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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (14 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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La horda bramó: ¡Lunes!

Y ella, a continuación: —¿Religión?—. Los paganos bautizados bramaron la palabreja religión: Yo me abstuve, pero hice sonar en cambio las sílabas religiosas en la hojalata.

Detrás de mí gritaban, alentados por la Spollenhauer: «¡Eri-tu-ra!» Cuatro golpes de mi tambor. «¡Cál-cu-lo!» Tres golpes más.

Y así fueron siguiendo, detrás de mí, los bramidos, y delante, las invitaciones de la Spollenhauer; y yo, poniendo a juego necio buen semblante, seguía marcando moderadamente las sílabas con mi tambor, hasta que la Spollenhauer —no sé por indicación de quién— se levantó de repente, manifiestamente enojada, pero no con los energúmenos de atrás, sino conmigo. Era yo quien le ponía aquel rubor héctico en las mejillas: el inocente tambor de Óscar era para ella motivo de escándalo suficiente.

—Óscar, ahora me vas a escuchar a mí. Jueves: ¿Historia patria?—. Prescindiendo de lo de jueves, di cinco golpes para Historia patria: para Cálculo y Escritura, respectivamente, tres y cuatro golpes, y para Religión, como corresponde, no cuatro, sino tres golpes trinitarios de tambor, únicos y verdaderos.

Pero la Spollenhauer no notaba las diferencias. Para ella todo tamboreo era igualmente insoportable. Multiplicando por diez la muestra de sus uñas recortadas, como antes, trató de echarme mano con el mismo número.

Pero antes de que tocara mi hojalata solté el grito vitricida que dejó sin vidrios superiores las tres desmesuradas ventanas de la clase. Los de en medio cayeron víctimas de otro grito. El tibio aire primaveral invadió sin obstáculo la clase. Que de un tercer chillido eliminara los vidrios inferiores resultaba superfluo y hasta petulante de mi parte, porque ya al ceder los cristales superiores y de en medio la Spollenhauer contrajo sus garras. En lugar de atentar por mero capricho, artísticamente discutible por lo demás, contra los últimos vidrios, Óscar habría sin duda hecho mejor no perdiendo de vista a la Spollenhauer que reculaba tambaleándose.

Dios sabe de dónde, como por arte de encantamiento, sacó la caña. En todo caso, es lo cierto que de repente estaba allí, tremolando en aquel aire primaveral que se mezclaba con el aire de la clase. Y a través de este aire mixto la hizo silbar, alentando su flexibilidad, alentando su hambre y sed de abatirse sobre la piel que revienta, alentándola a obsesionarse en el ssst, en la innúmeras cortinas que una caña es capaz de sugerir, en la satisfacción de ambas partes. Y la dejó caer como un trueno sobre la tapa de mi pupitre, de tal modo que la tinta del tintero pegó un salto violáceo, y al negarme yo a someter mi mano a los golpes, le dio un golpe a mi tambor. ¿Cómo se atrevía ella a pegar? Y si quería hacerlo, ¿por qué había de ser a mi tambor? ¿No había detrás de mí picaros despabilados en cantidad suficiente? Entonces, ¿por qué, precisamente, a mi tambor? ¿Cómo era posible que una señorita que no entendía nada, pero absolutamente nada del arte del tamboreo, se atreviera a atentar contra mi tambor? ¿Qué le brillaba en la mirada? ¿Cómo se llamaba la bestia que quería pegar? ¿De cuál parque zoológico se había escapado, qué clase de alimento buscaba, de qué andaba en celo? Óscar se creció: algo penetró en él subiendo de no sé cuáles profundidades a través de las suelas de sus zapatos, a través de las plantas de sus pies; se abrió paso hacia arriba, ocupó sus cuerdas vocales y le hizo emitir un rugido que habría bastado para dejar sin vidrios una magnífica catedral gótica de bellos ventanales luminosos y refringentes.

Produje, en otros términos, un doble chillido que pulverizó literalmente los dos lentes de los anteojos de la Spollenhauer. Con las cejas ligeramente ensangrentadas y haciendo guiños a través de los aros vacíos de la montura, fue reculando a tientas y se puso a lloriquear de un modo horrible y con una falta de dominio absolutamente impropia de una maestra de escuela pública, en tanto que la banda tras de mí enmudecía de terror, quiénes desapareciendo bajo los bancos, quiénes castañeteando los dientes. Algunos se fueron deslizando de banco en banco hacia sus madres. Pero éstas, al advertir la magnitud de los daños, buscaban al culpable y querían echarse sobre mamá, lo que sin duda habrían acabado por hacer si yo, tomando mi tambor, no me hubiera salido del banco.

Pasando frente a la Spollenhauer, que estaba medio ciega, me abrí paso hasta mamá por entre aquellas furias, la tomé de la mano y la saqué de la clase Ia, expuesta ya a todas las corrientes de aire. Corredores resonantes y escalinata para niños gigantes. Restos de pan en tazas chorreantes de granito. Gimnasio abierto con unos muchachos temblando bajo la barra fija. Mamá seguía todavía con la hojita de papel en la mano. Ante el portal de la Escuela Pestalozzi se la tomé y convertí el horario en una inocua bolita de papel.

Pero eso sí: al fotógrafo, que entre las columnas del portal acechaba a los alumnos del primer año con las mamas y los cucuruchos, Óscar le permitió que le tomara una foto de él y del suyo, que había salido indemne de toda aquella confusión. Salió el sol; arriba se oía el zumbido de las clases. El fotógrafo colocó a Óscar ante un telón como pizarra en la que se leía: Mi primer día de escuela.

Rasputín y el ABC

Contándoles el primer encuentro de Óscar con un horario, acabo de decirles a mi amigo Klepp y al enfermero Bruno, que sólo me escucha a medias: Sobre aquella pizarra, que brindaba al fotógrafo el fondo para sus fotos tamaño tarjeta postal de los niños de seis años con sus mochilas y cucuruchos, se leía: Mi primer día de escuela.

Claro está que la frasecita sólo podían leerla las mamas, que se agrupaban detrás del fotógrafo y estaban más excitadas que los niños. En cuanto a éstos, colocados delante de la pizarra, sólo podrían leer la inscripción al año siguiente, en ocasión del ingreso de los nuevos alumnos de primer año, después de la Pascua, o bien descifrar, en las fotos mismas que guardaban, que aquellas hermosas instantáneas habían sido tomadas en su primer día de escuela.

Escrita en caligrafía Sütterlin, aquella inscripción que marcaba con tiza el inicio de una nueva etapa de la vida, extendíase con sus puntas agresivas, falseada en las curvas por el relleno, a lo ancho de la pizarra. De hecho, la escritura Sütterlin se presta para lo notable, las frases breves, para las consignas, por ejemplo. También para algunos documentos, que nunca he visto, a decir verdad, pero que me represento de todos modos escritos en letra Sütterlin: cosas como los certificados de vacuna, los diplomas deportivos y la sentencias de pena capital escritas a mano. Ya en aquella época, en la que sin duda no podía leer todavía la escritura Sütterlin sino sólo penetrarla, el doble lazo de la M sutterliniana con que empezaba la inscripción de marras —traicionera y oliendo a cáñamo—, me hacía pensar en el patíbulo. Y, con todo, me hubiera gustado poder leerla letra por letra en vez de presentirla sólo oscuramente. No vaya a pensarse que yo diera a mi encuentro con la señorita Spollenhauer un giro tan excelsamente vitricida y el carácter de una rebelión de protesta tamborística porque ya me supiera el ABC. ¡De ningún modo! Sabía perfectamente bien, por el contrario, que no bastaba en modo alguno con adivinar vagamente la escritura Sütterlin, y que carecía del saber escolar más elemental. Desgraciadamente, lo que a Óscar no podía gustarle era el método mediante el cual la señorita Spollenhauer se proponía instruirlo.

De ahí que al abandonar la Escuela Pestalozzi no decidiera en modo alguno que mi primer día de escuela fuera también el último. Se acabó la escuela, vivan las vacaciones. Nada de eso. Ya al tiempo que el fotógrafo me confinaba para siempre en la imagen pensaba para mí: Hete aquí ahora delante de una pizarra, y bajo una inscripción probablemente y posiblemente fatídica; puedes sin duda interpretar la inscripción por el carácter de la escritura y representarte asociaciones de ideas tales como la de la incomunicación, arresto preventivo, residencia vigilada y todos a la misma cuerda; pero lo que no puedes hacer es descifrarla. Por otra parte, y pese a tu ignorancia que clama al cielo seminublado, tienes el propósito de no volver a poner los pies en esta escuela con horario. Y entonces, Óscar, ¿dónde vas a aprender el pequeño ABC, y el grande?

Que existían un ABC pequeño y uno grande lo había colegido yo, entre otras cosas, de la existencia innumerable e ineludible de personas mayores que se llamaban a sí mismos adultos. Claro que a mí seguramente con el pequeño me bastara. Pero, en efecto, nadie cesa de justificar a cada paso la existencia de un ABC grande y uno pequeño con la de un catecismo grande y uno pequeño o de una tabla de multiplicar grande y una pequeña, y en ocasión de las visitas oficiales suele hablarse asimismo, según la concurrencia de diplomáticos y dignatarios condecorados, de una recepción grande o una pequeña.

Durante los meses siguientes, ni mamá ni Matzerath se preocuparon más por mi instrucción ulterior. Les bastaba con el único intento, por lo demás tan duro y humillante para mamá, que habían hecho para llevarme a la escuela. Al igual que el tío Bronski, cuando me contemplaban desde arriba suspiraban y sacaban a relucir viejas historias, como por ejemplo la de mi tercer aniversario: —¡La trampa abierta! Fuiste tú quien la dejaste abierta, ¿no es cierto? Tú estabas en la cocina y habías ido previamente a la bodega, ¿no es cierto? Fuiste a buscar una lata de ensalada de fruta, ¿no es cierto? Dejaste la trampa abierta, ¿no es cierto?

Todo lo que mamá le echaba en cara a Matzerath era cierto y, sin embargo, según sabemos, no lo era. Pero él llevaba el peso de la culpa, y a veces hasta lloraba, porque era capaz de enternecerse. Entonces mamá y Jan tenían que consolarlo, y me llamaban a mí, Óscar, una cruz que era necesario llevar, un destino probablemente inmutable, una prueba que no se sabía cómo había podido merecerse.

Ningún auxilio era pues de esperar por parte de estos portadores de cruz tan duramente castigados por el destino. También la tía Eduvigis, que a menudo venía a buscarme para llevarme a jugar con su pequeña Marga de dos años en el cuadro de arena del Parque Steffen, quedó eliminada como maestra para mí: tenía buen corazón, sin duda, pero era de una simplicidad de espíritu como la del cielo azul. Hube asimismo de apartar de mi mente a la señorita Inge, la del doctor Hollatz, y no porque no fuera azul celeste ni de corazón manso; por el contrario, era inteligente, y no una simple recepcionista de consultorio, sino una asistente insustituible, de modo que no disponía de tiempo para mí.

Varias veces al día subía y bajaba yo los ciento y tantos peldaños de la escalera del edificio de cuatro pisos, tocaba el tambor, en busca de consejo, a cada descansillo, y olía lo que había de comer en los departamentos de los diecinueve inquilinos, pero sin llamar a puerta alguna, porque ni en el viejo Heilandt ni en el relojero Laubschad, y no digamos ya en la gorda señora Kater o, pese a toda mi simpatía, en mamá Truczinski, alcanzaba yo a ver a mi futuro magister.

Arriba en la buhardilla vivía el músico y trompetista Meyn. El señor Meyn tenía cuatro gatos y estaba siempre borracho. Tocaba música de baile en el local «Zinglers Hohe», y la noche de Navidad iba pesadamente por las calles y la nieve con otros cuatro o cinco borrachines de su calaña, luchando, a fuerza de corales, contra el frío riguroso. Un día me lo encontré en su desván, tendido boca arriba sobre el suelo, de pantalón negro y camisa blanca de etiqueta, haciendo rodar entre sus pies sin zapatos una botella vacía de ginebra y tocando al mismo tiempo la trompeta como los propios ángeles. Sin quitarse el instrumento de la boca, me echó una mirada de reojo y alcanzando a verme plantando detrás de él, me aceptó tácitamente como tambor acompañante. Para él su latón no valía más que el mío. Nuestro dúo ahuyentó a sus cuatro gatos hacia el tejado e hizo vibrar ligeramente los canalones.

Cuando terminamos la música y dejamos los instrumentos, yo saqué de debajo de mi jersey un viejo ejemplar de las
Últimas Noticias
, lo alisé, me acurruqué al lado del trompetista Meyn, le tendí la lectura y le pedí que me enseñara el grande y el pequeño ABC.

Pero apenas hubo dejado su trompeta, el señor Meyn se quedó dormido. Para él sólo había tres verdaderas ocupaciones: la botella de ginebra, la trompeta y el sueño. Hasta que ingresó como músico en el cuerpo montado de la Sección de Asalto y dejó la bebida por algunos años, ejecutamos todavía con frecuencia y sin ensayo previo algunos otros dúos en el desván, para las chimeneas, los canalones, las palomas y los gatos; pero para maestro no servía.

Probé entonces con el verdulero Greff. Sin mi tambor, porque a Greff no le gustaba el sonido del metal, visité en varias ocasiones la tienda de los bajos casi enfrente de nuestra casa. Allí parecían darse todas las premisas de un estudio a fondo, ya que por todas partes, en la vivienda de dos piezas, en la misma tienda, arriba y detrás del mostrador y aun en el almacén relativamente seco para las patatas, había libros: libros de aventuras, libros de canciones, el
Querubín vagabundo
, las obras de Walter Flex, la
Vida sencilla
de Wiechert,
Dafnis y Cloe
, monografías de artistas, pilas de revistas de deportes, inclusive volúmenes ilustrados, con grabados de muchachos medio desnudos corriendo siempre, no se sabe por qué razón, detrás de balones, la mayoría de las veces en la playa, y mostrando unos músculos tan lustrosos que parecían aceitados.

Ya en aquella época tenía Greff muchos disgustos con su negocio. Al controlar su balanza y sus pesas unos inspectores de pesas y medidas habían comprobado algunas deficiencias. Sonó la palabrita fraude. Greff hubo de pagar una multa y comprar nuevas pesas. Lleno de preocupaciones como andaba, ya sólo lograban distraerlo sus libros y las veladas y las excursiones de fin de semana con sus exploradores.

Apenas si se dio cuenta de que yo entraba en la tienda; siguió marcando sus etiquetas con los precios, y yo aproveché la oportunidad para tomar tres o cuatro cartones blancos y un lápiz rojo y, con mucha aplicación e imitando la escritura de Sütterlin, sirviéndome como modelo para ello de las etiquetas ya marcadas, traté de atraer la atención del verdulero.

Pero probablemente Óscar era demasiado pequeño para él, y sus ojos no eran tampoco lo bastante grandes ni su tez lo bastante pálida. En vista de eso, solté el lápiz rojo, escogí un librote lleno de desnudeces susceptibles de llamar la atención a Greff y, colocándome ostensiblemente de lado, en forma que también él pudiera verlos, empecé a contemplar grabados de muchachos que se inclinaban hacia adelante o se tendían hacia atrás, y que yo sospechaba podrían decirle algo.

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