¡Cuánto sufrí, el año que precedió a mi internamiento forzoso en el sanatorio, a causa de la impotencia de mi voz! Cuando por las calles nocturnas emitía mi grito, exigiéndole éxito sin obtenerlo, llegaba a darse el caso de que yo, que detesto la violencia, recurriera a una piedra y apuntara a alguna ventana de cocina en aquel miserable suburbio de Düsseldorf. Me hubiera gustado, sobre todo, poder hacer alguna exhibición ante Vittlar, el decorador. Cuando, pasada la media noche, lo reconocía, protegido en su mitad superior por una cortina y metidos los pies en sus calcetines de lana rojos y verdes, tras el vidrio del escaparate de alguna tienda de modas masculinas del Paseo del Rey o de una perfumería próxima a la antigua sala de conciertos, de buena gana le habría roto el vidrio a ese hombre que es mi apóstol, sin duda, o que podría serlo, porque a estas alturas sigo sin saber si he de llamarlo Judas o Juan.
Vittlar es noble y su nombre de pila es Godofredo. Cuando, después de un fracaso humillante de mi canto, llamaba la atención del decorador por medio de un tamborileo discreto en el cristal ileso del escaparate, cuando él salía por un cuarto de hora a la calle, charlaba conmigo y hacía mofa de sus artes de decorador, tenía que llamarlo Godofredo, porque mi voz no producía aquel milagro que me hubiera permitido llamarlo Juan o Judas.
El canto frente a la joyería, que hiciera de Jan Bronski un ladrón y de mamá la poseedora de un collar de rubíes, había de poner un paréntesis a mi cantar ante escaparates con objetos codiciables. Mamá se hizo piadosa. ¿Qué le hizo serlo? Fue su relación con Jan Bronski, el collar robado y la dulce fatiga de una vida de mujer adúltera lo que la hizo piadosa y ávida de sacramentos. ¡Qué bien se deja organizar el pecado! Los jueves se encontraban en la ciudad, dejaban a Oscarcito con Markus, esforzábanse por lo regular hasta darse gusto en la calle de los Carpinteros, refrescábanse luego con moka y pasteles en el Café Weitzke, mamá iba después a buscar a su hijito a la tienda del judío, dejábase proveer por éste de algunos piropos y algún paquetito casi regalado de seda de coser, tomaba su tranvía número 5, saboreaba sonriendo y con los pensamientos muy lejos de allí el trayecto entre la Puerta de Oliva y la Avenida Hindenburg, miraba apenas aquel Campo de Mayo junto al Salón de los Deportes en el que Matzerath pasaba sus mañanas dominicales, aceptaba sin disgusto el rodeo por el Salón mencionado —¡qué horrible resultaba dicha construcción cuando se acababa de gozar de algo bello!—, otra curva a la izquierda, y allí estaba ya, detrás de unos árboles polvorientos, el Conradinum con sus estudiantes de gorras rojas —¡ay, si Oscarcito llevara también una de esas gorras rojas con la C dorada!: acababa de cumplir doce años y medio y podría estar ya en cuarto año, empezaría con el latín y se comportaría como todo un pequeño Conradino, aplicado, pero también algo insolente y arrogante.
Después del paso subterráneo, en dirección a la Colonia del Reich y a la Escuela Helena Lange, perdíanse los pensamientos de la señora Agnés Matzerath y olvidaba el Conradinum y las posibilidades fallidas de su hijo Óscar. Otra curva más, frente a la iglesia de Jesús, con su campanario en bulbo, para bajarse en la Plaza Max Halbe, delante de la tienda del café Kaiser. Un último vistazo a los escaparates de los competidores, y luego, fatigosamente, cual un viacrucis, a remontar al Labesweg: el malhumor incipiente, el niño anormal de la mano, los remordimientos y el deseo de repetición. Insatisfecha y saciada a la vez, dividida entre la aversión y el afecto bonachón hacia Matzerath, mamá cubría fatigosamente el trayecto del Labesweg conmigo, mi tambor y el paquetito de seda, hasta la tienda, hasta las cajas de avena, el petróleo al lado de los barriles de arenques, las pasas de Corinto y las de Málaga, las almendras y las especias, hasta los polvos de levadura del Dr. Oetker, hasta Persil es Persil, hasta el «yo lo tengo» de Urbín, hasta el Maggi y el Knorr, el Kathereiner y el café Hag, Villo y Palmín, el vinagre Kühne y la mermelada de cuatro frutos, v hasta aquellos dos mosqueros untados de miel que, colgados arriba del mostrador, zumbaban en dos tonos distintos y habían de cambiarse en verano cada tercer día; y cada sábado, con un alma igualmente endulzada, que lo mismo en verano que en invierno atraía todo el año pecados que zumbaban alto y bajo, mamá se iba a la iglesia del Sagrado Corazón a confesarse con el reverendo Wiehnke.
Lo mismo que mamá me llevaba con ella los jueves y me convertía en cierto modo en su cómplice, también me llevaba los sábados a través del portal hasta las frescas baldosas de la iglesia católica, metiéndome primero el tambor debajo del jersey o del abriguito, ya que sin tambor no había nada que hacer conmigo, y sin el metal sobre la barriga nunca me hubiera yo santiguado a la católica, tocándome la frente, el pecho y los hombros, ni me hubiera arrodillado como para ponerme los zapatos, ni me hubiera mantenido quietecito, dejando que se me fuera secando lentamente el agua bendita en la base de la nariz, sobre el banco pulido de la iglesia.
Recuerdo todavía la iglesia del Sagrado Corazón del día de mi bautizo: había habido alguna dificultad a causa de mi nombre pagano, pero mamá insistió en lo de Óscar, y Jan, que era el padrino, hizo lo mismo bajo el portal. Entonces el reverendo Wiehnke me sopló tres veces a la cara, lo que debía expulsar de mí a Satanás, hizo el signo de la cruz, me puso la mano encima, esparció algo de sal y dijo una serie de cosas, siempre contra Satanás. En la iglesia volvimos a pararnos ante la capilla bautismal propiamente dicha. Me mantuve quieto mientras se me ofrecían el Credo y el Padrenuestro. Luego parecióle indicado al reverendo Wiehnke decir una vez más
Vade retro, Satanás
, y se imaginó que tocándole a Óscar la nariz y las orejas le abría los sentidos, a mí, que desde siempre los tuve abiertos. Luego quiso oírlo una vez más en alta voz y en forma clara, y preguntó: —¿Renuncias a Satanás, a sus pompas y vanidades?
Antes de que yo pudiera sacudir la cabeza —porque no pensaba para nada en renunciar—, dijo Jan tres veces por mi cuenta: —Renuncio.
Y sin que yo me hubiera puesto a mal con Satanás, el reverendo Wiehnke me ungió pecho y espalda. Ante la pila bautismal, una vez más el Credo, y luego, finalmente, tres veces agua, unción de la piel de la cabeza con ungüento de San Cresmo, un vestido blanco para hacerle manchas, un cirio para los días oscuros, y la despedida —Matzerath pagó—; y al sacarme Jan ante el portal de la iglesia del Sagrado Corazón, donde el taxi nos esperaba por tiempo de sereno a nublado, pregunté al Satanás que llevaba dentro: —¿Todo ha ido bien?
Satanás brincó y susurró: —¿Te fijaste en los ventanales de la iglesia, Óscar? ¡Vidrio, todo vidrio!
La iglesia del Sagrado Corazón fue edificada durante los años de la fundación: de ahí que en cuanto al estilo fuera neogótica. Comoquiera que se empleó para los muros un ladrillo que ennegrece rápidamente y que el cobre que recubre el campanario no tardó en adoptar el verdín tradicional, las diferencias entre las iglesias de ladrillo del gótico antiguo y las del nuevo gótico sólo resultaron apreciables y molestas para los expertos. En cuanto a la confesión, la práctica era la misma en los dos tipos de iglesias. Lo mismo que el reverendo Wiehnke, otros cien reverendos sentados en confesonarios aplicaban los sábados, después del cierre de las oficinas y las tiendas otras tantas hirsutas orejas sacerdotales al pulido enrejado negruzco, en tanto que los feligreses trataban de enhebrar en aquellas orejas, a través de las celosías, el hilo en el que se ensartaba, cuenta a cuenta, un adorno pecaminosamente barato.
Mientras mamá, siguiendo la Guía del Confesor, comunicaba a las instancias supremas de la iglesia católica, única verdadera, por conducto del canal auditivo del reverendo Wiehnke, todo lo que había hecho y dejado de hacer, lo que había sucedido de pensamiento, palabra y obra, abandonaba yo, que no tenía nada que confesar, la madera demasiado lisa de la iglesia y me quedaba de pie sobre las baldosas.
Reconozco que las baldosas de las iglesias católicas, el olor de las iglesias católicas y todo el catolicismo me sigue todavía cautivando hoy en forma inexplicable, a la manera de, ¿de qué diré?, de una muchacha pelirroja, aunque el pelo pelirrojo quisiera hacerlo teñir, y el catolicismo me inspira unas blasfemias que vuelven siempre a delatar que, aunque en vano, sigo estando bautizado irrevocablemente según el rito católico. A menudo, en ocasión de los quehaceres más triviales, como al lavarme los dientes e incluso en el excusado, me sorprendo a mí mismo ensartando comentarios a propósito de la misa por el estilo de: en la sagrada misa se renueva el derramamiento de la sangre de Jesucristo a fin de que fluya para tu purificación, éste es el cáliz de su sangre, el vino se convierte real y verdaderamente en la sangre de Cristo y se derrama, la sangre de Cristo está presente, mediante la contemplación de la sagrada sangre, el alma es rociada con la sangre de Cristo, la preciosa sangre, es lavada con sangre, en la transubstanciación fluye la sangre, lo corpóreo manchado de sangre, la voz de la sangre de Cristo penetra en todos los cielos, la sangre de Cristo difunde un perfume ante la faz de Dios.
Ustedes habrán de convenir conmigo en que he conservado cierta entonación católica. Antes no podía estarme esperando un tranvía sin que inmediatamente hubiera de acordarme de la Virgen María. La llamaba llena de gracia, bienaventurada, bendita, virgen de vírgenes, madre de misericordia. Tú alabanda, Tú veneranda, que al fruto de tu vientre, dulce madre, madre virginal, virgen gloriosa, déjame saborear la dulzura del nombre de Jesús cual Tú la saboreaste en tu corazón materno, es verdaderamente digno y propio, conveniente y saludable, reina, bendita, bendita...
Esto de «bendita», al visitar mamá y yo todos los sábados la iglesia del Sagrado Corazón, me había endulzado y envenenado a tal punto, más que cualquier otra cosa, que daba gracias a Satanás por haber sobrevivido en mí al bautizo y haberme proporcionado un contraveneno que, aunque blasfemando, me permitiera de todos modos andar derecho sobre las baldosas de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.
Además de en los sacramentos, Jesús, de cuyo corazón la iglesia llevaba el nombre, mostrábase reiteradamente en los cuadritos coloreados del viacrucis en forma pictórica, y, además, tres veces en forma plástica, aunque también coloreada, en distintas posiciones.
Había primero uno de yeso pintado. Con el pelo largo, estaba de pie en su túnica azul de Prusia sobre una peana dorada y llevaba sandalias. Se abría la túnica a la altura del pecho y, contrariamente a toda ley natural, mostraba en el centro mismo del tórax un corazón sangrando de color tomate, glorificado y estilizado, a fin de que la iglesia pudiera ostentar el nombre de dicho órgano.
Ya en ocasión de la primera contemplación atenta de este Jesús de corazón abierto hube de comprobar que el Salvador se parecía con perfección a mi padrino, tío y padre putativo Jan Bronski. ¡Aquellos ojos azules de soñador, infantilmente seguros de sí mismos! ¡Aquella boca florida, hecha para los besos y siempre a punto de llorar! ¡Aquel dolor varonil que subrayaba las cejas! Mejillas plenas, sonrosadas, que invitaban al castigo. Los dos tenían esa misma cara hecha para los bofetones que induce a las mujeres a acariciarla. Y además las manos lánguidamente femeninas, mostrando, cuidadas e ineptas para el trabajo, los estigmas, como obras maestras de un orfebre a sueldo de alguna corte principesca. A mí me torturaban aquellos ojos a la Bronski, trazados al pincel en la cara de Jesús, con su incomprensión paternal. Exactamente aquella misma mirada azul que tenía yo, que sólo puede entusiasmar, pero no convencer.
Óscar se apartó del corazón de Jesús de la nave lateral derecha y pasó sin detenerse de la primera estación del viacrucis, en la que Jesús carga con la cruz, hasta la séptima, en la que bajo el peso de la cruz cae por segunda vez, y de allí al altar mayor, arriba del cual el otro Jesús, totalmente esculpido asimismo, se hallaba suspendido. Sólo que éste, sea que los tuviera cansados o con el fin de concentrarse mejor, tenía los ojos cerrados. Pero, en cambio, ¡qué músculos! Este atleta, con su figura de luchador de decatlón, me hizo olvidar inmediatamente al Corazón de Jesús a la Bronski y, cada vez que mamá se confesaba con el reverendo Wiehnke, me concentraba yo devotamente contemplando al gimnasta ante el altar mayor. ¡Y vaya si rezaba! Mi dulce monitor, lo llamaba, deportista entre todos los deportistas, vencedor en la suspensión de la cruz con auxilio de clavos de a pulgada. ¡Y nunca se estremecía! La luz eterna se estremecía, pero en cuanto a él, ejecutaba la disciplina con la mejor puntuación posible. Los cronómetros hacían tic tac. Le tomaban el tiempo. Ya en la sacristía unos monaguillos de dedos sucios estaban bruñendo la medalla que le correspondía. Pero Jesús no practicaba el deporte por el placer de los honores. La fe me invadía. Me arrodillaba, por poco que mi rodilla me lo permitiera, hacía el signo de la cruz sobre mi tambor y trataba de relacionar palabras como bendito o doloroso con Jesús Owen y Rudolf Harbig, con la olimpiada berlinesa del año anterior; lo que sin embargo no siempre conseguía, porque Jesús no había jugado limpio con los mercaderes. De modo que lo descalifiqué y, volviendo la cabeza a la izquierda, cobré nuevas esperanzas al percibir allí la tercera representación plástica del celeste gimnasta en el interior de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.
—No me hagas rezar hasta que te haya visto tres veces. —tartamudeando, volvía a encontrar las baldosas con mis suelas, servíame de su tablero de ajedrez para dirigirme al altar lateral izquierdo y me decía a cada paso: Te está siguiendo con la vista, los santos te siguen con la vista; Pedro, al que crucificaron cabeza abajo, y Andrés, al que clavaron en una cruz de aspa —que de él sacó el nombre. Además hay también una cruz griega, al lado de la cruz latina o cruz de la Pasión. En los tapices y los libros se reproducen cruces cruzadas, cruces con muletas y cruces graduadas. Veía yo cruzadas plásticamente la cruz en garra, la cruz en ancla y la cruz en trébol. Bella es la cruz de Gleven, codiciada la de Malta y prohibida la cruz gamada, la cruz de De Gaulle, la cruz de Lorena; en los desastres navales invócase la cruz de San Antonio:
crossing the T
. En la cadenita la cruz pendiente, fea la cruz de los ladrones, pontifical la cruz del Papa, y esa cruz rusa que se designa también como cruz de Lázaro. También hay la Cruz Roja. Y la Cruz Azul. Los cruceros se hunden, la Cruzada me convirtió, las arañas cruceras se devoran entre sí, nos cruzamos en las encrucijadas, prueba crucial, el crucigrama dice: resuélveme. Cansado de la cruz, me volví, dejé la cruz tras de mí, y también al gimnasta de la cruz, exponiéndome a que me diera con la cruz, porque me acercaba a la Virgen María, que tenía al Niño Jesús sentado sobre su muslo derecho.