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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (27 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Seguro de que este skat familiar, interrumpido brevemente por unos huevos revueltos, hongos y patatas fritas, había de durar hasta muy entrada la noche, dejé de prestar atención a las jugadas y traté de volver a la señorita Inge y a su vestido profesional blanco y adormecedor. Pero la permanencia en el consultorio del doctor Hollatz me había de resultar enturbiada. Porque no sólo el verde, el azul, el amarillo y el negro volvían siempre a interrumpir el texto del broche con la Cruz Roja, sino que además venían ahora a entremezclarse también a todo ello los acontecimientos de la mañana: cada vez que se abría la puerta del consultorio y de la señorita Inge, no se me ofrecía la visión pura y leve del uniforme de la enfermera, sino que, en ella, bajo el semáforo de la escollera de Neufahrwasser, el estibador extraía anguilas de la cabeza chorreante y efervescente del caballo, y lo que tenía yo por blanco y quería atribuir a la señorita Inge eran las alas de las gaviotas que, de momento, ocultaban en forma engañosa la carroña y sus anguilas, hasta que la herida volvía a abrirse, pero sin sangrar ni difundir rojo, sino que el caballo era negro, el mar verde botella, el finlandés ponía en el cuadro algo de herrumbre y las gaviotas —que no vuelvan a hablarme de palomas— formaban una nube alrededor de la víctima, y entrecruzaban las puntas de sus alas y acababan lanzando la anguila a mi señorita Inge, la cual la cogía, le hacía fiestas y se convertía en gaviota, adoptando forma, no de paloma, sino de Espíritu Santo, y en dicha forma, que se llama aquí gaviota, baja en forma de nube sobre la carne y celebra la fiesta de Pentecostés.

Renunciando a más esfuerzos dejé el armario, abrí malhumorado las puertas de espejos, bajé de mi escondite, me encontré inalterado ante los espejos, pero contento, sin embargo, de que la señora Kater ya no siguiera sacudiendo alfombras. Había terminado para Óscar el Viernes Santo: la pasión había de iniciarse para él después de Pascua.

Afinado hacia el pie

Pero también para mamá había de empezar sólo después de aquel Viernes Santo de la cabeza de caballo rebosante de anguilas, sólo después del día de Pascua, que pasamos con los Bronski en Bissau, en casa de la abuela y del tío Vicente, un calvario que ni el tiempo risueño de mayo pudo atenuar.

No es cierto que Matzerath obligara a mamá a volver a comer pescado. Espontáneamente y como poseída de una voluntad enigmática, transcurridas apenas dos semanas desde la Pascua, empezó a devorar pescado en tales cantidades y sin la menor consideración por su figura, que Matzerath hubo de decirle: —No comas tanto pescado; cualquiera creería que se te está obligando.

Empezaba por desayunarse con sardinas en aceite; a las dos horas, aprovechando que no hubiera clientes en la tienda, caía sobre las anchoas ahumadas de Bohnsack de la cajita de madera contrachapeada, pedía a mediodía platija frita o bacalao con salsa de mostaza y, por la tarde, ya andaba otra vez con el abrelatas en la mano: anguila en gelatina, rueda de atún, arenque frito y, si Matzerath se negaba a volver a freír o cocer pescado para la cena, se levantaba tranquilamente de la mesa, sin decir palabra, sin renegar, y volvía de la tienda con un pedazo de anguila ahumada, lo que nos quitaba el apetito, porque con el cuchillo raspaba la piel de la anguila hasta quitarle el último vestigio de grasa y, por lo demás, ya sólo comía el pescado con el cuchillo. En el curso del día vomitaba varias veces. Matzerath, desconcertado y preocupado, le decía: —¿Será que estás encinta, o qué?

—No digas bobadas —contestaba mamá, si es que lo hacía. Y cuando un domingo, al aparecer sobre la mesa anguila en salsa verde con pequeñas patatas tempranas anegadas en mantequilla, la abuela Koljaiczek dio un manotazo entre los platos y dijo: —¡Pues bien, Agnés, dinos ya de una vez lo que te pasa! ¿Por qué comes pescado, si no te sienta bien, y no das la razón, y te comportas como loca? —Mamá no hizo más que sacudir la cabeza, apartó las patatas, sumergió la anguila en la mantequilla derretida, y siguió comiendo deliberadamente, como si estuviera empeñada en alguna tarea de aplicación. Jan Bronski no dijo nada. Pero cuando más tarde los sorprendí a los dos en el diván, cogidos de las manos como de costumbre, y sus ropas en desorden, llamáronme la atención los ojos llorosos de Jan y la apatía de mamá, que repentinamente cambió de humor. Se levantó de un salto, me agarró, me levantó en vilo, me apretó contra su pecho y me dejó entrever un abismo que, a buen seguro, no podría colmarse ni con enormes cantidades de pescado frito o en aceite, en salmuera o ahumado.

Unos días más tarde la vi en la cocina no sólo a vueltas con sus malditas sardinas en aceite, sino que vertía en una pequeña sartén el aceite de varias latas viejas que había conservado, y lo ponía a calentar sobre la llama del gas, para luego bebérselo, en tanto que a mí, que presenciaba la escena desde la puerta de la cocina, las manos se me caían del tambor.

Aquella misma noche hubo de trasladar a mamá al Hospital Municipal. Antes de que llegara la ambulancia, Matzerath lloraba y gemía: —¿Pero por qué no quieres a ese niño? ¡No importa de quién sea! ¿O es por culpa todavía de aquella maldita cabeza de caballo? ¡Ojalá no hubiéramos ido! Olvídate ya de ello, Agnés, no hubo intención alguna por mi parte.

Llegó la ambulancia. Sacaron a mamá. Niños y adultos se agolparon en la calle. Se la llevaron, y era manifiesto que mamá no había olvidado ni la escollera ni la cabeza de caballo y que se llevó el recuerdo del caballo —llamárase éste Fritz o Hans— consigo. Sus órganos se acordaban en forma dolorosa y harto notoria de aquel paseo de Viernes Santo y, temiendo una repetición del mismo, dejaron que mamá, que estaba de acuerdo con sus órganos, se muriera.

El doctor Hollatz habló de ictericia y de intoxicación por el pescado. En el hospital comprobaron que mamá se hallaba en el tercer mes de su embarazo, le dieron un cuarto aparte y, por espacio de cuatro días, nos mostró a quienes teníamos autorización para visitarla, su cara deshecha y descompuesta por los espasmos, y que, en medio de su náusea, a veces me sonreía.

Aunque ella se esforzaba en procurar pequeños placeres a sus visitantes, lo mismo que hoy me esfuerzo yo por aparecer feliz en los días de visita de mis amigos, no podía con todo impedir que una náusea periódica viniera a retorcer aquel cuerpo que se iba agotando lentamente y que ya no tenía nada más por restituir, como no fuera finalmente, al cuarto día de tan dolorosa agonía, ese poco de aliento que cada uno ha de acabar por soltar para hacerse merecedor de un acta de defunción.

Al cesar en mamá el motivo de aquella náusea que tanto desfiguraba su belleza, todos respiramos aliviados. Y tan pronto como estuvo lavada en su sudario, volvió a mostrarnos su cara familiar redonda, mezcla de ingenuidad y astucia. La enfermera jefe le cerró los párpados, en tanto que Matzerath y Jan lloraban como ciegos.

Yo no podía llorar, ya que todos los demás, los hombres y la abuela, Eduvigis Bronski y Esteban Bronski, que iba ya para los catorce años, lloraban. Como tampoco me sorprendió, apenas, la muerte de mamá. En efecto, Óscar, que la acompañaba los jueves al barrio viejo y los sábados a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, ¿no había tenido ya la impresión de que ella andaba buscando desde hacía ya algunos años la oportunidad de disolver aquella relación triangular de tal manera que Matzerath, al que posiblemente odiaba, cargara con toda la culpa de su muerte y que Jan Bronski, su Jan, pudiera continuar sirviendo en el Correo polaco con pensamientos por el estilo de: Ha muerto por mí, no quería ser un obstáculo en mi carrera, se ha sacrificado?

Toda la premeditación de que los dos, mamá y Jan, eran capaces cuando se trataba de proporcionar a su amor una cama que nadie perturbara, infundíales aún mayor capacidad para el romance: puede verse en ellos, si se quiere, a Romeo y Julieta, o a aquellos niño y niña de reyes, que, según cuentan, no pudieron unirse, porque el agua era demasiado profunda.

Mientras mamá, que había recibido oportunamente los sacramentos, yacía fría y ya para siempre imperturbable bajo las plegarias del cura, encontré tiempo y ocio para observar a las enfermeras, que en su mayoría pertenecían a la confesión protestante. Unían sus manos de otro modo que las católicas, en forma más consciente, diría yo, recitaban el Padrenuestro con palabras que se apartaban del texto católico original y no se santiguaban como lo hacía mi abuela Koljaiczek, pongamos por caso, o los Bronski o yo mismo. Mi padre Matzerath —lo designo ocasionalmente así, aunque sólo fuera mi presunto progenitor— que era protestante, distinguíase en la plegaria de los demás protestantes, porque no mantenía las manos fijas sobre el pecho, sino que más abajo, como a la altura de las partes, repartía sus dedos convulsos entre una y otra religión y se avergonzaba, obviamente, de su rezo. Mi abuela, de rodillas al lado de su hermano Vicente junto al lecho mortuorio, rezaba en voz alta y desenfrenadamente en cachuba, en tanto que Vicente sólo movía los labios, probablemente en polaco, abriendo en cambio unos ojos enormes, llenos de acontecer espiritual. Me daban ganas de tocar el tambor. Después de todo, era a mi pobre mamá a quien debía los numerosos instrumentos blanquirrojos. Era ella quien, en contrapeso de los deseos de Matzerath, había depositado en mi cuna la promesa materna de un tambor de hojalata, y era asimismo la belleza de mamá, sobre todo cuando estaba todavía más esbelta y no necesitaba hacer gimnasia, la que de vez en cuando me había servido de inspiración en mis conciertos. Por fin no pude contenerme, evoqué sobre el tambor, en el cuarto mortuorio de mamá, la imagen ideal de sus ojos grises, le di forma, y me sorprendió que fuera Matzerath quien acallara la protesta inmediata de la enfermera jefe y se pusiera de mi parte diciendo: —Déjelo, hermana, ¡estaban tan unidos!

Mamá sabía ser alegre. Mamá sabía ser temerosa. Mamá sabía olvidar fácilmente. Y sin embargo, tenía buena memoria. Mamá me daba con la puerta en las narices y, sin embargo, me admitía en su baño. A veces mamá se me perdía, pero su instinto me encontraba. Cuando yo rompía vidrios, mamá ponía la masilla. A veces se instalaba en el error, aunque a su alrededor hubiera sillas suficientes. Aun cuando se encerraba en sí misma, para mí siempre estaba abierta. Temía las corrientes de aire y, sin embargo, no paraba de levantar viento. Gastaba, y no le gustaba pagar los impuestos. Yo era el revés de su medalla. Cuando mamá jugaba corazones, ganaba siempre. Al morir mamá, las llamas rojas del cilindro de mi tambor palidecieron ligeramente; en cambio, el esmalte blanco se hizo más blanco, y tan detonante, que a veces Óscar, deslumbrado, había de cerrar los ojos.

No fue en el cementerio de Saspe, como lo había deseado alguna vez, sino en el pequeño y apacible cementerio de Brenntau donde la enterraron. Allí yacía también su padrastro, el polvorero Gregorio Koljaiczek, fallecido el año diecisiete de la gripe. El duelo, como es natural en el entierro de una tendera tan apreciada como ella, fue numeroso, y en él se veían no sólo las caras de la clientela fiel, sino además a los representantes de diversos mayoristas e incluso a personas de la competencia, tales como el negociante en ultramarinos Weinreich y la señora Probst, de la tienda de comestibles de la Hertastrasse. La capilla del cementerio de Brenntau resultó insuficiente para tanta gente. Olía a flores y a vestidos negros guardados con naftalina. En el ataúd abierto, mi pobre mamá mostraba una cara amarilla y alterada por el sufrimiento. Durante las complicadas ceremonias, yo no podía librarme de pensar: ahora va a levantar la cabeza, va a tener que vomitar una vez más, tiene todavía en el cuerpo algo que pugna por salir; no sólo ese embrión de tres meses que, lo mismo que yo, no ha de saber a cuál padre dar las gracias; no es él sólo el que quiere salir y pedir, como Óscar, un tambor; allí dentro hay pescado todavía pero no son sardinas en aceite, por supuesto, ni platija; me refiero a un pedacito de anguila, a algunas fibras blanco-verdosas de carne de anguila: anguila de la batalla naval de Skagerrak, anguila de la escollera de Neufahrwasser, anguila salida de la cabeza del caballo y, acaso, anguila de su padre José Koljaiczek, que fue a parar bajo la balsa y se convirtió en pasto de las anguilas: anguila de tu anguila, porque anguila eres y a la anguila has de volver...

Pero no se produjo ninguna convulsión. Retuvo la anguila, se la llevó consigo, se propuso enterrarla bajo el suelo para que, finalmente, hubiera paz.

Cuando unos hombres levantaron la tapa del ataúd y se disponían a cubrir la cara, tan decidida como hastiada, de mi pobre mamá, Ana Koljaiczek los atajó, se arrojó sin miramiento por las flores sobre su hija y, desgarrando histéricamente el valioso vestido mortuorio blanco, lloró y gritó muy alto en cachuba.

Algunos dijeron más tarde que había maldecido a mi presunto padre Matzerath y le había llamado asesino de su hija. Parece que fue cuestión también de mi caída de la escalera de la bodega, pues había adoptado la fábula de mamá y no permitía que Matzerath olvidara su supuesta culpa en mi supuesta desgracia. Nunca dejó de acusarlo, pese a que Matzerath, al margen de toda política, la veneraba en forma casi servil y la proveyó, durante todos los años de la guerra, de azúcar y de miel artificial, de café y de petróleo.

El verdulero Greff y Jan Bronski, que lloraban a gritos y como mujer, se llevaron a mi abuela del ataúd. Los hombres pudieron así cerrar la tapa y poner por fin la cara que suelen poner los empleados de pompas fúnebres cuando se colocan sobre el féretro.

En el cementerio semirrural de Brenntau, con sus dos secciones a uno y otro lado de la avenida de los olmos, con su capillita que parecía recortada como para un Nacimiento, con su pozo y sus pájaros animados; allí, sobre la avenida del cementerio cuidadosamente rastrillada, abriendo el cortejo inmediatamente después de Matzerath, gustóme por vez primera la forma del ataúd. Después he tenido más de una ocasión de dejar deslizar mi mirada sobre la ladera negra o parda que se emplea en los trances supremos. El ataúd de mamá era negro. Reducíase en forma maravillosamente armoniosa hacia el pie. ¿Hay alguna otra forma, en este mundo, que corresponda más adecuadamente a las proporciones del cuerpo humano?

¡Si también las camas tuvieran este afinamiento hacia el pie! ¡Si todas nuestras yacijas usuales u ocasionales se fueran reduciendo de esta forma hasta el pie! Porque, por mucho que lo separemos, en definitiva nuestros pies no disponen de más base que esa estrecha, que, partiendo del ancho requerido por la cabeza, los hombros y el tronco, va adelgazando hacia el pie.

BOOK: El tambor de hojalata
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