¿Qué otra cosa podía hacer yo sino escurrir el bulto? No sentía vocación ni para estorbarlos en el diván ni para observarlos. Así pues, tan pronto como mi padre uniformado se perdía de vista y se aproximaba la visita del civil, al que ya entonces llamaba yo mi padre putativo, salía de la casa tocando el tambor y me dirigía al Campo de Mayo.
Dirán ustedes, ¿y por qué necesariamente al Campo de Mayo? Pues porque los domingos no había en el puerto absolutamente nada que hacer: yo no acababa de decidirme por los paseos en el bosque y, en aquella época, el interior de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús no me decía nada todavía. Cierto que quedaban los exploradores del señor Greff, pero, frente a aquel erotismo de vía estrecha, confieso sin ambages que prefería el jaleo del Campo de Mayo, aun a riesgo de que ustedes me llamen ahora compañero de viaje.
Los que hablaban allí eran Greiser y Löbsack, el jefe de adiestramiento del distrito. Gresier nunca me llamó particularmente la atención. Era demasiado moderado y fue sustituido más adelante por el bávaro Forster, que era más enérgico y fue designado jefe del distrito. Löbsack, en cambio, hubiera sido el hombre susceptible de sustituir al tal Forster. Es más, si Löbsack no hubiera tenido su joroba, difícilmente hubiera podido el hombre de Fürth poner nunca el pie en el empedrado de la ciudad portuaria. Apreciando a Löbsack debidamente y viendo en su joroba un signo de gran inteligencia, el Partido lo designó jefe de adiestramiento del distrito. El hombre conocía su oficio. En tanto que Forster, con su pésima pronunciación bávara, sólo repetía con machacona insistencia «Vuelta al Reich», Löbsack entraba más en detalle, hablaba todas las variantes del dialecto de Danzig, contaba chistes de Bollermann y Wullsutzki y sabía cómo había que hablarles a los trabajadores portuarios de Schichau, al pueblo de Ohra y a los ciudadanos de Emmaus, Schidlitz, Bürgerwiesen y Praust. Y cuando tenía que habérselas con comunistas de verdad o cortar las interrupciones vergonzantes de algún socialista, daba gusto oír hablar a aquel hombrecito, cuya joroba resaltaba todavía más con el pardo del uniforme.
Löbsack era ingenioso, extraía su ingenio de su joroba y llamaba a ésta por su nombre, porque eso siempre le gusta a la gente. Antes perdería él su joroba, afirmaba Löbsack, que llegaran los comunistas al poder. Era fácil de prever que él no perdería su joroba, que su joroba no había quién la meneara y, por consiguiente, la joroba estaba en lo cierto y, con ella, el Partido —de donde puede sacarse la conclusión de que una joroba constituye la base ideal para una idea.
Cuando Greiser, Löbsack y más adelante Forster hablaban, lo hacían desde la tribuna. Tratábase de aquella tribuna que en su día el señor Bebra me elogiara. De ahí que por algún tiempo yo tomara al tribuno Löbsack, jorobado e ingenioso cual se le veía en la tribuna, por un delegado de Bebra, el cual, bajo el disfraz pardo, defendía desde la tribuna su causa y, en el fondo, también la mía.
¿Qué cosa es una tribuna? Da enteramente igual para quién y ante quién se levante una tribuna, el caso es que ha de ser simétrica. Así, también la tribuna de nuestro Campo de Mayo junto al Salón de Deportes era una tribuna marcadamente simétrica. De arriba abajo: seis cruces gamadas, una al lado de la otra. Luego, banderas, banderolas y estandartes. Luego, una hilera de negros SS con los barbuquejos bajo la barbilla. Luego, dos hileras de SA que, mientras se cantaba y discursaba, permanecían con las manos puestas en la hebilla del cinturón. Luego, sentados, varias hileras de camaradas del Partido en uniforme; detrás del atril del orador, más camaradas, jefas de las organizaciones femeninas con caras de mamas, representantes del Senado, de paisano, invitados del Reich y el prefecto de la policía o su delegado.
El pedestal de la tribuna se veía rejuvenecido por la Juventud hitleriana o, más exactamente, por la charanga regional de los Muchachos y la banda de tambores y cornetas de la JH. En algunas manifestaciones, se encomendaba a un coro mixto, asimismo dispuesto siempre simétricamente a derecha e izquierda, la tarea de recitar consignas o bien de cantar el Viento del Este, tan popular, y que, a voz en cuello, es el más apto de todos los vientos para el despliegue de los trapos de las banderas.
Bebra, que me había besado en la frente, había dicho también: «Óscar, no te pongas nunca delante de una tribuna. ¡A nosotros nos corresponde estar en la tribuna!»
La mayoría de las veces lograba yo hallar sitio entre algunas de las jefas de las organizaciones femeninas. Por desgracia, durante la manifestación, aquellas damas no dejaban, por motivos de propaganda, de acariciarme. Con los bombos, las charangas y los tambores al pie de la tribuna no podía yo mezclarme a causa de mi tambor, ya que a éste le repugnaba el estilo mercenario de los bombos. Por desgracia falló también un intento del jefe de adiestramiento del distrito Löbsack. Este hombre me decepcionó gravemente. Ni era, como yo lo había supuesto, delegado de Bebra, ni supo apreciar, a pesar de su joroba tan prometedora, mi verdadera grandeza.
Cuando uno de los domingos de tribuna me le acerqué hasta casi el atril, le hice el saludo del Partido, lo miré, primero sin mirarlo, pero luego guiñando un ojo, y le susurré: —¡Bebra es nuestro Führer!—, no experimentó Löbsack la menor revelación, sino que me acarició exactamente lo mismo que la organización femenina NS, para finalmente disponer —puesto que había de pronunciar su discurso— que se llevaran a Óscar de la tribuna; entonces dos jefas de la Federación de Muchachas Alemanas me tomaron entre ellas y no cesaron, durante todo el resto de la manifestación, de preguntarme por mi «papi» y mi «mami».
Nada tiene de sorprendente, pues, que ya en el verano del treinta y cuatro y sin que el putsch de Röhm tuviera nada que ver con ello, el Partido empezara a decepcionarme. Cuanto más contemplaba la tribuna, plantado frente a ella, tanto más se me iba haciendo sospechosa aquella simetría, que la joroba de Löbsack apenas lograba atenuar. Es obvio que mi crítica había de dirigirse ante todo contra los tambores y los músicos de la charanga, y así, en el verano del treinta y cinco, un domingo bochornoso me las hube contra todos ellos.
Matzerath salió de casa a las nueve. Le había ayudado a limpiar las polainas de cuero pardo para que pudiera salir más temprano. Ya a esa hora precoz el calor era insoportable, y aun antes de llegar a la calle el sudor marcaba en los sobacos de su camisa del Partido unas manchas oscuras que se iban extendiendo. A las nueve y media en punto hizo su aparición Jan Bronski en un ligero traje claro de verano, zapato gris elegante lleno de agujeritos y sombrero de paja. Jugó un rato conmigo, pero sin quitarle los ojos de encima a mamá, que la víspera se había lavado el pelo. No tardé en apercibirme de que mi presencia cohibía la conversación del par, ponía en sus actos cierta rigidez y daba a los movimientos de Jan un algo de forzado. Manifiestamente, su ligero pantalón veraniego no daba más de sí, de modo que me largué siguiendo las huellas de Matzerath, sin por ello proponérmelo como modelo. Evitando cautelosamente las calles llenas de uniformes que conducían al Campo de Mayo, me acerqué por vez primera al lugar de la manifestación desde las pistas de tenis, contiguas al Salón de los Deportes. A este rodeo debo la visión de la parte posterior de las tribunas.
¿Han visto ustedes alguna vez una tribuna por detrás? Antes de congregarla ante una tribuna —lo digo sólo a título de proposición—, habría que familiarizar a toda la gente con la vista posterior de la misma. Él que una vez haya contemplado una tribuna por detrás estará en adelante inmunizado, si la contempló bien, contra cualquier brujería de las que, en una forma u otra, tienen lugar en las tribunas. Lo propio se aplica a la visión posterior de los altares de las iglesias: pero esto irá en otro capítulo.
Óscar, sin embargo, que siempre había sido propenso a ir hasta el fondo de las cosas, no se detuvo en la contemplación del andamiaje desnudo y, en su fealdad, poderosamente real, sino que, acordándose de las palabras de su mentor Bebra, se acercó por detrás a la tarima destinada a ser vista de frente, colóse con su tambor, sin el que no salía nunca, entre los palos, se dio con la cabeza en una lata de filo, se desgarró la rodilla con un clavo que salía alevosamente de la madera, oyó escarbar sobre él las botas de los camaradas del Partido y luego los zapatos de las organizaciones femeninas, llegando finalmente hasta el lugar más sofocante y más propio de aquel mes de agosto: bajo la tribuna, por dentro, detrás de una placa de madera, encontró lugar y abrigo suficiente para poder saborear con toda tranquilidad el encanto acústico de una manifestación política, sin que lo distrajeran las banderas ni los uniformes le ofendieran la vista.
Me acurruqué bajo el atril de los oradores. Por encima de mí, a derecha e izquierda, se mantenían de pie, según ya lo sabía, con las piernas separadas, cerrando los ojos cegados por la luz del sol, los jóvenes tambores de la banda juvenil y sus mayores de la Juventud Hitleriana. Y luego la muchedumbre, olíala yo a través de las grietas del revestimiento de la tribuna. Allí estaba, de pie, apretujándose los codos y los trajes domingueros; había venido a pie o en tranvía; había asistido en parte a misa temprana, sin hallar en ella satisfacción; había venido llevando a la novia del brazo, para ofrecerle a ésta un espectáculo; quería estar presente cuando se hace la historia, aunque en ello perdiera la mañana.
No, se dijo Óscar, no habrán hecho el camino en vano. Aplicó un ojo al agujero de un nudo del revestimiento y observó la agitación procedente de la Avenida Hindenburg. ¡Ahí venían! Sobre su cabeza se oyeron voces de mando, el jefe de la banda de tambores agitó su bastón, los de la charanga empezaron a soplar como probando sus instrumentos, se los aplicaron definitivamente a la boca y ¡allá va!: como una horrible colección de lansquenetes atacaron su metal deslumbrante de sidol hasta hacer a Óscar sentir náuseas y decirse: —¡Pobre SA Brandt, pobre joven hitleriano Quex, caísteis en vano!
Y como para confirmar esta evocación póstuma de los mártires del movimiento, mezclóse acto seguido a la trompetería un redoble sordo de tambores hechos de piel tensa de ternero. Aquel callejón que entre la muchedumbre conducía hasta la tribuna hizo presentir de lejos la proximidad de los uniformes, y Óscar anunció: —¡Ahora, pueblo mío, atención, pueblo mío!
El tambor ya lo tenía yo en posición. Con celestial soltura hice moverse los palillos en mis manos e, irradiando ternura desde las muñecas, imprimí a la lámina un alegre y cadencioso ritmo de vals, cada vez más fuerte, evocando Viena y el Danubio, hasta que, el primero y el segundo tambor lansquenetes se entusiasmaron con mi vals, y también los tambores planos de los muchachos mayores empezaron como Dios les dio a entender a adoptar mi preludio. Claro que entre ellos no dejaba de haber unos cuantos brutos, carentes de oído musical, que seguían haciendo bumbum, bumbumbum, cuando lo que yo quería era el compás de tres por cuatro, que tanto le gusta al pueblo. Ya casi estaba Óscar a punto de desesperar, cuando de repente cayó sobre la charanga la inspiración, y los pífanos empezaron, ¡oh Danubio!, a silbar azul. Sólo el jefe de la charanga y el de la banda de tambores seguían sin creer en el rey del vals y con sus inoportunas voces de mando; pero ya los había yo destituido; no había ya más que mi música. Y el pueblo me lo agradecía. Empezaron a oírse risotadas delante de la tribuna, y ya algunos me acompañaban entonando el Danubio, y por toda la plaza, hasta la Avenida Hindenburg, azul, y hasta el Parque Steffen, azul, iba extendiéndose mi ritmo retozón, reforzado por el micrófono puesto a todo volumen sobre mi cabeza. Y al espiar por el agujero del nudo hacia afuera, sin por ello dejar de tocar mi tambor con entusiasmo, pude apreciar que el pueblo gozaba con mi vals, brincaba alegremente, se le subía por las piernas: había ya nueve parejas, y una más, bailando, aparejadas por el rey del vals. Sólo Löbsack, que, rodeado de altos jefes y jefes de secciones de asalto, de Forster, Greiser y Rauschning, y con una larga cola parda de elementos del estado mayor, hervía entre la multitud, y ante el cual la callejuela frente a la tribuna amenazaba con cerrarse, sólo a él parecía no gustarle, inexplicablemente, mi ritmo de vals. Estaba acostumbrado, en efecto, a que se le promoviera hacia la tribuna al son de alguna marcha rectilínea, y hete aquí que ahora unos sonidos insinuantes venían a quitarle su fe en el pueblo. A través del agujero veía yo sus cuitas. Entraba el aire a través del agujero, y a pesar de que por poco hubiera yo pillado una conjuntivitis, me dio lástima, y pasé a un chárleston, a
Jimmy the Tiger
, aquel ritmo que el payaso Bebra tocaba en el circo con botellas vacías de agua de seltz. Pero los jóvenes que estaban frente a la tribuna no entraban al chárleston, y es que se trataba de otra generación; no tenían, naturalmente, noción alguna del chárleston ni de
Jimmy the Tiger
. No tocaban —¡oh amigo Bebra!— ni Jimmy ni el Tiger, sino que golpeaban como locos, soplaban en la charanga Sodoma y Gomorra. Y en esto se dijeron los pífanos: es igual brincar que saltar. Y el director de la charanga echaba pestes contra fulano y mengano, pese a lo cual los jóvenes de la charanga y de la banda seguían redoblando, silbando y trompeteando con un entusiasmo de todos los diablos, y Jimmy extasiábase en pleno día tigre-canicular de agosto, hasta que, por fin, los miles y miles de camaradas que se apretujaban ante la tribuna comprendieron y exclamaron: ¡es
Jimmy the Tiger
, que llama al pueblo al chárleston!
Y el que en el Campo de Mayo hasta ahí no bailara, echó ahora mano rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde, de las últimas damas disponibles. Sólo al pobre Löbsack le tocó bailar con su joroba, porque todo lo que allí llevaba faldas estaba ya tomado, y las damas de las organizaciones femeninas, que hubieran podido ayudarlo, escabullíanse lejos del Löbsack solitario por los bancos de la tribuna. Pero de todos modos también él bailaba, sacando tal vez la inspiración de su joroba, decidido a ponerle buena cara a la alevosa música de Jimmy y a salvar lo que pudiera salvarse.
Pero ya no quedaba nada por salvar. El pueblo se fue bailando del Campo de Mayo, después de dejarlo bien pisoteado aunque verde aún y, desde luego, completamente vacío. El pueblo, con
Jimmy the Tiger
, se fue perdiendo por los vastos jardines del Parque Steffen. Porque allí se ofrecía la jungla prometida por Jimmy, allí los tigres andaban sobre patas de terciopelo: un sustituto de selva virgen para aquel pueblo que poco antes se agolpaba en el prado. La ley y el sentido del orden desaparecieron con las flautas. Y en cuanto a los que preferían la civilización, podían gozar de mi música en los anchurosos y bien cuidados paseos de la Avenida Hindenburg, plantada por vez primera en el siglo XVIII, talada durante el sitio por las tropas de Napoleón en mil ochocientos siete y vuelta a replantar en mil ochocientos diez en honor de Napoleón; esto es, en terreno histórico, porque sobre mí no habían desconectado el micrófono y se oía hasta la Puerta de Oliva, y porque yo no aflojé hasta que, con el concurso de los bravos muchachos del pie de la tribuna y del tigre suelto de Jimmy, logramos vaciar el Campo de Mayo, en el que no quedaron ni las margaritas.