Exageraba manifiestamente, pues quería impresionar lo más posible a la Signora Rosvita. Porque, después de todo, la mayoría de la gente atribuía la culpa de la muerte de mamá a Matzerath y, sobre todo, a Jan Bronski. Pero Bebra adivinó mis pensamientos.
—Exageráis, mi estimado. Ese rencor hacia vuestra difunta mamá son puros celos. Porque no habiendo ella ido a la tumba por causa vuestra, sino por la de sus amantes que la fatigaban, os sentís postergado. Sois malo y vanidoso, cual corresponde a un genio.
Y luego, después de un suspiro y de una mirada de soslayo a la Signora Rosvita: —No resulta fácil mantenerse ecuánime con nuestra talla. Conservarse humano sin crecimiento exterior, ¡qué empresa, qué oficio!
Rosvita Raguna, la sonámbula napolitana que tenía la piel tan lisa como arrugada, a la que daba yo dieciocho primaveras para admirarla acto seguido cual anciana de ochenta y tal vez noventa años, la Signora Rosvita acarició el traje elegante, de corte inglés a la medida, del señor Bebra, volvió luego hacia mí sus ojos mediterráneos, negros como cerezas, y, con una voz oscura y llena de promesas frutales que me conmovió y me dejó petrificado, dijo: —Carissimo Oscarnello; ¡cómo comprendo su dolor! Andiamo, véngase con nosotros, ¡Milano, Parigi, Toledo, Guatemala!
Sentí una especie de vértigo. La mano fresca y viejísima a la vez de la Raguna cogió la mía. Sentí batir en mi costa el mar Mediterráneo; unos olivos me susurraban al oído: —Rosvita será como tu mamá, Rosvita comprenderá. Ella, la gran sonámbula que lo penetra y lo conoce todo, todo menos a sí misma, ¡mammamia!, menos a sí misma, ¡Dio!
En forma extraña, Raguna retiró de repente y como horrorizada su mano, cuando apenas había empezado a penetrarme y a radiografiarme con su mirada de sonámbula. ¿Acaso mi hambriento corazón de catorce años la había asustado? ¿Habíase tal vez percatado de que para mí Rosvita, doncella o anciana, significaba Rosvita? Susurraba en napolitano, temblaba, se persignaba con frecuencia, como si los horrores que leía en mí no tuvieran fin, para acabar desapareciendo sin decir palabra detrás de su abanico.
Confuso, pedí una aclaración, rogué al señor Bebra que dijera algo. Pero él también, a pesar de su descendencia directa del príncipe Eugenio, estaba desconcertado, balbuceaba, hasta que finalmente se dio a comprender: —Vuestro genio, mi joven amigo, lo divino pero también lo demoníaco de ese genio vuestro, ha turbado un poco a mi buena Rosvita, y yo mismo he de confesar que esa desmesura peculiar que os arrebata de repente, me es extraña, aunque no totalmente incomprensible. Pero de todos modos, lo mismo da —Bebra iba recobrando su dominio—, sea cual sea vuestro carácter, venid con nosotros, trabajad con nosotros en el Espectáculo de los Milagros, de Bebra. Con un poco de disciplina y de moderación, podríais tal vez, aun en las condiciones políticas actuales, encontrar un público.
Comprendí inmediatamente. Bebra, que me había aconsejado estar siempre en las tribunas y nunca delante de ellas, había pasado a formar parte él mismo de los peatones, aunque siguiera presentándose ante el público en el circo. De modo que, al declinar yo cortésmente y sintiéndolo mucho su proposición, tampoco se decepcionó. Y la Signora Rosvita respiró ostensiblemente aliviada detrás de su abanico y volvió a mostrarme sus ojos mediterráneos.
Seguimos charlando como cosa de una hora, pedí al camarero un vaso vacío, canté en el vidrio un recorte en forma de corazón, canté alrededor, en grabado caligráfico, una inscripción: «Óscar a Rosvita», le regalé el vaso, la hice feliz con ello y, después que Bebra hubo pagado dando una buena propina, partimos.
Los dos me acompañaron hasta el Salón de los Deportes. Mostré con el palillo del tambor la tribuna desierta al otro extremo del Campo de Mayo y —ahora lo recuerdo: fue en la primavera del treinta y ocho— le conté a Bebra mis proezas de tambor debajo de las tribunas.
Bebra sonrió, no sin embarazo, y la Raguna puso cara seria. Pero al alejarse la Signora algunos pasos, me susurró Bebra al oído, al tiempo que se despedía: —He fracasado, mi buen amigo, ¿cómo podría, pues, seguir siendo vuestro maestro? ¡Ah! ¡Qué asco de política!
Luego me besó en la frente, como lo hiciera unos años antes al encontrarme entre las carretas del circo, la dama me tendió una mano como de porcelana, y yo me incliné con donaire, en forma tal vez demasiado experta para mis catorce años, sobre los dedos de la sonámbula.
—¡Volveremos a vernos, hijo mío! —dijo Bebra moviendo su mano en señal de despedida—. Cualesquiera que sean los tiempos, gentes como nosotros no se pierden.
—¡Perdonad a vuestros papás! —aconsejó la Signora—. ¡Acostumbraos a vuestra propia existencia, para que el corazón encuentre la paz y Satanás disgusto!
Sentí como si la Signora me hubiera vuelto a bautizar, aunque también inútilmente.
Vade retro
, Satanás —pero Satanás no se retiró. Los seguí con mirada triste y el corazón vacío y les dije adiós con la mano cuando ya subían a un taxi en el que desaparecieron por completo, pues se trataba de un Ford hecho para adultos, de modo que, al arrancar con mis amigos, parecía vacío y como si buscara clientes.
Bien traté de convencer a Matzerath de que me llevara al circo Krone, pero a Matzerath no había quien lo convenciera, entregado como se hallaba por completo al duelo por la pérdida de mamá, a la que, sin embargo, nunca había poseído por completo. Pero, ¿quién era el que la había poseído por completo? Tampoco Jan Bronski; de haber alguno, habría sido yo en todo caso, que era el que más sufría de su ausencia y al que dicha ausencia alteraba toda la vida cotidiana, poniéndola inclusive en peligro. Mamá me había jugado una mala partida, y de mis dos papas no podía yo esperar nada. El maestro Bebra había encontrado a su maestro en Goebbels, el ministro de la Propaganda. Greta Scheffler absorbíase por completo en la obra del Socorro de Invierno: nadie ha de pasar hambre, nadie ha de pasar frío, decían. Yo me atuve a mi tambor y me fui aislando totalmente en la hojalata, que antaño fuera blanca y ahora iba adelgazando con el uso. Por las noches, Matzerath y yo nos sentábamos frente a frente. Él hojeaba sus libros de cocina y yo me lamentaba con mi tambor. Algunas veces Matzerath lloraba y escondía su cabeza en los libros. Las visitas de Jan Bronski se fueron haciendo cada vez más raras. En el terreno de la política, los dos hombres opinaban que había que ser prudentes, ya que no se sabía a dónde iría aquello a parar. Así, pues, las partidas de skat con algún tercero ocasional fueron espaciándose cada vez más y si acaso tenían lugar ya bien entrada la tarde, evitando toda alusión política, en nuestro salón, bajo la lámpara colgante. Mi abuela parecía haberse olvidado del camino de Bissau hasta el Labesweg. Guardaba rencor a Matzerath y tal vez también a mí, pues le había oído decir: —Mi pobre Agnés murió porque ya no podía aguantar más tanto tambor.
Y aunque tal vez tuviera yo la culpa de la muerte de mi pobre mamá, no por ello me aferraba con menos ahínco al tambor difamado, porque éste no moría, como muere una madre, y podía comprarse uno nuevo o hacer reparar el viejo por el anciano Heilandt o por el relojero Laubschad; porque me comprendía, me daba siempre la respuesta correcta y me era fiel, lo mismo que yo a él. Cuando en aquella época el piso se me hacía estrecho y las calles se me antojaban demasiado cortas o demasiado largas para mis catorce años, cuando durante el día no se presentaba ocasión para jugar al tentador frente a los escaparates y por la noche la tentación no era lo suficientemente intensa como para llevarme a tentar por los zaguanes oscuros, subía yo marcando el paso y el compás los cuatro tramos de la escalera, contando los ciento dieciséis peldaños, y deteniéndome en cada descansillo para tomar nota de los olores que se escapaban por cada una de las cinco puertas, porque los olores, lo mismo que yo, huían de la excesiva estrechez de los departamentos de dos habitaciones.
Al principio tuve todavía suerte de vez en cuando con el trompeta Meyn. Borracho y tendido entre las sábanas, podía tocar su trompeta en forma extraordinariamente musical y dar gusto a mi tambor. Pero, en mayo del treinta y ocho, abandonó la ginebra y anunció a la faz del mundo: «¡Ahora empieza una nueva vida!» Se hizo músico del cuerpo montado de la SA. Con sus botas y sus asentaderas de cuero, absolutamente sobrio, veíale en adelante subir la escalera saltando los peldaños de cinco en cinco. Sus cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, los guardó, porque era lícito suponer que de vez en cuando la ginebra vencía de todos modos y lo ponía musical.
Era raro que yo llamara a la puerta del relojero Laubschad, hombre viejo y silencioso entre un barullo de doscientos relojes. Semejante despilfarro de tiempo podía a lo sumo permitírmelo una vez al mes.
El viejo Heilandt seguía teniendo su cobertizo en el patio del edificio. No había dejado de enderezar clavos torcidos. También seguía habiendo allí conejos y conejos de conejos como en los viejos tiempos. Pero los rapaces del patio eran otros. Ahora llevaban uniformes y corbatines negros y ya no cocían sopas de ladrillos. Apenas conocía los nombres de lo que allá crecía y me iba ganando en talla. Tratábase de otra generación; la mía había dejado ya la escuela. Hallábase ahora en el aprendizaje: Nuchi Eyke se hizo peluquero, Axel Mischke quería ser soldador en Schichau, Susi Kater se entrenaba para vendedora en los grandes almacenes Sternfeld y tenía ya un amigo titular. ¡A qué punto pueden cambiar en tres o cuatro años las cosas! Cierto que subsistía la barra para las alfombras y que en el reglamento interior seguía prescribiéndose: Sacudida de las alfombras, martes y viernes; pero en dichos dos días eso ya sólo se oía en sordina y como con timidez. Desde la toma del poder por Hitler había cada vez más aspiradoras en los pisos, y las barras de sacudir se iban quedando solas y no eran útiles más que a los gorriones.
Así, pues, sólo me quedaba la caja de la escalera y el desván. Bajo las tejas dedicábame a mi consabida lectura, y cuando añoraba a mis semejantes, bajaba por la escalera y llamaba a la primera puerta a la izquierda, en el segundo piso. Mamá Truczinski me abría siempre. Desde que en el cementerio de Brenntau me tomara de la mano y me llevara hasta la tumba de mi pobre mamá, abría siempre que Óscar se presentaba con sus palillos en el entrepaño de la puerta.
—Pero no toques demasiado fuerte, Oscarcito, porque Heriberto sigue todavía durmiendo: ha vuelto a tener una noche muy pesada y tuvieron que traerlo en auto.— Me pasaba luego al salón, me servía malta con leche y me daba también un trozo pardo de azúcar cande al extremo de un hilo, para que lo pudiera sumergir y lamer. Y yo bebía, chupaba el azúcar, y dejaba el tambor en paz.
Mamá Truczinski tenía una cabeza pequeña y redonda, cubierta por un pelo color gris ceniza muy fino en forma tan precaria que se le transparentaba el color rosado de la piel de la cabeza. Los escasos pelos tendían todos hacia el punto más sobresaliente de la parte posterior de la cabeza y formaban allí un moño que, a pesar de su reducido volumen —era más pequeño que una bola de billar—, se veía desde todos los lados, cualquiera que fuera la posición que ella adoptara. Unas agujas de hacer punto aseguraban su cohesión. Todas las mañanas, mamá Truczinski frotaba sus mejillas redondas, que cuando reía parecían postizas, con el papel de los paquetes de achicoria, que era rojo y desteñía. Tenía la mirada de un ratón. Sus cuatro hijos se llamaban: Heriberto, Gusta, Fritz y María.
María tenía mi edad, acababa de terminar la escuela pública y vivía con una familia de funcionarios en Schidlitz, donde hacía su aprendizaje de administración doméstica. A Fritz, que trabajaba en la fábrica de vagones, se le veía raramente. Tenía en rotación dos o tres muchachas que le preparaban la cama y con las que iba a bailar a Ohra, en el «Hipódromo». Criaba en el patio del edificio unos conejos, vieneses azules, pero se los tenía que cuidar mamá Truczinski, porque Fritz estaba siempre sumamente ocupado con sus amiguitas. Gusta, temperamento reposado de unos treinta años, servía en el Hotel Edén, junto a la Estación Central. Soltera todavía, vivía, como todo el personal, en el piso superior del rascacielos de aquel hotel de primera clase. Y finalmente Heriberto, el mayor, que, descontando las noches eventuales del mecánico Fritz, era el único que habitaba con su madre, trabajaba de camarero en el suburbio portuario de Neufahrwasser. De él es de quien ahora me propongo hablar. Porque, después de la muerte de mi pobre mamá, Heriberto constituyó durante una breve época feliz la meta de todos mis esfuerzos, y aún hoy sigo llamándole mi amigo.
Heriberto servía con Starbusch. Éste era el nombre del patrón de la taberna «Al Sueco», situada frente a la iglesia protestante de los marineros, cuyos clientes eran en su mayoría, como puede deducirse fácilmente de la inscripción «Al Sueco», escandinavos. Pero la frecuentaban también rusos, polacos del Puerto Libre, estibadores del Holm y marinos de los navíos de guerra del Reich alemán que venían de visita. Sólo las experiencias acumuladas en el «Hipódromo» de Ohra —pues antes de pasar a Fahrwasser Heriberto había servido en aquel local de baile de tercer orden— permitíanle dominar con su bajo alemán de suburbio entremezclado de modismos ingleses y polacos la confusión lingüística que imperaba en el Sueco. Pese a lo cual, la ambulancia lo llevaba una o dos veces al mes, contra su voluntad pero, eso sí, gratis, a la casa.
En estas ocasiones Heriberto tenía que permanecer tendido boca abajo respirando difícilmente, porque pesaba casi dos quintales, y guardar cama por unos días. Mamá Truczinski no cesaba en tales días de renegar, mientras atendía infatigablemente a su cuidado, y cada vez, después de renovarle el vendaje, se sacaba del moño una de las agujas de hacer punto y apuntaba con ella a un retrato encristalado que colgaba frente a la cama y representaba a un hombre bigotudo, de mirada sería y fija, fotografiado y retocado, muy parecido a la colección de bigotes que figuran en las primeras páginas de mi álbum de fotos.
Aquel señor que la aguja de hacer punto de mamá Truczinski señalaba no era sin embargo un miembro de mi familia, sino el papá de Heriberto, de Gusta, de Fritz y de María.
—Acabarás igual que tu padre —zaheríale en el oído al doliente Heriberto, que respiraba con dificultad. Pero nunca decía en forma clara cómo y dónde aquel hombre del marco negro había encontrado o tal vez buscado su fin.
—¿Quiénes fueron esta vez? —inquiría el ratón de pelo gris con los brazos cruzados.