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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (16 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Cuando Óscar, acurrucado con sus hojas sin encuadernar en el desván o en el cobertizo del viejo señor Heilandt, entre las bicicletas destartaladas, mezclaba las páginas sueltas de las
Afinidades electivas
con otras de Rasputín, a la manera como se barajan los naipes, leía el libro de nueva creación con sorpresa creciente, pero no por ello menos divertida: veía a Otilia pasearse recatada del brazo de Rasputín por entre jardines centroalemanes, y a Goethe, sentado con una noble Olga licenciosa en un trineo, deslizarse de orgía en orgía a través de San Petersburgo invernal.

Pero volvamos una vez más a mi sala de clase del Kleinhammerweg. Aunque yo no pareciera hacer progreso alguno, Greta disfrutaba conmigo como si fuera una adolescente. Florecía junto a mí poderosamente bajo la mano abrasadora del curandero ruso, invisible por supuesto pero no por ello menos hirsuta, arrastrando en su florecer sus tilos y sus cactos de salón. ¡Si solamente Scheffler hubiera sacado una que otra vez los dedos de la harina y cambiado los panes de la panadería por otra clase de panes! No cabe duda que Greta se habría dejado amasar, abatanar, bañar y hasta cocer. ¿Quién sabe lo que habría salido del horno? Tal vez un bebé. Valía la pena que se le concediera a Greta esa alegría.

Y en cambio permanecía sentada después de la lectura excitante de Rasputín, con la mirada encendida y el pelo ligeramente en desorden, moviendo sus dientes áureos y equinos, pero sin tener qué morder, y decía diosmíodiosmío pensando en la levadura eterna. Y como mamá, que tenía a su Jan, no podía ayudarla en nada, los minutos que seguían a esta parte de mi enseñanza fácilmente hubieran podido acabar mal, si no fuera porque Greta tenía un corazón como unas Pascuas.

Corría rápidamente a la cocina, volvía de ella con el molinillo del café, lo agarraba como se agarra a un amante y, mientras el café se convertía en polvo, cantaba acompañada de mamá y con melancolía apasionada los
Ojos negros
o
El rojo sarafán
, se llevaba los ojos negros a la cocina, ponía agua a calentar y, mientras ésta se calentaba en la llamita del gas, bajaba corriendo a la panadería y traía de allí, a menudo contra las objeciones de Scheffler, pasteles frescos y otros rancios, llenaba la mesita con tacitas floreadas, la jarrita para la crema, el azucarerito, tenedores para pastel, esparcía unos pensamientos en los huecos libres, servía el café, entonaba melodías del «Zarévich», ofrecía brazo de gitano, pocillos de amor, «Estaba un soldado de guardia a orillas del Volga», y coronitas de Francfort salpicadas con pedacitos de almendra, «¿Cuántos angelitos tienes allá arriba contigo?», así como merengues de los llamados besos, con nata, tan dulces ¡ay! tan dulces; y entre bocado y bocado salía de nuevo a relucir Rasputín, pero ahora sí manteniéndose la distancia, para escandalizarse ellas, saturadas ya de pasteles, a propósito de aquellos tiempos tan abominables y tan profundamente corrompidos del zarismo.

En aquellos años me atracaba decididamente de pasteles. Como puede comprobarse por las fotos, Óscar no crecía por ello, pero sí engordaba y se hacía deforme. En ocasiones, después de las clases excesivamente empalagosas del Kleinhammerweg, apenas llegaba al Labesweg no tenía más remedio que irme detrás del mostrador, y en cuanto Matzerath desaparecía, bajar un pedazo de pan seco atado a un cordel hasta el pequeño tonel noruego en el que se guardaban los arenques en conserva, sumergirlo en él y subirlo de nuevo cuando ya estaba bien empapado de salmuera. Ustedes no pueden imaginarse hasta qué punto, después del consumo exagerado de pasteles, dicho bocadillo actuaba como vomitivo. No era raro que, para adelgazar, Óscar devolviera en el retrete por más de un florín de pasteles de la panadería Scheffler, lo que en aquella época era mucho dinero.

Pero además había de pagar las lecciones de Greta todavía en otra forma. En efecto, ella, a la que tanto gustaba coser y tejer cositas para niños, se servía de mí como maniquí. Y yo no tenía más remedio que probarme toda clase de blusitas, gorritos, pantaloncitos, abriguitos con y sin capuchita, y someterme a ellos.

No recuerdo si fue ella o mamá la que en ocasión de mi octavo aniversario me convirtió en un pequeño zarévich digno de ser fusilado. En aquella época el culto rasputiniano de las dos mujeres había llegado al paroxismo. Una foto de aquel día me muestra junto al pastel de aniversario, cercado por ocho velitas que no escurren, con una blusa rusa bordada, bajo un gorro cosaco audazmente ladeado, tras las cartucheras cruzadas y con pantalón bombacho blanco y botas cortas.

Por suerte mi tambor fue admitido a formar parte de la foto. Y por suerte también, Greta Scheffler, posiblemente a instancias mías, me cortó, me cosió y finalmente me probó un traje lo bastante weimariano y electivamente afín para evocar en mi álbum, hoy todavía, el espíritu de Goethe; traje que atestigua mis dos almas y, con un solo tambor, me permite descender hasta las Madres, en San Petersburgo y Weimar a la vez, y celebrar orgías con las damas.

Canto de acción a distancia desde la torre de la ciudad

La doctora señorita Hornstetter, que viene casi todos los días a mi cuarto el tiempo preciso para fumarse un cigarrillo y debería tratarme como médico, pero que, tratada por mí, abandona la habitación menos excitada; ella, tan tímida que apenas debe de tener más trato íntimo que con su cigarrillo, se empeña en sostener que en mi juventud hube de carecer de contactos: que he jugado demasiado poco con otros niños.

Por lo que se refiere a los niños, es posible que no esté del todo equivocada. Hallándome tan absorbido por la actividad pedagógica de Greta Scheffler y solicitado a tal punto entre Goethe y Rasputín, aun con la mayor buena voluntad no hubiera tenido tiempo para jugar al corro o al escondite. Pero además, cada vez que, por imitar a los sabios, abandonaba los libros y aun maldecía de ellos como sepulcros de letras para buscar contacto con el pueblo, venía a toparme con los granujas de nuestra casa de pisos, y podía considerarme feliz si después de algún comercio con tales caníbales lograba volver sano y salvo a mis libros.

Óscar podía dejar la casa de sus padres ya fuese a través de la tienda, lo que le ponía en el Labesweg, o bien por la puerta de la casa, que daba a la caja de la escalera, desde donde, a la izquierda, podía salir directamente a la calle, o subir los cuatro tramos hasta el desván, donde el músico Meyn tocaba su trompeta; el patio del edificio le ofrecía una última posibilidad. La calle estaba adoquinada. En la tierra apisonada del patio multiplicábanse los conejos y se sacudían las alfombras. El desván ofrecía, además de los dúos ocasionales con el borracho señor Meyn, un buen panorama, una perspectiva y ese agradable aunque ilusorio sentimiento de libertad que buscan los que se suben a las torres y que hace de todos los inquilinos de buhardillas unos soñadores.

Mientras que el patio estaba lleno de peligros para Óscar, el desván le brindaba la seguridad, hasta que Axel Mischke y su pandilla acabaron por perseguirlo también allí. El patio tenía el ancho del edificio, pero sólo siete pasos de profundidad, y colindaba, separado de ellos por una empalizada de postes alquitranados provistos en lo alto de alambre de púas, con tres patios más. Ese laberinto se dominaba perfectamente bien desde el desván: las casas del Labesweg, de las dos calles transversales Hertastrasse y Luisenstrasse y la calle de la Virgen María que quedaba enfrente y más alejada, delimitaban un rectángulo considerable formado por patios en el que se encontraban también una fábrica de pastillas para la tos y varios talleres de reparaciones. Aquí y allá levantábase en los patios algún árbol o arbusto que indicaba la estación del año. En cuanto a los conejos y las alfombras, todos los patios, aunque diferían en tamaño, eran por el estilo. Y si bien los conejos se veían todo el año, en cambio las alfombras, con arreglo al reglamento anterior, sólo podían sacudirse los martes y los viernes. En tales días el complejo del patio se manifestaba en toda su grandeza. Óscar podía contemplarlo y oírlo desde lo alto del desván: más de cien alfombras de habitación, de corredor y de cama eran frotadas con col fermentada, cepilladas, golpeadas y obligadas finalmente a revelar los dibujos tejidos. Cien amas de casa sacaban arrastrando otros tantos cadáveres de alfombras, exhibían los brazos carnosos y desnudos, protegíanse el pelo y los peinados con pañuelos bien anudados, colgaban las alfombras de las barras, echaban mano a los sacudidores de mimbre trenzado y a fuerza de golpes trascendían la estrechez de los patios.

Óscar odiaba este himno unánime a la limpieza. Trataba de luchar con su tambor contra el fenomenal estruendo, pero aun en el desván, que quedaba distante, tenía que confesar su impotencia frente a las amas de casa. Cien mujeres sacudiendo alfombras son capaces de tomar el cielo por asalto y embotar las alas de las jóvenes golondrinas; con unos cuantos golpes, hundían el templete que el tambor de Óscar se construía en el aire abrileño.

Los días en que no se sacudían alfombras, la chiquillería del edificio practicaba ejercicios en la barra de madera del sacudidor. Rara vez iba yo al patio. Sólo el cobertizo del viejo señor Heilandt me brindaba allí cierta seguridad, ya que el viejo me admitía únicamente a mí en su trastero y apenas dejaba a los otros muchachos echar una mirada a sus máquinas de coser descompuestas, a sus bicicletas incompletas, sus tornos, sus poleas y los clavos torcidos y vueltos a enderezar que guardaba en viejas cajas de cigarros. Había hecho de eso una ocupación: cuando no arrancaba precisamente los clavos de las tablas de alguna caja, enderezaba sobre un yunque los clavos arrancados la víspera. Aparte de no dejar que se perdiera un solo clavo, era también el que ayudaba en las mudanzas, el que las vísperas de las fiestas mataba los conejos, y escupía por todas partes, en el patio, en la caja de la escalera y en el desván, el jugo de su tabaco de mascar.

Un día en que, como suelen hacerlo los niños, los rapaces cocían una sopa junto a su cobertizo, Nuchi Eyke rogó al viejo Heilandt que escupiera tres veces en el puchero. El viejo lo hizo desde lejos, y desapareció luego en su antro, y estaba ya golpeando otra vez sus clavos cuando Axel Mischke añadió a la sopa otro ingrediente: un ladrillo triturado. Óscar contemplaba estos ensayos culinarios con curiosidad, pero se mantenía a cierta distancia. Con colchas y cobertores, Axel Mischke y Harry Schlager habían armado una especie de tienda de campaña, para que ningún adulto les mirara su sopa. Cuando la harina de ladrillo empezó a hervir, el pequeño Hans Kollin vació sus bolsillos y donó para la sopa dos ranas vivas que había cogido en el estanque de la cervecería. Susi Kater, la única muchacha bajo la tienda, hizo un mohín de decepción y disgusto al ver que las ranas se sumergían en la sopa sin el menor aspaviento y sin intentar siquiera un salto lateral. Primero fue Nuchi Eyke el que se desabrochó el pantalón y, sin consideración alguna por Susi, orinó en el puchero. Axel, Harry y el pequeño Hans Kollin siguieron su ejemplo. Pero cuando el Quesito quiso mostrarse a la altura de los muchachos de diez años, el asunto no funcionó. Entonces todos se volvieron hacia Susi, y Axel Mischke le tendió una cazuela esmaltada azul persil, abollada en los bordes. En este punto, Óscar ya hubiera querido irse, pero esperó todavía a que Susi, que a buen seguro no llevaba bragas bajo su falda, se agachara agarrándose las rodillas, habiéndose previamente deslizado la cazuela debajo, para quedarse mirando al vacío y arrugar la nariz en el momento en que un sonido metálico de la cazuela vino a revelar que Susi sí tenía con qué contribuir a la sopa.

Entonces me eché a correr. No debí haber corrido, sino que hubiera debido irme tranquilamente. Pero como me oyeron correr, todos los ojos que un momento antes pescaban todavía en la sopa se fijaron en mí. Oí la voz de Susi Kater: —Éste va a delatarnos. Si no, ¿por qué corre?—. Lo que me hizo subir tropezando los cuatro tramos de la escalera para no recobrar mi aliento hasta llegar al desván.

Yo tenía entonces siete años y medio. Susi tal vez nueve. El Quesito apenas llegaría a los ocho, en tanto que Axel, Nuchi, el pequeño Hans y Harry andarían por los diez u once. Y estaba también María Truczinski, que era algo mayor que yo, pero que no jugaba nunca en el patio, sino con sus muñecas en la cocina de mamá Truczinski o con su hermana mayor, Gusta, que estaba de auxiliar en un kindergarten protestante.

¿Qué tiene de particular que hoy todavía me crispe los nervios oír a una mujer orinar en un orinal? Cuando en aquella ocasión Óscar apenas había calmado su oído tocando el tambor y se sentía en su desván al abrigo de la sopa que burbujeaba abajo, vio venir de repente a todos los que habían contribuido a hacerla, descalzos unos y otros con sus zapatos de lazos, y Nuchi cargando el puchero. Se colocaron alrededor de Óscar, en tanto que el Quesito protegía la salida. Se daban uno a otro con el codo, cuchicheando: ¡Anda, dásela tú!, hasta que Axel cogió a Óscar por detrás, lo inmovilizó, y Susi, riendo con la lengua entre sus dientes húmedos y regulares, dijo que no tenía reparo en hacerlo. Cogió a Nuchi la cuchara, la limpió hasta sacarle brillo en sus muslos, la sumergió en el puchero hirviente, removió lentamente probando la resistencia del caldo, como lo hacen las buenas amas de casa, sopló luego sobre la cuchara llena para enfriarla un poco, y, finalmente, le hizo tragar a Óscar la sopa, me la hizo tragar a mí: en mi vida he vuelto a comer algo parecido, ni es fácil que llegue nunca a olvidar aquel gusto.

Sólo cuando por fin toda aquella familia tan excesivamente solícita por el bien de mi cuerpo me dejó, porque Nuchi hubo de vomitar en el puchero, logré arrastrarme hasta el tendedero, en el que en aquella ocasión no había más que un par de sábanas, y devolví el par de cucharadas de aquel caldo rojizo, pero sin poder descubrir en la devolución la menor traza de las ranas. Me encaramé sobre una caja bajo el tragaluz abierto del desván, miré hacia los patios lejanos, e hice crujir restos de ladrillo entre mis dientes, sintiendo la necesidad de alguna hazaña; examiné las ventanas distantes de la calle de la Virgen María, de vidrio reluciente; grité, chillé hacia allá con proyección a distancia, pero no pude observar resultado alguno. Y sin embargo, estaba yo tan convencido de las posibilidades de la acción distante de mi canto, que en adelante el patio y los patios se me hicieron demasiado estrechos y, sediento de lejanía, de distancia y de perspectiva, aproveché en lo sucesivo toda oportunidad que, solo o de la mano de mamá, me llevara lejos del Labesweg y del suburbio y me sustrajera a las emboscadas de todos los cocineros de sopas de nuestro estrecho patio.

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