—Suecos y noruegos, como siempre —contestaba Heriberto revolviéndose en la cama y haciéndola crujir.
—¡Como siempre, como siempre! ¡No me vengas con que siempre fueron los mismos! La última vez fueron los del buque escuela, cómo se llamaba, a ver, ayúdame, ah sí, del
Schlageter
¿cómo decía? a sí, ¡y luego me vienes con que si suecos y noruegos!
La oreja de Heriberto —yo no podía ver su cara— se ponía colorada hasta el mismo borde: —¡Estos malditos, siempre fanfarroneando y haciéndose los valientes!
—Pues déjalos en paz. ¿A ti qué te importan? En la ciudad, cuando andan de permiso, siempre se comportan correctamente. Sin duda les has vuelto a calentar los cascos con tus ideas y con tu Lenin, o te has metido otra vez en lo de la guerra de España.
Heriberto ya no contestaba y mamá Truczinski se iba arrastrando los pies a la cocina, hacia su taza de malta.
Una vez curada la espalda de Heriberto, podía yo contemplarla. Se sentaba en la silla de la cocina, dejaba caer los tirantes sobre sus muslos metidos en la tela azul y se iba quitando lentamente la camisa de lana, como si graves pensamientos se lo dificultaran.
Era una espalda redonda, móvil. Los músculos se movían incesantemente. Un paisaje rosado sembrado de pecas. Abajo de los omóplatos crecía en abundancia un vello rubio fuerte, a ambos lados de la columna vertebral recubierta de grasa. Hacia abajo se iba rizando, hasta desaparecer en los calzoncillos que Heriberto llevaba aun en verano. Hacía arriba, del borde de los calzoncillos hasta los músculos del cuello, cubrían la espalda unas cicatrices abultadas que interrumpían el crecimiento del vello, eliminaban las pecas, formaban arrugas, escocían al cambiar el tiempo y ostentaban diversos colores que iban desde el azul oscuro hasta el blanco verdoso. Esas cicatrices me estaba permitido tocarlas.
Ahora que estoy tendido en mi cama viendo por la ventana los pabellones anexos de mi sanatorio con el bosque de Oberrath detrás, que contemplo desde hace meses y sin embargo no acabo de ver jamás, me pregunto: ¿qué más me ha sido dado tocar que fuera igualmente duro, igualmente sensible e igualmente turbador que las cicatrices de la espalda de Heriberto Truczinski? Las partes de algunas muchachas y mujeres, mi propio miembro, la regaderita de yeso del Niño Jesús y aquel dedo anular que, hace apenas dos años, el perro me trajo del campo de centeno y podía yo conservar, hace un año todavía, en un tarro de mermelada, sin tocarlo, sin duda, pero de todos modos tan claro y completo que aún hoy en día, si recurro a mis palillos, puedo sentir y contar todas sus articulaciones. Siempre que me proponía recordar las cicatrices de la espalda de Heriberto Truczinski, sentábame a tocar el tambor, para ayudar a la memoria, ante el tarro que contenía el dedo. Siempre que quería imaginarme el cuerpo de una mujer, lo que sólo ocurría raramente, reinventábame, falto de suficiente convicción respecto a las partes de la mujer que parecen cicatrices, las cicatrices de Heriberto Truczinski. Pero lo mismo podría decir que los primeros contactos con aquellas hinchazones sobre la vasta espalda de mi amigo prometíanme ya entonces que habría de conocer y poseer temporalmente esos endurecimientos que las mujeres presentan pasajeramente cuando se disponen al amor. Y las cicatrices de la espalda de Heriberto me prometían asimismo, ya en época tan temprana, el dedo, y aun antes de que las cicatrices me prometieran nada, fueron los palillos del tambor los que, a partir de mi tercer aniversario, me prometieron cicatrices, órganos genitales y, finalmente, el dedo. Pero he de remontarme todavía más atrás: ya en embrión, cuando Óscar no se llamaba Óscar todavía, prometíame el juego con mi cordón umbilical, sucesivamente, los palillos, las cicatrices de Heriberto, los cráteres ocasionalmente abiertos de mujeres más o menos jóvenes y, finalmente, el dedo anular, lo mismo que, a partir de la regaderita del Niño Jesús, mi propio sexo que, cual monumento permanente de mi impotencia y de mis posibilidades limitadas, llevo siempre conmigo.
Y heme aquí de vuelta a los palillos del tambor. De las cicatrices, de las partes blandas y de mi propio equipo, que ya sólo se endurece de vez en cuando, sólo me acuerdo, en todo caso, a través del rodeo que me dicta el tambor. He de cumplir los treinta para poder volver a celebrar mi tercer aniversario. Ustedes ya lo habrán adivinado: el objetivo de Óscar consiste en el retorno al cordón umbilical; a eso obedece el lujo de comentarios y el tiempo dedicado a las cicatrices de Heriberto Truczinski.
Antes de seguir adelante en la descripción y la interpretación de la espalda de mi amigo, quiero anticipar que, con excepción de una mordida en la tibia izquierda, herencia de una prostituta de Ohra, la parte anterior de su cuerpo poderoso, que presentaba un blanco amplio y por consiguiente difícil de proteger, no ostentaba cicatrices de ninguna clase. No podían con él sino por la espalda: los cuchillos finlandeses y polacos, las navajas de los estibadores del muelle de depósito y los espadines de los cadetes de los buques escuela sólo lograban marcar su espalda.
Cuando Heriberto terminaba su comida —tres veces por semana había croquetas de patata que nadie sabía hacer tan sutiles, tan faltas de grasa y, con todo, tan doradas como mamá Truczinski—, o sea cuando apartaba a un lado el plato, alargábale yo las
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. Y él dejaba caer sus tirantes, se bajaba la camisa a la manera como se monda un fruto y, mientras leía, me dejaba consultar su espalda. También mamá Truczinski permanecía durante estas consultas sentada por lo regular a la mesa reovillando la lana de los calcetines usados, formulando comentarios favorables o adversos y —como es de suponer— sin dejar de aludir de vez en cuando a la muerte terrible de aquel hombre que, fotografiado y retocado, colgaba de la pared, tras el vidrio, frente a la cama de Heriberto.
El interrogatorio empezaba tocando yo con el dedo una de las cicatrices. Algunas veces la tocaba también con uno de mis palillos.
—Vuelve a apretar muchacho. No sé cuál es. Ésa parece hoy estar dormida.
Y yo volvía a apretar con mayor fuerza.
—¡Ah, ésa! Fue un ucraniano. Se enzarzó con uno de Gdingen. Primero estaban sentados juntos a la mesa como si fueran hermanos. Luego el de Gdingen le dijo al otro: ruski, lo que sentó como un tiro al ucraniano, dispuesto a pasar por todo menos por ruski. Había descendido con madera Vístula abajo y, antes todavía, otro par de ríos más, de modo que traía en la bota su buena cantidad de dinero del que, pagando rondas, había soltado ya la mitad con Starbusch, cuando el de Gdingen le dijo ruski y yo, acto seguido, hube de separarlos, buenamente, por supuesto, como suelo hacerlo. Y Heriberto hallábase todavía con ambas manos ocupadas, cuando de pronto el ucraniano me dice a mí polaco de agua dulce, y el polaco, que trabajaba de día en la draga sacando barro, me dice una palabrita que sonaba como nazi. Bueno, Oscarcito, tú ya conoces a Heriberto; en un abrir y cerrar de ojos el de la draga, un tipo pálido de maquinista, yacía algo maltrecho delante del guardarropa. Y ya me disponía justamente a explicarle al ucraniano cuál era la diferencia entre un polaco de agua dulce y un muchacho de Danzig, cuando va y me pincha por detrás: y ésa es la cicatriz.
Cada vez que Heriberto decía «y ésa es la cicatriz», daba siempre la vuelta a las hojas del periódico, como para reforzar sus palabras, y bebía uno o dos sorbos de malta, antes de que me fuera permitido apretar la siguiente cicatriz.
—¡Ah, ésa! Ésa es muy pequeñita. Éso fue hace dos años, cuando hizo escala aquí la flotilla de torpederos de Pillau y los marinos hacían de las suyas, se las daban de señoritos y traían a todas las muchachas de cabeza. Lo que no me explico todavía es cómo aquel borracho llegó a la marina. Imagínate, Oscarcito, que venía de Dresde, ¡de Dresde! Claro que tú no puedes comprender lo que significa que un marino venga de Dresde.
Para apartar de Dresde los pensamientos de Heriberto, que se complacían más de la cuenta en la bella ciudad del Elba, y hacerlo volver a Neufahrwasser, tocaba yo una vez más la cicatriz que según él era pequeñita.
—Ah, sí, ¿qué decía? Era segundo timonel de un torpedero. Gritaba mucho y quería meterse con un pacífico escocés que tenía su barquito en el dique flotante. Fue a causa de Chamberlain, del paraguas y de todo lo demás. Yo le aconsejé buenamente, como suelo hacerlo, que se dejara de cuentos, máxime que el escocés no entendía palabra y no hacía más que dibujar sobre la mesa con su dedo bañado en aguardiente. Y cuando yo le digo: déjalo estar, muchacho, que no estás aquí en tu casa sino en la Sociedad de Naciones, el del torpedero me dice a mí «alemán estúpido», en sajón, por supuesto, con lo que le di un par que bastó para calmarlo. Pero como a la media hora, cuando yo me inclinaba para buscar un florín que se había ido rodando bajo la mesa y no podía verlo, porque bajo la mesa estaba oscuro, el sajón sacó su navajita y ¡zas!
Riéndose pasaba Heriberto a otra página de las
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, y añadía todavía: «Y ésa es la cicatriz.» Dejaba luego el periódico a mamá Truczinski, que estaba refunfuñando, y se disponía a levantarse. Aprisa, antes de que Heriberto se fuera al retrete —yo le veía en la cara a dónde quería ir— y cuando se apoyaba ya sobre el borde de la mesa para incorporarse, le tocaba rápidamente una cicatriz negra violácea, suturada y del ancho que tiene de largo un naipe de skat.
—Heriberto ha de ir al retrete, muchacho. Luego te digo —pero yo volvía a apretar y pataleaba como si tuviera tres años, lo que siempre daba resultado.
—Bueno, para que no des guerra. Pero sólo muy rápido —Heriberto volvía a sentarse—. Ésa fue en Navidad del año treinta. El puerto estaba muerto. Los estibadores holgazaneaban por las calles y escupían a ver quién más. Después de la misa del gallo —acabábamos de preparar el ponche— vinieron, bien peinados y de azul y charol, los suecos y los finlandeses de la iglesia de enfrente. A mí la cosa ya no me gustó; me planto en el umbral de la puerta, veo sus caras como estampas de devoción y me digo; ¿qué quieren ésos con sus botones de ancla? Y de pronto, se arma: los cuchillos son largos y la noche breve. Bueno, los suecos y los finlandeses nunca se han querido mucho que digamos. Pero lo que Heriberto Truczinski tuviera que ver con ellos, sólo el diablo lo sabe. Lo que pasa es que ése es mi sino y, cuando hay pelea, Heriberto no puede permanecer inactivo. No hago más que salir a la puerta, y el viejo Starbusch me grita todavía: —¡Ten cuidado, Heriberto!— Pero Heriberto tiene una misión, se propone salvar al pastor protestante, que es un jovencito inexperto, acabado de llegar de Malmö y del seminario, que nunca ha celebrado todavía una Navidad con suecos y finlandeses en una misma iglesia; se propone salvarlo, agarrándolo de los brazos, para que llegue a su casa sano y salvo; pero apenas le toco la ropa al santo varón, y ya la hoja brillante me entra por detrás, y yo pienso todavía «¡Feliz Año Nuevo!», y eso que sólo estábamos en Nochebuena. Y al volver en mí, heme ahí tendido sobre el mostrador de la taberna, y mi joven sangre llenando gratis los vasos de cerveza, y el viejo Starbusch acercándose con su cajita de parches de la Cruz Roja y queriendo hacerme el llamado vendaje de emergencia.
—Pero, ¿por qué tenías tú que meterte? —regañaba mamá Truczinski, sacándose una aguja de hacer punto del moño—. Y eso que tú nunca vas a misa. Al contrario.
Heriberto hizo un gesto de rechazo y, arrastrando su camisa y con los tirantes colgando, se dirigió al retrete. Iba de malhumor y dijo también, malhumorado: «¡Y ésa es la cicatriz!» Y echó a andar como si de una vez por todas quisiera distanciarse de la iglesia y de las cuchilladas que lleva aparejadas, como si el retrete fuera el lugar donde uno se hace o puede seguir siendo librepensador.
Pocas semanas después, encontré a Heriberto callado y hostil a toda consulta. Lo veía acongojado y, sin embargo, no llevaba el vendaje acostumbrado, antes bien, me lo encontré tendido en forma completamente normal, sobre la espalda, en el sofá del salón. No estaba pues guardando cama en calidad de herido, y sin embargo parecía harto maltrecho. No hacía más que suspirar, invocar a Dios, Marx y Engels y maldecirlos a un tiempo. De vez en cuando agitaba el puño en el aire, para luego dejarlo caer sobre su pecho y, ayudándose con el otro, golpeárselo, como un católico que exclama
mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa
.
Heriberto había matado a un capitán letón. Cierto que el tribunal lo absolvió —había obrado, como ocurre con frecuencia en su profesión, en defensa propia. Sin embargo, a pesar de la sentencia absolutoria, el letón seguía siendo un letón muerto, y pesaba terriblemente sobre la conciencia del camarero, por más que se dijera del capitán que era un hombrecillo delicado y, por añadidura, enfermo del estómago.
Heriberto no volvió al trabajo. Había renunciado al puesto. El tabernero Starbusch venía a verlo a menudo; se sentaba junto a Heriberto al lado del sofá, o con mamá Truczinski a la mesa de la cocina, sacaba de su portafolio una botella de ginebra Stobbes cero-cero para Heriberto o media libra de café sin tostar procedente del Puerto Libre para mamá Truczinski. Trataba alternativamente de convencer a Heriberto y a mamá Truczinski para que ésta convenciera a su vez a aquél. Pero Heriberto se mantuvo duro, o blando —como se quiera llamarlo—, y no quería seguir siendo camarero, y menos aún en Neufahrwasser frente a la iglesia de los marinos. No quería ni volver a oír hablar de ser camarero, porque al camarero lo pinchan, y el pinchado acaba matando un buen día a un pequeño capitán letón, aunque sólo sea para quitárselo de encima, y porque no está dispuesto a que un cuchillo letón añada en la espalda de Heriberto Truczinski una cicatriz más a las muchas cicatrices finlandesas, suecas, polacas, hanseáticas y alemanas que ya se la tienen marcada en todos los sentidos.
—Antes me iría a trabajar a la aduana que volver a servir de camarero en Fahrwasser —decía Heriberto. Pero tampoco había de ingresar en la aduana.
El año treinta y ocho aumentaron los derechos aduanales y la frontera entre Polonia y el Estado Libre permaneció temporalmente cerrada. Mi abuela ya no podía venir en el tren corto al mercado semanal de Langfuhr; tuvo que cerrar su puesto. Se quedó sentada sobre sus huevos, como quien dice, pero sin que sintiera verdaderas ganas de empollar. En el puerto los arenques apestaban, las mercancías se iban amontonando, y los estadistas se reunían y llegaron por fin a un acuerdo. Sólo mi amigo Heriberto seguía tendido sobre el sofá, indeciso y sin trabajo, y seguía cavilando como un espíritu realmente cavilador.