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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (12 page)

Más tarde el pequeño Esteban, cansado, vino también bajo la mesa, pero se durmió en seguida, sin comprender nada de lo que la pierna del pantalón de su papá andaba buscando allí bajo la falda de mamá.

Sereno a nublado. Llovizna aislada por la tarde. Al día siguiente vino Jan Bronski, se llevó el barco de vela que me había regalado para mi cumpleaños, lo cambió en la tienda de Segismundo Markus del pasaje del Arsenal por un tambor, volvió al anochecer, ligeramente mojado, con aquel tambor de llamas rojas y blancas que me era tan familiar y, entregándomelo, me quitó al propio tiempo mi viejo adorado desecho de hojalata, al que ya sólo quedaban contados fragmentos de barniz blanquirrojo. Y mientras Jan cogía el tambor viejo y yo el nuevo, sus ojos, los de mamá y los de Matzerath no perdían de vista a Óscar —me entraron ganas de echarme a reír: ¿pensarían que era yo un tradicionalista, que iba a aferrarme a quién sabe qué sagrados principios?

Sin soltar el chillido que todos esperaban, sin exteriorizar el canto vitricida, entregué tranquilamente el tambor viejo para dedicarme acto seguido con ambas manos al nuevo instrumento. Después de dos horas de ejercicio atento ya me lo había adaptado por completo.

Sin embargo, no todos los adultos que me rodeaban se mostraron tan perspicaces como Jan Bronski. En efecto, poco después de mi quinto aniversario en el veintinueve —se hablaba entonces mucho de un derrumbe de la Bolsa de Nueva York, y yo me preguntaba si acaso también mi abuelo Koljaiczek, comerciante en maderas más allá en la lejana ciudad de Buffalo, habría perdido dinero— empezó mamá, a la que mi falta de crecimiento preocupaba, con las visitas de los miércoles al consultorio del doctor Hollatz del Brunshóferweg, a las que me llevaba tomándome de la mano. Soporté sin rebelarme aquellos exámenes prolongados y sumamente molestos porque el uniforme de enfermera de la señorita Inge, auxiliar de Hollatz, que era de un blanco que descansaba la vista, me gustaba ya entonces, porque me recordaba la época de enfermera de mamá que yo conocía por la foto y además, al reclamarme toda la atención con sus pliegues incesantemente cambiantes, me permitía ignorar el ruido sordo, deliberadamente enérgico a veces y gruñón otras, como de algún tío antipático, de la verborrea del doctor.

Reflejando en los vidrios de sus anteojos el inventario del consultorio —había allí mucho cromo, níquel y esmalte pulido, y además estantes y vitrinas en las que, en unos frascos de vidrio pulcramente etiquetados, se veían serpientes, salamandras, sapos, embriones de puerco, de hombre y de mono— y cazando en ellos la imagen de estos monstruos en alcohol, después de los exámenes Hollatz solía mover la cabeza con aire preocupado, repasaba siempre de nuevo la historia clínica de mi caso, se hacía contar una vez más por mamá mi caída por la escalera de la bodega, y la tranquilizaba cuando comenzaba a insultar desaforadamente a Matzerath, que había dejado la trampa abierta y era, pues, el único culpable.

Cuando, después de algunos meses, durante una de aquellas visitas de los miércoles, quiso quitarme el tambor, probablemente para demostrarse a sí mismo y tal vez también a la señorita Inge el éxito de su tratamiento, le destruí la mayor parte de su colección de sapos y serpientes y de todo lo que en materia de fetos de distintas procedencias había reunido.

Exceptuando los vasos de cerveza, llenos, pero sin tapa, y los frascos de perfume de mamá, era ésta la primera vez que Óscar probaba sus facultades con una cantidad de botes de vidrio llenos y cuidadosamente tapados. El éxito fue único, y para todos los asistentes, inclusive mamá, que conocía mi relación con el vidrio, aplastante, inenarrable. Ya con el primer sonido, algo contenido todavía, rajé a lo ancho y a lo alto la vitrina en la que Hollatz guardaba todas aquellas curiosidades repelentes, hice caer luego de la parte por donde se mira hacia adelante, y sobre el linóleo, una placa de vidrio casi cuadrada que, conservando dicha forma, se rompió en mil pedazos, di a continuación al chillido algo más de perfil y una urgencia decididamente pródiga y, con aquel registro tan ricamente matizado, me aboqué a la destrucción de los frascos.

Se rompieron con un estallido. El alcohol verdoso, parcialmente viscoso, saltó a chorros, se derramó arrastrando consigo sobre el linóleo rojo del consultorio sus macilentos contenidos que parecían como acongojados, y llenó el cuarto de un olor tan tangible, podría decirse, que a mamá le dio un vahído y la señorita Inge hubo de correr a la ventana que daba al Brunshóferweg para abrirla.

El doctor Hollatz supo arreglárselas para convertir en éxito la pérdida de su colección. En efecto, pocas semanas después de mi atentado aparecía en la revista científica
El Médico y el Mundo
, de su mano, un artículo sobre mí, Óscar M., el fenómeno vocal vitricida. Y parece ser que la tesis sustentada por el doctor Hollatz en más de veinte páginas causó sensación en los círculos competentes nacionales y extranjeros, provocando objeciones pero también adhesiones por parte de bocas autorizadas. Mamá, que recibió varios ejemplares de la revista, se sentía orgullosa de aquel artículo en una forma que a mí me daba que pensar, y a cada rato leía y releía algún pasaje a los Greff, a los Scheffler, a su Jan y, siempre después de las comidas, a su esposo Matzerath. Hasta los clientes de la tienda de ultramarinos tuvieron que soplarse las lecturas y con ello ocasión de admirar a mamá, que, aunque pronunciara las expresiones técnicas incorrectamente, lo hacía de todos modos con mucha fantasía. En cuanto a mí, el hecho de que mi nombre de pila figurara por vez primera en una revista no me causó prácticamente la menor impresión. Mi escepticismo, despierto ya en aquella época, me hacía apreciar el opúsculo del doctor Hollatz en lo que realmente valía, esto es, cual digresión marginal, no exenta de todos modos de habilidad, del médico que aspira a una cátedra.

En su clínica psiquiátrica, hoy que su voz ya no alcanza siquiera a mover su vaso de dientes; hoy, que entran y salen de su cuarto médicos parecidos a aquel Hollatz y practican con él experimentos de los llamados de Rorschach, de asociación y otras pruebas más con objeto de dar a su internación forzosa un nombre rimbombante; hoy piensa Óscar con complacencia en los tiempos protoarcaicos de su voz. Y si en dicha época primera sólo destruía con ella productos de cuarzo en caso de necesidad, aunque a fondo, eso sí, más tarde, en cambio, en el período de grandeza y decadencia de su arte, se sirvió de sus facultades sin que le obligara a ello coacción externa alguna. Por mero pasatiempo, siguiendo el manierismo de una época decadente y entregado por completo al arte por el arte: así es como más tarde adaptó Óscar su voz al vidrio, y fue envejeciendo.

El horario

A veces, Klepp se dedica a matar las horas proyectando horarios. El hecho de que durante la elaboración no pare de tragar morcilla y lentejas recalentadas, confirma mi tesis, según la cual, sin distinción, todos los soñadores son tragones. Y el hecho de que Klepp no escatime el esfuerzo para llenar sus tablas viene a dar razón a mi otra teoría: sólo los auténticos perezosos son capaces de hacer inventos para ahorrar trabajo.

También este año se ha esforzado Klepp durante quince días por planificar su día en horas. Al visitarme ayer, después de estarse un rato haciéndose el interesante, pescó del bolsillo interior de su chaqueta el papel doblado en nueve pliegues, y me lo tendió radiante y hasta satisfecho: una vez más había logrado un invento para ahorrar trabajo.

Eché un vistazo al papelito y comprobé que no contenía nada nuevo: a las diez, desayuno; hasta mediodía, meditación; después de la comida, una horita de siesta; luego café —de ser posible en la cama—; luego, sentado en la cama, una hora de flauta; luego, levantado, una hora de gaita dando vueltas por la habitación y media hora de gaita al aire libre, en el patio; y un día sí y otro no, o dos horas de morcilla y cerveza o dos horas de cine: en cualquier caso, sin embargo, y bien antes del cine o bien durante la cerveza, media hora de discreta propaganda en favor del PC —media hora, ¡no hay que exagerar! Por las noches, tres días a la semana tocar en el «Unicornio»; los sábados, la cerveza de la tarde y la propaganda favor del PC se relegaban a la noche, porque la tarde está reservada al baño con masaje en la Grünstrasse, y luego al «U 9», tres cuartos de hora de higiene con muchacha; a continuación, con la misma muchacha y su amiga, café con pasteles y, en su caso, cortarse el pelo, hacerse tomar una foto en el fotomatón, y luego cerveza, morcilla, propaganda PC y ¡a dormir!

Alabé la obra pulcramente trazada a la medida por Klepp, le pedí una copia de la misma y le pregunté en qué forma superaba los puntos muertos que pudieran presentarse. Después de breve reflexión me contestó: —Dormir o pensar en el PC.

¿Y si yo le contara en qué forma entabló Óscar conocimiento con su primer horario?

Empezó sin mayor trascendencia en el kindergarten de la señorita Kauer. Eduvigis Bronski venía a buscarme todas las mañanas y me llevaba junto con su Esteban a la casa de la señorita Kauer del Posadowskiweg, en donde con otros seis a diez rapaces —algunos estaban siempre enfermos— nos hacían jugar hasta provocarnos náuseas. Por fortuna, mi tambor era considerado como juguete, de modo que no se me imponían cubitos de madera y sólo se me montaba en un caballito mecedor cuando se necesitaba un caballero con tambor y gorro de papel. En lugar de papel de música me servía para mis ejecuciones del vestido de seda negra de la señorita Kauer, abrochado con mil botones. Puedo decirlo con satisfacción: con mi hojalata llegaba a vestir y desvestir varias veces al día a la flaca señorita, hecha toda de arruguitas, abrochando y desabrochando los botones al son de mi tambor, sin pensar propiamente en su cuerpo.

Los paseos de la tarde, siguiendo las avenidas de castaños hasta el bosque de Jeschkental para subir al Erbsberg pasando frente al monumento de Gutenberg, eran tan agradablemente aburridos y tan deliciosamente insípidos, que aún hoy en día siento nostalgia de aquellos paseos de libro de estampas, agarrado de la mano de pergamino de la señorita Kauer.

Aunque sólo fuéramos ocho o doce mocosos, habíamos de someternos a los arneses. Éstos consistían en un ronzal azul celeste, hecho de punto de medida, que quería ser un pértigo. A derecha e izquierda de este pértigo de lana salían seis arreos, también de lana, para un total de doce rapaces. Cada diez centímetros había un cascabel. Delante de la señorita Kauer, que llevaba las riendas, trotábamos haciendo clinclincling y parloteando —y yo tocando densamente mi tambor— por las calles suburbanas y otoñales. De vez en cuando, la señorita Kauer entonaba «Jesús por ti vivo, Jesús por ti muero», o también la «Estrellita marinera», lo que conmovía a los transeúntes, al lanzar nosotros al aire transparente de octubre un «¡Oh, María, socórreme!» o un «Madre de Dios, du-u-u-ulce madre». Así que atravesábamos la calle principal había que detener el tránsito. Los tranvías, los autos y los carruajes de caballos se acumulaban mientras nosotros desfilábamos por el empedrado entonando la estrellita marinera hacia el otro lado de la calzada. Y cada vez, con su mano de papel apergaminado, la señorita Kauer daba las gracias al policía de tránsito que nos cuidaba el paso.

—Nuestro Señor Jesucristo se lo pagará —le prometía, con un crujir de su vestido de seda.

De veras lo sentí cuando Óscar, en la primavera siguiente a su sexto cumpleaños, hubo de abandonar por causa de Esteban y junto con éste a la abrochable y desabrochable señorita Kauer. Como siempre que se trata de política, hubo violencia. Estábamos en el Erbsberg. La señorita Kauer nos quitó los arneses de lana, el bosque primaveral brillaba, en las ramas empezaba la muda. La señorita Kauer estaba sentada en un mojón que bajo un musgo abundante indicaba diversas direcciones para paseos de una o dos horas. Cual una doncella que no sabe lo que le pasa en primavera tarareaba un airecillo con ligeras sacudidas de cabeza como las que sólo suelen observarse en las perdices, y nos tejía unos nuevos arneses que esta vez habían de ser endiabladamente rojos, pero que yo, por desgracia, ya no había de llevar. Porque de repente se oyeron unos chillidos en la maleza; la señorita Kauer aleteó y se dirigió a zancadas, con su tejido y arrastrando tras sí la lana colorada, hacia la maleza y los chillidos. Yo la seguí a ella y a la lana, y no tardé en ver más rojo todavía: la nariz de Esteban sangraba abundantemente, y uno que se llamaba Lotario, que era de pelo rizado y tenía unas venitas azules en las sienes, estaba sentado sobre el pecho de aquel ser tan raquítico y llorón que se comportaba como si quisiera hundirle a Esteban la nariz hacia adentro.

—¡Polaco! —restallaba entre golpe y golpe—: ¡Polaco!—. Cuando la señorita Kauer nos tuvo nuevamente enganchados cinco minutos más tarde a los arneses azul celeste —yo era el único que andaba suelto, enmadejando la lana colorada—, nos recitó a todos una plegaria que normalmente se recita entre la consagración y [a comunión: «Confuso, lleno de arrepentimiento y de dolor...»

Y luego, bajada de Erbsberg y parada ante el monumento a Gutenberg. Señalando con su largo índice tendido a Esteban, que lloriqueando se apretaba un pañuelo contra la nariz, externó suavemente: —El pobrecito no tiene la culpa de ser polaco.

Por consejo de la señorita Kauer, Esteban no debía seguir yendo al jardín de niños. Y Óscar, aunque no era polaco ni apreciaba especialmente a Esteban, se declaró de todos modos solidario de éste. Y luego vino Pascua, y decidieron intentarlo. El doctor Hollatz opinó detrás de sus anteojos de gruesa montura de cuerno que aquello no podía causar ningún daño, y formuló acto seguido su diagnóstico en voz alta: —Eso no puede hacerle al pequeño Óscar ningún daño.

Jan Bronski, que pasada la Pascua quería también mandar a su Esteban a la escuela pública polaca, no se dejó disuadir, y a cada rato les decía a mamá y a Matzerath que él era funcionario polaco y que por su trabajo correcto en el servicio del Correo polaco el Estado polaco le pagaba a él correctamente. Después de todo, decía, él era polaco, y Eduvigis lo sería también tan pronto como se aprobara su instancia. Por otra parte, un niño despejado y más que medianamente dotado como lo era Esteban aprendería sin duda alguna el alemán en la casa, y en cuanto a Óscar —siempre que pronunciaba mi nombre, Jan dejaba escapar un ligero suspiro—, éste contaba seis años, exactamente como Esteban, y aunque no hablara bien todavía y estuviera en términos generales bastante atrasado para su edad, y particularmente en su crecimiento, de todos modos había que probarlo, según él, ya que, a fin de cuentas, la obligación escolar era la obligación escolar; a condición, por supuesto, que la autoridad escolar no se opusiera.

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