crecimiento, que ellos llamaban enfermedad, que la pedrada en la nuca y la caída en la fosa. María zurró al pequeño Kurt en el propio cementerio. A mí el pequeño Kurt me daba lástima, porque bien podía ocurrir que él me hubiera destinado el guijarro para ayudarme a acelerar mi crecimiento. Puede que deseara tener un verdadero padre adulto o, simplemente, un sustituto de Matzerath, ya que, en mí, jamás ha reconocido y respetado al padre.
Durante aquel crecimiento que duró cosa de un año, hubo médicos bastantes, de uno y otro sexo, que confirmaron la culpa de la piedra y de la desdichada caída, y que dijeron y escribieron en mi historia clínica que: Óscar Matzerath es un Óscar deforme, porque le dio una piedra en la nuca, etcétera, etcétera.
No estaría de más recordar mi tercer aniversario. ¿Qué decían en realidad los adultos acerca del origen de mi propia historia? A la edad de tres años se cayó Óscar por la escalera de la bodega al piso de cemento. Esta caída interrumpió su crecimiento, etc., etc.
Puede apreciarse en estas explicaciones el comprensible afán humano de proceder a la demostración de todo milagro. Óscar ha de admitir que él también investiga previamente todo milagro, antes de descartarlo cual fantasía indigna de crédito.
Al regresar del cementerio de Saspe nos encontramos en la habitación de mamá Truczinski con nuevos inquilinos. Una familia polaca de ocho cabezas poblaba la cocina y los dos cuartos. Eran gente amable que nos querían acoger hasta que hubiéramos encontrado otra cosa, pero el señor Fajngold era contrario a semejante hacinamiento y quería cedernos nuevamente el dormitorio, quedándose él provisionalmente con el salón. Pero a esto fue María la que se opuso, porque consideraba que no era conveniente que, siendo tan reciente su viudez, viviera ella en forma tan íntima con un señor solo. El señor Fajngold, que ocasionalmente no se daba cuenta de que no hubiera a su alrededor ni señora Luba ni familia alguna, y que tan a menudo percibía tras de sí a la esposa enérgica, tenía motivos suficientes para comprender las razones de María. En aras de la decencia y de la señora Luba dejó estar la cosa, pero en cambio nos cedió la bodega. Nos ayudó inclusive en la instalación de la bodega, pero no quiso tolerar que también yo me alojara en ella. Considerando que estaba yo enfermo, lamentablemente enfermo, me instalaron en una cama de emergencia en el salón, al lado del piano de mi pobre mamá.
Resultaba difícil hallar un médico. La mayoría de ellos habían abandonado la ciudad a tiempo, junto con los transportes de tropas, porque ya en enero se había enviado al oeste la caja del Fondo de Atención Médica de Prusia Occidental, con lo que para muchos médicos el concepto de paciente se había hecho irreal. Después de una larga búsqueda dio el señor Fajngold en la Escuela Helena Lange, en la que yacían heridos alemanes junto a los del Ejército Rojo, con una doctora de Elbing, que allí amputaba. Prometió pasar y pasó, efectivamente, después de cuatro días, sentóse a mi cabecera, fumó mientras me examinaba tres o cuatro cigarrillos y se quedó dormida mientras fumaba el cuarto.
El señor Fajngold no se atrevió a despertarla. María le dio tímidamente con el codo. Pero la doctora no volvió en sí hasta que el cigarrillo, que se iba quemando, le chamuscó el índice izquierdo. Incorporándose entonces inmediatamente, pisó la colilla sobre al alfombra y dijo, en forma breve e irritada: —Perdonen. No he pegado un ojo en las tres últimas semanas. Estuve en Käsemark con un transporte de niños de la Prusia Oriental. Pero no pudimos utilizar las barcas de pasaje. Reservadas para la tropa. Eran unos cuatro mil. Todos palmaron —a continuación me acarició la creciente mejilla infantil con la misma superficialidad con que había mencionado a los niños que habían palmado, se metió otro cigarrillo en la boca, se arremangó la manga izquierda, sacó de su maletín una ampolleta y, mientras se administraba a sí misma una inyección estimulante, le dijo a María—: No tengo ni idea de lo que le pasa a este niño. Habría que llevarlo a una clínica. Pero no aquí. Miren de salir en alguna forma, de irse al oeste. Las articulaciones de la rodilla, de la mano y del hombro están hinchadas. Probablemente empieza también a hincharse la cabeza. Aplíquenle unas compresas frías. Aquí les dejo un par de tabletas, para el caso de que tenga dolores y no pueda dormir.
Esta doctora concisa, que no sabía lo que yo tenía y lo confesaba espontáneamente, me gustó. En el curso de las semanas siguientes, María y el señor Fajngold me aplicaron varios centenares de compresas frías, que me consolaron bastante, aunque sin impedir que las articulaciones de la rodilla, de la mano y del hombro, así como la cabeza, siguieran hinchándose y me dolieran. Lo que horrorizaba a María y al señor Fajngold era sobre todo mi cabeza, que se iba ensanchando. Ella me daba de aquellas tabletas, que se agotaron rápidamente. Él empezó a trazar curvas de fiebre con la regla y el lápiz, lo que lo llevó a meterse en experimentos: hacía con mi fiebre, que me tomaba cinco veces al día con la ayuda de un termómetro adquirido en el mercado negro a cambio de miel artificial, unas composiciones atrevidas que daban a los cuadros del señor Fajngold un aspecto de montañas terriblemente accidentadas —a mí se me antojaban los Alpes o la nevada cordillera de los Andes. Y sin embargo, mi fiebre no era para tanto. Por las mañanas tenía generalmente treinta y ocho, por las noches subía a treinta y nueve; treinta y nueve cuatro fue la mayor temperatura que registré durante el período de mi crecimiento. Bajo los efectos de la fiebre veía y oía yo toda clase de cosas. Estaba subido en un tiovivo y quería bajar, pero no podía; iba sentado con muchos otros niños en autos de bomberos, en cisnes huecos, en perros, gatos, caballitos y ciervos, y daba vueltas, vueltas y más vueltas, y quería bajar, pero no me dejaban. Y todos los niños se ponían a llorar, y querían bajar lo mismo que yo de los autos de bomberos, de los cisnes huecos, de los perros, gatos, caballitos y ciervos, y ya no querían ir en el tiovivo, pero no les dejaban bajar. El Padre celestial estaba al lado del dueño del tiovivo y nos pagaba siempre otra vuelta. Y nosotros le suplicábamos: —¡Ay, Padre nuestro, ya sabemos que tú tienes mucho dinero, que te gusta pagarnos el tiovivo, que te divierte demostrarnos la redondez de este mundo, pero guárdate ya la bolsa, por favor, y di ya stop, di alto, bueno, basta, bajen, porque ya estamos mareados y somos unos pobrecitos niños, y estamos cuatro mil en Käsemark, aquí en el Vístula, pero no nos dejan pasar, porque tu tiovivo, tu tiovivo...!