Y aun después que hube concedido a mi tambor su bien merecido descanso, los muchachos de los tambores se negaron a poner fin a la fiesta: se requería algún tiempo antes de que mi influencia musical dejara de actuar.
Hay que añadir, por otra parte, que Óscar no pudo abandonar el interior de la tribuna inmediatamente, porque, por espacio de más de una hora, delegaciones de los SA y de los SS golpearon con sus botas las tablas, buscando al parecer algo entre los palos que sostenían la tribuna —algún socialista, acaso, o algún grupo de agentes provocadores comunistas— y desgarrándose la indumentaria parda y negra. Sin entrar a enumerar aquí las fintas y las estratagemas de Óscar, baste decir escuetamente que a Óscar no lo encontraron, porque no estaban a la altura de Óscar.
Al fin se hizo la calma en aquel laberinto de madera que tendría más o menos la capacidad de aquella ballena en la que Jonás permaneció, impregnándose en aceite. Pero no, Óscar no era profeta, y además tenía hambre. No había allí Señor alguno que dijera: —¡Levántate, ve a la ciudad de Nínive y predica contra ella! Para mí tampoco había necesidad alguna de que ningún Señor hiciera crecer un ricino que posteriormente, por mandato del mismo Señor, un gusano viniera a destruir. Ni tenía por qué lamentarme a propósito de tal ricino bíblico ni a propósito de Nínive, aunque ésta tuviera por nombre Danzig. Metíme mi tambor, que nada tenía de bíblico, bajo el jersey, pues bastante quehacer tenía conmigo mismo y, sin tropezar contra cosa alguna ni estropearme la ropa en ningún clavo, hallé la salida de las entrañas de una tribuna para manifestaciones de toda clase, que sólo por casualidad tenía las proporciones de la ballena engullidora de profetas.
¿Quién prestaría la menor atención a aquel chiquitín que silbando y al paso lento de sus tres años caminaba por la orilla del Campo de Mayo en dirección al Salón de los Deportes? Más allá de las pistas de tenis seguían brincando mis muchachos del pie de la tribuna con sus tambores lansquenetes, sus tambores planos, sus pífanos y sus charangas. Ejércitos punitivos, verifiqué, sin sentir más que una ligera compasión al verlos brincar obedeciendo a los silbatazos de su jefe. A un lado de su amontonado estado mayor, Löbsack se paseaba con su joroba solitaria. En los extremos de la pista que se había hecho, donde daba media vuelta sobre los tacones de sus botas, había conseguido arrancar toda la hierba y todas las margaritas.
Al llegar Óscar a su casa, la comida estaba ya servida: había estofado de liebre con patatas al vapor, col morada y, de postre, budín de chocolate con crema de vainilla. Matzerath ni chistó. Durante la comida, los pensamientos de la mamá de Óscar vagaban por alguna otra parte. Por la tarde, en cambio, hubo escándalo familiar por cosas de los celos y del Correo polaco. Al atardecer, una tormenta refrescante, con aguacero y soberbio redoble de granizo, brindó una función bastante prolongada. El metal agotado de Óscar pudo al fin encontrar reposo y escuchar.
Por espacio de algún tiempo o, más exactamente, hasta noviembre del treinta y ocho, con ayuda de mi tambor, acurrucado bajo las tribunas y con mayor o menor éxito, disolví manifestaciones, hice atascarse a más de un orador y convertí marchas militares y orfeones en valses y en foxtrots.
Hoy, que todo esto pertenece ya a la Historia —aunque se siga machacando activamente, sin duda, pero en frío—, poseo, en mi calidad de paciente particular de un sanatorio, la perspectiva adecuada para apreciar debidamente mi tamboreo debajo de las tribunas. Nada más lejos de mis pensamientos que el presentarme ahora, por seis o siete manifestaciones dispersadas y tres o cuatro marchas o desfiles dislocados con mi tambor, cual un luchador de la resistencia. Esta palabra se ha puesto muy de moda. Se habla del espíritu de la resistencia, y de los grupos de la resistencia. Y aun parece que la resistencia puede también interiorizarse, lo que trae a cuento la emigración interior. Sin hablar de tantos respetables e íntegros señores que durante la guerra, por haber descuidado en alguna ocasión el oscurecimiento de las ventanas de sus dormitorios, se vieron condenados a pagar una multa, con la correspondiente reprimenda de la defensa antiaérea, en gracia a lo cual se designan hoy a sí mismos como luchadores de la resistencia, hombres de la resistencia.
Echemos una vez más una ojeada debajo de las tribunas de Óscar. ¿Dio Óscar una verdadera exhibición de tamboreo a los que allá se reunían? ¿Tomó la acción en sus manos, siguiendo los consejos de su maestro Bebra, y consiguió hacer bailar al pueblo delante de las tribunas? ¿Logró desconcertar alguna vez al jefe de adiestramiento del distrito Löbsack, a aquel Löbsack de réplica tan vivaz y que en su vida había hecho ya de todo? ¿Disolvió por vez primera, un domingo de plato único del mes de agosto del treinta y cinco, y luego algunas veces más, manifestaciones pardas gracias a su tambor, que por no ser rojo y blanco era precisamente polaco?
Todo eso hice, y ustedes habrán de convenirlo conmigo. Ahora bien, ¿puede deducirse de ello que yo, huésped de un sanatorio, haya sido un luchador de la resistencia? Por mi parte he de contestar la pregunta negativamente, y he de rogar también a ustedes, que no son huéspedes de sanatorio alguno, que no vean en mí más que a un individuo algo solitario que, por razones personales y evidentemente estéticas, y tomando a pecho las lecciones de su maestro Bebra, rechazaba el color y el corte de los uniformes y el ritmo y el volumen de la música usual en las tribunas, y que por ello trataba de exteriorizar su protesta sirviéndose de un simple tambor de juguete.
En aquel tiempo era todavía posible establecer contacto, mediante un miserable tambor de hojalata, con la gente que estaba en las tribunas y la que estaba delante de ellas, y he de confesar que, lo mismo que mi canto vitricida a distancia, llevé mi truco escenográfico hasta la perfección. Y no me limité en modo alguno a tocar el tambor contra las manifestaciones pardas. Óscar se coló asimismo bajo las tribunas de los rojos y los negros, de los exploradores y de las camisas verde espinaca de los PX, de los Testigos de Jehová y de la Liga Nacionalista, de los vegetarianos y de los Jóvenes Polacos del Movimiento de la Zona Oriental. Por más que cantaran, soplaran, oraran o predicaran, mi tambor sabía algo mejor.
Mi obra era, pues, de destrucción. Y lo que no lograba destruir con mi tambor, lo deshacía con mi voz. Así vine a iniciar, al lado de mis empresas de día contra la simetría de las tribunas, mi actividad nocturna: durante el invierno del treinta y seis al treinta y siete jugué al tentador. Las primeras enseñanzas en el arte de tentar a mis semejantes me vinieron de mi abuela Koljaiczek, la cual, en aquel rudo invierno, abrió un puesto en el mercado semanal de Langfuhr o, en otros términos, acurrucada en sus cuatro faldas detrás de un banco del mercado, ofrecía con voz plañidera «¡huevos frescos, mantequilla dorada y oquitas, ni muy gordas ni muy flaquitas!», para los días de fiesta. El mercado se celebraba todos los martes. Venía ella de Viereck en el corto, quitábase, poco antes de llegar a Langfuhr, las zapatillas de fieltro previstas para el viaje en el tren, bajaba de éste en unos zuecos deformes, colgábase de los brazos las asas de los dos canastos y se dirigía a su puesto de la calle de la Estación, en el que una placa rezaba: Ana Koljaiczek, Bissau. ¡Qué baratos eran los huevos en aquel tiempo! Los quince valían un florín, y la mantequilla cachuba costaba menos que la margarina. Mi abuela se acurrucaba entre dos pescaderas que gritaban «¡platija y bacalao! ¿a quién le servimos?». El frío ponía la mantequilla como piedra, mantenía los huevos frescos, afilaba las escamas del pescado como hojas de afeitar extrafinas y proporcionaba ocupación y salario a un buen hombre que se llamaba Schwerdtfeger y era tuerto, el cual calentaba ladrillos en un brasero de carbón de leña y los alquilaba, envueltos en papel de periódico, a las vendedoras del mercado.
A punto de cada hora, mi abuela dejaba que Schwerdtfeger le deslizara bajo las cuatro faldas un ladrillo caliente. Esto lo hacía el tal Schwerdtfeger sirviéndose de una pala de hierro. Deslizaba bajo la tela apenas levantada un paquete humeante; un movimiento de descarga, otro de carga, y la pala de hierro de Schwerdtfeger salía con un ladrillo casi frío de debajo de las faldas de mi abuela.
¡Cuánto envidiaba yo a aquellos ladrillos que, envueltos en papel de periódico, conservaban el calor y lo difundían! Aun hoy en día me gustaría poder resguardarme como uno de aquellos ladrillos, cambiándome continuamente conmigo mismo, bajo las faldas de mi abuela. Dirán ustedes: ¿Qué es lo que busca Óscar bajo las faldas? ¿Imitar acaso a su abuelo Koljaiczek, abusando de la anciana? ¿O tal vez el olvido, una patria, el nirvana final?
Óscar contesta: Bajo las faldas buscaba yo al África y, eventualmente, a Nápoles que, como es notorio, hay que haber visto. Allí, en efecto, concurrían los ríos y se dividían las aguas; allí soplaban vientos especiales, pero podía también reinar la más perfecta calma; allí se oía la lluvia, pero se estaba al abrigo; allí los barcos hacían escala o levaban el ancla; allí estaba sentado al lado de Óscar el buen Dios, al que siempre le ha gustado estar calentito; allí el diablo limpiaba su catalejo y los angelitos jugaban a la gallina ciega. Bajo las faldas de mi abuela siempre era verano, aunque las velas ardieran en el árbol de Navidad, aunque estuvieran por salir los huevos de Pascua o se celebrara la fiesta de Todos los Santos. En ningún otro sitio podía yo vivir mejor conforme al calendario que bajo las faldas de mi abuela.
Pero ella, en el mercado, no me dejaba buscar albergue bajo sus faldas y, fuera de él, sólo raramente. Me estaba acurrucado a su lado sobre la cajita, disfrutando en sus brazos de un sustituto de calor, contemplaba cómo los ladrillos iban y venían, y dejábame entretanto aleccionar por mi abuela en el truco de la tentación. Atado a un cordel, lanzaba el viejo portamonedas de Vicente Bronski sobre la nieve apisonada de la acera, que los esparcidores de arena habían ensuciado hasta el punto que sólo yo y mi abuela podíamos ver el hilo.
Las amas de casa iban y venían y no compraban nada, pese a que todo era barato; probablemente lo querían de regalo, con algo de propina además, porque ya una dama se inclinaba hacia el portamonedas allí tirado de Vicente, ya sus dedos tocaban el cuero, cuando de repente mi abuela tiraba hacia sí del anzuelo junto con la distinguida señora, que se mostraba algo confusa, atraía hacia su caja a aquel pez bien vestido y se mostraba muy amable: —¿En qué puedo servirle, señorita? ¿algo de esta mantequilla dorada, o unos huevitos, a florín los quince?
En esta forma vendía Ana Koljaiczek sus productos naturales. Pero yo me iba percatando con ello de la magia de la tentación; no de la tentación que atraía a los muchachos de catorce años, con Susi Kater, a los sótanos para allí jugar al médico y al enfermo. Eso a mí no me tentaba; antes bien, después que los rapaces de nuestra casa, Axel Mischke y Nuchi Eyke en calidad de donadores de suero, y Susi Kater de médico, me hubieron convertido en paciente que había de tragar medicinas no tan arenosas sin duda como la sopa de ladrillo pero de todos modos con un regusto de pescado descompuesto, lo rehuía. Mi tentación, por el contrario, se presentaba en forma casi incorpórea y mantenía a distancia a las víctimas de mi juego.
Bastante después del anochecer, una o dos horas después del cierre de las tiendas, escapábame de mi mamá y de Matzerath. Salía a la noche invernal. En calles silenciosas y casi desiertas, contemplaba desde el nicho abrigado de algún zaguán los escaparates de enfrente: tiendas de comestibles finos, mercerías y, en una palabra, todas aquellas que exhibían zapatos, relojes, joyas, cosas deseables y fáciles de llevar. No todos los escaparates estaban iluminados. Y yo inclusive prefería aquellas tiendas que, lejos de los faroles callejeros, mantenían su oferta en la semioscuridad; porque la luz atrae a todos, aun al más vulgar, en tanto que la semioscuridad sólo hace detenerse a los elegidos.
No me interesaban las gentes que, callejeando, echaban de paso un vistazo a los escaparates deslumbrantes, más a las etiquetas con los precios que a los objetos mismos, o que se aseguraban, en el reflejo de los cristales, de que llevaban el sombrero bien puesto. Los clientes a los que yo esperaba en medio del frío seco y sin viento, detrás de una tormenta de nieve de grandes copos, dentro de una espesa nevada silenciosa o bajo una luna que aumentaba con la helada, eran los que se detenían ante los escaparates como obedeciendo a una llamada y no buscaban mucho tiempo en los anaqueles, sino que, al poco rato o en seguida, posaban su mirada en uno solo de los objetos allí expuestos.
Mi propósito era el del cazador. Requería paciencia, sangre fría y una vista libre y segura. Sólo cuando se daban todas estas condiciones correspondíale a mi voz matar la caza en forma incruenta y analgésica: correspondíale tentar. Pero, ¿tentar a qué?
Al robo. Porque, con un grito absolutamente inaudible, cortaba yo en el cristal del escaparate, exactamente a la altura del plano inferior y, de ser posible, delante mismo del objeto deseado, unos agujeros perfectamente circulares y, con una última elevación de la voz, empujaba el recorte del cristal hacia el interior del escaparate, donde se producía un tintineo prontamente sofocado, pero que no era el tintineo del vidrio al romperse, aunque yo no pudiera oírlo, porque Óscar estaba demasiado lejos. Pero aquella joven señora de la piel de conejo en el cuello del abrigo pardo, vuelto ya seguramente una vez al revés, ella sí oía el tintineo y se estremecía hasta su piel de conejo; quería irse a través de la nieve, pero no obstante se quedaba, tal vez precisamente porque estaba nevando, o bien porque cuando está nevando, siempre que la nieve sea suficientemente espesa, todo está permitido. ¿Y que sin embargo mirara a su alrededor, como sospechando de los copos de nieve, como si detrás de los copos no hubiera siempre más copos; que siguiera mirando a su alrededor cuando ya su mano derecha salía del manguito, recubierto asimismo de piel de conejo? Y luego, sin preocuparse más de su alrededor, metía la mano por el recorte circular, empujaba primero a un lado el redondel de vidrio, que se había volcado precisamente sobre el objeto ansiado, y sacaba primero uno de los zapatitos de ante negro, y luego el izquierdo, sin estropear los tacones y sin lastimarse la mano en los cantos vivos del agujero. A derecha e izquierda desaparecían los zapatos, en los correspondientes bolsillos del abrigo. Por espacio de un instante, por espacio de cinco copos, Óscar veía un lindo perfil, por lo demás insulso; y cuando empezaba ya a pensar que se trataba tal vez de uno de los maniquíes de los almacenes Sternfeld salido milagrosamente de paseo, he aquí que se disolvía entre la nieve que caía, volvía a hacerse ver bajo la luz amarillenta del siguiente farol y, abandonando el cono luminoso, la joven recién casada o el maniquí emancipado desaparecía.