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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (65 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Una vez terminado, el ataúd tenía muy buen aspecto. La Greff lavó el cuerpo de mamá Truczinski, tomó del armario un camisón limpio, le recortó las uñas, le arregló el moño sujetándoselo con tres agujas de tejer y, en una palabra, hizo todo lo posible para que, aun en la muerte, mamá Truczinski siguiera pareciéndose a un ratón gris que, en vida, gustaba de beber café de malta y comer puré de patatas.

Mas comoquiera que durante el ataque aéreo el ratón se había puesto rígido en su silla y sólo se dejaba meter en el ataúd con las piernas encogidas y las rodillas en alto, el viejo Heilandt, aprovechando un momento en que María salió de la habitación con el pequeño Kurt en sus brazos, tuvo que romperle las piernas, a fin de poder clavar la tapa.

Por desgracia sólo teníamos pintura amarilla, pero no negra. Así que mamá Truczinski fue sacada de la habitación y llevada escaleras abajo en aquellas tablas sin pintar, pero que de todos modos se afinaban hacia el pie. Óscar cerraba la marcha con su tambor y podía contemplar la tapa del ataúd en la que se leía, tres veces, a intervalos regulares: Margarina Vitello — Margarina Vitello — Margarina Vitello, lo que venía a confirmar en forma póstuma el gusto de mamá Truczinski, que en vida siempre había preferido la margarina vegetal Vitello a la mejor mantequilla porque la margarina es sana, se conserva fresca, alimenta y alegra el corazón.

El viejo Heilandt tiró de la carretilla de la verdulería Greff con el ataúd encima por la calle de la Virgen María y el paseo Antón Möller —aquí ardían dos casas—, en dirección de la Clínica de Mujeres. El pequeño Kurt se había quedado con la viuda Greff en nuestra bodega. María y Matzerath empujaban, en tanto que Óscar estaba sentado arriba y le daban ganas de encaramarse sobre el ataúd, cosa que no le permitieron. Las calles estaban atestadas de fugitivos de la Prusia Oriental y del delta. Por el paso a desnivel frente al Salón de los Deportes apenas se podía pasar. Matzerath propuso abrir un hoyo en el jardín del Conradinum, pero María se opuso. El viejo Heilandt, que tenía la misma edad que mamá Truczinski, hizo con la mano un signo de desaprobación. También yo estaba en contra del jardín escolar. De todos modos, había que renunciar a los cementerios municipales, porque, a partir del Salón de los Deportes, la Avenida Hindenburg sólo estaba abierta a los transportes militares. Así que no pudimos enterrar al ratón al lado de su hijo Heriberto, pero le escogimos un rinconcito detrás del Campo de Mayo, en el Parque Steffen, que quedaba frente a los cementerios municipales.

El suelo estaba helado. Mientras Matzerath y el viejo Heilandt se iban relevando con el pico y María trataba de arrancar algo de yedra junto a los bancos de piedra, Óscar se independizó y no tardó en encontrarse entre los troncos de la Avenida Hindenburg. ¡Qué movimiento! Los tanques replegados de las alturas y del delta se remolcaban mutuamente. De los árboles —tilos, si no recuerdo mal— colgaban reservistas y soldados. Unos letreritos de cartón prendidos en sus capotes y hasta cierto punto legibles decían que los que allí colgaban de los árboles o los tilos eran traidores. Me fijé en la cara contraída de varios de los ahorcados y establecí comparaciones en general y, en particular, con el verdulero Greff. Vi también racimos de muchachos colgando en uniformes que les quedaban grandes y más de una vez creí reconocer a Störtebeker; pero todos los muchachos ahorcados se parecen. Con todo, me dije: ahora han colgado a Störtebeker —¿le habrán echado también la soga a Lucía Rennwand?

Este pensamiento dio alas a Óscar. Escrutó los árboles a derecha e izquierda en busca de una muchacha flaca que colgara y atrevióse a pasar a través de los tanques al otro lado de la Avenida; pero tampoco aquí encontró más que viejos reservistas, soldados y muchachos parecidos a Störtebeker. Decepcionado, recorrí la Avenida hasta la altura del Café de las Cuatro Estaciones, que estaba medio destruido, volví atrás de mala gana y, mientras esparcía con María yedra y hojas secas sobre la tumba de mamá Truczinski, seguía representándome con toda firmeza y precisión la imagen de Lucía ahorcada.

No devolvimos la carretilla a la verdulería. Matzerath y el viejo Heilandt la desarmaron, colocaron las distintas partes delante del mostrador, y el negociante en ultramarinos metió en el bolsillo del viejo tres paquetes de cigarrillos Derby y le dijo: —Tal vez la necesitemos todavía. Aquí estará segura, en lo que cabe.

El viejo Heilandt no dijo nada, pero cogió de los anaqueles casi vacíos algunos paquetes de macarrones y dos cucuruchos de azúcar. Y luego, arrastrando las zapatillas de fieltro que había llevado también durante el entierro, salió de la tienda y dejó que Matzerath trasladara a la bodega los contados artículos que quedaban aún en los anaqueles.

Ya casi no salíamos de aquel agujero. Decíase que los rusos estaban ya en Zigankenberg, Pietzgendorf, en Schidlitz. En todo caso debían haber ocupado las alturas, porque tiraban a mansalva sobre la ciudad. La orilla derecha, el barrio viejo, el barrio del Pebre, los suburbios, el barrio moderno, el barrio nuevo y la ciudad baja, en los que se había edificado por espacio de setecientos años, ardieron en tres días. Claro que no era éste el primer incendio de la ciudad de Danzig. Ya anteriormente, haciendo historia, los pomerelianos, los brandeburgueses, los caballeros de la Orden, los polacos, los suecos y otra vez los suecos, los franceses, los prusianos y los rusos, e inclusive los sajones, habían considerado, cada par de decenios, a la ciudad digna del fuego. Y ahora eran los rusos, los polacos, los alemanes y los ingleses juntos los que cocían por centésima vez los ladrillos de la arquitectura gótica, sin por ello convertirlos en bizcochos. Ardieron la calle Mayor, la calle Ancha, la calle de los Tejedores y el callejón del mismo nombre, la calle de los Perros, la de Tobías, el Paseo del barrio viejo, el del suburbio, las murallas y el Puente Largo. La Puerta de la Grúa era de madera, por lo que ardió de forma particularmente espectacular. En el callejón de los Pantaloneros, el fuego se hizo tomar medidas para unos cuantos pantalones más que deslumbrantes. La iglesia de Nuestra Señora ardió de adentro para fuera y, a través de sus ventanales góticos, mostró una iluminación de gran festividad. Las campanas que no habían sido evacuadas todavía, las de Santa Catalina, San Juan, Santa Brígida, Santa Bárbara, Santa Isabel, San Pedro y San Pablo, la Trinidad y el Divino Cuerpo, se fundieron en sus soportes y gotearon sin ton ni son. En el Molino Grande molieron trigo rojo. En la calle de los Carniceros se quemó el asado dominical. En el Teatro Municipal se representó Sueños de incendiario, pieza en un acto, pero de doble sentido. El Ayuntamiento, después del incendio, acordó a los bomberos un aumento de salarios con carácter retroactivo. La calle del Espíritu Santo ardió en nombre de éste. El convento de los franciscanos lo hizo también alegremente en nombre de San Francisco, al que como es sabido le gustaba el fuego. La calle de las Damas inflamóse a la vez por el Padre y por el Hijo. De más está decir que ardieron los Mercados de la Madera, del Carbón y del Heno. En la calle de los Panaderos, los panecillos no salieron del horno. En el callejón de los Cántaros de Leche, la leche hirviendo se derramó. El único que, por razones puramente simbólicas, no quiso arder fue el edificio de la Compañía de Seguros contra Incendios de la Prusia Occidental.

A Óscar los incendios nunca lo han impresionado mayormente. Así pues, cuando Matzerath subió corriendo las escaleras para contemplar desde el desván la ciudad en llamas, yo me hubiera quedado tranquilamente en la bodega, a no ser por el hecho de que, por ligereza, había yo depositado en dicho desván precisamente mis escasos bienes combustibles. Había que salvar el último de los tambores que me quedaba del Teatro de Campaña, así como mi Goethe y mi Rasputín. Además guardaba yo también entre las hojas del libro un abanico, tenue como un hálito y delicadamente pintado, que mi Rosvita, la Raguna, había agitado graciosamente en vida. María se quedó en la bodega. En cambio, el pequeño Kurt quería subir con Matzerath al tejado para ver el incendio. Por una parte, aquella capacidad incontrolada de entusiasmo de mi hijo me molestó, pero por la otra me dije: eso le viene de su bisabuelo, de mi abuelo Koljaiczek, el incendiario. Pero María lo retuvo abajo y me dejó subir solo con Matzerath; recogí mis bártulos, eché una mirada por el tragaluz del tendedero del desván, y hube de maravillarme de la chisporroteante energía de que estaba dando muestra la antigua y venerable ciudad.

Al caer unas granadas allí cerca, dejamos el desván. Más tarde quiso subir de nuevo Matzerath, pero María se lo prohibió. Él no Asistió y, llorando, se puso a describir punto por punto el incendio a la viuda Greff, que había permanecido en la bodega. Todavía subió al piso y puso la radio, pero ya no se oía nada. Ni siquiera el crepitar de la emisora en llamas; no se diga comunicados especiales.

Temblando casi como un niño que no sabe si ha de seguir creyendo en San Nicolás, estaba Matzerath plantado en medio de la bodega, agarrándose los tirantes y exteriorizando por vez primera dudas acerca de la victoria final; por consejo de la viuda Greff, se quitó la insignia del Partido, pero no sabía qué hacer con ella, porque el piso de la bodega era de cemento y la Greff no la quería. María dijo que la enterrara entre las patatas, pero las patatas no le parecían a Matzerath bastante seguras y ya no se atrevía a subir, porque ellos no tardarían en llegar, si es que no estaban ya allí, o en camino, pues cuando subimos al desván estaban ya luchando en Brenntau y en Oliva. Una y otra vez se lamentaba de no haber tirado aquel bombón arriba, en la arena de la defensa pasiva; porque si ellos los encontraban allí abajo, con el bombón en la mano... En esto la dejó caer sobre el cemento, y quiso ponerle el pie encima y dárselas de bruto; pero ya el pequeño Kurt y yo nos habíamos echado sobre ella, y yo la cogí primero y me hice fuerte, aunque el pequeño Kurt me pegara, como pegaba siempre que quería algo, y no quise darle la insignia a mi hijo, porque no quería comprometerlo, ya que con los rusos no hay que andarse con bromas. Esto lo sabía Óscar por su lectura de Rasputín, y mientras el pequeño me pegaba y María trataba de separarnos, pensaba yo si serían rusos blancos o rusos grandes, cosacos o georgianos, calmucos o inclusive tártaros de Crimea, rutenios o ucranianos, quién sabe si quirguises los que encontrarían la insignia del Partido de Matzerath entre las manos del pequeño Kurt, caso de ceder Óscar a los golpes de su hijo.

Cuando María, con el auxilio de la viuda Greff, logró separarnos, yo seguía teniendo victoriosamente el bombón en mi puño izquierdo. Matzerath estaba feliz de haberse desembarazado de su condecoración. María trataba de hacer calle al pequeño Kurt, que aullaba. A mí, el alfiler abierto me picaba en la palma de la mano. Seguía, como antes, sin poder hallarle gusto a aquella cosa. Pero, cuando me disponía a prendérselo de nuevo a Matzerath por la espalda —pues, en definitiva, yo qué tenía que ver con el Partido— he aquí que ya estaban arriba de nosotros en la tienda y, a juzgar por los chillidos de las mujeres, muy probablemente también en las bodegas de los vecinos.

Cuando levantaron la trampa, el alfiler me seguía picando. ¿Qué podía yo hacer más que acurrucarme ante las rodillas temblorosas de María y contemplar las hormigas, cuyo camino iba desde las patatas, cruzando en diagonal la bodega, hasta un saco de azúcar? Rusos completamente normales, ligeramente mezclados, pude apreciar así que, en número de seis, aparecieron en lo alto de la escalera mirándonos por encima de sus pistolas ametralladoras. En medio de aquel griterío resultaba tranquilizador que las hormigas no se dejaran impresionar por la aparición del ejército ruso. Ellas sólo pensaban en las patatas y en el azúcar, en tanto que los de las pistolas ametralladoras ponían por delante otras conquistas. Me pareció normal que los adultos levantaran las manos. Así lo habíamos visto en las actualidades, y así había sido también, exactamente, cuando la defensa del Correo polaco. Pero que el pequeño Kurt se pusiera a remedar a los adultos, me resultó incomprensible. Él hubiera debido seguir mi ejemplo, el ejemplo de su padre; o, si no el de su padre, el de las hormigas. Comoquiera que tres de los uniformes cuadrados se entusiasmaron rápidamente a la vista de la viuda Greff, se produjo cierto movimiento. La Greff, que después de una viudez y un ayuno tan prolongados jamás hubiera podido esperar un acoso de tal envergadura, gritó al principio por la pura sorpresa, pero no tardó en acomodarse a aquella situación que ya casi había olvidado.

Había yo leído ya en Rasputín que los rusos aman a los niños. Hube de comprobarlo en nuestra bodega. María temblaba sin motivo y no acertaba a comprender por qué los cuatro que no se habían metido con la Greff dejaban al pequeño Kurt sentado en su regazo, en vez de ocuparlo ellos mismos uno después de otro, y lo acariciaban, le decían dadadá y también a ella le acariciaban las mejillas.

Unos brazos nos levantaron en vilo a mí y a mi tambor, lo que me impidió seguir observando a las hormigas y medir los acontecimientos a través de su laboriosidad. El tambor me colgaba sobre la barriga, y aquel hombretón de poros dilatados se puso a tamborilear con sus dedazos, y ni siquiera mal para un adulto, algunos compases a cuyo son se habría podido bailar. De buena gana hubiera correspondido Óscar y habría ejecutado sobre la hojalata algunas de sus piezas más brillantes, pero no podía, porque la insignia del Partido de Matzerath seguía picándole en la palma de la mano izquierda.

El ambiente se hizo casi apacible y familiar en nuestra bodega. La Greff, cada vez más silenciosa, soportaba alternativamente a tres de aquellos tipos, y cuando uno de ellos se dio por satisfecho, el que me tenía en brazos y tocaba el tambor con tanta pericia me pasó a otro, probablemente un calmuco, que sudaba y tenía los ojos ligeramente oblicuos. Mientras me levantaba con la izquierda, abrochábase los pantalones con la derecha y no parecía objetar en absoluto que su predecesor, mi tamborero, hiciera lo contrario. Para Matzerath, en cambio, la situación no ofrecía variedad alguna. Seguía plantado delante del anaquel en donde estaban las latas de ensalada de Leipzig, con las manos en alto y mostrando todas las líneas de las mismas; pero nadie quería leérselas. Resultaba sorprendente, por el contrario, la capacidad de adaptación de las mujeres. María aprendía las primeras palabras en ruso, ya no le temblaban las rodillas, y hasta se reía; hubiera estado en condiciones de tocar su armónica, de haber tenido a mano su tambor de boca.

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