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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (25 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Teníamos una tapa de cartón que por un lado decía: «Cerrado por Viernes Santo», en tanto que en el otro podía leerse: «Cerrado por Corpus». Aquel Viernes Santo siguiente al Lunes Santo sin tambor y sin consecuencias vocales, Matzerath colgó en el escaparate el cartelito que decía «Cerrado por Viernes Santo» y, en seguida después del desayuno, nos fuimos a Brösen en el tranvía. Volviendo a lo de antes, el Labesweg se comportaba contradictoriamente. Los protestantes iban a la iglesia, en tanto que los católicos limpiaban los vidrios de las ventanas y sacudían en los patios interiores todo aquello que tuviera la más remota apariencia de alfombra, y lo hacían con energía y resonancia tales que hubiérase en verdad creído que unos esbirros bíblicos clavaban en todos los patios de la casas de pisos a un Salvador múltiple en múltiples cruces.

Por nuestra parte, dejando atrás aquel sacudir de alfombras grávido de pasión, nos sentamos en la formación acostumbrada, a saber: mamá y Matzerath, Jan Bronski y Óscar, en el tranvía de la línea número 9, que atravesando el camino de Brösen y pasando junto al aeropuerto y los campos de instrucción, el antiguo y el nuevo, nos llevó a la parada de trasbordo junto al cementerio de Saspe, donde esperamos el tranvía descendente de Neufahrwasser-Brösen. A mamá la espera le brindó oportunidad para hacer, sonriente, algunas consideraciones melancólicas. Del pequeño cementerio abandonado en el que se conservaban unas lápidas sepulcrales del siglo pasado, inclinadas y recubiertas de musgo, dijo que era bonito, romántico y encantador.

—Aquí me gustaría reposar un día, si todavía estuviera en servicio —dijo mamá con aire soñador. En cambio Matzerath encontraba el suelo demasiado arenoso, y empezó a echar pestes contra la invasión de cardos y de avena loca que allí proliferaban. Jan Bronski hizo observar que el ruido del aeropuerto y de los tranvías que salían y llegaban podría tal vez perturbar la paz de aquel lugar, por lo demás idílico.

Llegó el tranvía descendente, nos subimos, el conductor tocó dos veces la campanilla y nos pusimos en marcha, dejando Saspe y su cementerio atrás, hacia Brösen, un balneario que en aquella época del año —probablemente fines de abril— tenía un aspecto triste y desolado. Las barracas de refrescos cerradas con tablas, el casino ciego, la pasarela sin banderas: en el establecimiento de baños alineábanse unas junto a otras doscientas cincuenta casetas vacías. En la pizarra donde se indicaba el estado del tiempo se percibían todavía trazas de tiza del año pasado: Aire, veinte; Agua, diecisiete; Viento, nordeste; tiempo probable, de sereno a nublado.

Primero todos queríamos ir a pie a Glettkau, pero luego, sin consultarnos, temamos el camino opuesto, el camino del muelle. El Báltico, ancho y perezoso, lamía la arena de la playa. Hasta la entrada del puerto, entre el blanco faro y el muelle con su semáforo, no encontramos ningún alma viviente. Una lluvia caída el día anterior había impreso en la arena su tramado uniforme, que resultaba divertido desbaratar dejando encima las huellas de nuestros pies descalzos. Matzerath hacía brincar sobre el agua verdosa pedazos afilados de ladrillo del tamaño de un florín poniendo en ello mucho amor propio, en tanto que Bronski, menos hábil, entre uno y otro ensayo se dedicaba a buscar ámbar, del que efectivamente encontró algunas astillas, así como un pedazo del tamaño de un hueso de cereza, que regaló a mamá, la cual corría descalza igual que yo, y a cada rato se volvía y mostraba encantada sus propias huellas. El sol brillaba con prudencia. El tiempo era fresco, claro y sin viento; a lo lejos podía reconocerse la franja que formaba la península de Hela, así como dos o tres penachos evanescentes de humo y, subiendo a sacudidas por encima de la línea del horizonte, las superestructuras de un barco mercante.

Uno después de otro y a intervalos diversos fuimos llegando a los primeros bloques de granito de la base anchurosa de la escollera. Mamá y yo volvimos a ponernos las medias y los zapatos. Me ayudó a anudarlos, en tanto que ya Matzerath y Jan iban brincando de piedra en piedra sobre la cresta desigual de la escollera hacia mar abierto. Barbas tupidas de algas colgaban en desorden de las juntas de cemento. A Óscar le hubiera gustado peinarlas. Pero mamá me tomó de la mano y seguimos a los dos hombres, que saltaban y disfrutaban como chicos de escuela. A cada paso el tambor me pegaba en la rodilla; pero ni aquí me lo quería dejar quitar. Mamá llevaba un abrigo de primavera azul claro, con cuello y bocamangas color frambuesa. Los bloques de granito eran desastrosos para sus zapatos de tacón alto. Como todos los domingos y días festivos, yo iba con mi traje de marinero, de botones dorados con un ancla en relieve. Una vieja cinta, procedente de la colección de recuerdos de viaje de Greta Scheffler, con la inscripción «S. M. S. Seydlitz», ceñía mi gorra de marinero y habría ondeado si hubiera soplado el viento. Matzerath se desabrochó el gabán pardo, en tanto que Jan, elegante como siempre, no se desprendía de su úlster con solapas de terciopelo.

Fuimos brincando hasta el semáforo, en la punta de la escollera. Al pie del semáforo estaba sentado un hombre de cierta edad, con una gorra de estibador y chaqueta acolchada. A su lado había un costal de patatas que daba sacudidas y no cesaba de moverse. El hombre, que era probablemente de Brösen o de Neufahrwasser, sujetaba el extremo de una cuerda de tender la ropa. Enredada de algas, la cuerda desaparecía en el agua salobre del Mottlau que, no clarificada todavía y sin el concurso del mar, batía contra los bloques de la escollera.

Nos entró curiosidad por saber por qué el hombre de la gorra pescaba con una cuerda ordinaria de tender la ropa y, obviamente, sin flotador. Mamá se lo preguntó en tono amistoso, llamándole tío. El tío se rió irónicamente, nos mostró unos muñones de dientes tostados por el tabaco y, sin más explicación, echó un salivazo fenomenal que dio una voltereta en el aire antes de caer en el caldo entre las jorobas inferiores de granito untadas de alquitrán y de aceite. Allí estuvo la secreción balanceándose, hasta que vino una gaviota, se la llevó al vuelo evitando hábilmente las piedras, y atrajo tras sí otras gaviotas chillonas.

Nos disponíamos ya a marcharnos, porque hacía fresco en la escollera y el sol no era de mucho auxilio, cuando de pronto el hombre de la gorra empezó a tirar de la cuerda, braza tras braza. Mamá quería irse de todos modos, pero a Matzerath no había quien lo moviera de allí. Tampoco Jan, que por lo regular no le negaba nada a mamá, quiso en esta ocasión ponerse de su lado. En cuanto a Óscar, le era indiferente que nos quedáramos o que nos fuéramos. Pero, ya que nos quedamos, miré también. Mientras el hombre, a brazas regulares y separando las algas a cada tirón, iba recogiendo la cuerda entre sus piernas me cercioré de que el mercante, que apenas media hora antes empezaba a mostrar sus superestructuras sobre el horizonte, había cambiado ahora el curso y, muy hundido ya en el agua, se acercaba al puerto. Si se sumerge tanto, calculó Óscar, debe ser un sueco cargado de mineral.

Al levantarse el hombre dando traspiés me desentendí del sueco. —Bien, vamos a ver qué trae —dijo dirigiéndose a Matzerath que, sin comprender nada, hizo de todos modos un gesto de aquiescencia. —Vamos a ver... vamos a ver —repetía el hombre mientras iba halando la cuerda, pero ya con mayor esfuerzo, y bajando por las piedras al encuentro de la cuerda —mamá no se volvió a tiempo—, tendió ambos brazos hacia la cala que regurgitaba entre el granito, buscó algo, agarró algo, lo agarró con ambas manos, tiró de ello y, pidiendo sitio a voces, arrojó entre nosotros algo pesado que chorreaba agua, un bulto chisporroteante de vida: una cabeza de caballo, una cabeza de caballo fresca como en vida la cabeza de un caballo negro, o sea de un caballo de crines negras, que ayer todavía, en todo caso anteayer, pudo haber relinchado; porque es el caso que la cabeza no estaba descompuesta ni olía a nada, como no fuera a agua de Mottlau, a lo que allí en la escollera olía todo.

Y ya el de la gorra —la tenía ahora echaba hacia atrás, sobre la nuca—, con las piernas separadas, estaba sobre el pedazo de rocín, del que salían con precipitada furia pequeñas anguilas verde claro. Le costaba trabajo agarrarlas, ya que, sobre las piedras lisas y además mojadas, las anguilas se mueven muy aprisa y hábilmente. Por otra parte, en seguida nos cayeron encima las gaviotas y sus gritos. Precipitábanse, apoderábanse jugando entre tres o cuatro de una anguila pequeña o mediana, y no se dejaban ahuyentar, porque la escollera les pertenecía. A pesar de lo cual el estibador, golpeando y metiendo mano entre las gaviotas, logró echar unas dos docenas de anguilas pequeñas en el saco que Matzerath, servicial como siempre, le mantenía abierto. Lo que le impidió ver que mamá se ponía blanca como el queso y apoyaba primero la mano y luego la cabeza sobre el hombro y la solapa de terciopelo de Jan.

Pero cuando las anguilas pequeñas y medianas estuvieron en el saco y el estibador, al que entretanto la gorra se le había caído de la cabeza, empezó a extraer del cadáver anguilas más gruesas y oscuras, entonces mamá tuvo que sentarse, y Jan quiso que volviera la cabeza hacia otro lado; pero ella, sin hacerle caso, siguió mirando fijamente, abriendo unos ojos como de vaca, la extracción de gusanos por parte del estibador.

—¡Vamos a ver! —resollaba el otro, y seguía resollando—. A ver... —y de un tirón, ayudándose con una de sus botas de agua, abrió al caballo la boca y le introdujo un palo entre las mandíbulas, de modo que dio la impresión de que toda la dentadura amarillenta del animal se echaba a reír de repente. Y cuando el estibador —hasta ahora no se vio que era calvo y tenía la cabeza en forma de huevo— metió las dos manos en las fauces del caballo y extrajo de ellas dos anguilas a la vez, gruesas y largas por lo menos como un brazo, entonces también a mamá se le abrió la dentadura, y devolvió sobre las piedras de la escollera todo el desayuno: albúmina grumosa y yema de huevos, que ponía unos hilos amarillos entre Pellas de pan bañadas de café con leche; y seguía todavía haciendo esfuerzos, pero ya no vino nada más; porque no había tomado más desayuno que eso, ya que tenía exceso de peso y quería adelgazar a toda costa, para lo cual probaba toda clase de dietas que sin embargo, sólo rara vez observaba —comía a escondidas—, siendo la gimnasia de los martes en la Organización Femenina lo único de lo que no se dejaba disuadir, a pesar de quejan e incluso Matzerath se rieran de ella, al ver que iba con su saco de deporte a la sala de aquellas tipas grotescas, practicaba vestida de satén azul ejercicios con pesas, y con todo no lograba adelgazar.

Ahora, mamá había devuelto a las piedras, media libra a lo sumo y, por más esfuerzos que hizo, no logró quitarse nada. No conseguía dar de sí más que una mucosidad verdosa —y vinieron las gaviotas. Vinieron ya cuando ella empezó a vomitar, revolotearon más abajo; se dejaban caer, lisas y gordas, disputándose el desayuno de mamá, sin miedo a engordar, y sin que nadie —¿quién?— pudiera ahuyentarlas: Jan Bronski les tenía miedo y se tapaba con las manos sus bellos ojos azules.

Pero tampoco obedecieron a Óscar, al recurrir éste a su tambor y ponerse a redoblar con sus palillos sobre la blanca lámina contra toda aquella otra blancura. Esto no surtía efecto alguno; a lo sumo, hacía a las gaviotas más blancas todavía. En cuanto a Matzerath, no se preocupaba por mamá en lo más mínimo. Reía y remedaba al estibador, presumiendo de un temple a prueba. Pero cuando el otro se fue acercando al término de la faena y acabó extrayendo al caballo una gruesa anguila de la oreja, con la que salió babeando toda la blanca sémola del cerebro del animal, entonces también Matzerath se puso blanco como el queso, aunque no por ello renunció a darse importancia, sino que le compró al estibador, a un precio irrisorio, dos anguilas medianas y dos gruesas, tratando inclusive de sacarle todavía una rebaja.

Aquí hube yo de elogiar a Jan Bronski. Parecía a punto de echarse a llorar y, sin embargo, ayudó a mamá a levantarse, le pasó un brazo por detrás, le cogió el otro por delante y se la llevó del lugar, lo que daba risa, porque mamá iba taconeando de piedra en piedra hacia la playa, se doblaba a casa paso y, sin embargo, no se rompió los tobillos.

Óscar se quedó con Matzerath y el estibador, porque éste, que se había vuelto a poner la gorra, nos mostraba y explicaba por qué el saco de patatas estaba a medio llenar con sal gruesa. La sal del saco era para que las anguilas se mataran al correr y para quitarles al propio tiempo las mucosidades de fuera y de dentro. Porque vez que las anguilas están en la sal, ya no paran de correr, y siguen corriendo hasta que caen muertas y dejan en la sal todas sus mucosidades. Esto se hace cuando luego se las quiere ahumar. Claro que está prohibido por la policía y por la Sociedad Protectora de Animales; pero hay que dejarlas correr de todos modos. Si no ¿en qué otra forma se les podría quitar toda la mucosidad exterior y purgarlas de la interior? Luego que están muertas se frota a las anguilas cuidadosamente con turba y se las cuelga, para ahumarlas, sobre un fuego lento de leña de haya.

A Matzerath le pareció correcto que se hiciera correr a las anguilas en la sal. Bien que se meten en la cabeza del caballo, dijo. Y también en los cadáveres humanos, añadió el estibador. Parece ser que las anguilas eran excepcionalmente gruesas después de la batalla de Skagerrak. Y no hace mucho me contaba un médico del sanatorio de una mujer casada que buscó satisfacción con una anguila viva; se le agarró de tal modo que hubo que internar a la mujer y después ya no pudo tener niños.

Cerrando el saco con las anguilas y la sal, el estibador se lo echó a la espalda, sin importarle que se siguiera agitando. Se colgó al cuello la cuerda de tender, que hacía un momento acababa de recoger, y, al tiempo que el mercante hacía su entrada en el puerto, se alejó al paso de sus botas en dirección de Neufahrwasser. El barco aquel desplazaba unas mil ochocientas toneladas y no era sueco, sino finlandés, ni llevaba mineral, sino madera. El estibador debía conocer a alguien de la tripulación, porque hacía señales con la mano al casco herrumbroso y gritó algo. Los del finlandés respondieron a la seña y también gritaron algo. Pero que Matzerath hiciera señas a su vez y gritara una necedad como «¡Ohé, el barco!» sigue siendo un enigma para mí. Porque, siendo del Rin, no entendía absolutamente nada de marina, y finlandeses, no conocía ni uno solo. Pero así era justamente: siempre hacía señas cuando los demás hacían señas, y siempre gritaba, reía y aplaudía cuando los otros gritaban, reían o aplaudían. De ahí también que ingresara en el Partido relativamente temprano, cuando todavía no era necesario, no reportaba nada y sólo le ocupaba sus mañanas de domingo.

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