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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (17 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Los jueves de cada semana mamá solía hacer sus compras en la ciudad. La mayoría de las veces me llevaba con ella, y me llevaba siempre que se trataba de comprar en la tienda de Segismundo Markus del pasaje del Arsenal, junto al Mercado del Carbón, un nuevo tambor. En aquel tiempo, o sea entre mis siete y mis diez años, me acababa un tambor cada quince días. De los diez a los catorce no necesitaba ni una semana para romperlo tocando. Más adelante había de llegar a convertir un tambor en chatarra de tambor en un solo día de tamboreo mientras que, por otra parte, en caso de estado ecuánime de espíritu, podía tocarlo durante tres o cuatro meses, con cuidado pero no por ello menos fuerte, sin que con excepción de alguna grieta en el esmalte se apreciara en mi tambor daño alguno.

Pero quisiera hablar ahora de aquella época en que dejaba nuestro patio con su barra de sacudir, con el viejo enderezador de clavos Heilandt y los rapaces inventores de sopas y, en compañía de mamá, iba cada quince días a la tienda de Segismundo Markus para escoger de entre su provisión de tambores de juguete, un tambor. A veces mamá me llevaba también con ella aunque mi tambor estuviera todavía en buen uso, y aquellas tardes en el pintoresco barrio viejo de la ciudad, con su perpetuo aspecto de museo y el repicar constante de estas o las otras campanas, saboreábalas yo con delicia.

Por lo general las visitas transcurrían con una regularidad agradable. Una que otra campana en Leiser, Sternfeld o Machwitz, y luego nos llegábamos hasta la tienda de Markus, que había tomado la costumbre de decirle a mamá toda clase de piropos selectos y halagadores. No cabe duda que la cortejaba, pero, que yo sepa, nunca fue más allá de un beso silencioso sobre la mano de mamá, de la que se apoderaba con ardor y decía que valía su peso en oro —con excepción, sin embargo, de la vez aquella en que se le puso de rodillas, como luego se dirá.

Mamá, que había heredado de la abuela Koljaiczek la figura arrogante, maciza y derecha, así como una amable vanidad asociada a un carácter bonachón, aceptaba aquellas atenciones tanto más gustosamente cuanto que Segismundo Markus, de vez en cuando, más bien le regalaba que le vendía, a precios irrisorios, surtidos de seda para coser y medias adquiridas en ocasión de gangas pero no por ello menos impecables. Sin hablar de mis tambores, sacados de detrás del mostrador y a un precio ridículo cada dos semanas.

En cada visita, exactamente a las cuatro y media, mamá rogaba a Segismundo que le permitiera confiarme, a mí, Óscar, a su custodia allí en la tienda, so pretexto todavía de algunos encargos rápidos e importantes. Con una sonrisita maliciosa inclinábase Markus respetuosamente y prometía a mamá que me guardaría, a mí, Óscar, como a la niña de sus ojos, mientras ella se dedicaba a sus tan importantes ocupaciones. Un tono ligeramente burlón, pero sin llegar a molesto, daba a sus frases un carácter especial y hacía eventualmente que mamá se sonrojara y sospechara que Markus estaba al corriente.

Pero también yo conocía la índole de aquella clase de asuntos que mamá llamaba importantes y a los que se dedicaba con excesivo celo. Durante un tiempo había tenido que acompañarla a una pensión barata de la calle de los Carpinteros, donde ella desaparecía por la caja de la escalera para reaparecer unos tres cuartos de hora después, en tanto que yo había de esperar junto a la patrona, que por lo regular sorbía su «mampe», detrás de una limonada que me servían sin decir palabra y era siempre igualmente detestable, hasta que mamá volvía, apenas cambiada, se despedía de la patrona, que ni siquiera levantaba la vista, y me tomaba de la mano, sin darse cuenta de que la temperatura de la suya la delataba. Con las manos calientes una en la otra nos íbamos luego al Café Weitzke, de la calle de los Tejedores, en donde mamá pedía un moka y Óscar un helado de limón y esperábamos hasta que, no mucho después como por casualidad, pasara por allí Jan Bronski, se sentara junto a nosotros y se hiciera asimismo servir un moka sobre el mármol refrescante de la mesa.

Hablaban delante de mí con desenfado, y sus palabras me confirmaban lo que yo ya sabía hacía tiempo; que mamá y tío Jan se encontraban casi cada jueves en un cuarto de la pensión de la calle de los Carpinteros alquilado por él, para pasar juntos unos tres cuartos de hora. Probablemente fue Jan quien manifestaría el deseo de que no se me llevara más a la pensión y a continuación al Café Weitzke. En ocasiones era muy pudoroso, más que mamá, que no veía ningún mal en que yo fuera testigo de aquella hora de amor en vías de extinción, de cuya legitimidad, por lo demás, incluso después de los hechos, parecía estar perfectamente convencida.

Así pues, por indicación dejan, permanecía yo todos los jueves por la tarde desde las cuatro y media hasta poco antes de las seis en la tienda de Segismundo Markus, donde podía contemplar y utilizar todo el surtido de tambores y aun podía tocar varios tambores a la vez —¿en dónde más hubiera podido hacer lo mismo?— al tiempo que veía la cara de perro triste que ponía Markus. Porque aunque yo ignorara de dónde procedían sus pensamientos, sabía bien a dónde iban a parar, y que se detenían en la calle de los Carpinteros y raspaban allí las puertas numeradas o que, al igual que el pobre Lázaro, se acurrucaban bajo la mesa de mármol del Café Weitzke, esperando ¿qué? ¿Migajas, tal vez?

Pero mamá y Bronski no dejaban migaja alguna. Se lo comían todo ellos mismos. Tenían ese enorme apetito que no se sacia nunca y se muerde su propia cola. Y estaban tan ocupados que, a lo sumo, habrían tomado los pensamientos de Markus bajo la mesa por la caricia molesta de una corriente de aire.

Una de aquellas tardes —hubo de ser en septiembre, porque mamá dejó la tienda de Markus en su traje sastre color rojo otoño—, sabiendo a Markus sumergido, enterrado y aun probablemente perdido detrás del mostrador, me animé a salir con mi tambor nuevo, acabado de comprar, al pasaje del Arsenal, aquel túnel fresco y oscuro a cuyos lados se alineaban, un escaparate tras otro, los comercios más distinguidos, tales como joyerías, tiendas de comestibles finos y librerías. No me entretuve viendo los objetos expuestos, valiosos sin duda pero enteramente fuera de mis posibilidades, sino que seguí por el túnel y llegué hasta el Mercado del Carbón. Allí me planté, en medio de una luz polvorienta, frente a la fachada del Arsenal, cuyo gris basalto estaba tachonado de balas de cañón de distintos tamaños, procedentes de los diversos períodos de sitio, a fin de que dichas jorobas de hierro recordaran a todo transeúnte la historia de la ciudad. A mí las balas no me decían nada, sobre todo porque sabía que no habían ido a incrustarse allí por sí mismas, sino que había en la ciudad un albañil al que el Servicio de Edificaciones ocupaba y pagaba, junto con el Servicio para la Conservación de Monumentos, para que empotrara en las fachadas de diversas iglesias y ayuntamientos, lo mismo que por delante y por detrás del Arsenal, las municiones de los siglos pasados.

Quería entrar en el Teatro Municipal, cuyo portal de columnas se levantaba allí cerca, a mano derecha, separado sólo del Arsenal por una callejuela angosta y oscura. Pero como estaba cerrado, lo que ya me suponía —la taquilla no abría hasta las siete de la noche—, me fui tocando el tambor hacia la izquierda, indeciso y pensando ya en la retirada, hasta que Óscar se encontró de repente entre la Torre de la Ciudad y la Puerta de la calle Mayor. No me atreví a atravesar la Puerta, tomar por la calle Mayor y, doblando a la izquierda, entrar a la calle de los Tejedores, porque allí estaban sentados mi madre y Jan Bronski o, de no estar allí, entonces es que estaban terminando en la calle de los Carpinteros o estaban ya tal vez camino del café reparador en la mesita de mármol.

No sé cómo llegué a atravesar la calzada del Mercado del Carbón, entre los tranvías que pasaban constantemente enfilando hacia la Puerta o que salían de ésta tocando la campanilla y chirriando al tomar la curva para meterse luego por el Mercado del Carbón y el Mercado de la Madera en dirección de la Estación Central. Posiblemente algún adulto, tal vez un policía me tomaría de la mano y me conduciría sano y salvo a través de los peligros del tránsito.

Y ahora me hallaba al pie de la Torre de la Ciudad, cuya mole de ladrillo se levantaba escarpada hacia el cielo, y en realidad sólo casualmente y de puro aburrimiento introduje los palillos de mi tambor entre la obra de albañilería y el batiente guarnecido de hierro de la puerta de la Torre. Alcé los ojos para mirar a lo alto, pero me resultaba difícil abarcar con la vista toda la fachada, porque a cada momento las palomas se echaban a volar desde algún nicho del muro o desde las ventanas de la Torre, para posarse acto seguido en alguna gárgola o en algún saliente y, después de descansar en él breves instantes, lo más que aguanta una paloma, volvían a levantar el vuelo llevándose prendida mi mirada.

El juego de las palomas me resultaba molesto. Me dolía que mi mirada se extraviara en aquella forma, así que la aparté y me concentré seriamente, y también para quitarme el enojo, en usar los palillos como palanca. Y he aquí que la puerta cedió, y antes de que se abriera por completo, ya Óscar se hallaba en el interior de la Torre, en la escalera de caracol, y subía ya, levantando siempre primero la pierna derecha y haciendo seguir luego la izquierda, hasta llegar a las primeras mazmorras enrejadas, y se enroscaba cada vez más hacia arriba, dejando ya tras sí la cámara de las torturas con sus instrumentos cuidadosamente conservados e instructivamente etiquetados, y subía más —ahora echando por delante la pierna izquierda y haciendo seguir la derecha—, y lanzaba una mirada por una ventana estrecha con barrotes, apreciaba la altura, calculaba el espesor del muro, ahuyentaba las palomas, volvía a encontrarlas una vuelta más arriba de la escalera de caracol, empezaba de nuevo con la derecha y hacía seguir la izquierda y, al llegar después de otro cambio de piernas a lo alto, Óscar hubiera podido seguir subiendo y subiendo todavía por mucho tiempo, aunque tanto la pierna derecha como la izquierda se le hacían de plomo. Pero la escalera se había dado por vencida prematuramente. Óscar comprendió la falta de sentido y la impotencia que caracterizan la construcción de torres.

Ignoro cuál era la altura de la Torre y cuál sigue siendo, pues ha sobrevivido a la guerra. Tampoco tengo gana de pedirle a mi enfermero Bruno que me traiga alguna obra de consulta sobre la arquitectura gótica en ladrillo de la Alemania Oriental. Considero que hasta la punta de la Torre habrá más o menos sus buenos cuarenta y cinco metros.

En cuanto a mí, y la culpa es de la escalera de caracol que se cansó antes de tiempo, tuve que detenerme en la galería que circunda la flecha. Me senté, colé mis piernas entre las columnitas de la balaustrada, me incliné hacia adelante y, abrazado con el brazo derecho a una de las columnas y asegurándome con el izquierdo el tambor que había hecho toda la ascensión conmigo, miré hacia abajo, al Mercado del Carbón.

No voy a aburrir ahora a ustedes con la descripción de un panorama poblado de torres, sonoro de campanas, de respetable antigüedad, atravesado todavía según dicen por el soplo de la Edad Media y reproducido en mil buenos grabados: una descripción de la ciudad de Danzig a vista de pájaro. Tampoco me voy a ocupar de las palomas, aunque se haya dicho tantas veces que de ellas puede escribirse mucho. A mí una paloma no me dice prácticamente nada; prefiero una gaviota. La expresión paloma de la paz no es más que una paradoja, a mi juicio: antes confiaría yo un mensaje de paz a un azor o un buitre que a la paloma, la más pendenciera de las aves bajo el cielo. En fin: en la Torre de la Ciudad había palomas, pero después de todo las hay también en toda torre digna de este nombre y que con ayuda de su correspondiente conservador se respete a sí misma.

Mi vista se posaba en algo muy distinto; el edificio del Teatro Municipal que había encontrado cerrado al salir del pasaje del Arsenal. Con su cúpula, el viejo edificio exhibía una semejanza diabólica con un molinillo clásico de café descomunalmente aumentado, aunque le faltaba en la cima la manivela que hubiera sido necesaria para reducir a una papilla horripilante, en un templo de las Musas y de la Cultura lleno cada noche a rebosar, un drama en cinco actos con sus actores, los bastidores, el apuntador, los accesorios, los telones y todo lo demás. Me irritaba la construcción y las ventanas flanqueadas de columnas del foyer que el sol poniente, cada vez más rojo, se resistía a abandonar.

En aquella hora, a unos treinta metros por encima del Mercado del Carbón, de los tranvías y de los empleados que salían de las oficinas, muy por encima del baratillo de Markus con su olor empalagoso, de las frías mesitas de mármol del Café Weitzke, de dos tazas de moka y de mamá y Jan Bronski, y dejando asimismo muy abajo nuestra casa de pisos, el patio, los patios, los clavos torcidos o enderezados, los niños del vecindario y sus sopas de ladrillo, yo, que hasta entonces nunca había gritado como no fuera por motivos coercitivos, me convertí en gritón sin motivo ni coerción. Y si hasta el momento de mi ascensión a la Torre de la Ciudad sólo había lanzado mis sonidos penetrantes contra la estructura de un vaso, contra las bombillas o contra alguna botella vacía de cerveza cuando querían quitarme mi tambor, ahora, en cambio, grité desde lo alto de la Torre sin que mi tambor tuviera nada que ver con ello.

Nadie quería quitarle a Óscar el tambor, y sin embargo Óscar gritó. Y no es que alguna paloma dejara caer una inmundicia sobre el tambor para arrancarle un grito. Por allí cerca había cardenillo en las láminas de cobre, pero no vidrio, y sin embargo Óscar gritó. Las palomas tenían ojos brillantes con reflejos rojizos, pero ningún ojo de vidrio lo miraba, y sin embargo gritó. ¿Y hacia dónde gritó, qué distancia lo atraía? ¿Tratábase acaso de demostrar aquí deliberadamente lo que desde el desván se había intentado sin propósito fijo, por encima de los patios, después de la delicia de aquella sopa de harina de ladrillo? ¿Cuál vidrio tenía Óscar en la mente? ¿Con cuál vidrio —y no puede tratarse sino de vidrio— quería Óscar efectuar experimentos?

Era el Teatro Municipal, era aquel dramático molinillo de café lo que atraía mis sonidos de nuevo cuño, ensayados por primera vez en el desván y casi manieristas, diría yo, hacia sus ventanas iluminadas por el sol poniente. Tras algunos minutos de chillar con mayor o menor intensidad aunque sin resultado, logré producir un sonido casi inaudible y, con satisfacción y mal disimulado orgullo, pudo Óscar hacer acto de presencia: dos de los cristales centrales de la ventana izquierda del foyer habían debido renunciar al sol y se veían cual dos rectángulos negros que exigían nuevos cristales en forma imperiosa.

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