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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (10 page)

Me pierdo aquí entre instantáneas de viajeros de la organización La Fuerza por la Alegría y testimonios de un delicado erotismo explorador. Salto rápidamente algunas hojas para llegar a mi primera reproducción fotográfica.

Era yo un bello bebé. La foto fue tomada la Pascua de Pentecostés del año veintiocho. Contaba entonces ocho meses, dos menos que Esteban Bronski, que figura en el mismo tamaño en la página siguiente e irradia una vulgaridad indescriptible. La tarjeta postal, impresa probablemente en cierto número de ejemplares para uso de la familia, presenta un borde ondulado, recortado con arte, y tiene rayas en la parte posterior. El medallón fotográfico muestra sobre el rectángulo apaisado un huevo excesivamente simétrico. Desnudo y representando la yema, me encuentro tendido boca abajo sobre una piel blanca que algún oso polar hubo de legar a un fotógrafo europeo-oriental especializado en fotos de niños. Lo mismo que para tantas otras fotos de la época, también se escogió para mi primer retrato aquel tono pardo cálido inconfundible, que por mi parte llamaría humano, en oposición a las copias en blanco y negro inhumanamente brillantes de nuestros días. Una fronda mate borrosa, probablemente pintada, forma el fondo que sólo aclaran contadas manchas luminosas. En tanto que mi cuerpo liso, sano, reposa en posición plana y ligeramente diagonal sobre la piel y deja que se refleje en él la patria polar del oso, levanto muy alto, con gran esfuerzo, una cabeza preferentemente redonda, y miro al contemplador eventual de mi desnudez con ojos brillantes.

Se dirá: una foto como todas las fotos de niños. Pero, háganme ustedes el favor de mirar las manos, y tendrán que convenir en que mi retrato más precoz se distingue marcadamente de las innúmeras obras de arte de muchos otros álbumes que muestran siempre la misma monada. A mí se me ve con los puños cerrados. Nada de dedos en salchicha jugando olvidados, con un impulso todavía vagamente prensor, con los mechones de la piel. Mis pequeños puños, por el contrario, se concentran seriamente a ambos lados de mi cabeza, a punto siempre de dejarse caer y de dar el tono. ¿Qué tono? ¡El del tambor!

Todavía no está, puesto que sólo me lo prometieron, bajo la lámpara, para mi tercer aniversario; pero no le había de resultar nada difícil a un montador experto de fotos introducir el cliché correspondiente, o sea el cliché reducido de un tambor de niño, sin necesidad de hacer el menor retoque a la posición de mi cuerpo. No habría más que quitar, eso sí, la absurda piel del animal, de la que no hago el menor caso. Constituye en efecto un cuerpo extraño en esta composición por lo demás feliz, a la que se puso por tema aquella edad sagaz, vidente, en la que quieren salir los primeros dientes de leche.

Más tarde ya no volvieron a ponerme sobre pieles de oso. Tendría un año y medio cuando, en un cochecito de ruedas altas, me empujaron ante una empalizada cuyas puntas y travesaños destacan a tal grado sobre el fondo de una capa de nieve, que he de suponer que la foto fue hecha en enero del veintiséis. La manera tosca de la empalizada, que parece desprender un olor de madera alquitranada, se asocia en mí, si me detengo a contemplarla, al suburbio Hochstriess, cuyos vastos cuarteles albergaran primero a los húsares de Mackensen y, en mi tiempo, a la policía del Estado libre. Comoquiera, sin embargo, que no recuerdo a nadie que viviera en dicho suburbio, es probable que la foto la tomarían en ocasión de una visita única de mis padres a gente que luego ya no volveríamos a ver más o sólo muy raramente.

A pesar del frío, mamá y Matzerath, que tienen el cochecito entre los dos, no llevan abrigo. Antes bien, mamá exhibe una blusa rusa cuyos ornamentos bordados se adaptan al paisaje invernal dando la impresión de que en el corazón de Rusia se está tomando una foto de la familia del zar; Rasputín está a cargo del aparato, yo soy el zarevich, y tras la empalizada se agazapan mencheviques y bolcheviques que se entretienen haciendo bombas de mano con el propósito de acabar con la familia autocrática. El aire pequeño-burgués, muy centroeuropeo, de Matzerath, grávido (según oportunamente se verá) de futuro, quiebra la aspereza violenta del ambiente lóbrego que dormita en dicha foto. Estábamos probablemente en el apacible Hochstriess, dejamos por un momento la casa de nuestro anfitrión, sin ponernos los abrigos, nos dejamos tomar una foto por el señor de la casa, con el pequeño Óscar hecho una monada en medio, para luego volver al interior caldeado y pasar, con café, pastel y nata batida, un rato agradable.

Hay todavía una buena docena más de instantáneas del pequeño Óscar: de un año, de dos años, de dos años y medio; tendido, sentado, gateando y andando. Las fotos son todas ellas más o menos buenas y forman en conjunto los preliminares de aquel retrato de cuerpo entero que se me había de hacer el día de mi tercer aniversario.

Aquí sí lo tengo ya, el tambor. Nuevecito, con sus triángulos pintados en rojo y blanco, pegado a la barriga. Yo, plenamente consciente y con expresión decidida, cruzo los palillos de madera sobre la superficie de hojalata. Llevo un suéter rayado y zapatos de charol. El pelo tieso, como un cepillo ávido de dar lustre; en cada uno de mis ojos azules se refleja una voluntad de poder que se las sabía arreglar sola. Logré entonces una actitud que no tenía motivo alguno de abandonar; dije, resolví y me decidí a no ser político en ningún caso y, mucho menos todavía, negociante en ultramarinos, sino a poner un punto y a quedarme tal cual era: así me quedé, con la misma talla y el mismo equipo durante muchos años.

Gente menuda y gente grande, el pequeño y el gran Belt, el pequeño y el grande ABC, Pipino el Breve y Carlomagno, David y Goliat, Gulliver y los Enanos; yo me planté en mis tres años, en la talla de Gnomo y de Pulgarcito, negándome a crecer más, para verme libre de distinciones como las del pequeño y el gran catecismo, para no verme entregado al llegar a un metro setenta y dos, en calidad de lo que llaman adulto, a un hombre que al afeitarse ante el espejo se decía mi padre y tener que dedicarme a un negocio que, conforme al deseo de Matzerath, le había de abrir a Óscar, al cumplir veintiún años, el mundo de los adultos. Para no tener que habérmelas con ningún género de caja registradora ruidosa, me aferré a mi tambor y, a partir de mi tercer aniversario, ya no crecí ni un dedo más; me quedé en los tres años, pero también con una triple sabiduría; superado en la talla por todos los adultos, pero tan superior a ellos; sin querer medir mi sombra con la de ellos, pero interior y exteriormente ya cabal, en tanto que ellos, aun en la edad avanzada, van chocheando a propósito de su desarrollo; comprendiendo ya lo que los otros sólo logran con la experiencia y a menudo con sobradas penas; sin necesitar cambiar año tras año de zapatos y pantalón para demostrar que algo crecía.

Con todo —y aquí Óscar ha de confesar algún desarrollo—, algo crecía, no siempre por mi bien, y acabó por adquirir proporciones mesiánicas. Pero ¿qué adulto, entonces, poseía la mirada y el oído a la altura de Óscar, el tocador de tambor, que se mantenía a perpetuidad en sus tres años?

Vidrio, vidrio, vidrio roto

Si hace un momento describía una foto que muestra a Óscar de cuerpo entero, con tambor y palillos, y anunciaba al propio tiempo las decisiones cuya adopción vino a culminar durante la escena de la fotografía, en presencia de la compañía reunida con motivo de mi cumpleaños en torno al pastel con las tres velas, ahora que el álbum calla cerrado a mi lado he de dejar hablar a aquellas cosas que, si bien no explican la perennidad de mis tres años, sucedieron de todos modos, y fueron provocadas por mí.

Desde el principio lo vi con toda claridad: los adultos no te van a comprender, y si no te ven crecer de modo perceptible te llamarán retrasado; te llevarán, a ti y a su dinero, a cien médicos, para buscar, si no consiguen tu curación, por lo menos la explicación de tu enfermedad. Por consiguiente, con objeto de limitar las consultas a una medida soportable, había de proporcionar yo mismo, aun antes de que el médico diera su explicación, el motivo más plausible de mi falta de crecimiento.

Estamos en un domingo resplandeciente de sol del mes de septiembre, en la fecha de mi tercer aniversario. Atmósfera delicada y transparente de fines de verano: hasta las risotadas de Greta Scheffler suenan como en sordina. Mamá pulsa al piano los acentos del
Barón Gitano
; Jan está detrás de ella y del taburete, le toca ligeramente la espalda y hace como que sigue las notas. Matzerath ya está preparando la cena en la cocina. Mi abuela Ana se ha ido con Eduvigis Bronski y Alejandro Scheffler a la tienda del verdulero Greff, enfrente, porque éste siempre tiene alguna historia que contar, historias de exploradores en que siempre se exaltan el valor y la lealtad. Además, un reloj vertical que no omitía ninguno de los cuartos de hora de aquella fina tarde de septiembre. Y comoquiera que, al igual que el reloj, todos estaban sumamente ocupados, y que se había establecido una especie de línea que, desde la Hungría del Barón Gitano, pasaba junto a los exploradores de Greff en los Vosgos y frente a la cocina de Matzerath, en la que unas cantarelas cachubas se estaban friendo en la sartén con unos huevos revueltos y carne de panza, y conducía a lo largo del corredor hasta la tienda, la seguí, tocando suavemente mi tambor. Y heme ya aquí en la tienda y detrás del mostrador: lejos quedaban ya el piano, las cantarelas y los Vosgos, y observé que la trampa de la bodega estaba abierta; probablemente Matzerath, que había ido a buscar una lata de ensalada de fruta para los postres, se habría olvidado de cerrarla.

Necesité de todos modos un buen minuto para comprender lo que la trampa de la bodega exigía de mí. Nada de suicidio, ¡por Dios! Eso hubiera sido realmente demasiado sencillo. Lo otro, en cambio, era difícil, doloroso y exigía un sacrificio de mi parte, lo que, como siempre que se me pide un sacrificio, hizo que me volviera el sudor a la frente. Ante todo, mi tambor no había de sufrir daño alguno; era cuestión pues de bajarlo indemne los dieciséis peldaños desgastados y de colocarlo entre los sacos de harina, de tal modo que su buen estado no ofreciera sospechas. Y luego otra vez arriba hasta el octavo peldaño; no, uno menos, o quizá bastaría desde el quinto. Pero no, desde ahí no parecían conciliarse la seguridad y un daño verosímil. Así que arriba otra vez, hasta el décimo peldaño, demasiado alto, para precipitarme finalmente desde el noveno, de cabeza sobre el piso de cemento de nuestra bodega, arrastrando en mi caída un estante de botellas llenas de jarabe de frambuesa.

Aun antes de que mi conciencia corriera la cortina, me fue dado confirmar el éxito del experimento: las botellas de jarabe de frambuesa arrastradas adrede hicieron un estrépito suficiente para arrancar a Matzerath de la cocina, a mamá del piano, al resto de la compañía de los Vosgos y atraerlos a todos a la trampa de la bodega y escalera abajo.

Antes de que llegaran dejé actuar sobre mí el olor del jarabe de frambuesa derramado, observé asimismo que mi cabeza sangraba y me pregunté, cuando ellos bajaban ya por la escalera, si sería sangre de Óscar o las frambuesas lo que esparcía aquel perfume tan dulce y embriagador; pero estaba contento de que todo hubiera salido tan bien y de que mi tambor, gracias a mi previsión, no hubiera sufrido el menor daño.

Creo que fue Greff el que me subió en sus brazos. Y no fue hasta que estuve en el salón cuando Óscar volvió a emerger de aquella nube, hecha sin duda por mitades de jarabe de frambuesa y de su joven sangre. El médico no había llegado todavía. Mamá gritaba y le pegaba a Matzerath, que trataba de calmarla, repetidamente; y ello no sólo con la palma de la mano, sino también con el dorso, y en la cara, llamándole asesino.

Así pues —y los médicos lo han confirmado una y otra vez—, con una sola caída, no del todo inofensiva, sin duda, pero bien dosificada por mi parte, no sólo había proporcionado a los adultos la razón de mi falta de crecimiento, sino que, a título de propina y sin habérmelo propuesto en realidad, había convertido al bueno e inofensivo de Matzerath en un Matzerath culpable. Él era, en efecto, el que había dejado la trampa abierta, y a él le echó mamá toda la culpa; cargo que le repitió después inexorablemente, si bien no con frecuencia, y que él hubo de soportar por muchos años.

La caída me valió cuatro semanas de permanencia en la clínica, dejándome luego, con excepción de las ulteriores visitas de los miércoles al doctor Hollatz, relativamente tranquilo por lo que hace a los médicos. Ya desde mi primer día de tambor había logrado proporcionar al mundo un signo, y el caso quedaba aclarado antes de que los adultos pudieran comprenderlo conforme al verdadero sentido que yo mismo le había dado. De ahí en adelante había pues de decirse: el día de su tercer aniversario nuestro pequeño Óscar rodó por la escalera de la bodega y, aunque no se rompió nada, desde entonces dejó de crecer.

Y yo, por mi parte, empecé a tocar el tambor. Vivíamos en un piso alquilado de una casa de cuatro. Desde el portal subía tocando hasta la buhardilla y volvía a bajar. Iba a Labesweg a la Plaza Max Halbe, y de ahí seguía por la Nueva Escocia, el paseo Antón Móller, la calle de la Virgen María, el Parque de Kleinhammer, la Fábrica de Cerveza, Sociedad Anónima, el estanque, el Prado Fróbel, la Escuela Pestalozzi y el Mercado Nuevo, hasta volver al Labesweg. Mi tambor lo resistía todo, pero no así los adultos que querían interrumpirlo, cortarle el paso, echarle la zancadilla a toda costa. Afortunadamente, la naturaleza me protegía.

En efecto, la facultad de poner entre mí y los adultos, por medio de mi tambor de juguete, la distancia necesaria, revelóse poco después de mi caída por la escalera de la bodega, casi simultáneamente con el desarrollo de una voz que me permitía cantar, gritar o gritar cantando en forma tan sostenida y vibrante y a un tono tan agudo, que nadie se atrevía, por mucho que le estropeara los oídos, a quitarme mi tambor; porque cuando lo intentaban, me ponía a chillar, y cada vez que chillaba algo costoso se rompía. Tenía la condición de poder romper el vidrio cantando: con un grito mataba los floreros; mi canto rompía los cristales de las ventanas y provocaba en seguida una corriente; cual un diamante casto, y por lo mismo implacable, mi voz cortaba las cortinas, y sin perder su inocencia, se desahogaba en su interior con los vasitos de licor armoniosos, de noble porte y ligeramente polvorientos, regalo de una mano querida.

No había de transcurrir mucho tiempo sin que mis facultades fueran conocidas de toda nuestra calle, desde el camino de Brösen hasta la urbanización contigua al aeropuerto, o sea, en todo el barrio. Y al verme los otros niños, cuyos juegos como el «un, dos, tres, al escondite inglés» o el «qué quiere usted» o el «veo, veo, ¿qué ves?» no me interesaban, saltaba en seguida el coro desafinado y gangoso:

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