Óscar estaba ante el altar izquierdo de la nave lateral izquierda. La Virgen tenía la misma expresión que tendría seguramente la mamá de Óscar a los diecisiete años, cuando, de vendedora en la tienda del Troyl, no tenía dinero para ir al cine y, como sustituto, se extasiaba contemplando carteles de películas de Asta Nielsen.
Pero no se dedicaba a Jesús, sino que observaba al otro niño que estaba sobre su rodilla derecha, al cual, para evitar equívocos, designo en seguida como Juan el Bautista. Los dos niños tenían mi talla. Para ser exacto, a Jesús le habría dado dos centímetros más, aunque según los textos era más joven que el niño bautista. El escultor se había complacido en representar al Salvador a los tres años, desnudo y sonrosado. Juan, en cambio, como más tarde había de ir al desierto, llevaba una piel con mechones color de chocolate, que le cubría medio pecho, el vientre y su regaderita.
Óscar habría hecho mejor quedándose ante el altar mayor o, sin compromiso, al lado del confesonario, que cerca de aquellos dos muchachos precoces que se le parecían terriblemente. Por supuesto, tenían los ojos azules y su mismo pelo castaño. Y no habría faltado sino que el escultor peluquero les hubiera dado a los dos el peinado en cepillo de Óscar cortándoles aquellos insulsos tirabuzoncitos.
No quiero detenerme demasiado en el niño bautista, que con el índice izquierdo señalaba al niño Jesús, como si empezara a decirle: a, e, i, o, u, borriquito como tú. Dejando aparte los juegos de niños, llamo a Jesús por su nombre y compruebo: ¡uniovular! Habría podido ser mi hermanito gemelo. Tenía mi misma estatura y mi misma regaderita, que entonces sólo servía de regaderita. Abría al mundo unos ojos azul cobalto absolutamente Bronski y, para fastidiarme más, adoptaba mis propios gestos.
Mi reproducción levantaba ambos brazos y cerraba los puños de tal manera que sin la menor dificultad hubiera podido metérsele algo en ellos, por ejemplo, mis dos palillos; y si el escultor lo hubiese hecho y le hubiera puesto en yeso sobre la rodilla sonrosada mi tambor rojo y blanco, habría sido yo, el Óscar más perfecto, el que se sentara sobre la rodilla de la Virgen y llamara a los feligreses con el tambor. ¡Hay cosas en este mundo que, por muy sagradas que sean, no pueden dejarse tal cual son!
Tres gradas cubiertas con una alfombra llevaban a la Virgen, vestida de verde plateado, a la piel con mechones color de chocolate de Juan y hasta el Niño Jesús color de jamón cocido. Había aquí un altar de María con cirios anémicos y flores de distinto precio. La Virgen verde, el pardo Juan y el Jesús sonrosado llevaban pegadas a la parte posterior de la cabeza unas aureolas del tamaño de platos. El dorado de la hoja acrecentaba su valor.
Si no hubiese habido las tres gradas ante el altar, yo nunca hubiera subido. Gradas, picaportes y escaparates han tentado a Óscar desde siempre, y aún hoy, en que su cama de sanatorio debería bastarle, no lo dejan del todo indiferente. Dejóse pues tentar de una grada a la otra, sin por ello salirse de la alfombra. Ya junto al pequeño altar de María, las figuras quedaban al alcance de la mano de Óscar, así que éste pudo permitirse respecto de los tres personajes un ligero toque de nudillos, en parte despectivo y en parte respetuoso. Sus uñas estaban en condiciones de practicar ese raspado que bajo la capa de pintura pone el yeso al desnudo. Los pliegues de la túnica de la Virgen continuaban dando vueltas, hasta el banco de nubes a sus pies. La espinilla apenas entrevista permitía suponer que el escultor había modelado previamente las carnes, para luego inundarlas con el ropaje. Al manosear Óscar a fondo la regaderita del Niño Jesús, acariciándola y apretándola con cuidado como si tratara de moverla —por error no estaba circuncisa—, sintió, de modo en parte agradable y en parte desconcertante por su novedad, su propia regaderita, en vista de lo cual se apresuró a dejar la del Jesucristo en paz, para que éste dejara en paz la suya.
Circunciso o no, no me preocupé más por ello, me saqué el tambor de debajo del jersey, me lo descolgué del cuello y, sin estropear la aureola, se lo colgué a Jesús. Habida cuenta de mi estatura, sobra decir cuánto trabajo me costó. Para poder proveer a Jesús del instrumento hube de encaramarme a la escultura, sobre el banco de nubes que reemplazaba la peana.
Esto no lo hizo Óscar en ocasión de su primera visita a la iglesia después de su bautizo, en enero del treinta y seis, sino en el curso de la Semana Santa de aquel mismo año. Durante todo el invierno, su mamá se había visto en apuros para hacer conciliables la confesión y su asunto con Jan Bronski. De modo que Óscar dispuso de tiempo y de sábados suficientes para concebir su plan, condenarlo, justificarlo, examinarlo bajo todos los aspectos y, finalmente, abandonando todos su planes anteriores, ejecutarlo sencilla y directamente, con ayuda de la oración de las gradas, el lunes de la Semana Santa.
Comoquiera que mamá sintiera la necesidad de confesarse antes de los días de gran actividad en la tienda que preceden a la fiesta de Pascua, me tomó de la mano al anochecer del Lunes Santo y me llevó por el Labesweg hasta el Mercado Nuevo y luego por la Elsenstrasse y la calle de la Virgen María, pasando frente a la carnicería de Wohlgemuth, hasta el Parque de Kleinhammer; luego doblamos a la izquierda para cruzar el paso subterráneo bajo el ferrocarril a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, frente al terraplén del tren.
Era ya tarde. Sólo esperaban ante el confesonario dos viejecitas y un joven acomplejado. En tanto que mamá procedía a su examen de conciencia —hojeaba la Guía del Confesor como si se tratara de sus libros de contabilidad, humedeciéndose para ello el pulgar, y como si estuviera calculando una declaración de impuestos—, me deslicé fuera del banco de encino y, eludiendo las miradas del Sagrado Corazón y del Jesús gimnasta de la cruz, me fui directamente al altar lateral de la izquierda.
Aunque había que proceder aprisa, no quise saltarme el correspondiente Introito. Tres gradas:
Introibo ad altare Dei
. Ante Dios que alegra mi juventud. Descolgarme el tambor del cuello, alargando el Kyrie, hacia el banco de nubes, sin detenerme en la regaderita, antes bien, justo antes del Gloria, colgárselo a Jesús ¡cuidado con la aureola! bajar otra vez de las nubes, remisión, perdón y absolución, pero antes todavía ponerle a Jesús los palillos en los puños que estaban como pidiéndolos; una, dos, tres gradas; levanto mi mirada hacia la mole, aún queda algo de alfombra y, por fin, las baldosas y un pequeño reclinatorio para Óscar, que se arrodilla sobre el cojín, junta sus manos de tambor ante su cara —
Gloria in excelsis Deo
— y espía por entre los dedos de Jesús y su tambor, esperando el milagro: ¿tocará, o acaso no sabe tocar, o no se atreve a tocar? O toca o no es Jesús verdadero, y si no toca, entonces el verdadero Jesús es más bien Óscar.
Cuando se desea un milagro, hay que saber esperar. Pues bien, yo esperé, y al principio lo hice inclusive con paciencia, pero tal vez no con la paciencia suficiente, pues a medida que me iba repitiendo el texto «Oh, Señor, todas las miradas te esperan», sin más variante, de acuerdo con las circunstancias, que la de decir orejas en lugar de miradas, más decepcionado sentíase Óscar en su reclinatorio. De todos modos, brindó todavía al Señor toda clase de oportunidades y cerró los ojos, para ver si Él, no sintiéndose observado, se decidía más fácilmente, aunque fuera tal vez con poca habilidad, a empezar; pero finalmente, después del tercer Credo, después del Padre, Criador, visible e invisible, del único Hijo, engendrado por el Padre, verdadero de verdadero, engendrado, no creado, uno con él, por él, por nosotros y para nuestra salvación descendió de, se hizo, fue muerto y enterrado, resucitó, ascendió, a la diestra de, ha de venir, sobre los muertos, no tendrá fin, creo en, será al propio tiempo, habló por, creo en la santa Iglesia, una, católica...
Ya estaba bien. Aún lo tengo en las narices, el catolicismo. Pero en cuanto a creer, ni hablar. Y aun el olor no me interesaba, quería otra cosa: quería oír mi tambor, quería que Jesús me tocara algo, aunque no fuera más que un pequeño milagrito a media voz. No pretendía yo en modo alguno que fuera un redoble retumbante, que atrajera al vicario Rasczeia y al reverendo Wiehnke, arrastrando éste penosamente sus adiposidades al lugar del milagro, con protocolos a la sede episcopal de oliva y visto bueno del obispado a Roma. No, yo no tenía ninguna ambición; Óscar no aspiraba a ser beatificado. Lo que pedía era un simple milagrito para uso personal, para ver y oír, para decidir de una vez por todas si Óscar había de tocar el tambor en favor o en contra: para que se supiera con toda claridad cuál de los dos uniovulares de ojos azules podría en adelante llamarse Jesús.
Esperaba, pues, sentado. Entretanto, pensaba yo inquieto, mamá debe estar ya confesándose y habrá pasado ya del sexto mandamiento. El viejito ese que siempre suele ir tambaleándose por las iglesias habíase ya tambaleado frente al altar mayor y, finalmente, ante el altar lateral, saludó a la Virgen con el Niño, y vio tal vez el tambor, pero no comprendió nada. Siguió su camino, arrastrando sus zapatos y envejeciendo.
Lo que quiero decir es que el tiempo pasaba y Jesús no tocaba el tambor. Oí voces en el coro. ¡Por Dios, pensaba yo con sobresalto, que no se le ocurra a nadie tocar el órgano! Son muy capaces, mientras se entrenan para el día de Pascua, de anegar con su bramido el redoble tal vez incipiente, tenue como el aliento, del Niño Jesús.
Pero nadie tocó el órgano, ni Jesús el tambor. No se produjo milagro alguno. Y yo me levanté del cojín, hice crujir mis rodillas y me dirigí a pasitos, aburrido y de mal humor, sobre la alfombra hasta las gradas; las subí una después de otra, dejando de lado todas las oraciones de introito que sabía, me encaramé a la nube de yeso, hice caer sin querer algunas flores de precio módico y me dispuse a quitarle el tambor al tonto aquel desnudo.
Lo digo hoy todavía y me lo vuelvo a repetir siempre: fue un error querer instruirlo. No sé qué fue lo que me impulsó a cogerle primero los palillos, dejándole a él el tambor, para luego empezar a tocarle algo, primero bajito pero luego cada vez más fuerte, a la manera de un maestro que se va impacientando, y volver luego a poner los palillos en las manos, para que mostrara lo que con Óscar había aprendido.
Antes de que, sin preocuparme ya por la aureola, pudiera quitarle al más inepto de los discípulos los palillos y el tambor, ya el reverendo Wiehnke estaba detrás de mí —mi tamboreo había retumbado por la iglesia en todas direcciones—, estaba detrás de mí el vicario Rasczeia, estaba mamá, estaba el viejito, y el vicario me levantó en vilo, el reverendo me soltó un manotazo, mamá rompió a llorar, el reverendo me reprendió en voz baja, y el vicario, hincando previamente la rodilla, subió arriba y le quitó a Jesús los palillos, y, con los palillos en la mano, volvió a hincar la rodilla y volvió a subir por el tambor, se lo quitó, le dobló la aureola, le dio en la regaderita, rompió algo de la nube y bajó las gradas, volvió a hincar la rodilla, la hincó otra vez, y no quería devolverme el tambor, lo que me puso todavía más furioso y me hizo darle unas patadas al reverendo y vergüenza a mamá, que se avergonzaba de que le diera patadas al reverendo, lo mordiera y lo arañara, hasta que logré soltarme del reverendo, del vicario y del viejito, y heme aquí ya frente al altar mayor, donde sentí a Satanás brincarme dentro y decirme, como cuando el bautizo: —Mira todo eso, Óscar, ¡ventanas y ventanas, vidrio, todo vidrio!
Y por encima del gimnasta de la cruz, que no se movió, dirigí mi canto a los tres grandes ventanales del ábside, que sobre fondo azul representaban en rojo, amarillo y verde a los doce apóstoles. Pero no puse el ojo en Marcos ni en Mateo, sino que, por encima de ellos, apunté a aquella paloma que se mantenía colgada boca abajo celebrando la Pentecostés; apunté al Espíritu Santo, lo hice vibrar, luchando con mi diamante contra el pájaro. ¿Fue culpa mía? ¿O fue que el gimnasta, sin moverse, no lo quiso? ¿o tal vez fue el milagro, que nadie comprendió? El caso es que me vieron temblar y lanzar mudos gritos hacia el ábside y, con excepción de mamá, creyeron que rezaba, cuando lo que yo quería eran vidrios rotos. Pero Óscar falló: su tiempo no había llegado todavía. Me dejé pues caer sobre las baldosas y rompí a llorar amargamente, porque Jesús había fallado, porque Óscar fallaba y porque el reverendo y Rasczeia, interpretándolo todo al revés, empezaron a decir una sarta de sandeces a propósito de mi arrepentimiento. La única que no falló fue mamá. Ella interpretó mis lágrimas correctamente, aunque debió alegrarse de que no hubiera rotura de vidrios.
Entonces mamá me cogió en brazos, rogó al vicario que le devolviera el tambor y los palillos y prometió pagar los daños, a continuación de lo cual recibió la absolución
a posteriori
, ya que yo había interrumpido la confesión. También Óscar entró en la bendición, pero eso no me importaba.
Mientras mamá me sacaba de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, yo iba contando con los dedos: hoy lunes, mañana martes, miércoles, Jueves Santo, y Viernes Santo, acabad con él, que ni siquiera sabe tocar el tambor, que no me concede romper los vidrios que se me parece y sin embargo es falso, que bajará a la tumba, en tanto que yo puedo seguir tocando y tocando mi tambor pero sin que vuelva jamás a ocurrírseme desear un milagro.
Contradictorios: ésta sería la palabra para expresar mis sentimientos entre el Lunes y el Viernes Santo. Por una parte me irritaba contra aquel Niño Jesús de yeso que no quería tocar el tambor, pero, por otra parte, con ello me aseguraba el tambor como objeto de uso exclusivo. Y si por un lado mi voz falló frente a los ventanales de la iglesia, Óscar conservó por el otro, en presencia del vidrio coloreado e ileso, aquel resto de fe católica que le había de inspirar todavía muchas otras blasfemias desesperadas.
Otra contradicción: si bien por una parte logré, en el camino de regreso a casa desde la iglesia del Sagrado Corazón, romper con mi voz, a título de prueba, la ventana de una buhardilla, por otra parte mi éxito frente a lo profano había de hacer más notorio en adelante mi fracaso en el sector sagrado. Contradicción, digo. Y esta ruptura subsistió y no llegó a superarse, y sigue vigente hoy todavía, que ya no estoy ni en el sector profano ni en el sagrado, sino más bien arrinconado en un sanatorio.
Mamá pagó los daños del altar lateral izquierdo. El negocio de Pascua fue bueno, pese a que por deseo de Matzerath, que era, a buen seguro, protestante, la tienda hubo de permanecer cerrada el día de Viernes Santo. Mamá, que por lo demás solía salirse siempre con la suya, cedía los Viernes Santos, pero exigía en compensación, por razones de orden católico, el derecho de cerrar la tienda el día del Corpus católico, de cambiar en el escaparate los paquetes de Persil y de café Hag por una pequeña imagen de la Virgen, coloreada e iluminada con focos, y de ir a la procesión de Oliva.