Con mano deliberadamente inhábil habían pintado el nombre de Bodegón de las Cebollas y la imagen expresivamente ingenua de una cebolla en un escudo de esmalte que, a la manera alemana antigua, colgaba frente a la fachada de una horca de hierro colado con muchos recovecos. Vidrios abombados de un verde color botella de cerveza vestían la única ventana. Ante la verja pintada al minio, que en los malos años pudo haber servido de puerta de un refugio antiaéreo, montaba guardia, revestido de una zamarra rústica, el portero. No todo el mundo podía entrar en el Bodegón de las Cebollas. Sobre todo los viernes, en que los sueldos semanales se convertían en cerveza, era cosa de negar la admisión a los cofrades del barrio viejo, para los que, por lo demás, el Bodegón de las Cebollas habría resultado demasiado caro. Pero el que podía entrar hallaba detrás de la verja de minio cinco gradas de cemento, bajábalas, hallábase en un descansillo de un metro por un metro —al que el cartel de una exposición de Picasso confería mayor categoría y originalidad—, bajaba otras gradas, cuatro esta vez, y se encontraba ante el guardarropa. «¡Se ruega pagar después!», rezaba un letrero de cartón, y el joven de detrás del guardarropa —por lo regular un discípulo barbudo de la Academia de Bellas Artes— nunca aceptaba el dinero por adelantado, porque el Bodegón de las Cebollas era caro, sin duda, pero serio, eso sí.
El dueño recibía personalmente a cada uno de sus huéspedes, lo que hacía con cejas y gestos extremadamente móviles, como si se tratara de practicar con todo nuevo huésped una ceremonia de iniciación. Como ya sabemos, el dueño se llamaba Schmuh, cazaba ocasionalmente gorriones y poseía el sentido de aquella sociedad que, después de la reforma monetaria, vino a formarse en Düsseldorf con cierta rapidez, y en otros sitios con no tanta, pero de todos modos.
El Bodegón de las Cebollas propiamente dicho era —y en eso se aprecia la seriedad del local acreditado— una bodega auténtica, inclusive algo húmeda. Comparémosla con un tubo largo de pie plano, de unos cuatro metros por dieciocho, que habían de caldear dos estufas de tubos asimismo originales. Claro que, en realidad, la bodega no era tal bodega. Le habían quitado el techo, ampliándola arriba con la planta baja. Y así, la única ventana del Bodegón de las Cebollas tampoco era una ventana de bodega, sino la antigua ventana del local de la planta baja, lo que sin embargo sólo en forma insignificante afectaba a la seriedad del local acreditado. Comoquiera, sin embargo, que de no haber estado provista de vidrios abombados se hubiera podido ver por la ventana, y comoquiera que se había construido en la parte de la bodega ampliada hacia arriba una galería, a la que se podía subir por una escalera de gallinero de lo más original, bien puede designarse al Bodegón de las Cebollas como local serio, aunque no fuera propiamente una bodega; después de todo, ¿por qué había de serlo?
Se me estaba pasando indicar que tampoco la escalera de gallinero de la galería era en realidad una escalera de gallinero propiamente dicha, sino más bien una especie de escalerilla de barco, ya que, a derecha e izquierda de la escalera peligrosamente empinada, uno podía agarrarse a sendas cuerdas de tender de lo más originales también. Este conjunto oscilaba un poco, hacía pensar en un viaje por mar y encarecía en consecuencia el Bodegón de las Cebollas.
Unas lámparas de carburo, como las que suelen usar los mineros, iluminaban el Bodegón de las Cebollas, esparcían un olor a carburo —lo que daba ocasión a un nuevo aumento de los precios— y transportaban al huésped de pago del Bodegón de las Cebollas a las galerías de una mina, digamos de potasio, a novecientos cincuenta metros bajo tierra: mineros con los torsos desnudos que pican en la roca y atacan una vena, el raspador que recoge el mineral, las perforadoras que rugen, las vagonetas que se llenan; allá a lo lejos, donde la galería dobla hacia la sala Friedrich Dos, una luz que oscila: es el jefe de turno; se acerca, dice «¡buena suerte!» y mueve una lámpara de carburo exactamente igual que aquellas lámparas de carburo que colgaban de las paredes sin revoque, someramente enjalbegadas, del Bodegón de las Cebollas, iluminando, oliendo, aumentando los precios y esparciendo una atmósfera original.
Los asientos incómodos —unas cajas vulgares— estaban tapizados con sacos de cebollas, pero las mesas de madera, en cambio, brillaban bien pulidas y sacaban al parroquiano de la mina hacia unos apacibles comedores campestres, como suelen verse en el cine.
Eso era todo. ¿Y el mostrador? No había mostrador. ¡Camarero, la carta, por favor! Ni camarero, ni carta. Sólo falta nombrarnos a nosotros, «The Rhine River Three». Klepp, Scholle y Óscar sentábanse bajo la escalera de gallinero que era en realidad una escalera de barco, llegaban a las nueve, sacaban sus instrumentos y empezaban a tocar a eso de las diez. Pero como ahora sólo son las nueve y cuarto, dejemos para después lo que a nosotros se refiere. Por lo pronto pongamos nuestra mira en Schmuh tal como Schmuh apuntaba con su escopeta a los gorriones.
Una vez que el Bodegón de las Cebollas se había llenado —medio lleno contaba como lleno—, Schmuh, el dueño, se ponía el mandil. El mandil, de seda azul cobalto, era estampado, especialmente estampado, y se menciona porque el acto de ponérselo el dueño revestía importancia. El motivo estampado puede designarse como cebollas doradas. Y sólo cuando él se lo ponía podía decirse que el Bodegón estaba abierto.
Los parroquianos: comerciantes, médicos, abogados, artistas y actores, periodistas, gente del cine, deportistas conocidos, altos funcionarios del Estado o del Municipio y, en resumen, todos cuantos hoy en día se dicen intelectuales sentábanse allí con sus esposas, sus amigas, sus secretarias, sus decoradoras, así como también con amiguitas masculinas, sobre las cajas tapizadas de arpillera y, hasta tanto que Schmuh no se ponía el mandil con las cebollas doradas, hablaban en voz baja, en tono de cansancio y como cohibidos. Esforzábanse por iniciar una conversación, pero sin conseguirlo; los mejores propósitos naufragaban sin llegar a tocar los verdaderos problemas; de buena gana habríanse soltado, diciendo de una vez por todas la verdad, descargándose el hígado, el corazón, los pulmones, dejando de lado toda reflexión, para exponer la verdad sin tapujos y mostrarse al desnudo; pero no era posible. Aquí y allá se apuntan los contornos de una carrera frustrada, de un matrimonio desgraciado. Aquel señor de la cabeza maciza e inteligente y de manos blandas y casi delicadas parece tener dificultades con su hijo, que no quiere aceptar el pasado de su padre. Las dos damas de abrigo de visón, que a la luz del carburo no tienen mal aspecto, pretenden haber perdido la fe. ¿En qué? No se sabe. Tampoco se ha llegado a saber nada del pasado de aquel señor de la cabeza maciza, ni de cuáles pueden ser las dificultades que le crea el hijo al padre a propósito de su pasado; es, en conjunto —perdónesele a Óscar la comparación—, como antes de poner el huevo: esfuerzos, más esfuerzos...
Esforzábase en vano el Bodegón de las Cebollas, hasta que el dueño Schmuh hacía una breve aparición con el mandil de marras, agradecía el «¡Ah!» con que se le acogía, desaparecía luego durante unos minutos detrás de un telón al final de la bodega, donde quedaban los excusados y un depósito, y salía de nuevo a escena.
Pero, ¿por qué acoge al patrón, al presentarse éste de nuevo ante sus huéspedes, otro «¡Ah!» más alegre todavía y casi de liberación? Veamos: el dueño de un acreditado local nocturno desaparece tras un telón, toma algo del depósito, regaña un poco en voz baja a la mujer de los lavabos que está sentada allí leyendo una revista ilustrada, sale de nuevo a escena y se le acoge como si fuera el Salvador o el tío millonario.
Schmuh avanzaba entre sus huéspedes con un pequeño cesto colgándole del brazo. Recubría el cestito un paño de cuadros azules y amarillos. Sobre el paño había unas tablitas de madera recortadas con figuras de puercos y de peces. El fondista Schmuh repartía entre sus huéspedes estas tablitas delicadamente pulidas. Hacía unas reverencias y unos cumplidos reveladores de que había pasado su juventud en Budapest y en Viena. La sonrisa de Schmuh parecíase a la copia que se hubiese sacado de una copia de la presunta Mona Lisa auténtica.
Los parroquianos tomaban las tablitas con la mayor ceremonia. Algunos las cambiaban entre sí. A uno le gustaba más la figura del puerco, otro —u otra, si se trataba de una dama— prefería al puerco doméstico ordinario la figura más misteriosa del pez. Husmeaban las tablitas, las pasaban de un lado a otro, y el patrón Schmuh esperaba, después de haber servido asimismo a los clientes de la galería, hasta que todas las tablitas quedaran en reposo.
Luego —todos los corazones se mantenían expectantes—, luego apartaba, con un gesto parecido al de un mago, el paño que cubría el cesto: aparecía, recubriendo a éste, un segundo paño sobre el que se hallaban, difíciles de identificar a primera vista, los cuchillos de cocina.
Lo mismo que anteriormente, Schmuh distribuía ahora los cuchillos. Pero ahora procedía a su ronda con mayor rapidez, aumentando aquella tensión que le permitía a él aumentar los precios, y ya no hacía cumplidos ni permitía que se cambiaran los cuchillos de cocina, sino que imprimía a sus movimientos una premura bien dosificada y anunciaba en voz alta: —¡Preparados! ¡Listos! ¡Ya! —y, arrancando del cesto la segunda cubierta, metía la mano en él y distribuía, repartía, esparcía entre el pueblo; era el dispensador benévolo, el proveedor de sus clientes; y les daba cebollas, unas cebollas como las que, doradas y ligeramente estilizadas, ostentaba en su mandil: cebollas comunes y corrientes, bulbos, nada de bulbos de tulipanes, sino cebollas como las que compra el ama de casa, cebollas como las que vende la verdulera, cebollas como las que plantan y cosechan el campesino o la campesina o la sirvienta, como las que, más o menos bien reproducidas, pueden verse pintadas en los bodegones de los pequeños maestros holandeses. Éstas eran las cebollas que repartía el fondista Schmuh entre sus huéspedes, hasta que todos ellos las tenían y ya no se oía más que el ronronear de las estufas de tubos y el sisear de las lámparas de carburo: tal era el silencio que se producía después de la gran distribución de las cebollas. Y Ferdinand Schmuh exclamaba: —¡Cuando gusten, damas y caballeros! —echábase uno de los extremos del mandil sobre el hombro izquierdo, tal como lo hacen los esquiadores en el momento de lanzarse, y daba con ello la señal.
Procedíase a mondar las cebollas. Dícese de éstas que tienen siete pieles. Las damas y los caballeros mondaban las cebollas con los cuchillos de cocina. Les iban quitando la primera, la tercera piel rubia, dorada, pardo rojiza o, mejor dicho, la piel color de cebolla, e iban pelando hasta que la cebolla se hacía vítrea, verde, blancuzca, húmeda, acuosa, pegajosa, y olía, olía a cebolla; y luego procedían a cortar, tal como se cortan las cebollas, y cortaban, con mayor o menor habilidad, sobre unas tablitas que tenían figura de puercos y de peces, cortaban en éste y en el otro sentido, y el jugo saltaba en chorritos y se comunicaba a la atmósfera por encima de las cebollas. Los señores de cierta edad, poco expertos en materia de cuchillos de cocina, tenían que poner cuidado en no cortarse los dedos, lo que de todos modos hacían algunos sin darse cuenta; las damas, en cambio, eran mucho más hábiles, no todas, pero sí aquellas que en la casa eran buenas amas de casa y sabían cómo deben cortarse las cebollas para las patatas salteadas, digamos, o para el hígado frito con rizos de cebolla; pese a lo cual, en el Bodegón de las Cebollas de Schmuh nada servían de comer, y el que quería comer tenía que irse a algún otro sitio, al «Pescadito» por ejemplo, y no al Bodegón de las Cebollas, porque aquí sólo se cortaban cebollas. ¿Cómo así? Porque así se llamaba justamente, y, lo que es más, porque la cebolla, la cebolla cortada, si bien se mira adentro... no, los clientes de Schmuh ya no veían nada, o algunos ya no veían nada, porque les venían las lágrimas a los ojos. No porque se les desbordara el corazón, porque no se ha dicho que cuando el corazón se desborda los ojos hayan necesariamente de llorar; los hay que no lo logran nunca, sobre todo durante los últimos decenios pasados, y por ello algún día se designará a nuestro siglo como el siglo sin lágrimas, pese a todos los sufrimientos, y por ello también precisamente, por razón de esta falta de lágrimas, la gente que disponía de los medios para ello iba al Bodegón de las Cebollas de Schmuh y se hacía servir por el dueño una tablita de picar —puerco o pescado— y un cuchillo de cocina por ochenta pfennigs y, por doce marcos, una vulgar cebolla de cocina, de jardín o de campo, y la iban cortando en pedacitos cada vez más pequeños, hasta que el jugo lo lograba. ¿Qué lograba? Lograba eso que el mundo y el dolor de este mundo no lograban producir, a saber: la lágrima esférica y humana. Aquí sí se lloraba. Aquí, por fin, volvíase a llorar. Se lloraba discretamente, o sin reserva, abiertamente. Aquí corrían las lágrimas y lo lavaban todo. Aquí llovía, aquí caía el rocío. Óscar piensa en esclusas que se abren, en diques que se rompen en caso de inundación. ¿Cómo es el nombre de ese río que se sale todos los años de su cauce sin que el gobierno haga nada por evitarlo? Y después de aquel cataclismo natural por doce marcos ochenta, la humanidad, libre ya de sus lágrimas, hablaba. Vacilantes aún y sorprendidos por la novedad de su propio lenguaje escueto, los parroquianos del Bodegón de las Cebollas abandonábanse tras el banquete, sentados en incómodas cajas tapizadas de arpillera, los unos a los otros, y se dejaban preguntar y volver del revés como se vuelve un abrigo. Óscar, sin embargo, que estaba sentado con Klepp y Scholle, sin lágrimas, bajo aquella casi escalera de gallinero, quiere ser discreto, y de todas aquellas revelaciones, autoacusaciones, confesiones y declaraciones no contará más que la historia de aquella señorita Pioch que volvía siempre a perder a su señor Vollmer, lo que le endureció el corazón y le secó los ojos y hacía que tuviera siempre que volver al costoso Bodegón de las Cebollas de Schmuh.
Nos encontramos, decía la señorita Pioch después de haber llorado, en el tranvía. Yo volvía del negocio —posee y dirige una excelente librería—, el coche estaba repleto, y Willy —ése era el señor Vollmer— me pisó con rudeza el pie derecho. Yo no podía aguantarme de pie; fue un amor a primera vista. Mas como tampoco podía andar, él me ofreció su brazo y me acompañó, o, mejor dicho, me llevó a casa y, a partir de aquel día, cuidó tiernamente aquella uña del pie que con su pisotón se me había puesto azul negruzca. Pero también en lo demás se comportó con mucho cariño, hasta que la uña se me desprendió del dedo gordo derecho y nada se oponía ya al crecimiento de una uña nueva. A partir del día en que se me cayó la uña mala, su cariño empezó a enfriarse. Sufríamos los dos por efecto de aquel decaimiento. Y en esto me hizo Willy, porque seguía queriéndome y también porque los dos teníamos mucho en común, aquella espantosa proposición: Deja que te pise el dedo gordo izquierdo, hasta que la uña se ponga azul rojiza y luego azul negruzca. Yo accedí y él lo hizo. Instantáneamente volvía a entrar en posesión de su amor y pude saborearlo hasta que la uña del dedo gordo izquierdo se me cayó también cual hoja seca. Y nuevamente nuestro amor se hizo otoñal. Ahora quería Willy volver a pisarme el dedo gordo derecho, cuya uña había crecido entretanto, para poder seguir amándome de nuevo. Pero yo no lo permití y le dije: si tu amor es verdaderamente grande y sincero, ha de poder sobrevivir a una uña de dedo gordo. Pero él no me comprendió y me dejó. Después de varios meses, volvimos a encontrarnos en una sala de conciertos. Pasado el intermedio, y comoquiera que a mi lado había un lugar vacío, él se vino a sentar conmigo sin que yo se lo pidiera. Cuando durante la Novena Sinfonía empezó a cantar el coro, deslicé hacia los suyos mi pie derecho, del que previamente me había quitado el zapato. Él pisó y yo logré no perturbar el concierto. Después de siete semanas, Willy me abandonó de nuevo. Dos veces más pudimos todavía pertenecemos mutuamente por espacio de algunas semanas, porque en dos ocasiones le tendía una vez el dedo gordo izquierdo y luego el derecho. Hoy tengo los dos dedos hechos una lástima. Las uñas no quieren ya crecer. De vez en cuando Willy viene a visitarme, se sienta a mis pies sobre la alfombra y contempla conmovido y lleno de compasión para conmigo y para con él mismo, pero sin amor y sin lágrimas, las dos víctimas, desuñadas, de nuestro amor. A veces le digo: Ven, Willy, vamos al Bodegón de las Cebollas de Schmuh y lloremos allí a moco tendido. Pero hasta el presente nunca ha querido acompañarme. El pobre no conoce el consuelo de las lágrimas.