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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (84 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Empezamos a charlar, esforzándonos, sin embargo, al principio por ser naturales. Rozamos, charlando, los temas más ligeros: yo le pregunté si consideraba nuestro destino como inmutable, cosa que él afirmó. Preguntóle Óscar si creía que todos los hombres habían de morir. También la muerte final de todos los individuos teníala él por segura, pero no estaba seguro de que todos hubieran debido nacer, y hablaba de sí mismo como de un nacimiento equivocado, en lo que Óscar volvió a sentir lo mucho que tenía con él en común. Creíamos también los dos en el cielo. Mas él, al decir cielo, dejó escapar una risa ligeramente indecente y se rascó bajo la colcha: diríase que ya en la vida el señor Klepp andaba planeando obscenidades que se proponía ejecutar luego en el cielo. Al llegar a la política, casi se apasionó y me citó más de trescientas casas principescas alemanas a las que quería conferir dignidad, la corona, el poder; la región de Hannover, en cambio, atribuíala al Imperio Británico. Cuando le pregunté por la suerte de la otrora Ciudad Libre de Danzig, no sabía por desgracia hacia dónde quedaba, lo que no le impidió proponer para príncipe de aquella pequeña ciudad, que lamentaba no saber dónde quedaba, a un conde del país de Berg que, según él, descendía en línea directa dejan Wellen. Finalmente —nos aprestábamos ya a definir el concepto de verdad, en lo que hacíamos buenos progresos— yo logré enterarme, por medio de algunas preguntas incidentales hábiles, que hacía ya tres años que el señor Klepp venía pagando a Zeidler alquiler en calidad de inquilino. Lamentamos no habernos conocido antes. Yo achaqué la culpa de ello al Erizo, que no me había facilitado datos suficientes a propósito del encamado, lo mismo que tampoco se le había ocurrido confiarme más acerca de la enfermera que aquella mísera indicación: ahí, detrás de esa puerta de vidrio esmerilado, vive una enfermera.

Óscar no quiso molestar desde el principio al señor Münzer, o Klepp, con sus propias preocupaciones. No le pedí, pues, información alguna acerca de la enfermera, sino que me interesé ante todo por su salud: —Por lo que hace a la salud —intercalé—, ¿no se encuentra usted bien?

Klepp volvió a incorporar el torso algunos grados, pero, al ver que no lograba ponerse en ángulo recto, se dejó caer nuevamente y me informó que, en realidad, él guardaba cama para saber si se encontraba bien, regular o peor. Esperaba poder llegar dentro de algunas semanas a la conclusión de que iba tirando.

Y luego se produjo lo que yo había temido y estaba tratando de evitar por medio de una conversación prolongada y ramificada. —Mi querido señor, ¿le gustaría acompañarme a una ración de espaguetis? —Comimos, pues, unos espaguetis cocidos en el agua fresca que yo le había llevado. No me atreví a pedirle la pegajosa cazuela para someterla en el fregadero a un lavado concienzudo. Apoyado sobre un costado, Klepp se puso a cocinar sin decir palabra y con la seguridad de movimientos de un sonámbulo. Vertió el agua con precaución en una lata de conservas algo mayor, metió luego la mano bajo la cama, sin modificar con ello sensiblemente su posición, sacó un plato grasiento y encostrado con restos de salsa de tomate, pareció indeciso por una fracción de segundo, pero volvió a meter la mano bajo la cama, sacó a la luz del día una bola de papel de periódico amarillento, restregó con ella el plato, volvió a meter el papel bajo la cama, echó el aliento sobre el disco embadurnado, como si quisiera quitarle el último grano de polvo y, con ademán casi majestuoso, me alargó el más abominable de los platos, rogándome que me sirviera sin cumplidos.

Me resistí a hacerlo antes que él, y le rogué que empezara. Después que me hubo provisto con unos misérrimos cubiertos que se pegaban a los dedos, amontonó sobre mi plato, con una cuchara sopera y un tenedor, una buena parte de los espaguetis, apretó el tubo de salsa de tomate, con movimientos elegantes y haciendo salir en arabescos un largo gusano sobre el mondongo, añadióle un buen chorro de aceite de la lata, hizo lo mismo para sí en la cazuela, esparció algo de pimienta sobre ambas raciones, removió su parte y me invitó con los ojos a hacer lo mismo con la mía.

—Perdone, mi querido señor, que no tenga parmesano en polvo en la casa. Pero de todos modos, deseo a usted un excelente provecho.

Óscar sigue todavía sin comprender cómo pudo encontrar fuerzas suficientes para servirse de la cuchara y el tenedor. Pero lo más curioso es que el plato me gustó. E inclusive estos espaguetis a la Klepp habían de convertirse para mí en un punto de referencia culinario con el que en adelante mediría yo todo menú que se me presentara.

Durante la comida tuve tiempo de examinar en detalle, sin aparentarlo, el cuarto del encamado. La atracción del lugar consistía en un agujero de chimenea, circular, abierto a ras mismo del techo y que respiraba negrura. Afuera, ante las dos ventanas, hacía viento. En todo caso, parecían ser ráfagas de viento las que de vez en cuando introducían nubes de hollín en el cuarto de Klepp por el agujero de la chimenea. Se iban depositando regularmente, en forma fúnebre, sobre los muebles. Comoquiera que todo el mobiliario consistía en la cama, colocada en el centro del cuarto, y en algunas alfombras enrolladas y envueltas en papel de embalaje de procedencia zeidleriana, podía afirmarse sin lugar a error que en aquel cuarto no había cosa alguna más ennegrecida que la sábana antaño blanca, la almohada bajo el cráneo de Klepp y una toalla que el encamado se echaba sobre la cara cada vez que alguna ráfaga mandaba al interior una nube de hollín.

Las dos ventanas del cuarto daban, lo mismo que las del salón y dormitorio de los Zeidler, a la Jülicherstrasse o, mejor dicho, al verde follaje de aquel castaño que se erguía frente a la fachada de la casa. Por todo cuadro colgaba entre las dos ventanas, fijado con chinches, el retrato, sacado probablemente de alguna revista ilustrada, de la reina Isabel de Inglaterra. Abajo del cuadro colgaba una gaita cuya procedencia escocesa llegaba todavía a percibirse bajo la capa de hollín. Mientras contemplaba yo aquella foto en colores, pensando menos en Isabel y en su Felipe que en la señorita Dorotea, que se hallaba entre Óscar y el doctor Werner y posiblemente se desesperara, explicóme Klepp que él era un fiel y entusiasta devoto de la casa real inglesa y que, por ello, había tomado clases de gaita entre los gaiteros de un regimiento escocés del ejército inglés de ocupación, sobre todo por cuanto dicho regimiento lo mandaba la reina Isabel en persona; él, Klepp, la había visto en unas actualidades, vestida de cuadros de arriba abajo, pasando revista al regimiento en cuestión.

En forma curiosa sentí que se me alborotaba el catolicismo. Expresé dudas de que Isabel entendiera lo más mínimo en materia de música de gaita, hice también algunas consideraciones acerca del fin lamentable de María Estuardo y, en una palabra, Óscar dio a entender a Klepp que consideraba a Isabel como carente de todo sentido musical.

En realidad, yo me esperaba un arrebato de cólera del monárquico. Pero éste se limitó a sonreír con aire de superioridad y me rogó que le diera una explicación de la que él pudiese colegir que yo, el pequeñito —así me llamó el gordo—, tenía algún criterio en materia de música.

Óscar se quedó mirando a Klepp por algún tiempo. Sin saberlo, había tocado en mí una fibra sensible. De la cabeza me pasó fulminantemente a la joroba. Aquello parecía el Día del Juicio de todos mis viejos tambores rotos y liquidados. Los mil tambores que había convertido yo en chatarra y aquel que había enterrado en Saspe se levantaban, volvían a nacer y celebraban, enteros y nuevecitos, su resurrección: resonaban, me invadían, me hacían levantar del lado de la cama, me obligaban a dejar el cuarto después de haberle pedido a Klepp un momento de paciencia, me arrastraban pasando junto a la puerta de cristal esmerilada de la señorita Dorotea —el rectángulo de la carta seguía allí, visible a medias, sobre el entarimado—, me hacían penetrar a latigazos en mi cuarto y me llevaron hasta el tambor que el pintor Raskolnikoff me había regalado al pintar la Madona 49. Y yo agarré el tambor y los palillos, me volví, o aquello me volvió, dejé el cuarto, pasé corriendo junto a la maldita alcoba, entré cual un superviviente que regresa de una larga odisea en la cocina de espaguetis de Klepp, me senté sin cumplidos al borde de la cama, me coloqué el instrumento esmaltado en rojo y blanco en posición, jugueteé primero con los palillos en el aire— estaba yo probablemente algo cohibido todavía y fijaba la mirada más allá del Klepp atónito— y dejé luego caer, como casualmente, uno de los palillos sobre la lámina ¡ay! y la lámina respondió; y ya el segundo palillo atacaba a su vez; y empecé a tocar observando el orden: en el principio fue el principio. Y la mariposa entre las bombillas anunció sobre el tambor mi nacimiento; toqué luego la escalera de la bodega con sus diecinueve peldaños y mi caída de la misma, mientras los demás celebraban mi tercer aniversario; toqué, al derecho y al revés, el horario de la Escuela Pestalozzi; subí con el tambor a la Torre de la Ciudad, sentéme con él debajo de las tribunas políticas, toqué anguilas y gaviotas, el sacudir de las alfombras en Viernes Santo; toqué sentado sobre el ataúd que se afinaba hacia el pie de mi pobre mamá; tomé luego, en calidad de notas, la espalda surcada de cicatrices de Heriberto Truczinski y observé a distancia, cuando me hallaba en la defensa del edificio del Correo polaco de la Plaza Hevelius, un movimiento en la cabecera de aquella casa sobre la que estaba sentado; vi con el rabo del ojo a Klepp, medio incorporado, que sacaba de debajo de la almohada una flauta ridícula, se la aplicaba a la boca y le extraía unos sonidos tan delicados e inefables, que pude llevarlo conmigo al cementerio de Saspe, con Leo Schugger, y luego, cuando Leo Schugger hubo terminado su danza, pude evocar, ante él, para él y con él, la espuma de los polvos efervescentes de mi primer amor; inclusive a la selva de la señora Lina Greff pude llevarlo, hice zumbar asimismo la máquina tambor del verdulero Greff mantenida en equilibrio por un peso de setenta y cinco kilos, me llevé a Klepp al Teatro de Campaña de Bebra, dejé que Jesús tocara mi tambor, evoqué a Störtebeker y a todos los Curtidores saltando del trampolín —abajo estaba Lucía sentada—, hasta que las hormigas y los rusos ocuparon mi tambor; pero no lo conduje luego una vez más al cementerio de Saspe, en donde dejé que mi tambor siguiera a Matzerath, sino que me ataqué al grandioso tema interminable: los campos de patatas cachubas, la llovizna oblicua de octubre y las cuatro faldas de mi abuela; y poco faltó para que el corazón de Óscar quedara allí petrificado al oír que de la flauta de Klepp caía, murmurando, la lluvia de octubre; que la flauta de Klepp descubría bajo la lluvia y las cuatro faldas a mi abuelo, el incendiario Koljaiczek, y que la misma flauta celebraba y confirmaba la concepción de mi pobre mamá.

Estuvimos tocando por espacio de varias horas. Cuando hubimos ejecutado variaciones suficientes sobre el tema de mi abuelo corriendo sobre las balsas, terminamos el concierto, agotados pero al propio tiempo felices, con el himno alusivo al salvamento posible y milagroso del incendiario desaparecido.

Con el último tono temblando todavía en la flauta, Klepp se levantó de un salto de la cama moldeada por su cuerpo. Siguiéronle unos olores de cadáver. Pero él abrió violentamente las ventanas, tapó con papel de periódico el agujero de la chimenea, hizo pedazos el retrato en colores de la reina Isabel, proclamó el fin de la era monárquica, dejó correr el agua del grifo por el lavabo, y empezó a lavarse: se lavó; Klepp empezó a lavarse. Y se puso a lavarlo todo; aquello ya no era un lavado, era una purificación. Y cuando el purificado dejó el agua y se planto ante mí, grueso, goteante, desnudo y a punto de reventar, con el sexo colgándole feamente de lado, tendió los brazos y me levantó, levantó a Óscar, ya que éste era y sigue siendo de muy poco peso; y cuando la risa reventó en él e hizo irrupción y rebotó en el techo, entonces comprendí que no sólo acababa de resucitar el tambor de Óscar, sino que también Klepp era un resucitado: y nos felicitamos mutuamente y nos besamos en las mejillas.

Ese mismo día —al atardecer salimos, bebimos cerveza y comimos morcilla con cebolla— me propuso Klepp fundar con él una orquesta de jazz. Claro que le pedí algún tiempo para pensarlo, pero ya Óscar estaba decidido a abandonar no sólo su oficio de marmolista y grabador de epitafios con Korneff, sino también el de modelo con la musa Ulla, y a convertirse en músico de batería en una banda de jazz.

Sobre la alfombra de coco

En esta forma proporcionó Óscar a su amigo Klepp motivos para levantarse. Pero, por más que él diera muestras de un entusiasmo irrefrenable al dejar sus sábanas mugrosas y se reconciliara inclusive con el agua, convirtiéndose por completo en ese hombre que dice «¡adelante!» y «¡el mundo es mío!», ahora que el encamado es Óscar, me entran ganas de afirmar: Klepp quiere vengarse de mí; quiere hacerme odiosa la cama con barrotes del sanatorio, porque yo le hice a él odiosa la cama de su cocina de espaguetis.

Una vez por semana he de soportar su visita, su optimista verborrea sobre el jazz y sus manifiestos comunisto-musicales, porque él, que en su cama era un monárquico fiel y devoto de la casa real inglesa, convirtióse, apenas le hube yo quitado su cama y su gaita isabelina, en miembro cotizante del Partido Comunista Alemán, lo que sigue practicando todavía cual pasatiempo ilegal, al tiempo que bebe cerveza, devora morcillas y predica a unos bonachones inocentes, que se apoyan en los mostradores y estudian las etiquetas de las botellas, las felices analogías entre una banda de jazz que trabaja a pleno rendimiento y un koljós soviético.

Al soñador despabilado sólo le quedan hoy en día muy pocas posibilidades. Una vez reñido con la cama modelada por su cuerpo, Klepp pudo convertirse en camarada, inclusive ilegal, lo que aumentaba todavía el aliciente. La segunda religión que se le ofrecía era la manía del jazz y, como tercera posibilidad, él, que era protestante, hubiera podido convertirse y hacerse católico.

En esto hay que hacer justicia a Klepp: ha sabido mantenerse abiertas las vías de todas las confesiones. La prudencia, sus carnes pesadas y lustrosas y su humor, que vive del aplauso, le proporcionaron una receta según cuyas reglas socarronas las enseñanzas de Marx han de mezclarse con el mito del jazz. Si algún día se atravesara en su camino un cura algo izquierdista, el tipo del cura proletario, que poseyera además una discoteca con música a la Dixieland, veríase a partir de dicho día a un marxista fanático del jazz recibir los domingos los sacramentos y mezclar su olor corporal antes descrito con las emanaciones de una catedral neogótica.

BOOK: El tambor de hojalata
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