El viejo Heilandt se negó a tirar de la carretilla hasta los cementerios municipales. Dijo que le quedaban todavía muchas suelas que echar, y que era urgente. En la Plaza Max Halbe, cuyas ruinas humeaban todavía, dobló a la izquierda por el camino de Brösen, y yo intuí que íbamos en dirección de Saspe. Los rusos estaban sentados delante de las casas en el tenue sol de febrero. Clasificaban relojes de pulsera y de bolsillo, limpiaban con arena cucharitas de plata y usaban sostenes de mujer a guisa de orejeras. Otros practicaban ejercicios acrobáticos en bicicleta, a cuyo objeto se habían construido con cuadros al óleo, relojes de pie, bañeras, aparatos de radio y percheros una pista de obstáculos, entre los que pedaleaban haciendo ochos, caracoles y espirales, al tiempo que esquivaban impávidamente objetos por el estilo de cochecitos de niño y lámparas colgantes, que les arrojaban de las ventanas; se celebraba mucho su habilidad. Al pasar nosotros, los juegos se interrumpieron por algunos segundos. Algunos, que llevaban ropa interior de mujer sobre sus uniformes, nos ayudaron a empujar y quisieron también meterle mano a María, pero el señor Fajngold, que hablaba ruso y exhibía un pase, los llamó al orden. Un soldado cubierto con un sombrero de señora nos regaló una jaula con una cotorra viva sobre la barrita. El pequeño Kurt, que iba trotando al lado de la carretilla, trató en seguida de agarrarle las plumas de colores y por supuesto de arrancárselas. Pero María, que no se atrevió a rechazar el regalo, puso la jaula sobre la carretilla, fuera del alcance de Kurt y de mi lado. Y Óscar, que veía en el pájaro demasiado color, lo puso, junto con la jaula, sobre la caja de margarina, agrandada para Matzerath. Yo estaba sentado hasta atrás, con las piernas bamboleantes, y observaba la cara del señor Fajngold, que, surcada de arrugas y de pensamientos, le daba un aire de mal humor, como si estuviera haciendo mentalmente un cálculo complicado que no le acababa de salir.
Arranqué unos redobles a mi tambor, para alegrar la cosa un poco y alejar los negros pensamientos del señor Fajngold. Pero éste conservó sus arrugas, tenía su mirada no sé dónde, tal vez en la lejana Galizia, y lo único que no veía era mi tambor. Óscar abandonó la partida y ya no se oyeron sino el crujir de las ruedas de la carretilla y los sollozos de María.
¡Qué invierno tan benigno!, pensaba yo cuando dejamos atrás las últimas casas de Langfuhr, al tiempo que observaba cómo la cotorra, a la vista de aquel sol de tarde que caía sobre el aeropuerto, se alisaba las plumas.
El aeropuerto estaba vigilado y el camino de Brösen cortado. Un oficial habló con el señor Fajngold, quien, durante la conversación, guardó la chistera entre sus dedos separados, dejando ver un pelo escaso y rojizo que flotaba al viento. El oficial golpeó un poco la caja con los nudillos, como para cerciorarse, hostigó a la cotorra con el dedo, y nos dejó pasar, haciéndonos escoltar o vigiar por dos jovenzuelos de dieciséis años a lo sumo, con gorros demasiado pequeños y pistolas ametralladoras demasiado grandes.
El viejo Heilandt tiraba de la carretilla sin volverse ni una sola vez. Arreglábaselas también, sin disminuir el paso, para ir prendiendo cigarrillos con una sola mano, mientras seguía tirando Había aviones en el aire. Los motores alcanzaban a oírse claramente porque estábamos a fines de febrero, principios de marzo Sólo junto al sol había algunas nubecitas que se fueron coloreando poco a poco. Los aparatos de bombardeo volaban hacia Hela o regresaban de la península, porque allí luchaban todavía restos del segundo ejército.
El tiempo y el zumbar de los aviones me ponían triste. No hay nada más aburrido ni más descorazonador que un cielo de marzo sin nubes, lleno de aviones que zumban o se apagan. Añádase a ello que los dos jóvenes rusos se esforzaron en vano, durante todo el trayecto, por marcar el paso.
Probablemente el viaje, primero sobre el empedrado y luego sobre el asfalto acribillado por los combates, había aflojado algunas de las tablas de la caja improvisada; y como además teníamos el viento en contra, el caso era que olía a Matzerath muerto y Óscar se alegró cuando llegamos al cementerio de Saspe.
No pudimos acercarnos con la carretilla hasta la altura de la verja forjada, ya que un T 34 quemado se había quedado atravesado sobre la carretera poco antes de llegar al cementerio. En su avance en dirección a Neufahrwasser, otros carros blindados habían debido operar un rodeo, dejando sus huellas en la arena a la izquierda de la carretera y arrancando una parte del muro del cementerio. El señor Fajngold rogó al viejo Heilandt que se pusiera atrás. Entre los dos cargaron el ataúd, que se combaba un poco por el centro, siguiendo las huellas de los tanques y luego, fatigosamente, sobre los escombros del muro del cementerio, para avanzar un último trecho, sacando fuerzas de flaqueza, entre lápidas caídas o a punto de caer. El viejo Heilandt fumaba su cigarrillo con avidez y echaba el humo hacia el pie del ataúd. Yo llevaba la jaula con la cotorra sobre la barra. María arrastraba tras sí dos palas. El pequeño Kurt llevaba un pico o, mejor dicho, lo agitaba a diestro y siniestro y golpeaba el granito gris del cementerio, poniéndose en peligro a sí mismo, hasta que María se lo quitó y fuerte como era, ayudó a los dos hombres a cavar.
Menos mal que el terreno era aquí arenoso y no helado: hecha esta consideración busqué detrás del muro el lugar de Jan Bronski. Debía de haber sido aquí o un poco más allá. No podía señalarse con precisión, porque el cambio de las estaciones había puesto gris y blando, lo mismo que todo el resto del muro, el enjalbegado acusador de antaño.
Regresé por la verja posterior, miré las puntas de los pinos raquíticos y pensé, para no complicarme en cosas más trascendentales: ahora están enterrando también a Matzerath. Busqué también y hallé en parte un sentido a la circunstancia de que aquí, bajo un mismo arenal, y aunque sin mi pobre mamá, hubieran de reposar los dos compañeros de skat, Bronski y Matzerath.
¡Ay: los entierros recuerdan siempre otros entierros!
El terreno arenoso se resistía y requería, sin duda, sepultureros más entrenados. María hizo una pausa, se apoyó jadeante en el pico y rompió otra vez a llorar al ver que, desde lejos, el pequeño Kurt le lanzaba piedras a la cotorra de la jaula. Y no le daba, porque tiraba de demasiado lejos. María lloraba estrepitosamente y con sinceridad, porque había perdido a Matzerath, porque había visto en Matzerath algo que, en mi opinión, apenas tenía, pero que había de hacérselo ver en adelante siempre claro y digno de su amor. Tratando de consolarla, el señor Fajngold aprovechó la oportunidad para hacer una pausa porque el cavar le fatigaba. El viejo Heilandt parecía estar buscando oro: a tal punto manejaba la pala con regularidad, echaba la tierra para atrás y expedía al propio tiempo el humo del cigarrillo a intervalos también regulares. A cierta distancia, los dos jóvenes rusos estaban sentados sobre el muro del cementerio y charlaban de cara al viento. Arriba, los aviones y el sol, que iba madurando.
Habrían excavado ya cosa de un metro de profundidad: allí estaba Óscar, de pie, ocioso y desorientado, entre el viejo granito, entre los pinos raquíticos, entre la viuda Matzerath y un pequeño Kurt que no dejaba en paz a la cotorra.
¿Debo o no debo? Tienes ya veintiún años, Óscar. ¿Debes o no debes? Eres un huérfano. Deberías, finalmente. Desde que se fue tu pobre mamá, eres medio huérfano. Deberías haberte decidido ya en aquel momento. Luego depositaron en la costra de la tierra, directamente bajo la superficie, a tu presunto padre Jan Bronski. Entonces eras ya un presunto huérfano completo, estabas aquí, sobre esta misma arena que se llama Saspe; tenías en la mano un casquillo ligeramente oxidado. Llovía, y un Ju 52 disponíase a aterrizar. ¿Acaso no se te planteó ya entonces claramente, entre el Murmullo de la lluvia, o al trepidar del avión de transporte que aterrizaba, este «debo o no debo»? Tú te dijiste que era la lluvia, que era el ruido de los motores: semejante monotonía cabe en cualquier texto. Pero tú lo querías más claro, y no en forma puramente hipotética.
¿Debo o no debo? Ahora están cavando un hoyo para Matzerath, tu segundo presunto padre. Que tú sepas, ya no hay más padres presuntos. ¿Por qué, pues, sigues haciendo juegos malabares con dos botellas de vidrio verde: debo, o no debo? ¿A quién más quieres preguntar? ¿A los pinos raquíticos, que tantas dudas tienen ellos mismos?
En esto hallé una pobre cruz de hierro colado, con adornos enmohecidos y letras medio encostradas: Matilde Kunkel —o Runkel. Y hallé en la arena —¿debo o no debo?— entre cardos y avena loca —debo— tres o cuatro coronas de —no debo— metal herrumbroso y deleznable —debo— del tamaño de un plato, que —no debo— hubieron de representar probablemente —debo— hojas de encino o de laurel. No debo. Las sopesé en la mano, apunté al extremo sobresaliente de la cruz, de unos cuatro centímetros de diámetro —debo—, me impuse una distancia de dos metros —no— y las lancé sin atinarle. Debo. La cruz estaba muy torcida. Debo. Matilde Kunkel se llamaba, o Runkel. No sé si debo Kunkel o no Runkel. Era ya el sexto tiro, y yo pensé que en siete. Seis tiros no y al séptimo debía, y encajé la corona, y coroné a Matilde. Laurel para la señorita Kunkel. ¿Debo? pregunté a la joven señora Runkel. Sí, dijo Matilde. Había muerto prematuramente, a la edad de veintisiete años, habiendo nacido en el sesenta y ocho. Y yo, al acertar al séptimo tiro, al constreñir aquel «¿debo o no debo?» a un «¡debo!» comprobado, coronado, apuntado, listo, contaba veintiuno.
Y cuando Óscar se dirigía, con el nuevo «¡debo!» en la lengua y «¡debo!» en el corazón, hacia los sepultureros, chilló la cotorra, porque el pequeño Kurt le había dado, y soltó unas plumas amarillas y azules. Y yo me pregunté qué pregunta podía haber movido a mi hijo a apedrear a una cotorra hasta que un blanco final le respondiera.
Habían empujado la caja hasta el borde del hoyo de aproximadamente un metro veinte de hondo. El viejo Heilandt tenía prisa, pero hubo de esperar, porque María rezaba a la católica, en tanto que el señor Fajngold se apretaba el sombrero de copa contra el pecho y tenía los ojos en Galizia. El pequeño Kurt también se acercó. Probablemente después de su blanco había tomado una decisión y, por unos u otros motivos, pero tan decidido como yo, acercábase a la sepultura.
A mí la incertidumbre me atormentaba. Como que el que se había decidido en favor o en contra de algo era mi hijo. ¿Habríase decidido a ver y amar en mí a su único y verdadero padre? ¿O decidíase ahora, que ya era demasiado tarde, por el tambor? ¿O acaso su decisión era: Muera mi presunto padre Óscar, que mató con una insignia del Partido a mi presunto padre Matzerath sólo porque estaba ya de padres hasta la coronilla? ¿Acaso tampoco podía él expresar el cariño filial que debería reinar entre padres e hijos en otra forma que matando?
Mientras el viejo Heilandt más bien precipitaba que bajaba a la fosa la caja con Matzerath, que tenía la insignia del Partido en la laringe y la carga de una pistola ametralladora rusa en el vientre, confesábase Óscar que lo había matado deliberadamente porque, según todas las probabilidades, Matzerath no era sólo su presunto padre sino su padre verdadero, y también porque ya estaba harto de tener que cargar toda su vida con un padre.
Y tampoco era cierto que el imperdible de la insignia del Partido estuviera ya abierto cuando yo agarré el bombón del piso de cemento. No, el que lo abrió fui yo, mientras lo tenía escondido en la mano. Y le di a Matzerath el bombón pegajoso, punzante y atrancante, para que le hallaran la insignia a él, para que él se pusiera el Partido sobre la lengua y se asfixiara con él —por causa del Partido, de mí y de su hijo. Bueno, y porque había que acabar de una vez con todo eso.
El viejo Heilandt empezó a echar tierra con la pala. El pequeño Kurt trataba de ayudarle, aunque no sabía. Nunca he querido a Matzerath. Algunas veces lo soportaba. Cuidó de mí más como cocinero que como padre. Era un buen cocinero. Y si hoy lo echo alguna vez de menos, son más bien sus albóndigas a la Königsberg, sus riñones de puerco ácidos y sus carpas con rábanos y nata, los que siento todavía en la lengua y entre los dientes, platos como la sopa de anguila con verdura, sus costillitas a la Kassel con chucrut y los inolvidables asados dominicales. Habían olvidado ponerle en el ataúd, a él que transformaba los sentimientos en sopas, un cucharón. Habían olvidado ponerle en el ataúd un juego de naipes de skat. Cocinaba mejor de lo que jugaba al skat y, sin embargo, jugaba mejor quejan Bronski y casi tan bien como mi pobre mamá. Eso fue su fuerza y su tragedia. María no se lo perdonó nunca, pese a que le tratara bien, no la pegara nunca y cediera casi siempre en caso de disputa. Tampoco me entregó al Ministerio de la Salud del Reich y sólo firmó la carta cuando ya no se repartía correo. En mi nacimiento, bajo las bombillas, me destinó al negocio. Para no tener que verse detrás del mostrador, Óscar se escondió por más de diecisiete años detrás de aproximadamente ciento veinte tambores esmaltados en rojo y blanco. Y ahora Matzerath ya no podía levantarse. El viejo Heilandt lo enterraba fumando sus cigarrillos Derby. Ahora tendría Óscar que haber asumido la sucesión del negocio. Pero quien la había tomado era el señor Fajngold con su numerosa familia invisible. Lo demás me correspondía a mí: María, el pequeño Kurt y la responsabilidad de ambos.
María lloraba y seguía rezando, sincera y católicamente. El señor Fajngold andaba por Galizia o tratando de resolver cálculos complicados. El pequeño Kurt daba muestras de fatiga, pero seguía paleando afanosamente. Sentados sobre el muro del cementerio, los dos muchachos rusos charlaban. El viejo Heilandt, con regularidad y entre gruñidos, iba echando paletadas de la arena del cementerio de Saspe sobre las tablas de las cajas de margarina. Óscar alcanzaba todavía a leer letras de la palabra Vitello, cuando se descolgó el tambor del cuello y, sin decir ya «¿debo o no debo?», sino «¡es preciso!», echó el tambor allí donde había ya suficiente arena sobre el ataúd como para no hacerlo retumbar. Eché también los palillos, que se quedaron clavados en la arena. Tratábase de mi tambor del tiempo de los Curtidores. Procedía de la reserva del Teatro de Campaña. Bebra me había regalado toda aquella hojalata. ¿Qué diría el maestro de mi acto? Aquel tambor lo habían tocado Jesús y un ruso de poros dilatados, grande como un armario. Ya no valía gran cosa. Pero, cuando una paletada de arena le cayó encima, sonó. Y a la segunda paletada volvió a sonar todavía. Pero a la tercera ya no respondió, y sólo seguía mostrando algo de su esmalte blanco, hasta que la arena vino también a taparlo con arena: acumulábase la arena sobre el tambor, amontonábase, crecía —y también yo empecé a crecer, lo que se puso de manifiesto por vía de una fuerte hemorragia de la nariz.