¡Oh santa crema de mantequilla, tú, tarde dominguera, de serena a nublada, espolvoreada con azúcar! Junto a nosotros estaban sentados unos aristócratas polacos tras sus gafas protectoras azules y unas limonadas intensivas de las que no hacían caso. Las damas jugaban con sus uñas color violeta, dejando llegar hasta nosotros, con la brisa marina, el olor a polvos de naftalina de sus estolas de piel alquiladas ocasionalmente para la temporada. A Matzerath esto le parecía afectado. A mamá también le habría gustado alquilarse una estola semejante, aunque sólo fuera por una tarde. Jan afirmaba que el aburrimiento de la nobleza polaca estaba en aquel momento tan floreciente que, pese a las deudas cada vez mayores, ya no se hablaba entre ella más francés, sino, por puro esnobismo, polaco del más vulgar.
No podíamos permanecer indefinidamente sentados en la Estrella de Mar mirando insistentemente los anteojos oscuros y las uñas color violeta de unos aristócratas polacos. Mamá, saturada de pastel, necesitaba movimiento. Esto nos llevó al parque del casino, donde me subieron a un burro y tuve que volver a posar para una foto. Peces de colores, cisnes —¡qué no se le ocurrirá a la naturaleza!—, y más cisnes y peces de colores, adorno de los estanques de agua dulce.
Entre unos tejos peinados, pero que no susurraban como suele pretenderse, encontramos a los hermanos Formella, los Formella, iluminadores del casino y de la Ópera del Bosque. El menor de los Formella había de soltar siempre cuanto chiste hubieran podido recoger sus oídos de iluminador. El mayor, que ya se los sabía todos, no por eso dejaba de reír en forma contagiosa en el momento apropiado, por amor fraternal, mostrando en estas ocasiones un diente de oro más que su hermano menor, que sólo tenía tres. Fuimos al Springer a tomar una copita de ginebra. Mamá hubiera preferido ir al Príncipe Elector. Luego, sin cesar de obsequiarnos con más chistes de su cosecha, el dadivoso Formella menor nos invitó a cenar al Papagayo. Allí encontramos a Tuschel, y Tuschel era propietario de una buena mitad de Zoppot y, además, de una parte de la Ópera del Bosque y de cinco cines. Era asimismo el patrón de los hermanos Formella y se alegró, como nosotros nos alegramos, de habernos conocido y de haberlo conocido. Tuschel no paraba de dar vueltas a un aro que llevaba en uno de sus dedos, pero que no debía ser en modo alguno un anillo mágico, ya que no pasaba nada en absoluto, como no sea que Tuschel empezó a su vez a contar chistes, por cierto los mismos de Formella, sólo que mucho más complicados, porque tenía menos dientes de oro. Pese a lo cual, toda la mesa reía, porque el que contaba los chistes era Tuschel. Yo era el único que me mantenía serio, tratando con mirada glacial de aguarle los chistes a Tuschel. ¡Y cómo disfrutaban todos con aquellas explosiones de risa, por más que fuesen fingidas, y tan semejantes a los cristalitos abombados de colores de la ventana de la sala en que estábamos comiendo! Tuschel, agradecido, seguía contando chistes sin parar, mandó traer aguardiente, y ahogándose en la risa y el aguardiente, dio de repente vuelta a su anillo en el sentido opuesto, y ahora sí pasó algo: Tuschel nos invitó a todos a la Ópera, ya que una parte de ésta le pertenecía: que por desgracia él no podía, compromiso previo, etcétera, pero que de todos modos nos sirviéramos aceptar sus puestos, era un palco con cojines, el nene podría dormir si estaba cansado; y con un lapicero de plata escribió palabras tuschelianas en una tarjetita de visita tuscheliana, que nos abriría todas las puertas —dijo—, y así fue efectivamente.
Lo que sucedió se deja contar en pocas palabras: era una noche tibia de verano, la Ópera del Bosque a reventar, todo gente de fuera. Ya desde mucho antes de empezar se habían posesionado de aquello los mosquitos. Pero no fue hasta que el último mosquito, que llega siempre un poco tarde porque eso viste mucho, anunciara zumbante y sediento de sangre su llegada, cuando la cosa empezó de verdad y en ese mismo momento. Daban
El buque fantasma
. Un barco, más cazador furtivo que pirata marino, salía de aquel bosque que daba nombre al teatro. Unos marineros cantaban a los árboles. Yo me dormí, sobre los cojines de Tuschel, y al despertarme los marineros seguían cantando o volvían a cantar: Timonel alerta... pero Óscar volvió a dormirse, contento de ver cómo su mamá se apasionaba tanto por el holandés que parecía estar meciéndose sobre las olas y cómo inflaba y desinflaba su seno un soplo wagneriano. No se daba cuenta de que Matzerath y su Jan, detrás de sus respectivas manos encubridoras, estaban aserrando ambos sendos troncos de distinto grueso, y que yo mismo me escurría de Wagner, hasta que Óscar despertó definitivamente, porque, en medio del bosque, una mujer solitaria estaba chillando. Tenía el pelo amarillo y gritaba, porque algún iluminador, probablemente el menor de los Formella, la cegaba con su foco y la molestaba. —¡No! —gritaba—¡desventurada de mí! ¿quién me hace tal?—. Pero Formella, que era quien se lo hacía, no por eso apagaba el reflector, y el grito de una mujer solitaria, que mamá había de designar luego como solista, se convertía en un gimoteo que de vez en cuando se encrespaba argentino y, si bien marchitaba prematuramente las hojas de los árboles del bosque de Zoppot, no afectaba en cambio en lo más mínimo ni eliminaba el proyector de Formella. Su voz, aunque dotada, se iba apagando. Era preciso que Óscar interviniera y, descubriendo la luminaria mal educada, con un grito a distancia más imperceptible aún que el ligero zumbido de los mosquitos, matara aquel reflector.
Que se produjera un corto circuito, oscuridad, salto de chispas y un incendio forestal que pudo ser dominado pero que no por ello dejó de sembrar pánico, no estaba en mis propósitos, ya que en el tumulto perdí a mamá y a los dos hombres arrancados rudamente de su sueño. También mi tambor se perdió en la confusión.
Este mi tercer encuentro con el teatro decidió a mamá, que después de la noche de la Ópera del Bosque aclimataba a Wagner, en partitura reducida, a nuestro piano, a darme a probar, en la primavera del treinta y cuatro, el aire del circo.
Óscar no se propone hablar aquí ni de las damas plateadas del trapecio, ni de los tigres del circo Busch ni de las hábiles focas. Nadie cayó desde lo alto de la cúpula del circo. A ningún domador se lo comieron, y en definitiva las focas sólo hicieron lo que habían aprendido: una serie de juegos malabares con pelotas, en pago de lo cual les echaban arenques vivos. Mi deuda con el circo es por el gusto con que vi las representaciones infantiles y por el encuentro, para mí tan importante, con Bebra, el payaso filarmónico que tocaba
Jimmy the Tiger
con botellas y dirigía un grupo de liliputienses.
Nos encontramos en la casa de fieras. Mamá y sus dos señores aceptaban toda clase de afrentas ante la jaula de los monos. Eduvigis Bronski, que por excepción formaba parte del grupo, mostraba a sus hijos los poneys. Después que un león me hubo bostezado en las narices, me enfrenté sin mayor reflexión con una lechuza. Traté de mirarla fijamente, pero fue ella quien me miró a mí con tal fijeza que Óscar, confuso, con las orejas ardientes y herido en lo más íntimo, escurrió el bulto y se desmigajó entre los carros-vivienda blancos y azules, donde, fuera de unas cabritas enanas atadas, no había más animales.
Pasó junto a mí con sus tirantes y sus zapatillas, llevando un cubo de agua. Nuestras miradas sólo se cruzaron superficialmente, y sin embargo nos reconocimos en seguida. Dejó el cubo en el suelo, ladeó su enorme cabeza, se me acercó, y yo aprecié que me rebasaba en unos nueve centímetros.
—Fíjate —rechinó, envidioso, desde arriba—, hoy en día los niños de tres años ya no quieren seguir creciendo —y como yo no respondiera, añadió—: Mi nombre es Bebra; desciendo en línea directa del Príncipe Eugenio, cuyo padre fue Luis Catorce, y no, como se pretende, un saboyano cualquiera —y como yo siguiera callado, se soltó de nuevo—: Cesé de creer en mi décimo aniversario. Algo tarde, por supuesto, pero ¡en fin!
Al ver que hablaba con tanta franqueza, me presenté a mi vez, pero sin alardear de árboles genealógicos, sino nombrándome sencillamente Óscar. —Decidme, estimado Óscar, debéis contar ahora unos catorce o quince, acaso dieciséis añitos. ¡Imposible!, ¿qué me decís, tan sólo nueve y medio?
Ahora me tocaba a mí calcularle la edad, y apunté deliberadamente demasiado bajo.
—Sois un adulador, amiguito. ¿Treinta y cinco? ¡Eso fue en su día! En agosto próximo celebraré mi quincuagésimo tercer aniversario. Podría ser vuestro abuelo.
Óscar le dijo algunas finezas acerca de sus realizaciones acrobáticas de payaso, lo calificó de músico excelente y, movido de ligera ambición, le dio una pequeña muestra de su habilidad. Tres bombillas de la iluminación del circo saltaron en añicos; el señor Bebra exclamó bravo, bravísimo, y quería contratar a Óscar inmediatamente.
A veces siento hoy todavía haberme negado. Traté de escabullirme y le dije: —Sabe usted, señor Bebra, prefiero contarme entre los espectadores, y dejo que mi modesto arte florezca a oscuras, lejos de todo aplauso, pero soy el último en no aplaudir las exhibiciones de usted—. El señor Bebra levantó su dedo arrugado y me amonestó: —Excelente Óscar, haced caso a un colega experimentado. Nosotros no debemos estar nunca entre los espectadores. Nuestro lugar está en el escenario o en la arena. Nosotros somos los que hemos de llevar el juego y determinar la acción, pues en otro caso son ellos los que nos manejan, y suelen tratarnos muy mal.
E inclinándose casi hasta mi oreja me susurró al oído, al tiempo que ponía unos ojos inmemoriales: —¡Ya se acercan! ¡ocuparán los lugares de la fiesta! ¡organizarán desfiles con antorchas! ¡Construirán tribunas, llenarán las tribunas y predicarán nuestra perdición desde lo alto de las tribunas! ¡Estad atento, amiguito, a lo que pasará en las tribunas! ¡Tratad siempre de estar sentado en la tribuna, y de no estar jamás de pie ante la tribuna!
Con esto, como me llamaran por mi nombre, el señor Bebra cogió su cubo, —os están buscando, mi estimado amigo. Pero volveremos a vernos. Somos demasiado pequeños para perdernos. Por lo demás, Bebra dice siempre que para los pequeñines como nosotros hay siempre un lugarcito, aun en las tribunas más abarrotadas. Y si no en la tribuna, entonces debajo de la tribuna, pero nunca delante de la tribuna. Es lo que dice Bebra, que desciende en línea directa del Príncipe Eugenio.
Mamá, que salía en aquel momento de detrás de uno de los carros, llamándome, alcanzó a ver todavía cómo el señor Bebra me besaba en la frente cogía su cubo y se iba, moviendo los hombros, hacia uno de los carros.
—¡Imaginaos! —indignábase algo más tarde mamá en presencia de Matzerath y de Bronski—. ¡Estaba con los liliputienses! ¡Y un gnomo le ha besado en la frente! ¡Con tal que esto no traiga mala suerte!
Y sin embargo, el beso de Bebra había de significar mucho todavía para mí. Los acontecimientos políticos de los años siguientes le dieron la razón: la época de los desfiles con antorchas y de las multitudes ante las tribunas había comenzado.
Así como yo seguí los consejos del señor Bebra, así también tomó mamá a buena cuenta una parte de las advertencias que Segismundo Markus le hiciera en el pasaje del Arsenal y le seguía naciendo en ocasión de sus visitas de los jueves. Y si bien no se fue a Londres con Markus —contra lo cual no hubiera tenido yo nada que objetar—, quedóse de todos modos con Matzerath y sólo veía a Jan Bronski con moderación, es decir, en la calle de los Carpinteros, a expensas de Jan, y en las partidas familiares de skat, que a Jan le fueron resultando cada vez más onerosas, porque siempre perdía. En cuanto a Matzerath, en cuyo favor mamá había apostado y en quien, siguiendo los consejos de Markus, dejó su apuesta, pero sin doblarla, Matzerath, digo, ingresó el año treinta y cuatro —o sea, pues, reconociendo relativamente temprano las fuerzas del orden— en el Partido, a pesar de lo cual sólo había de llegar a jefe de cédula. En ocasión de este ascenso, que como todo lo extraordinario brindaba oportunidad para una partida de skat familiar, dio Matzerath por vez primera sus advertencias a Jan Bronski a propósito de su actividad burocrática en el Correo polaco, que por lo demás nunca había dejado de hacerle, un tono más severo, aunque también más preocupado.
En cuanto a lo demás, las cosas no cambiaron mucho. De encima del piano descolgóse del clavo la imagen sombría de Beethoven, regalo de Greff, y en el mismo clavo fue colgada la imagen no menos sombría de Hitler. Matzerath, poco afecto a la música seria, deseaba desterrar al músico sordo por completo. Pero mamá, que apreciaba las frases lentas de las sonatas beethovenianas, que había aprendido dos o tres de ellas en nuestro piano y de vez en cuando, más lentamente todavía de lo que estaba indicado, dejaba gotear de él sus notas, insistió en que, si no encima del diván, Beethoven fuera por lo menos a dar encima del aparador. Y así se llegó a la más sombría de las confrontaciones: Hitler y el Genio, colgados frente a frente se miraban, se adivinaban y, sin embargo, no lograban hallarse a gusto el uno frente al otro.
Poco a poco Matzerath fue comprándose el conjunto del uniforme. Si no recuerdo mal, empezó con la gorra del Partido, que le gustaba llevar, aunque hiciera sol, con el barbuquejo rozándole la barbilla. Durante algún tiempo se puso, junto con dicha gorra, camisa blanca con corbata negra, o bien un chaquetón impermeable con un brazalete. Cuando se hubo comprado la primera camisa parda, quería también adquirir, la semana siguiente, los pantalones caqui de montar y las botas. Mamá se oponía, y así transcurrieron nuevamente varias semanas más hasta que Matzerath logró, por fin, reunir el equipo completo.
Había varias oportunidades por semana para ponerse el uniforme, pero Matzerath se limitó a participar en las manifestaciones dominicales del Campo de Mayo, junto al Salón de los Deportes. En esto, eso sí, se mostraba inexorable, por pésimo que fuera el tiempo, negándose asimismo a llevar un paraguas con el uniforme, y no tardamos en oír una muletilla que había de convertirse en locución permanente. «El servicio es el servicio», decía Matzerath, «y el aguardiente, el aguardiente». Y todos los domingos por la mañana, después de haber preparado el asado de mediodía, dejaba a mamá, poniéndome a mí en situación violenta, porque Jan Bronski, que entendió en seguida la nueva situación política dominical, visitaba con sus hábitos inequívocamente civiles a mi abandonada mamá, en tanto que Matzerath andaba en la formación marcando el paso.