Se les encontró a todos, comprendido el estudiante del Politécnico, con la cara transfigurada y atravesado el pecho con objetos punzantes del tipo de los que sólo podían encontrarse en el Museo de la Marina: cuchillos de velero, arpeos, arpones, puntas de lanza finamente cinceladas de la Costa de Oro, agujas con las que se cosen las velas, etc., y sólo el último, el segundo alumno de primer curso, se las había tenido que arreglar primero con su navaja y luego con su compás escolar, ya que, poco antes de su muerte, todos los objetos cortantes del Museo habían sido fijados con cadenas o guardados en vitrinas.
Aunque los criminalistas de las comisiones investigadoras hablaran de todos estos casos de suicidios trágicos, persistía en la ciudad y también en los periódicos el rumor de que aquello lo habría hecho «la Marieta verde con sus propias manos». Sospechábase pues seriamente de Níobe, atribuyéndole la muerte de hombres y muchachos. Se discutió el asunto en todos sus aspectos, e inclusive los periódicos crearon para el caso Níobe una sección especial en la que los lectores pudieran exponer sus respectivas opiniones. Se habló de fatales coincidencias; la administración municipal habló a su vez de superstición anacrónica, afirmando que no se pensaba en lo más mínimo en tomar medidas precipitadas, antes de que se produjera real y verdaderamente algo de lo que se había convenido en llamar inquietante.
Así, pues, la figura verde siguió constituyendo el objeto más conspicuo del Museo de la Marina, ya que tanto el Museo Regional de Oliva como el Museo Municipal y la administración de la Casa de Arturo se negaron a admitir a aquella mujer ávida de hombres.
Escaseaban los guardianes del museo. Y no eran sólo éstos los que se negaban a adaptarse a la virgen lígnea. También los visitantes eludían la sala con la figura de los ojos de ámbar. Por espacio de algún tiempo reinó el silencio detrás de las ventanas Renacimiento que proporcionaban a la escultura moldeada al vivo la indispensable iluminación lateral. El polvo se iba acumulando. Las mujeres encargadas de la limpieza ya no venían. Y los fotógrafos, antaño tan insistentes —uno de ellos había muerto poco después de la toma de una foto del mascarón de proa, de muerte natural, sin duda, pero de todos modos curiosa si se relaciona con la foto—, ya no proveían a la prensa del Estado Libre, de Polonia, del Reich alemán, ni aun a la de Francia, con instantáneas de la escultura asesina; destruyeron todas las fotos de Níobe que poseían en sus archivos y se limitaron, en lo sucesivo, a fotografiar las llegadas y salidas de los distintos presidentes, jefes de Estado y reyes en exilio, y a vivir bajo el signo que iban marcando en el programa las exposiciones avícolas, los congresos del Partido, las carreras de automóviles y las inundaciones de primavera.
Y así fue hasta el día en que Heriberto Truczinski, que ya no quería seguir siendo camarero y no quería entrar en ningún caso al servicio de la aduana, ocupó su sitio, con el uniforme gris ratón de conserje del Museo, en la silla de cuero al lado de la puerta de aquella sala que el pueblo designaba como «el salón de Marieta».
Ya el primer día de servicio seguí a Heriberto hasta la parada del tranvía de la Plaza Max Halbe. Me tenía muy preocupado.
—Vete ya, Oscarcito; no puedes venir conmigo —mas yo me impuse con mi tambor y los palillos en forma tan insistente a la vista de Heriberto, que éste acabó diciendo—: Bueno, pues, ven hasta la Puerta Alta; pero luego te portas bien y te vuelves a casa.
Llegados a la Puerta Alta no quise regresar con el 5, de modo que Heriberto me llevó todavía con él hasta la calle del Espíritu Santo, trató una vez más de deshacerse de mí, con el pie ya en la acera del Museo, y se resignó finalmente, suspirando, a pedir en la taquilla una entrada para niño. Cierto que yo contaba ya catorce años y hubiera debido pagar la entrada entera, pero ¿quién se fija en esos detalles?
Tuvimos un día agradable y tranquilo, sin visitantes y sin controles. De vez en cuando tocaba yo mi tambor, cosa de media hora, en tanto que, de vez en cuando también, Heriberto echaba un sueñecito como de una hora. Níobe miraba de frente con sus ojos de ámbar y tendía sus dos senos provocadores que, sin embargo, a nosotros no nos provocaban. Apenas nos fijábamos en ella. —De todos modos, no es mi tipo —dijo Heriberto haciendo un gesto despectivo—. Fíjate en esos pliegues de carne y en esa papada que tiene.
Heriberto ladeaba la cabeza y formulaba apreciaciones: —¡Y la grupa! ¡Como un armario de dos puertas!— A Heriberto le gustan más finas, putillas como muñequitas.
Yo le oía describir en detalle cuál era su tipo, y le veía moldear con sus manos que parecían palas los contornos de una graciosa persona del sexo femenino que por mucho tiempo, y en realidad aún hoy, había de seguir siendo mi ideal en materia de mujeres.
Ya el tercer día de nuestro servicio en el Museo nos atrevimos a separarnos de nuestra silla al lado de la puerta. So pretexto de hacer la limpieza —el aspecto de la sala era verdaderamente desastroso—, levantando el polvo, barriendo el revestimiento de madera las telarañas y sus presas, tratando de que aquello, en fin, respondiera literalmente a lo de «salón de Marieta», nos acercamos al verde cuerpo de madera que, iluminado lateralmente, proyectaba sombras. En honor a la verdad, no es que Níobe nos dejara totalmente fríos. Echaba por delante en forma demasiado tentadora su belleza, exuberante si se quiere, pero de ningún modo informe. Sólo que no saboreábamos su vista con ojos de aspirantes a la posesión, sino más bien como expertos objetivos que aprecian cada detalle en lo que vale. Cual dos críticos de arte desapasionados y fríamente entusiastas, Heriberto y yo verificábamos en ella, sirviéndonos como mira del pulgar, las proporciones femeninas, y encontrábamos en las ocho cabezas clásicas una medida a la que Níobe, con excepción de los muslos algo cortos, se adaptaba en cuanto a la altura, en tanto que todo lo referente al ancho, la pelvis, los hombros y la caja torácica reclamaba una medida más holandesa que griega.
Heriberto volvía su pulgar hacia abajo: —Para mí, ésta se comportaría en forma demasiado activa en la cama. La lucha libre ya la conoce Heriberto de Ohra y de Fahrwasser; ahí salen sobrando las mujeres —Heriberto era gato escaldado—. Ahora, si se la pudiera tomar en la mano, como esas que de tan frágiles hay que andar con cuidado para no romperles el talle, entonces no opondría Heriberto objeción alguna.
Claro está que, llegado el caso, tampoco hubiéramos tenido nada que objetar contra Níobe y su corpulencia atlética. Heriberto sabía perfectamente que la pasividad o la actividad que él deseaba o no deseaba de las mujeres desnudas o semivestidas no son cualidades exclusivas de las esbeltas y graciosas, y que pueden también detentarlas las regordetas y las exuberantes; las hay tiernas que no saben estarse quietas, y hombrunas, en cambio, que, lo mismo que un lago interior adormecido, apenas alcanzan a revelar corriente alguna. Pero nosotros simplificábamos la cosa deliberadamente, lo reducíamos todo a dos comunes denominadores, y ofendíamos a Níobe de propósito y en forma cada vez más imperdonable. Así, por ejemplo, Heriberto me levantó en vilo para que con mis palillos le golpeara ligeramente los senos, hasta que salieron unas ridículas nubecitas de aserrín de sus carcomas inyectadas, sin duda, y por consiguiente inhabitadas, pero no por ello menos numerosas. Mientras yo tamboreaba, mirábamos aquel ámbar que simulaba los ojos. Pero nada en ellos se movió, pestañeó, lloró o se desbordó. Nada se contrajo en forma amenazadora y fulminante. Las dos gotas pulidas, más bien amarillentas que rojizas, reflejaban íntegramente, aunque en distorsión convexa, el inventario de la sala de exposición y una parte de las ventanas iluminadas por el sol. El ámbar engaña, ¿quién no lo sabe? También nosotros sabíamos de la perfidia de este producto resinoso elevado a la categoría de alhaja. Y sin embargo, continuando con nuestra limitación masculina el reparto entre activo y pasivo de todo lo femenino, interpretamos la indiferencia manifiesta de Níobe en favor nuestro. Nos sentíamos seguros. Con una risita sarcástica, Heriberto le clavó un clavo en la rótula: a cada golpe dolíame a mí la rodilla, pero ella ni siquiera pestañeó. Hicimos a la vista de aquella madera hinchada toda clase de tonterías: Heriberto se echó sobre los hombros la capa de un almirante inglés, agarró un catalejo y se cubrió la cabeza con el bicornio correspondiente. Y yo, con un chaleco rojo y una peluca que me bajaba hasta los hombros, me convertí en paje del almirante. Jugábamos a Trafalgar, bombardeábamos Copenhague, destruíamos la flota de Napoleón frente a Abukir, doblábamos tal o cual cabo, y adoptábamos posturas históricas o, alternativamente, contemporáneas ante aquella figura de proa tallada de acuerdo con las medidas de una bruja holandesa, que creíamos propicia o totalmente ajena a nosotros.
Hoy ya sé que todo nos espía, que nada pasa inadvertido y que aun el papel pintado de las paredes tiene mejor memoria que los hombres. Y no es el buen Dios el que lo ve todo. No, una silla de cocina, una percha, ceniceros a medio llenar o la imagen de una mujer llamada Níobe bastan para proporcionar de todo acto un testimonio imperecedero.
Por espacio de quince días o algo más efectuamos nuestro servicio en el Museo de la Marina. Heriberto me regaló un tambor y, por segunda vez, entregó a mamá Truczinski su paga semanal, aumentada con una prima de riesgo. Un martes, porque el Museo permanecía cerrado los lunes, me negaron en la taquilla la media entrada y el acceso. Heriberto quiso saber la razón de ello. El hombre de la taquilla, fastidiado sin duda pero no exento de benevolencia, habló de que se había presentado una demanda y de que en adelante los niños ya no podrían entrar en el Museo. Si el papá del niño se oponía, él, por su parte, no tenía inconveniente en que yo permaneciera abajo junto a la taquilla, porque él, como comerciante y viudo que era, no tenía tiempo para vigilarme, pero lo que era entrar a la sala, al salón de Marieta, eso sí me estaba prohibido, porque era irresponsable.
Heriberto estaba ya a punto de ceder, pero yo lo empujé, lo aguijoneé. Él, por una parte, le daba la razón al taquillero, pero por la otra me designaba como su talismán, su ángel de la guarda, y hablaba de mi inocencia infantil que lo protegía. En resumen: Heriberto casi se hizo amigo del taquillero y obtuvo que me admitieran todavía aquel día, que según él había de ser el último, en el Museo de la Marina.
Y así subí, una vez más, de la mano de mi gran amigo, por la enroscada escalera que volvían de continuo a encerar, al segundo piso, donde moraba Níobe. Fue una mañana tranquila y una tarde más tranquila todavía. Él estaba sentado con los ojos medio entornados en la silla de cuero de clavos amarillos. Yo me mantenía acurrucado a sus pies. El tambor permanecía callado. Mirábamos, pestañeando, los barquitos, las fragatas, las corbetas, los cinco mástiles, las galeras y las chalupas, los veleros de cabotaje y los clipers que, colgando del artesonado de roble, parecían esperar un viento propicio. Pasamos revista a la flota en miniatura, aguardando con ella que se alzara la brisa, temiendo la calma chicha del salón; y todo para no tener que examinar y temer a Níobe. ¡Qué no hubiéramos dado por oír alguna carcoma que nos hubiese revelado que el interior de la madera verde iba siendo penetrado y minado, lentamente, sin duda, pero no por ello menos irremisiblemente, y que Níobe era perecedera! Pero ningún gusano hacía tic tac. El conservador había inmunizado el cuerpo de madera contra los gusanos y lo había hecho inmortal. Así, pues, no nos quedaba más que la flota de maquetas, una vana esperanza de viento favorable y un juego de presunción con el miedo a Níobe, que manteníamos en reserva, que nos esforzábamos por ignorar y que probablemente hubiéramos acabado por olvidar si el sol de la tarde, dando de pleno en él, no hubiese encendido de repente su ojo izquierdo de ámbar.
Esa iluminación repentina no hubiera debido sorprendernos, ya que conocíamos las tardes de sol en el segundo piso del Museo de la Marina y sabíamos qué hora había dado o iba a dar cuando, cayendo de la cornisa, la luz tomaba la flota por asalto. Por otra parte, también las iglesias de la orilla derecha, del barrio viejo y del barrio nuevo del Pebre, contribuían lo suyo para proveer cada hora con sonidos el curso de la luz solar, en cuyos haces flotaban torbellinos de polvo, y para poner un juego histórico de campanas en nuestra colección de historias. ¿Qué tenía de particular que el sol adquiriese un relieve histórico, haciendo madurar los objetos expuestos y confabulándose con los ojos ambarinos de Níobe?
Aquella tarde, sin embargo, que no estábamos de humor ni nos sentíamos con ánimo para juegos ni estólidas provocaciones, el iluminarse de la mirada de la madera, en general inerte, nos impresionó doblemente. Cohibidos esperamos a que transcurriera la media hora que nos faltaba todavía. A las cinco en punto se cerraba el Museo.
Al día siguiente, Heriberto hizo solo su servicio. Yo lo acompañé hasta el Museo, no quise esperar junto a la taquilla y me busqué un lugar frente al caserón. Estaba sentado con mi tambor sobre una bola de granito a la que le salía por detrás una cola de la que los adultos se servían de pasamano. Sobra decir que el otro flanco de la escalera estaba resguardado por otra bola semejante con su correspondiente rabo de hierro colado. Sólo raramente tocaba el tambor, pero cuando lo hacía era con toda violencia y protestando contra los transeúntes, femeninos las más de las veces, a quienes divertía pararse junto a mí, preguntarme mi nombre y acariciarme con sus manos sudorosas el pelo que ya entonces tenía muy hermoso y algo ensortijado, aunque corto. Pasó la mañana. Al extremo de la calle del Espíritu Santo, la iglesia de Santa María, igual que una gallina de ladrillo roja y negra, con sus torrecillas verdes y su grueso campanario ventrudo, empollaba. De los muros agrietados del campanario desplegaban sin cesar palomas que venían a posarse cerca de mí, diciendo necedades y sin saber cuánto tiempo habría de durar todavía la empollada, qué era lo que se estaba empollando ni si, finalmente, aquella incubadora secular no acabaría por convertirse en una finalidad en sí misma.
A mediodía salió Heriberto a la calle. Sacó de su fiambrera, que mamá Truczinski le llenaba hasta que no podía cerrarse, un emparedado de manteca de cerdo con una morcilla del grueso de un dedo y me lo ofreció, animándome con la cabeza, mecánicamente, porque yo no quería comer. Al fin comí, y Heriberto, que no comió nada, se fumó un cigarrillo. Antes de que el Museo lo volviera a recobrar desapareció en una taberna de la calle de los Panaderos para tomarse dos o tres copitas. Mientras se las echaba dentro, observábale yo la nuez del cuello. No me gustaba la forma en que se las iba empinando. Y cuando hacía ya rato que él había superado la escalera de caracol y que yo había vuelto a encaramarme sobre mi bola de granito, Óscar seguía viendo todavía la nuez del cuello de su amigo Heriberto.